En el 88 vivía en Nazca y Tres Arroyos. Cursaba el segundo año de Bachiller en el Instituto Santa Rita, que estaba a diez cuadras. Siempre iba por la calle Argerich derecho hasta Camarones, pero ese día, no sé porqué, decidí ir por Helguera.
A las pocas cuadras se larga un chaparrón de esos que parece venirse el cielo abajo, por lo que busqué rápido refugio en la entrada de un edificio, esperando que pase lo peor.
-Linda tormenta que se largó- escucho que me dice alguien a mis espaldas.
Me doy la vuelta y lo veo, parado en la puerta, con una escoba en la mano. El portero. Creí que me iba a decir que me fuera, que no tenía nada que hacer ahí, pero antes de hacer siquiera el ademán de retirarme, me detiene.
-Pará, que no te estoy echando- me dice.
Se acerca, me mira de una forma que en ese momento, pendejo todavía, no supe evaluar bien, pero que hoy, con toda el agua que ha corrido bajo el puente, no dudaría en considerar lasciva.
-Parece que esto va para rato...- repone con un suspiro de resignación.
Amaga entrar al edificio, pero antes de hacerlo, se voltea y me dice:
-No querés pasar, adentro vas a estar más cómodo, además está haciendo frío-
Estábamos en invierno, y la verdad es que ya había empezado a castañetear los dientes.
-Bueno, gracias- le digo, entrando al edificio con él, y aunque mi tono haya parecido casual e inocente, les aseguro que no fue así del todo.
Desde hacía rato que había empezado a sentirme atraído por las personas de mi mismo sexo. Al principio fue algo confuso, aunque la certeza llegó cuándo, por casualidad, encontré una revista porno debajo de la cama de mis padres.
Era la primera vez que veía una, pero en vez de sentir atracción por los cuerpos femeninos, las tetas, los culos, las conchas, lo que se llevaba toda mi atención eran las pijas.
Unas pijas hermosas, soberbias, imponentes.
Obviamente con el tiempo comprendería que no todo era como lo retratado en aquella revista, pero aún así, el gusto adquirido aquella tarde ya no lo perdería jamás.
Quería estar con un hombre, esa era la verdad. Cuándo me hacía la paja siempre fantaseaba con algún vecino o alguien que me haya cruzado en el camino, siempre más grande que yo, adultos, mayores, entendiendo quizás que para mí primera experiencia necesitaba a alguien que me guiara, que me enseñase el camino de entrada a ese mundo que ya había elegido.
Y quiso el destino, el azar, que un buen día de junio, al tomar un camino distinto para ir al Colegio, me encontrase con aquel portero, que luego sabría que se llamaba Oscar, que tenía 42 años y estaba casado.
No era un hombre atractivo, tenía unos kilos de más y yable había empezado a ralear el pelo, pero era un hombre, y eso era lo que yo buscaba, lo que necesitaba.
Cruzamos el lobby, bajamos al sótano, y atravesando un pasillo, entramos al cuarto de las bombas de agua.
Jamás podría olvidarme de ese recorrido, como me palpitaba el corazón en el pecho, la humedad que sentía en el calzoncillo. Estaba como en un sueño, en una de esas fantasías que elucubraba cuando me hacía la paja.
El cuarto también servía de depósito, por lo que había diarios apilados, cajas de cartón desarmadas, artículos de limpieza, y a un costado, bien limpio y ordenado, un rincón que se había armado para sus descansos, con una silla y una mesa. Sobre la mesa, un termo y el mate.
-Justo estaba por empezar a tomar- me dice, cebando uno e invitándome.
Agarra una silla plegable, la abre y me la ofrece para sentarme.
Mientras mateamos, nos presentamos, hablamos de lo que hacemos, él de su trabajo en el edificio, yo de mis estudios.
Pese a una diferencia de edad de casi veinticinco años, mantenemos una charla amena, cordial, sin segundas intenciones, aunque flotaba en el ambiente esa sensación de anhelo, de querer pero no animarnos.
Aquí es donde todo se mantiene en una nebulosa, como en los grandes momentos de la vida, cuando con el paso del tiempo vas idealizando ciertas situaciones.
-¿Porqué no te sacás ese saco que debe estar todo mojado?- me sugiere en algún momento, entre mate y mate, refiriéndose al ambo del uniforme del colegio.
Cómo los uniformes de esa época, era pantalón gris, camisa celeste y ambo azul. Y tenía razón, se me había mojado con la lluvia.
Me lo saco y al no saber dónde dejarlo, él se levanta y lo extiende delante de la estufa, para que se seque, pero en vez de volver a sentarse, se coloca tras de mí y me pone las manos sobre los hombros.
-Así está mejor, ¿no te parece?- me pregunta, sin hacer nada más hasta esperar mi reacción.
-Sí..., mejor...- asiento tímidamente, con el nerviosismo lógico del momento.
Empieza entonces a masajearme, despacio, con suavidad, deslizando sus manos incluso más allá de mis hombros.
-¿Te gusta?- me pregunta en algún momento, acercando sus boca a mi oído.
Asiento solo con un gesto, incapaz de pronunciar palabra alguna.
Desde atrás me desabotona la camisa, sin que yo haga nada para evitarlo, y metiendo las manos adentro, me acaricia los pectorales, pellizcándome con una ternura deliciosa las tetillas.
Seguro se debe de haber dado cuenta de la erección que me abultaba el pantalón, porque enseguida retira las manos y parándose delante mío, se las lleva a la bragueta.
-¿Querés que la saque?- me pregunta.
No lo dudo.
-Sí- respondo sin ningún titubeó.
Se baja el cierre, se desprende el botón, y con una mano extrae del interior del calzoncillo algo que, en ese momento, en el sótano de un edificio, me pareció lo más hermoso del mundo.
No la tenía parada del todo, pero aún así me parecía enorme. Era la primera que veía, por supuesto, aparte de la mía, pero al tratarse de un hombre ya maduro, me resultaba todo más... Más largo, más gordo, más duro...
Pone la silla al lado de la mía, se baja el pantalón hasta las pantorrillas y sentándose, me pregunta aquello que yo tanto estaba deseando:
-¿Me la querés tocar?-
-Sí, me gustaría- le dije, animándome a pronunciar algo más que una simple afirmación.
-Que bueno- exclamó -Porque me muero por qué me la toques-
Me agarra entonces la mano y la pone sobre su verga, haciendo que con los dedos envuelva todo su contorno.
-Así...- me dice, indicándome como tengo que mover la mano, suave, acompasadamente, sintiendo como se va endureciendo y mojando.
Extiende las piernas, echa la cabeza hacia atrás y me deja hacer.
Le estoy haciendo la paja a un tipo, pienso, y no puedo sentirme más pleno y satisfecho, sabiendo además que lo estoy haciendo bien, no solo por sus jadeos y exclamaciones, sino también por lo dura que se le está poniendo.
-Ahora escupite un poco en la mano y dame más fuerte- me instruye, ronco, jadeante.
Lo hago, me escupo en la palma de la mano, se la vuelvo a agarrar, pajeándolo con más fuerza, con más entusiasmo, haciéndole chasquear la piel de la pija a puro golpe de muñeca.
El tipo está como en trance, bufando de placer, hasta que parece tensársele todo el cuerpo y la leche empieza a salir a borbotones.
Me aparto, me hago a un lado, pero no asqueado, sino sorprendido por la intensidad de la descarga. Yo nunca había eyaculado tanta cantidad de semen. Ni tanto ni tan espeso.
-¡Que buena paja me hiciste, flaquito!- me elogia entre excitados suspiros.
Yo me quedé ahí sentado, con la mano empapada de semen, la camisa desabrochada, sin saber que más hacer.
Ya con más calma, agarra de debajo de la mesa un rollo de papel higiénico y me lo alcanza para que me limpie. No me lo pide, pero le limpio a él también la entrepierna.
-Gracias...- me dice, mientras se levanta y se sube el pantalón.
Yo hago lo mismo.
-Podés venir cuando quieras, la próxima te la puedo hacer yo a vos- me sugiere, subiéndose el cierre de la bragueta.
-¿Ya se la hiciste a alguien?- le pregunto, curioso, abrochándome la camisa.
-No, pero tengo que devolverte el favor- se sonríe.
Agarro el ambo, me lo pongo y salimos del cuarto de bombas.
Afuera ya había dejado de llover y el cielo lucía azul y resplandeciente, al igual que mi ánimo.
No fui al colegio, sino que volví a mi casa, flotando como en una nube, oliéndome todo el camino la mano, en la que había quedado impregnado el olor de su virilidad.
Obvio que volví a lo del portero, pero eso ya se los cuento en el próximo relato.
A las pocas cuadras se larga un chaparrón de esos que parece venirse el cielo abajo, por lo que busqué rápido refugio en la entrada de un edificio, esperando que pase lo peor.
-Linda tormenta que se largó- escucho que me dice alguien a mis espaldas.
Me doy la vuelta y lo veo, parado en la puerta, con una escoba en la mano. El portero. Creí que me iba a decir que me fuera, que no tenía nada que hacer ahí, pero antes de hacer siquiera el ademán de retirarme, me detiene.
-Pará, que no te estoy echando- me dice.
Se acerca, me mira de una forma que en ese momento, pendejo todavía, no supe evaluar bien, pero que hoy, con toda el agua que ha corrido bajo el puente, no dudaría en considerar lasciva.
-Parece que esto va para rato...- repone con un suspiro de resignación.
Amaga entrar al edificio, pero antes de hacerlo, se voltea y me dice:
-No querés pasar, adentro vas a estar más cómodo, además está haciendo frío-
Estábamos en invierno, y la verdad es que ya había empezado a castañetear los dientes.
-Bueno, gracias- le digo, entrando al edificio con él, y aunque mi tono haya parecido casual e inocente, les aseguro que no fue así del todo.
Desde hacía rato que había empezado a sentirme atraído por las personas de mi mismo sexo. Al principio fue algo confuso, aunque la certeza llegó cuándo, por casualidad, encontré una revista porno debajo de la cama de mis padres.
Era la primera vez que veía una, pero en vez de sentir atracción por los cuerpos femeninos, las tetas, los culos, las conchas, lo que se llevaba toda mi atención eran las pijas.
Unas pijas hermosas, soberbias, imponentes.
Obviamente con el tiempo comprendería que no todo era como lo retratado en aquella revista, pero aún así, el gusto adquirido aquella tarde ya no lo perdería jamás.
Quería estar con un hombre, esa era la verdad. Cuándo me hacía la paja siempre fantaseaba con algún vecino o alguien que me haya cruzado en el camino, siempre más grande que yo, adultos, mayores, entendiendo quizás que para mí primera experiencia necesitaba a alguien que me guiara, que me enseñase el camino de entrada a ese mundo que ya había elegido.
Y quiso el destino, el azar, que un buen día de junio, al tomar un camino distinto para ir al Colegio, me encontrase con aquel portero, que luego sabría que se llamaba Oscar, que tenía 42 años y estaba casado.
No era un hombre atractivo, tenía unos kilos de más y yable había empezado a ralear el pelo, pero era un hombre, y eso era lo que yo buscaba, lo que necesitaba.
Cruzamos el lobby, bajamos al sótano, y atravesando un pasillo, entramos al cuarto de las bombas de agua.
Jamás podría olvidarme de ese recorrido, como me palpitaba el corazón en el pecho, la humedad que sentía en el calzoncillo. Estaba como en un sueño, en una de esas fantasías que elucubraba cuando me hacía la paja.
El cuarto también servía de depósito, por lo que había diarios apilados, cajas de cartón desarmadas, artículos de limpieza, y a un costado, bien limpio y ordenado, un rincón que se había armado para sus descansos, con una silla y una mesa. Sobre la mesa, un termo y el mate.
-Justo estaba por empezar a tomar- me dice, cebando uno e invitándome.
Agarra una silla plegable, la abre y me la ofrece para sentarme.
Mientras mateamos, nos presentamos, hablamos de lo que hacemos, él de su trabajo en el edificio, yo de mis estudios.
Pese a una diferencia de edad de casi veinticinco años, mantenemos una charla amena, cordial, sin segundas intenciones, aunque flotaba en el ambiente esa sensación de anhelo, de querer pero no animarnos.
Aquí es donde todo se mantiene en una nebulosa, como en los grandes momentos de la vida, cuando con el paso del tiempo vas idealizando ciertas situaciones.
-¿Porqué no te sacás ese saco que debe estar todo mojado?- me sugiere en algún momento, entre mate y mate, refiriéndose al ambo del uniforme del colegio.
Cómo los uniformes de esa época, era pantalón gris, camisa celeste y ambo azul. Y tenía razón, se me había mojado con la lluvia.
Me lo saco y al no saber dónde dejarlo, él se levanta y lo extiende delante de la estufa, para que se seque, pero en vez de volver a sentarse, se coloca tras de mí y me pone las manos sobre los hombros.
-Así está mejor, ¿no te parece?- me pregunta, sin hacer nada más hasta esperar mi reacción.
-Sí..., mejor...- asiento tímidamente, con el nerviosismo lógico del momento.
Empieza entonces a masajearme, despacio, con suavidad, deslizando sus manos incluso más allá de mis hombros.
-¿Te gusta?- me pregunta en algún momento, acercando sus boca a mi oído.
Asiento solo con un gesto, incapaz de pronunciar palabra alguna.
Desde atrás me desabotona la camisa, sin que yo haga nada para evitarlo, y metiendo las manos adentro, me acaricia los pectorales, pellizcándome con una ternura deliciosa las tetillas.
Seguro se debe de haber dado cuenta de la erección que me abultaba el pantalón, porque enseguida retira las manos y parándose delante mío, se las lleva a la bragueta.
-¿Querés que la saque?- me pregunta.
No lo dudo.
-Sí- respondo sin ningún titubeó.
Se baja el cierre, se desprende el botón, y con una mano extrae del interior del calzoncillo algo que, en ese momento, en el sótano de un edificio, me pareció lo más hermoso del mundo.
No la tenía parada del todo, pero aún así me parecía enorme. Era la primera que veía, por supuesto, aparte de la mía, pero al tratarse de un hombre ya maduro, me resultaba todo más... Más largo, más gordo, más duro...
Pone la silla al lado de la mía, se baja el pantalón hasta las pantorrillas y sentándose, me pregunta aquello que yo tanto estaba deseando:
-¿Me la querés tocar?-
-Sí, me gustaría- le dije, animándome a pronunciar algo más que una simple afirmación.
-Que bueno- exclamó -Porque me muero por qué me la toques-
Me agarra entonces la mano y la pone sobre su verga, haciendo que con los dedos envuelva todo su contorno.
-Así...- me dice, indicándome como tengo que mover la mano, suave, acompasadamente, sintiendo como se va endureciendo y mojando.
Extiende las piernas, echa la cabeza hacia atrás y me deja hacer.
Le estoy haciendo la paja a un tipo, pienso, y no puedo sentirme más pleno y satisfecho, sabiendo además que lo estoy haciendo bien, no solo por sus jadeos y exclamaciones, sino también por lo dura que se le está poniendo.
-Ahora escupite un poco en la mano y dame más fuerte- me instruye, ronco, jadeante.
Lo hago, me escupo en la palma de la mano, se la vuelvo a agarrar, pajeándolo con más fuerza, con más entusiasmo, haciéndole chasquear la piel de la pija a puro golpe de muñeca.
El tipo está como en trance, bufando de placer, hasta que parece tensársele todo el cuerpo y la leche empieza a salir a borbotones.
Me aparto, me hago a un lado, pero no asqueado, sino sorprendido por la intensidad de la descarga. Yo nunca había eyaculado tanta cantidad de semen. Ni tanto ni tan espeso.
-¡Que buena paja me hiciste, flaquito!- me elogia entre excitados suspiros.
Yo me quedé ahí sentado, con la mano empapada de semen, la camisa desabrochada, sin saber que más hacer.
Ya con más calma, agarra de debajo de la mesa un rollo de papel higiénico y me lo alcanza para que me limpie. No me lo pide, pero le limpio a él también la entrepierna.
-Gracias...- me dice, mientras se levanta y se sube el pantalón.
Yo hago lo mismo.
-Podés venir cuando quieras, la próxima te la puedo hacer yo a vos- me sugiere, subiéndose el cierre de la bragueta.
-¿Ya se la hiciste a alguien?- le pregunto, curioso, abrochándome la camisa.
-No, pero tengo que devolverte el favor- se sonríe.
Agarro el ambo, me lo pongo y salimos del cuarto de bombas.
Afuera ya había dejado de llover y el cielo lucía azul y resplandeciente, al igual que mi ánimo.
No fui al colegio, sino que volví a mi casa, flotando como en una nube, oliéndome todo el camino la mano, en la que había quedado impregnado el olor de su virilidad.
Obvio que volví a lo del portero, pero eso ya se los cuento en el próximo relato.
3 comentarios - El portero de la calle Helguera (trans)