Para cuando incorporamos a los obreros de Las Cuadrillas a nuestro cronograma de cuernos, ya todo Ensanche sabía que mi Nati era una flor de puta y yo un tremendísimos cornudo. De hecho, en las mismas cuadrillas se sabía de Nati. El chisme les había llegado de distintos lados. Del astillero, ya que muchos de los vecinos que me la cogían trabajaban en la administración y el rumor fue goteando hasta los obreros; y desde el mismo pueblo, cuando los muchachos iban a comprar pequeñeces cosas como pilas para la radio, revistas, aspirinas, etc. (de la comida se encargaba la empresa). Incluso ya en el tercer mes un par de tipos de Las Cuadrillas se habían cogido a Nati, en alguna entrega “especial” en la que ella se encontró, de golpe, con el dueño de casa y uno o dos amigos más. Nati nunca decía que no. Simplemente apuraba el trámite para bajarse más machos en el mismo tiempo. Siempre con la excusa morbosa de tener que volver a casa rápido “para que el cornudo no sospeche”. Se arrodillaba sin que le pidieran nada, sacaba las pijas de las braguetas… ¡y a mamar!
Recuerdo la primera noche que se cogió a uno de Las Cuadrillas, en un pedido que hizo Gardelito y resultó que eran él y dos más. Mi Bebuchi vino desbordada de entusiasmo. Pensamos que al otro día lloverían mensajes desde allí, pidiendo especiales. Tardamos en darnos cuenta, luego de un par de semanas y charlando con los vecinos que se cogían regularmente a Nati, cómo funcionaban exactamente las cosas en Las Cuadrillas.
Algo ya les comenté pero se los refresco: las Cuadrillas era un galpón, un tinglado básico de unos cincuenta metros de largo, con paredes de madera y techo de chapa a dos aguas, igual que en la milicia de las películas. Adentro no había mucho misterio: dos hileras de camas enfrentadas, con un espacio para unos pequeños muebles y colgantes para cada uno. En una punta del galpón unas parrillitas a gas, como para calentar algo, y dos o tres despensas medianas. En la otra punta dos baños muy básicos, sin duchas. Los baños completos estaban afuera, en otra construcción, verdaderos vestuarios con duchas, toilette, guardarropa y todo tipo de comodidad. Había también una tercera construcción, el comedor, donde los obreros cenaban la comida que les proveía el astillero.
—¡Tengo que entrar a Las Cuadrillas! —me dijo Nati, medio desesperada— ¡No vas a ser el cornudo del pueblo hasta que no me los coja a esos también!
Era técnicamente cierto, aunque en Ensanche, a mis espaldas, yo ya era conocido y nombrado como “el cornudo del pueblo”. Así, como les digo. Lo supo primero Nati, cuando andaba sola por las calles. Los hombres, a esa altura se la estaban cogiendo todos, no le preguntaban “cómo anda don Marce”. Eran absolutamente francos:
—Hola, Nati, siempre linda vos, eh?
—Hola, don Canvas, gracias… ¿Cómo anda su mujer de la tos?
—Bien, bien, hermosa, un poco mejor… ¿Y el cornudo?
Y Nati, como si nada, como si fuera mi nombre:
—Bien, avanzando con su novela… —y según el tipo, se ponía más osada—. Ya casi no puede pasar por la puerta, pobre… ni agachándose, puede…
Se reían. No con maldad, sino como un chiste de esos que por obvios y repetidos se hacen graciosos.
—Es que sos muy linda y amorosa… Tiene suerte de estar con vos, aunque sea un cornudo…
Nunca le decían en la cara “puta” cuando estaban en lugares públicos. Sí mientras se la cogían. Pero en la calle no. En cambio yo no corría con esa suerte. Era cornudo y listo. Salvo si en la charla había mujeres. Aunque cuando había solo hombres —casi siempre— y especialmente si los que hablaban con ella se la estaban cogiendo, como en el almacén, el trato hacia mí era crudo:
—Ah, mi amor, después decile al cornudo de tu marido que ya le traje los DVDs…
—¿Qué DVDs?
—Me pidió unos DVDs regrabables… Vos decile, el cuerno ya sabe. O decile que los venís a buscar así de paso le hacemos crecer un poquito más las astas… ¿Te parece…?
—Ah, dale, buenísimo.
Ideé un par de estrategias para Las Cuadrillas y se las presenté a Nati. El problema era que en una cuadra con cincuenta camas y cincuenta hombres, sin divisiones, me la iban a terminar garchando todos y no había lugar para que yo pudiera esconderme y espiar. No había manera de no quedar afuera, y me resistía. Nati quería que yo pudiera mirar, pero si no había chances, mala suerte, igual se los iba a coger.
—Podemos hacer que tus machos de más confianza los vayan sumando de a poco a las cogidas. Un día con uno, un día con otro…
—¡Estás en pedo, cornudo! ¡Así me los voy a terminar de coger en un año! Yo quiero bajármelos rápido, ya extraño a mis amantes de Buenos Aires…
—Es que no veo cómo, amor…
—Además quiero que me acompañes allá la primera vez, cuando les lleve los volantes… Quiero que te vean conmigo antes de que me cojan…
Parecía que ella tenía las cosas más planificadas que yo.
—¿Volantes para qué? Si a ellos les dan la comida en la empresa.
—Ay, cuerni, a veces sos súper inteligente y a veces sos medio bobo, ¿eh? Es una fachada, ¿a quién le importa? Eso lo ideaste vos, ¿por qué tantas vueltas ahora?
—Porque te van a llamar y te van a garchar de a veinte, y yo me voy a quedar acá en casa como un pelotudo.
—Como un cornudo.
—En serio, vos conocés mi debilidad…
Me refería a mi debilidad por verla con más de un hombre a la vez. Cuando Nati estaba con dos o más machos la veía tan puta, se ponía tan puta —bueno, era tan puta— que yo “sufría” si no lograba verla. Siempre que podía en esos casos ella me incluía. Y si no podía grababa el encuentro para que yo lo disfrutara. Y ahora, si iba a Las Cuadrillas a llevar su pedido especial, yo dudaba que se la cogiera solamente el que le hiciera el pedido.
—Cuerni —me dijo metiéndose en la cama como para ir a dormir—, tenés un día para inventar algo. El viernes vamos vos y yo a llevarles los volantes.
14.
Había otras particularidades en Ensanche. Especialmente allí, que era más bien un caserío. Las navidades eran distintas a cualquier otro lado, lo mismo que las vacaciones. O mejor dicho: eran distintas a cualquier otro lado donde quisiéramos jugar a los cuernos.
Para la navidad y año nuevo, la mitad de la gente desapareció. Nosotros desaparecimos el 24, que nos vinimos a Buenos Aires. Pero el 31 estuvimos allí. Fueron dos días extrañísimos, en un punto alucinantes, en el sentido de que por momentos parecía un sueño. Durante el día Ensanche parecía un pueblo fantasma. El sol, el calor, el aire sin oxígeno que te ahogaba. Si te quedabas en la ventana observando la nada, podías ver pasar, más tarde o más temprano, a una mujer corriendo de un lado al otro. Recogiendo sus faldas, las viejas; acomodándose los pechos o el corpiño, Elizabeth, que no dejaba de mirar en todas direcciones. Si uno observaba bien, si uno tenía paciencia, podía verlas salir de una casa y meterse en otra. Siempre en casas de tipos solos.
Se lo iba a comentar a Nati cuando la vi calzarse las botas y ponerse una minifalda bastante de puta.
—Amor, ¿qué hacés así? ¡Estas demasiado zarpada!
—Me voy a coger, cuerni. ¡No me voy a quedar acá en casa mientras todo el pueblo está cogiendo!
No sé cómo supo lo que estaba sucediendo, ella no se había asomado como yo.
—¿Vestida así? Se van a dar cuenta que…
—¡Ay, cornudito, al único que le importa eso es a vos! Mientras ellos me puedan coger y vos hagas el papel de pelotudo, nadie va a decir nada…
—Pensé que esa ropa era para hoy a la noche…
Como nadie tenía parientes, el 31 a la noche los de Ensanche se juntaban a tomar, comer y bailar en un terreno baldío frente al almacén. Ya nos habían dicho que terminaban siempre todos en pedo, y el plan nuestro era ir, yo hacerme el borracho, y que mi Nati cogiera lo más posible a mis espaldas con la excusa de mi borrachera. Mi único “pero”, mi derecho a veto que ella debía aceptar, era el de siempre: si yo veía que los tipos se podían poner violentos o la cosa me parecía peligrosa de alguna manera, nos íbamos.
—No, cornudón. A la noche voy a ir bien decente para dejarte como el mayor de los cornudos.
Y se fue a la calle y comenzó a hacer lo que vi que habían estado haciendo las otras mujeres: meterse directamente a una casa, sin tocar a la puerta, estar una media hora y salir arreglándose la ropa para meterse, sin más, en otra casa.
Esa tarde me la cogieron seis (cinco viejos y un muchacho de unos 25 años). Elizabeth, la otra mujer cogible, la de marido e hijito, entró al menos a tres casas. Y las viejas —estoy hablando de dos o tres viejas de unos sesenta años, con marido, muy señoras, de esas que solo hablan de los famosos de la tele y del precio de los tomates— a cuatro o cinco casas cada una.
La noche fue bastante parecida a lo imaginado. Montaron una mesa larga sobre unos caballetes, con bebidas y comida que habían hecho algunas viejas. Había un equipo de música conectado al almacén con cuatro cables de alargue, de donde salía una cumbia melódica y dulzona, una especie de cumbia correntina, si es que eso existe. Estaban el Tune, sus vagos compinches: Gardelito, Pepe Grillo y Cicuta. Y Ángel y Pergamino, y mucha gente más, en general hombres. Elizabeth y su marido también habían ido, y nos saludamos amablemente. El crío estaba evidentemente al cuidado de él, ella iba y venía entre los hombres trayendo comida y bebidas para su marido o hijo. No había nada sospechoso en la joven señora, apenas una seducción mínima, más algo femenino que otra cosa. Nada en sus movimientos ni en su ropa, un pantalón de jean que no le marcaba mucho y un buzo negro y anodino, bien lejos de la seducción. Me pregunté si el cornudo sabría en qué andaba su mujer. Me dije que era imposible en un lugar tan pequeño no saberlo, pero a la vez yo ya había vivido allí algunos meses, mi novia se había cogido literalmente a casi todos los hombres y sin embargo a mí nunca nadie me había advertido de nada. Siquiera insinuado algo. Ni un aviso anónimo bajo la puerta.
Del mismo modo si alguien ajeno al pueblo observaba a Nati en ese momento tampoco imaginaría la verdad. Ciertamente ella era más seductora y mucho más hermosa, y se había ido vestida tranquila, con un vestidito liviano y floreado, de poco escote y falda por las rodillas. Arriba, además, un suéter para la fresca, que llevaba sobre los hombros.
Uno de los jóvenes, de unos 30, estaba hecho un pelotudo y hacía explotar petardos cada dos por tres, asustándonos a todos, haciendo ladrar a los perros y poniendo de mal humor a las viejas. El vino y la cerveza comenzaron a correr rápido, y a eso de las diez y media algunos viejos y viejas, y Elizabeth y su marido, se pusieron a bailar. Pepe Grillo, medio picadito ya, se armó de valor y sacó a bailar a mi novia, previo ademán hacia mí para que le dé permiso.
Nati fue, y sé que ya estaba pensando en los cuernos que me pondría un poco después. Si la hubieran visto, la hubieran amado: hizo como que me pidió permiso, puso carita de que le daba vergüenza y se arrojó a los brazos del macho, quien se la venía cogiendo una vez por semana desde hacía meses, con toda una gestualidad de prurito y una distancia entre cuerpos bien decente para que se viera que delante de su cornudo era una señora.
Los minutos y los bailes se fueron sucediendo, y Nati cambió de compañero varias veces. Con cada baile que terminaba volvía a mí y me contaba cómo se la estaban manoseando y las cosas que le decían. Uno tras otro la incitaban para que fuera a coger al cuartito del almacén. En una de las pasadas delante de mí incluso escuché bastante claro a Cicuta, medio chupado, proponerle a mi novia.
—Es un ratito, nada más, si total el cornudo no se da cuenta…
Sí, el vino y la cerveza corrían como si fuera agua. La excusa era el calor. El calor y la diversión sana. El alcohol hizo que los hombres se desinhibieran, y que las viejas —que ustedes tenían que ver cómo empinaban el codo— bajaran la guardia. De pronto, y esto es lo más increíble del alcohol en grupo, a nadie le pareció raro que los hombres que bailaban con Nati le manosearan constantemente las ancas y se le pusieran cada vez más pegados a ella.
A las 11:30 yo también estaba picadito, lo que no me impidió notar que mi novia había desaparecido. Con el tema de reponer comida y bebida, el Tune se cruzaba al almacén a cada rato. A esa hora comenzó a cruzarse también Nati, haciendo como que lo ayudaba. Fue y vino con cosas dos veces, pero a la tercera ya no volvió. Me di cuenta y se me paró la pija. La hija de puta estaría en el cuartito de atrás haciéndose coger por alguno de esos hijos de puta. Miré alrededor: Gardelito estaba bailando con una vieja que yo sabía que se cogía seguido. El marido —viejo cornudo, claro— estaba sentado a tres metros, aplaudiendo como un pelotudo con una sonrisa idiota. Me pregunté si yo me vería así de cornudo a los ojos de todo el pueblo. Elizabeth también bailaba con uno que se la cogía: el Tune. Y el cuerno, igual que el viejo (más chupado que el viejo en realidad), con ojos rojos de desmayarse en cualquier momento, y con el crío dormido y babeando entre sus brazos, también festejaba cómo le manoseaban a su mujer. Porque el baile de a poco se estaba saliendo de cause, y las manos se hacían cada vez más osadas. Conté los machos, faltaba don Ángel. Ese era con seguridad el que se estaba garchando a Nati. Yo estaba alegre, muy lejos de estar borracho, y simulaba una destrucción y somnolencia que no tenía. Era mi coartada, y la manera de darle pista libre a los hombres para que se atrevieran a cogérmela casi delante de mis narices.
Al rato vi a don Ángel venir del almacén, sin mi novia. Trajo una botella que plantó ostentosamente delante de mí e hizo un chiste. Le miré el bulto. Tuve la fantasía de verle una mancha en el pantalón, o la bragueta parcialmente abierta, en fin, algo que me probara que venía de cogérmela. Observar a don Ángel casi me hizo perder quién entró al almacén en su lugar, cual reemplazo en un partido de básquet: Pergamino, su compadre.
Seguí jugando mi papel de borrachito mientras se cogían a mi Nati, hasta que me aburrí y pregunté por ella. Don Ángel me dijo que había ido a buscar pan dulce y turrones porque ya iban a ser las doce. Igual me puse de pie y amagué buscarla. Fue divertido ver la cara del viejo, su repentina preocupación por mi bienestar y su desinteresado favor de ir a buscarla por mí. Una de las viejas decentes —que no andaba en ninguna joda— me observó como con lástima. Don Ángel fue al almacén a traerme a Nati —o como me diría luego ella: a apurar el lechazo de su compadre porque “el cornudo la está buscando”— y yo volví a observar a mi alrededor. Elizabeth y Gardelito no estaban, y su cornudo e hijo dormían en un sillón de mimbre. Me costaba creer que ahora esa mujer se mostrara tan regalada, pero la verdad es que estaban todos muy tomados, no había mucha consciencia de lo que sucedía.
Llegó mi novia, toda sonrisas, con su vestidito decente y un macho atrás. Como si tal cosa. Me dio un buen beso en la boca como para que le sintiese el gusto a verga.
—¡Ay, mi amor, estás re en pedo! —me regañó ella delante de la gente, entre sorprendida e indignada— ¿Te parece ese gusto en la boca?
Hija de puta, claro que me parecía. Gusto a pija me parecía, porque ella se refería a eso, le gustaba hablar por elevación de los cuernos que me ponía, delante de la gente y a viva voz. Se sentó sobre mi falda para comprobar mi dureza. Me la manoseó, cuando nadie miraba. Y me dijo al oído.
—Cornudo, te cogería ahora mismo, ¡sos el rey de los cuernos! Lástima que lo tengas prohibido hasta que me cojan todos en Ensanche.
A la medianoche se brindó y se celebró. Elizabeth apareció. Y un segundo después, también Gardelito, y chocamos nuestras copas y el pelotudo de treinta se quedó sin petardos para tirar. Justo a esa hora. El ambiente enrarecido, esa sensación de estar viviendo un sueño verdadero, como cuando uno está en ese umbral entre el dormir y la vigilia, fue dantesco en ese brindis. Dos veintenas de hombres borrachos, una docena de mujeres de distinta edad, no menos ebrias, todos chocando copas, tambaleándose mucho, besándose en las mejillas, deseándose cosas absurdas. Vi viejos besar en la boca a Elizabeth, a espaldas del cornudo, vi a viejos manosear con increíble impunidad a otras viejas, y éstas no decir nada, solo poner cara de enojo; y también manosear de forma descarada a Elizabeth delante del cornudo, sin que éste dijera nada. Vi viejos retando a duelo a otros viejos, por corneadas que databan de veinticinco años. Y vi a Nati, mi Nati, en medio de los borrachos, que la sostenían con manos detrás de ella, Dios sabe de dónde, y ella con los brazos en los hombros de ellos, como una corista de regalo. Vi el manoseo bajo el vestidito, vi el besuqueo, y a mi novia reír y cambiar miradas y chistes con una de las viejas decentes, como si el manoseo delante del marido fuera lo más normal del mundo, o al menos fuera permitido esa noche.
A las 12:30 las viejas comenzaron a irse y antes de la 1 solo quedábamos Elizabeth, su cornudo con su hijo, Nati, yo, y unos treinta hombres. Y les digo, porque creo que era el único que estaba lúcido, que los hombres miraban a las dos mujeres con muchísima expectativa, a pesar de que sus maridos estuviéramos allí mismo. Me di cuenta que estaban estudiando de qué forma se iban a coger a alguna de las dos putitas, y cómo iban a quitar a los cornudos del medio. Incluso algunos, me di cuenta, estaban más allá de cualquier inhibición, y lo intentarían aunque tuvieran que pelearse con los maridos. No por morbo, sino simplemente por la combinación entre deseo, oportunidad y mucho —mucho— alcohol.
Luego de la 1 de la madrugada, el “baile” se desmadró por completo: el marido de Elizabeth y su hijito roncaban en la reposera, ausentes por completo, una de las viejas, antes de irse, los tapó con una manta. Me dio la sensación en ese momento que no era la primera vez que pasaba esto que iba a pasar. Me dio la sensación de que la vieja ya había abrigado a ese cornudo mientras su mujer comenzaba a divertirse “de verdad”. A veces sucede en pueblos muy chicos, o muy arraigados en el pasado, que la gente se toma un día al año en donde vale todo, y luego todo se olvida, se perdona, no existió nunca, y la vida sigue como si nada. En general estos rituales son patrocinados por mucho alcohol o drogas.
Elizabeth estaba tomada y desinhibida como los hombres. Se había quitado el buzo negro sin formas y ahora bailaba entre dos tipos con una camiseta blanca y ajustada que le marcaban muy bien los pechos gordos y los rollitos y algo de panza. Bailar es una forma de decir. Los borrachos se la cogían con los ojos, por lo que se le arrimaban uno adelante y otro atrás y la apretujaban y la manoseaban con una impunidad brutal. Ya no la tomaban de la cintura y un poco más. Como el cuerno estaba dormido ahí nomás, las manos iban directamente al culo, y subían constantemente a los pechos, que manoseaban y estrujaban con ganas. Con Nati era lo mismo, y yo no estaba dormido como el otro. Se la manoseaban ahí delante mío, aunque trataban de ocultarse tras la otra pareja. Pero estaban tan borrachos que no había forma de disimularlo. A veces quedaban junto a mí, que estaba poniendo las canciones, y no me veían, de tomados que estaban, y le metían manos tremendas, que a su vez yo simulaba no ver.
En un momento el Tune, Gardelito y tres más se fueron al almacén llevando a la rastra a Elizabeth. Se la iban a coger de a cinco. O más, porque detrás de ellos fue otro grupo numeroso de hombres. ¿Esto sucedía todos los Año Nuevo? Nati me buscó con la mirada. Si Elizabeth le había ganado de mano ella se quedaba sin intimidad. Era la hora de hacerme el dormido, si quería que me la cojan ahí.
Me tiré en un sillón de mimbre enorme, tipo Julio Iglesias. Por experiencia sé que las reposeras no sirven para espiar, así que las evité. Me quedé observando el baile y en un minuto me hice el dormido. Apenas cerré los ojos, el que bailaba con mi novia la besó en la boca y comenzó otro tipo de manoseo. Los borrachos se terminaron de desbocar y se fueron al humo. La rodearon enseguida, y ya casi la estaban desnudando y entonces mi novia los frenó, sacó un pañuelo de seda oscuro y vino a mí.
—Por las dudas que se despierte —dijo, y me cubrió el rostro con el pañuelo.
También por experiencia sabíamos dos cosas: cuando jueguen al cornudo dormilón, sabrán que los machos se animan más, pero guardan cierto recelo. Tápenle la cabeza al cuerno y verán que el amante se suelta mucho más. La segunda cosa que sabíamos era que un pañuelo de seda de trama abierta, si es oscuro, parece que impide ver cuando en realidad le permite al cuerno ver perfectamente.
Lo que hizo Nati a partir de ese momento procuró hacerlo en la línea de mi visión. No hubo más baile, aunque la música cumbiera siguió sonando como una burla. Fue a una reposera y se recostó allí. Un gordo grandote y algo viejo, medio desagradable al que llamaban Tortuga —o Tortu— se le fue encima y amagó desnudarla.
—No, no, ¿estás loco? —lo frenó ella— ¡Mirá si se despierta el cornudo y me ve en bolas! —Los borrachines parecieron asustarse— Mejor con ropa, si se despierta no va a sospechar nada.
Tortuga se recostó junto a ella, detrás de ella. Se abrió la bregueta y sacó la verga. Le corrió la falda del vestidito para arriba. Vi los muslos de mi novia desnudos y su bombachita blanca. Nati se corrió la tanguita para un costado y el hijo de puta de Tortu se tomó la verga, apuntó, puerteó y clavó. Así nomás. Delante de todos. Delante de mí.
—¡Ahhh…! —gimió Nati, más para mí que de calentura. Aunque la calentura real vino enseguida, porque el gordo comenzó el bombeo de inmediato. Los otros se acercaron para ver quién iba a ser el segundo, y pronto la rodearon. No pude ver cómo Tortuga le acabó, con tantos tipos que mi novia tenía alrededor. Cuando hubo cambio de macho, Nati pidió que le despejaran la vista “hacia el cuerno, no sea cosa que no me dé cuenta si se despierta”. A partir de ese momento vi cómo me la cogieron unos doce tipos. O usaron, sería más exacto decir, pues el alcohol no les permitió buenas performances.
Luego del doceavo, el marido de Elizabeth amagó despertarse y tuvieron que ir a llamar a la mujer. Vino, como si viniera de pagar el gas, lo despertó —estaba más dormido que despierto— y se lo llevó a él y al hijito a su casa. La acompañaron cinco hombres, “para asegurarse que llegaran bien”. Los cinco tipos no regresaron, se la siguieron cogiendo en la casa, seguramente impunes ante el desmayo del cornudo. Me imgainé que al pobre tipo lo tirarían en un sillón el living y a la mujer se la empernarían en la cama matrimonial, donde podrían entrar los seis.
En cambio a mi Nati se la llevaron al cuartito del almacén, y me dejaron ahí solo. A veces pasa que se la cogen más de uno y yo no puedo ver. Me quiero morir, y sé que Nati preferiría que yo la viera, pero qué se le va a hacer. Es el sino del cornudo.
Me la cogieron en el almacén unos quince borrachos más. Yo seguí haciéndome el dormido, pudiendo mirar la puerta del almacén, viendo salir cada tantos minutos a un tipo distinto, a veces arreglándose los pantalones y yendo a su casa a dormir, saciado por completo y vaciado de leche.
Son recuerdos lindos, hoy día: la música había terminado una hora antes. El cielo comenzaba a perder ese oscuro profundo de cuando va a venir el alba y las estrellas derraman sus últimos fulgores. El aire fresco, la vejiga que me explotaba aunque iba a hacer pis a cada rato, y el silencio mentiroso. El silencio de año nuevo en los esteros, cortado por el murmullo del río contra la costa, por los graznidos impertinentes de algún pajarraco a contramano, y por los alejados gemidos y gritos de muerte y vida de cada orgasmo de Natalia, mi novia, que venían del almacén y me llegaban al corazón, acelerándolo y haciéndome parar la pija como nada en este mundo.
15.
El verano en el pueblito quizá no fuera tan diferente pero nosotros lo hicimos distinto. Es un lugar de río, así que con el calor fuerte la gente va cuando quiere, sin programación. El que no está haciendo nada, va; el que trabaja, recién se acerca a la tardecita, si no le dieron permiso en el astillero. Así que ya habrán deducido: durante la tarde, solo los jubilados y las amas de casa van a refrescarse al río, y a partir de las 17 ya está el pueblo entero.
Nos dimos cuenta con Nati que Elizabeth iba siempre con su hijo y sin su marido, que trabajaba en el astillero. Como era el río y hacía calor, le daba a ella la excusa perfecta para andar en bikini mostrando sus tetas gordas y el culo con la tanga bastante enterrada. También era la excusa de los viejos para mirarla semi desnuda con total impunidad. Imagino que antes de la llegada de Nati, los viejos se clavarían tremendas pajas, porque Elizabeth entraba al agua a refrescarse, jugaba con su hijo, se agachaba, tomaba sol de frente y de espaldas. Todo un show para los viejos, en ese rincón del planeta.
Nati generó una mini revolución en el río, con su bikini clavado que le hacía un marco al culazo que tiene. Aunque a esa altura los viejos que la miraban ya se la cogían regularmente, verlos mirarle el culo en mis narices igualmente me la ponía dura. Así como notamos que los matrimonios viejos dejaron de venir a la hora de la siesta, también notamos que a diario caían hombres más jóvenes, gente del astillero que había faltado al trabajo o se había tomado el día.
Un mes antes yo había recorrido el río y había encontrado, a unos trescientos metros, una cuña de terreno penetrando las aguas. Había unos cuantos árboles y una loma llena de yuyos altos. Un buen escondite, si los machos me la cogían en la costa.
Íbamos al río y a la hora de la siesta yo hacía como que me regresaba a casa, supuestamente a seguir con mi libro. En realidad me iba al escondite y esperaba. Nati se quedaba sola, leyendo o charlando con alguno de los viejos o cuidando al nene de Elizabeth, que lo dejaba argumentando que se había olvidado algo pero en realidad se iba a coger por ahí con alguno del astillero que hubiera faltado. Llegado un punto, Nati decía que se iba a caminar y venía por la costa hacia mi posición. A veces sola, a veces con alguno. Es que ya todos se la cogían, no tenía sentido fingir cuando ella estaba fuera de mi presencia. Solo si estaba Elizabeth fingían un poco y se iban por separado, Nati y el tipo. Cuando mi novia llegaba a esa cuña de terreno en el río, ella se entregaba a su macho. Sabía que yo la estaba espiando tras la pequeña loma, detrás y debajo del yuyerío. Tiraban una lona sobre la arenilla y simplemente lo hacían. Así nada más. Yo siempre envidié y admiré la capacidad de mi novia para hacer este tipo de cosas en cualquier lado sin que nada le importe. Yo no podría.
Vi cómo me la cogieron casi a diario. A veces un macho, a veces dos. A veces por largo rato, a veces por pocos minutos. A diferencia de cuando la espiaba en casa, aquí no corría riesgo de que me abrieran la puerta de golpe o que me vieran, así que me clavaba unas pajas colosales. Cada macho que me la cogía era una fiesta para mis ojos, cada penetración, cada vez que ella se arqueaba de gozo, cada tironeo de cabellos, o nalgada, o el grito incontenible de puta, en fin, cada orgasmo de mi novia montada sobre la verga dura de otro hombre me motivaban mi propia paja y me provocaban explosiones intensísimas, que apenas si lograba callar.
Lo que me pajeé ese verano en el río creo que nunca lo igualé en la vida. Porque no era que me pajeaba una vez. En media hora u hora completa que me la cogían yo me cascaba entre dos y cuatro veces. Era inevitable. Acababa, y al volver a posar los ojos en mi Nati cabalgando verga, otra vez al palo y otra vez a pura paja.
A la tarde, ya cogida y cuando el pueblo iba al río, Nati quería volver a ir y llevarme. Para que todos los que se la cogían a diario me vieran.
—Tenés que venir. ¡Quiero lucir a mi cornudo! —me dijo una tarde mientras la limpiaba. Porque cuando se la terminaban de coger en el rio ella iba para casa (yo también, por otro camino), y hasta las 17 me hacía limpiarla, y luego ya se preparaba para la noche.
No cogía a las 17. Había tanta gente que resultaba imposible. Solo íbamos para sociabilizar, pasarla bien, mostrar su cuerpazo bien trabajado (ella), y mostrar su cornamenta bien trabajada (yo).
Era raro y debo admitir que me sentía constantemente avergonzado. Sí, también excitado, pero entiendan que en el codo del río a esa hora se juntaban medio centenar de personas, a veces más. La mayoría hombres, amantes regulares de Nati. No tipos que había visto una vez, como en Buenos Aires. Acá yo miraba cada rostro y debía saludarlo, pues nos conocíamos. Era saludar y hacer mentalmente el reporte.
—Buenas, don Marce.
—¿Cómo le va, don Emilio? —le saludaba con una sonrisa, mientras pensaba: “viejo hijo de puta, te la cogés los martes a la noche, tenés una pija promedio y le echás mucha leche. Te la cogiste unas doce veces, las últimas tres por el culo, y desde hace un mes que Nati ni te lleva empanadas como para disimular; solo llamás, ella llega y te la cogés”.
—Hola, Marce… Hola, Nati…
—Hola, Rubencito… ¿Cómo andás de la pierna? “Pendejo pijudo, pará de arrancarle orgasmos a mi novia. Te veo cogiéndomela todos los viernes en mi propia cama y después le tengo que limpiar tu leche…”
Multipliquen eso por cincuenta. Un horror. Tuve que comprarme unas bermudas más grandes porque vivía al palo y era un papelón. Encima Nati, tanguita bien metida en el orto, iba y venía al agua, y se ponía a hablar con todo el mundo. La miraba y más al palo me ponía. La miraban otros, ¡y peor! Y todavía peor que peor cuando la veía a ella en tanga, sola, a unos pocos metros, sacando pecho y parando culito y charlando, haciéndose la decente con alguno de los que se la garchaba habitualmente. Yo la observaba desde nuestra lona tirada en la arena. Hacía como que leía un libro y no le despegaba un ojo. Charlaba con uno, charlaba con otro. Y todos le miraban el orto entangado. Para qué, no sé, si no solo se lo veían desnudo una vez por semana, también lo tomaban con sus manos y se lo clavaban hasta los huevos.
Hacia las siete comenzaba a ralear la gente. Primero se iban las viejas y sus maridos. Cuando solo quedaban hombres, y especialmente cuando quedaban pocos, Nati se aflojaba un poco y me colocaba aún más en el papel de cornudo. Con distintas cosas, por ejemplo, si alguno de sus machos estaba sentado con nosotros, ella de pronto se ponía de pie frente al tipo, poniéndole el culo adelante. O se ponía a hacer ejercicios o estiramientos delante de otros. Muchas veces, cuando había machos que se la cogían en el río, me invitaba a ir al agua con instrucciones de que no acepte, y ante mi negativa se iba sola y chapoteaba y jugaba levemente de manos con sus machos, delante de los otros hombres y de mí, que debía sonreír como un imbécil.
16.
El viernes fuimos a Las Cuadrillas a llevarles los volantes. Fuimos entre las 18 y las 20, pues más tarde Nati debía atender los habituales pedidos especiales de vecinos que se la iban a garchar. Me sentí tonto llevando una propuesta gastronómica a un lugar provisto de comida, pero como dijera mi novia: era una excusa, a nadie le iba a importar.
Como para reafirmar esta idea, la muy turra se fue vestida un poco menos decente que siempre, si es que se puede decir decente a esas calzas ajustadísimas y las remeras entalladas. En Ensanche ya me la cogían absolutamente todos —salvo un par de excepciones—, y todos sabían que era una putita, incluso las vecinas, de modo que ya podía ella liberarse un poquito más; “sin exagerar”, le pedí. Queríamos conservar hacia afuera la imagen de que yo era un perfecto cornudo pelotudo que nunca se enteraba de nada. Así que mi novia se puso una minifalda —no de escándalo, sí bien corta— botas y una camisa sexy. Estaba bien sensual, como para llamarle la atención a los obreros, y no tan puta como para dejarme parado como un cornudo consciente.
En esas 24 horas yo no había ideado ningún plan. Tenía la esperanza de que se me ocurriera algo viendo el lugar. Las Cuadrillas estaban muy cerca del río, pegadas al astillero, y como a dos manzanas del pueblito, quedando —en la práctica— un poco aislados, especialmente después de las 19, que ya no quedaba nadie en el astillero. Fuimos con la camioneta y ya antes de llegar nos llamó la atención la cantidad de hombres que había en los alrededores yendo y viniendo. Todos más o menos jóvenes, de entre veinte y cuarenta años, que nos observaban sin ocultar su curiosidad o sorpresa al vernos. Algunos nos saludaban, pues los conocíamos de cruzarnos en el almacén, o en la playita o algún otro lado.
—A ese me lo cogí, cuerni —me señaló Nati a un morocho regordete de unos 35—. Y a ese. Y a aquel, una vez…
Detuve la camioneta frente a la cuadrilla y bajamos, yo con mi mejor cara de cornudo —descontaba que ya sabían quiénes eran “la putita del pueblo” y “el cornudo del pueblo”—, y mi novia con su minifalda sexy y un montón de volantes. Estaba como una nena alegre, histérica, excitada, nerviosa. Comenzamos a charlar con quienes ya conocíamos (o dicho de otra manera, con quienes ya me la habían cogido y tenían idea de cómo era el sistema).
Nati le explicaba a uno y otro obrero con entusiasmo, volante en mano, tocándolos amablemente y parando el culito y espigada como el palo mayor de un velero. Yo permanecía al lado, mudo, dibujado. A ella le gustaba así, decía que de esa manera quedaba más cornudo. No participar me daba la oportunidad de observar mejor a los machos de mi novia (lo que para un cornudo de ley es algo de enorme y morboso disfrute). A quienes lo eran, y a quienes iban a serlo. Lo primero que me di cuenta era que ya todos sabían que ella se dejaba por cualquiera, que le gustaba la pija, y también que conocían el sistema secreto, la palabra clave que hacía abrir de piernas a mi novia. Lo supe por sus ojitos chispeantes cuando Nati hablaba, los cruces de miradas burlonas entre ellos y la manera en que evidenciaban su vergüenza ajena cuando Nati me tocaba o me sonreía. Era humillante de una manera silenciosa. Mientras mi novia explicaba que el pedido lo llevaba ella personalmente, se hizo evidente que tanto ella como los tipos pensaban y hablaban de coger.
Cuando luego ingresamos a la cuadra propiamente dicho, sucedió lo mismo y un par de cosas más. Los hombres, adentro, estaban semi desnudos, cambiándose la mayoría, volviendo de haberse dado una ducha. Nati había entrado de sopetón, como si fuera la dueña, y yo detrás, al trotecito. Los hombres se la comieron con los ojos, la mayoría no nos había visto nunca, aunque sabían de nosotros. Nati me presentó de inmediato como “mi marido”, dejando bien en claro a quién iban a hacer cornudo. Ninguno de los obreros dejó de echarle a mi novia miradas cargadas de deseo, muchos entre sonrisas y risitas de nervios y de burla.
Yo miré bien el lugar. Había ventanas como para espiar desde afuera, y los extremos tenían portones. El problema era si había gente en los alrededores, entonces no podría asomarme. También vi tres claraboyas sobre el techo, que daban luz natural y dejaban respirar.
Cuando regresamos a la camioneta, mi rostro no era el mejor.
—¿Qué pasa, cuerni? Salió perfecto.
—No tengo forma de espiarte sin que me puedan ver.
—Ay, bueno, mi amor, por una vez… —Di vuelta la camioneta y enfilé para salir. Los tipos que en los próximos días estarían metiendo vergazos dentro de mi novia me saludaban como si todos fuéramos inocentes—. Si querés no me dejo coger de a más de uno.
Me mentía. Y yo sabía que me mentía. Y ella sabía que yo sabía que me mentía. Y ese gran eufemismo me hizo parar la pija.
Arreglamos que los pedidos que vinieran de Las Cuadrillas Nati los efectuara después de la una de la mañana. Ya no cabía más gente en la agenda, tuvimos que estirar el día. Yo oculté secretamente otra intención. Secreta y egoístamente. Digan lo que quieran, que en el amor no hay egoísmos. Mentiras. Yo quería que fuese a esa hora porque sabía que al otro día los obreros se levantaban muy temprano para trabajar. El que solicitara a mi amorcito para cogérsela no iba a contar con mucha compañía.
A la noche siguiente la llamaron por primera vez.
—¡Es Raúl! —me anunció entusiasmada.
—No recuerdo quié…
—¡Es el morochón de bigotes, un machazo de los de antes! Estaba rogando que me llamara él… ¡Ay, los cuernos que te voy a poner con ese hijo de puta!
A la una y media la llevé con la camioneta. La muy turra se había ido con un vestidito que parecía más un babydoll que ropa de calle. Era verla y tener una erección. Llegamos a Las Cuadrillas y por suerte en los alrededores no había nadie. Tampoco en el comedor, y supuse lo mismo en las duchas. El silencio era total, solo llegaba el rumor del río, tan cerca. Nati abrió la puerta y se inclinó para bajarse. La luz de la cabina se encendió y justo alcancé a verle la faldita subida y pegada a ella, y la tanguita negra enterradísima entre las nalgas.
—Mi amor, tratá de que no te cojan de a muchos… —rogué, patético. Ella me sonrió como con burla y se acomodó bombachita y falda y se fue a la cuadrilla.
Le hice señas con las luces. Giró. Me buscó con la mirada. Le mostré por la ventanilla la bolsita de empanadas que se estaba olvidando. ¬¬
La vi entrar a la cuadrilla y me sucedió lo que siempre me sucede cuando la dejo a merced de los chacales: me pongo nervioso, me sudan las manos y se me acelera el corazón. La idea era ocultarme en el auto, y espiar desde allí cuando fueran a coger al comedor, en lo que suponíamos iba a ser un encuentro de media hora. A los cinco minutos no aguanté más y me bajé de la camioneta. Fui a la entrada con bastante miedo de que saliera alguno y no tener nada con qué justificarme. No había nadie. Estaba oscuro, como si todos estuvieran durmiendo. ¿Se la estaban cogiendo ahí? Si era así se me iba a complicar adivinar en qué cama.
De pronto escuché un murmullo masculino. Me agarró un cagazo padre, cagazo a ser descubierto. Fui a una de las ventanas del otro lado, donde no daba ninguna luz. Me asomé a la primera ventana y nada. A la segunda, nada. Pero en la tercera…
Adentro la luna se filtraba por las claraboyas y se veía bastante. Son raros los colores de los cuerpos amándose en la noche, ¿se dieron cuenta? Nati se veía azulada y descolorida, arrodillada. Sus brazos juntándose y su cabeza cabalgando lenta y placenteramente sobre la verga de Raúl. Raúl también estaba des-saturado, sin color, y le sostenía la cabeza a mi novia para guiar la mamada. Levantó su rostro y gimió:
—Oh, Dios…
Cuando me acostumbré a la poca luz vi que Raúl estaba prácticamente desnudo, solo con su bóxer que ahora tenía por las rodillas. Nati seguía vestida, un detalle de aparente decencia que siempre me calentaba. Claro que acostumbrarme a la oscuridad hizo que notara algo más. Había otro tipo con ella, detrás de ella, tan semi desnudo como Raúl, metiéndole mano por debajo de la falda, masturbándola.
El descubrimiento me hizo retirar de la ventana: un tipo de frente me podía ver. Me salí de allí con la cabeza a mil, tratando de ver la manera de espiar. Dando vueltas a la cuadrilla vi recostada contra una pared una escalera de madera medio desvencijada. No lo dudé: la puse de pie y la llevé sobre el flanco más cercano a la claraboya donde estaba Nati y subí. El techo de chapa hizo un poco de ruido, nada grave, le echarían la culpa a un gato. Cuando me asomé por la claraboya Raúl tomaba a mi novia de los cabellos con mucha fuerza y le sacudía la cabeza con violencia, gimiendo, gritando ya.
—¡Sííí putaaahhh…!
Le acababa y le llenaba el buche de semen.
El problema era que ahora había tres tipos más además de Raúl. El de atrás ya no la pajeaba. Le había subido la faldita y ahora la tomaba de la cintura y se la clavaba con pijazos profundos. Otros dos estaban alrededor, con las pijas en la mano, a la espera.
Vi cómo Raúl le retiró la verga recién acabada y se la limpió sobre el rostro de Nati, que luego supe que sonrió y lo miró a los ojos con lujuria de puta. Uno de los obreros que estaba libre ocupó enseguida su lugar. Yo estaba fascinado, desde mi posición tenía una panorámica de cómo se movían los machos en grupo. En las camas de alrededor los hombres estaban despiertos y miraban a la mujer tomar pija con ganas. Evidentemente también estaban esperando su turno. El de atrás de Nati comenzó a acelerar la serruchada y a bufar fuerte. Nati también comenzó a bufar.
—Te acabo, putita… —escuché claramente.
Nati se quitó la pija de la boca.
—¡Dámela toda! ¡Llename! ¡Llename para el cornudo!
Eran típicas frases de mi novia cuando algún macho le acababa.
—¡Te lleno, puta! ¡Te lleno, te lleno…! ¡Ahhhhh…!
Y comenzó a clavar a fondo y dejar la pija allí. Y retirar y volver con fuerza. Me la estaba llenando uno nuevo. Otro más. Y mi Nati parando el culito para que el lechazo le llegue bien hondo.
Este tipo le retiró la pija con un chirlo cariñoso en la cola y vino uno nuevo a reemplazarlo. El nuevo era un gordo grandote que la tomó de la cintura y la levantó como si fuera de papel. La depositó sobre la cama y la hizo ponerse en cuatro. Por mi posición y por la panza de él no podía ver si la tenía grande o chica, pero por las reacciones de mi amorcito ya me doy cuenta cuándo le están enterrando un buen pedazo de pija. Y ese debía ser un pedazo tremendo, porque Nati jadeó por primera vez realmente fuerte.
—¡¡Ahhhhhhh…!!
Se tuvo que sostener de dos vergas para no caerse, así de fuerte comenzó el bombeo. El grandote la tomaba del culo, cada manaza le retenía una nalguita completa, y desde allí la empujaba hacia él. Una. Dos. Tres. Cuatro veces. Y más. Y más rápido. El bombeo era tan fuerte que a Nati le costaba chupar las dos pijas. Otros tipos se animaron. Una de las pijas que chupaba se deslechó enseguida. Los reemplazos estaban prestos, llegaban casi antes de que la pija previa se retirara.
Esa noche me la cogieron cerca de veinte tipos. Nati terminó desnuda, toda enlechada y con su ropa pisoteada. Milagrosamente no le hicieron doble penetración esa noche, pero al día siguiente sí le llenaron los tres agujeros a la vez. El tal Raúl se la enculó como Dios manda e invitó a otros compañeros a que la vayan llenando de verga y leche por la concha. Esa maniobra y otras las pude ver porque la mayoría de las veces que Nati fue a Las Cuadrillas, yo subí la escalera y espié por la claraboya.
Siempre se terminaba igual: entre las tres y las cuatro de la mañana. Nati comenzaba a vestirse lentamente —para darme tiempo— y yo bajaba, corría al trote y agachado como un soldado de elite infiltrado (Nati me corregía: “como un cornudo de elite, mi amor…”), me metía en la caja de la camioneta y a los dos minutos ella llegaba e íbamos a casa. Y la limpiaba. No me pajeaba con ella porque me acababa tanto en el techo que ni me quedaba más leche.
Diez días después, cuando las llamadas y encamadas de Las Cuadrillas se hicieron habituales, Nati, puro orgullo y calentura, vino a mí con nuestro cuaderno tipo universitario.
—¡Cuerni, lo logramos!
Costaba creerlo, y por mi forma de ser, meticuloso, tomé el cuaderno y lo chequeé.
—¿Estás segura? —Yo también me estaba entusiasmando—. ¿No falta ninguno?
Nati, con ojos enormes y brillosos y una sonrisa de oreja a oreja:
—¡Están todos, mi amor! ¡Todos! Y son amantes regulares, como queríamos…
Era cierto. Mirando el cuaderno se veía claramente: unos más, unos menos, el caserío entero me la estaba cogiendo en forma regular y a mis espaldas. Incluso el gerente del astillero, que se la empezó a coger luego que se la presentara Raúl, a cambio de una bonificación, con lo que al menos en esa oportunidad, Nati fue literalmente la puta de Raúl.
Igual, eso no importa. Esa es otra más de las historias del Pueblo Mínimo. Lo que importaba era que el cuaderno estaba lleno, las equis estaban todas puestas, salvo el del marido de Elizabeth y otro viejo tan cornudo como él.
—¿Entonces nos vamos? —le pregunté. Y un poco de tristeza nos agarró.
—Salgamos a la calle. Quiero que vayamos por Ensanche saludando a todo el mundo.
Lo hacíamos a diario pero esta vez era especial. Esta vez TODOS se la cogían.
Enfrentar la mirada de un tipo tras otro, todos machos de mi Nati, que le metían verga adentro mucho más que yo, sostenerles la mirada con la mejor cara de cornudo posible… era divertido, excitante y muy humillante.
—Quiero que nos quedemos unos días más para mostarte más en público, ¿eh, cuerni? Voy a empezar a vestirme mucho más puta —se entusiasmó, conozco esa mirada—. ¡Quiero hacerte quedar como el cornudo del pueblo de verdad!
—¡Ya lo soy! ¡Hija de puta, ya te cogés a todos y cada uno!
Nati rio, vino toda mimosa, me rodeó el cuello con sus brazos y me estampó un beso.
—Mi amor… ¿Te acordás cuál era tu recompensa si lograba convertirte en lo que finalmente te convertí?
Claro que me acordaba, lo tenía presente desde el día que llegamos.
—No, ¿qué cosa, Bebuchi?Nati volvió a reír. Y a besarme de nuevo. Me tomó de la mano y me llevó a nuestro cuarto para hacer el amor, por vez primera desde que pisáramos el pueblo mínimo.
Recuerdo la primera noche que se cogió a uno de Las Cuadrillas, en un pedido que hizo Gardelito y resultó que eran él y dos más. Mi Bebuchi vino desbordada de entusiasmo. Pensamos que al otro día lloverían mensajes desde allí, pidiendo especiales. Tardamos en darnos cuenta, luego de un par de semanas y charlando con los vecinos que se cogían regularmente a Nati, cómo funcionaban exactamente las cosas en Las Cuadrillas.
Algo ya les comenté pero se los refresco: las Cuadrillas era un galpón, un tinglado básico de unos cincuenta metros de largo, con paredes de madera y techo de chapa a dos aguas, igual que en la milicia de las películas. Adentro no había mucho misterio: dos hileras de camas enfrentadas, con un espacio para unos pequeños muebles y colgantes para cada uno. En una punta del galpón unas parrillitas a gas, como para calentar algo, y dos o tres despensas medianas. En la otra punta dos baños muy básicos, sin duchas. Los baños completos estaban afuera, en otra construcción, verdaderos vestuarios con duchas, toilette, guardarropa y todo tipo de comodidad. Había también una tercera construcción, el comedor, donde los obreros cenaban la comida que les proveía el astillero.
—¡Tengo que entrar a Las Cuadrillas! —me dijo Nati, medio desesperada— ¡No vas a ser el cornudo del pueblo hasta que no me los coja a esos también!
Era técnicamente cierto, aunque en Ensanche, a mis espaldas, yo ya era conocido y nombrado como “el cornudo del pueblo”. Así, como les digo. Lo supo primero Nati, cuando andaba sola por las calles. Los hombres, a esa altura se la estaban cogiendo todos, no le preguntaban “cómo anda don Marce”. Eran absolutamente francos:
—Hola, Nati, siempre linda vos, eh?
—Hola, don Canvas, gracias… ¿Cómo anda su mujer de la tos?
—Bien, bien, hermosa, un poco mejor… ¿Y el cornudo?
Y Nati, como si nada, como si fuera mi nombre:
—Bien, avanzando con su novela… —y según el tipo, se ponía más osada—. Ya casi no puede pasar por la puerta, pobre… ni agachándose, puede…
Se reían. No con maldad, sino como un chiste de esos que por obvios y repetidos se hacen graciosos.
—Es que sos muy linda y amorosa… Tiene suerte de estar con vos, aunque sea un cornudo…
Nunca le decían en la cara “puta” cuando estaban en lugares públicos. Sí mientras se la cogían. Pero en la calle no. En cambio yo no corría con esa suerte. Era cornudo y listo. Salvo si en la charla había mujeres. Aunque cuando había solo hombres —casi siempre— y especialmente si los que hablaban con ella se la estaban cogiendo, como en el almacén, el trato hacia mí era crudo:
—Ah, mi amor, después decile al cornudo de tu marido que ya le traje los DVDs…
—¿Qué DVDs?
—Me pidió unos DVDs regrabables… Vos decile, el cuerno ya sabe. O decile que los venís a buscar así de paso le hacemos crecer un poquito más las astas… ¿Te parece…?
—Ah, dale, buenísimo.
Ideé un par de estrategias para Las Cuadrillas y se las presenté a Nati. El problema era que en una cuadra con cincuenta camas y cincuenta hombres, sin divisiones, me la iban a terminar garchando todos y no había lugar para que yo pudiera esconderme y espiar. No había manera de no quedar afuera, y me resistía. Nati quería que yo pudiera mirar, pero si no había chances, mala suerte, igual se los iba a coger.
—Podemos hacer que tus machos de más confianza los vayan sumando de a poco a las cogidas. Un día con uno, un día con otro…
—¡Estás en pedo, cornudo! ¡Así me los voy a terminar de coger en un año! Yo quiero bajármelos rápido, ya extraño a mis amantes de Buenos Aires…
—Es que no veo cómo, amor…
—Además quiero que me acompañes allá la primera vez, cuando les lleve los volantes… Quiero que te vean conmigo antes de que me cojan…
Parecía que ella tenía las cosas más planificadas que yo.
—¿Volantes para qué? Si a ellos les dan la comida en la empresa.
—Ay, cuerni, a veces sos súper inteligente y a veces sos medio bobo, ¿eh? Es una fachada, ¿a quién le importa? Eso lo ideaste vos, ¿por qué tantas vueltas ahora?
—Porque te van a llamar y te van a garchar de a veinte, y yo me voy a quedar acá en casa como un pelotudo.
—Como un cornudo.
—En serio, vos conocés mi debilidad…
Me refería a mi debilidad por verla con más de un hombre a la vez. Cuando Nati estaba con dos o más machos la veía tan puta, se ponía tan puta —bueno, era tan puta— que yo “sufría” si no lograba verla. Siempre que podía en esos casos ella me incluía. Y si no podía grababa el encuentro para que yo lo disfrutara. Y ahora, si iba a Las Cuadrillas a llevar su pedido especial, yo dudaba que se la cogiera solamente el que le hiciera el pedido.
—Cuerni —me dijo metiéndose en la cama como para ir a dormir—, tenés un día para inventar algo. El viernes vamos vos y yo a llevarles los volantes.
14.
Había otras particularidades en Ensanche. Especialmente allí, que era más bien un caserío. Las navidades eran distintas a cualquier otro lado, lo mismo que las vacaciones. O mejor dicho: eran distintas a cualquier otro lado donde quisiéramos jugar a los cuernos.
Para la navidad y año nuevo, la mitad de la gente desapareció. Nosotros desaparecimos el 24, que nos vinimos a Buenos Aires. Pero el 31 estuvimos allí. Fueron dos días extrañísimos, en un punto alucinantes, en el sentido de que por momentos parecía un sueño. Durante el día Ensanche parecía un pueblo fantasma. El sol, el calor, el aire sin oxígeno que te ahogaba. Si te quedabas en la ventana observando la nada, podías ver pasar, más tarde o más temprano, a una mujer corriendo de un lado al otro. Recogiendo sus faldas, las viejas; acomodándose los pechos o el corpiño, Elizabeth, que no dejaba de mirar en todas direcciones. Si uno observaba bien, si uno tenía paciencia, podía verlas salir de una casa y meterse en otra. Siempre en casas de tipos solos.
Se lo iba a comentar a Nati cuando la vi calzarse las botas y ponerse una minifalda bastante de puta.
—Amor, ¿qué hacés así? ¡Estas demasiado zarpada!
—Me voy a coger, cuerni. ¡No me voy a quedar acá en casa mientras todo el pueblo está cogiendo!
No sé cómo supo lo que estaba sucediendo, ella no se había asomado como yo.
—¿Vestida así? Se van a dar cuenta que…
—¡Ay, cornudito, al único que le importa eso es a vos! Mientras ellos me puedan coger y vos hagas el papel de pelotudo, nadie va a decir nada…
—Pensé que esa ropa era para hoy a la noche…
Como nadie tenía parientes, el 31 a la noche los de Ensanche se juntaban a tomar, comer y bailar en un terreno baldío frente al almacén. Ya nos habían dicho que terminaban siempre todos en pedo, y el plan nuestro era ir, yo hacerme el borracho, y que mi Nati cogiera lo más posible a mis espaldas con la excusa de mi borrachera. Mi único “pero”, mi derecho a veto que ella debía aceptar, era el de siempre: si yo veía que los tipos se podían poner violentos o la cosa me parecía peligrosa de alguna manera, nos íbamos.
—No, cornudón. A la noche voy a ir bien decente para dejarte como el mayor de los cornudos.
Y se fue a la calle y comenzó a hacer lo que vi que habían estado haciendo las otras mujeres: meterse directamente a una casa, sin tocar a la puerta, estar una media hora y salir arreglándose la ropa para meterse, sin más, en otra casa.
Esa tarde me la cogieron seis (cinco viejos y un muchacho de unos 25 años). Elizabeth, la otra mujer cogible, la de marido e hijito, entró al menos a tres casas. Y las viejas —estoy hablando de dos o tres viejas de unos sesenta años, con marido, muy señoras, de esas que solo hablan de los famosos de la tele y del precio de los tomates— a cuatro o cinco casas cada una.
La noche fue bastante parecida a lo imaginado. Montaron una mesa larga sobre unos caballetes, con bebidas y comida que habían hecho algunas viejas. Había un equipo de música conectado al almacén con cuatro cables de alargue, de donde salía una cumbia melódica y dulzona, una especie de cumbia correntina, si es que eso existe. Estaban el Tune, sus vagos compinches: Gardelito, Pepe Grillo y Cicuta. Y Ángel y Pergamino, y mucha gente más, en general hombres. Elizabeth y su marido también habían ido, y nos saludamos amablemente. El crío estaba evidentemente al cuidado de él, ella iba y venía entre los hombres trayendo comida y bebidas para su marido o hijo. No había nada sospechoso en la joven señora, apenas una seducción mínima, más algo femenino que otra cosa. Nada en sus movimientos ni en su ropa, un pantalón de jean que no le marcaba mucho y un buzo negro y anodino, bien lejos de la seducción. Me pregunté si el cornudo sabría en qué andaba su mujer. Me dije que era imposible en un lugar tan pequeño no saberlo, pero a la vez yo ya había vivido allí algunos meses, mi novia se había cogido literalmente a casi todos los hombres y sin embargo a mí nunca nadie me había advertido de nada. Siquiera insinuado algo. Ni un aviso anónimo bajo la puerta.
Del mismo modo si alguien ajeno al pueblo observaba a Nati en ese momento tampoco imaginaría la verdad. Ciertamente ella era más seductora y mucho más hermosa, y se había ido vestida tranquila, con un vestidito liviano y floreado, de poco escote y falda por las rodillas. Arriba, además, un suéter para la fresca, que llevaba sobre los hombros.
Uno de los jóvenes, de unos 30, estaba hecho un pelotudo y hacía explotar petardos cada dos por tres, asustándonos a todos, haciendo ladrar a los perros y poniendo de mal humor a las viejas. El vino y la cerveza comenzaron a correr rápido, y a eso de las diez y media algunos viejos y viejas, y Elizabeth y su marido, se pusieron a bailar. Pepe Grillo, medio picadito ya, se armó de valor y sacó a bailar a mi novia, previo ademán hacia mí para que le dé permiso.
Nati fue, y sé que ya estaba pensando en los cuernos que me pondría un poco después. Si la hubieran visto, la hubieran amado: hizo como que me pidió permiso, puso carita de que le daba vergüenza y se arrojó a los brazos del macho, quien se la venía cogiendo una vez por semana desde hacía meses, con toda una gestualidad de prurito y una distancia entre cuerpos bien decente para que se viera que delante de su cornudo era una señora.
Los minutos y los bailes se fueron sucediendo, y Nati cambió de compañero varias veces. Con cada baile que terminaba volvía a mí y me contaba cómo se la estaban manoseando y las cosas que le decían. Uno tras otro la incitaban para que fuera a coger al cuartito del almacén. En una de las pasadas delante de mí incluso escuché bastante claro a Cicuta, medio chupado, proponerle a mi novia.
—Es un ratito, nada más, si total el cornudo no se da cuenta…
Sí, el vino y la cerveza corrían como si fuera agua. La excusa era el calor. El calor y la diversión sana. El alcohol hizo que los hombres se desinhibieran, y que las viejas —que ustedes tenían que ver cómo empinaban el codo— bajaran la guardia. De pronto, y esto es lo más increíble del alcohol en grupo, a nadie le pareció raro que los hombres que bailaban con Nati le manosearan constantemente las ancas y se le pusieran cada vez más pegados a ella.
A las 11:30 yo también estaba picadito, lo que no me impidió notar que mi novia había desaparecido. Con el tema de reponer comida y bebida, el Tune se cruzaba al almacén a cada rato. A esa hora comenzó a cruzarse también Nati, haciendo como que lo ayudaba. Fue y vino con cosas dos veces, pero a la tercera ya no volvió. Me di cuenta y se me paró la pija. La hija de puta estaría en el cuartito de atrás haciéndose coger por alguno de esos hijos de puta. Miré alrededor: Gardelito estaba bailando con una vieja que yo sabía que se cogía seguido. El marido —viejo cornudo, claro— estaba sentado a tres metros, aplaudiendo como un pelotudo con una sonrisa idiota. Me pregunté si yo me vería así de cornudo a los ojos de todo el pueblo. Elizabeth también bailaba con uno que se la cogía: el Tune. Y el cuerno, igual que el viejo (más chupado que el viejo en realidad), con ojos rojos de desmayarse en cualquier momento, y con el crío dormido y babeando entre sus brazos, también festejaba cómo le manoseaban a su mujer. Porque el baile de a poco se estaba saliendo de cause, y las manos se hacían cada vez más osadas. Conté los machos, faltaba don Ángel. Ese era con seguridad el que se estaba garchando a Nati. Yo estaba alegre, muy lejos de estar borracho, y simulaba una destrucción y somnolencia que no tenía. Era mi coartada, y la manera de darle pista libre a los hombres para que se atrevieran a cogérmela casi delante de mis narices.
Al rato vi a don Ángel venir del almacén, sin mi novia. Trajo una botella que plantó ostentosamente delante de mí e hizo un chiste. Le miré el bulto. Tuve la fantasía de verle una mancha en el pantalón, o la bragueta parcialmente abierta, en fin, algo que me probara que venía de cogérmela. Observar a don Ángel casi me hizo perder quién entró al almacén en su lugar, cual reemplazo en un partido de básquet: Pergamino, su compadre.
Seguí jugando mi papel de borrachito mientras se cogían a mi Nati, hasta que me aburrí y pregunté por ella. Don Ángel me dijo que había ido a buscar pan dulce y turrones porque ya iban a ser las doce. Igual me puse de pie y amagué buscarla. Fue divertido ver la cara del viejo, su repentina preocupación por mi bienestar y su desinteresado favor de ir a buscarla por mí. Una de las viejas decentes —que no andaba en ninguna joda— me observó como con lástima. Don Ángel fue al almacén a traerme a Nati —o como me diría luego ella: a apurar el lechazo de su compadre porque “el cornudo la está buscando”— y yo volví a observar a mi alrededor. Elizabeth y Gardelito no estaban, y su cornudo e hijo dormían en un sillón de mimbre. Me costaba creer que ahora esa mujer se mostrara tan regalada, pero la verdad es que estaban todos muy tomados, no había mucha consciencia de lo que sucedía.
Llegó mi novia, toda sonrisas, con su vestidito decente y un macho atrás. Como si tal cosa. Me dio un buen beso en la boca como para que le sintiese el gusto a verga.
—¡Ay, mi amor, estás re en pedo! —me regañó ella delante de la gente, entre sorprendida e indignada— ¿Te parece ese gusto en la boca?
Hija de puta, claro que me parecía. Gusto a pija me parecía, porque ella se refería a eso, le gustaba hablar por elevación de los cuernos que me ponía, delante de la gente y a viva voz. Se sentó sobre mi falda para comprobar mi dureza. Me la manoseó, cuando nadie miraba. Y me dijo al oído.
—Cornudo, te cogería ahora mismo, ¡sos el rey de los cuernos! Lástima que lo tengas prohibido hasta que me cojan todos en Ensanche.
A la medianoche se brindó y se celebró. Elizabeth apareció. Y un segundo después, también Gardelito, y chocamos nuestras copas y el pelotudo de treinta se quedó sin petardos para tirar. Justo a esa hora. El ambiente enrarecido, esa sensación de estar viviendo un sueño verdadero, como cuando uno está en ese umbral entre el dormir y la vigilia, fue dantesco en ese brindis. Dos veintenas de hombres borrachos, una docena de mujeres de distinta edad, no menos ebrias, todos chocando copas, tambaleándose mucho, besándose en las mejillas, deseándose cosas absurdas. Vi viejos besar en la boca a Elizabeth, a espaldas del cornudo, vi a viejos manosear con increíble impunidad a otras viejas, y éstas no decir nada, solo poner cara de enojo; y también manosear de forma descarada a Elizabeth delante del cornudo, sin que éste dijera nada. Vi viejos retando a duelo a otros viejos, por corneadas que databan de veinticinco años. Y vi a Nati, mi Nati, en medio de los borrachos, que la sostenían con manos detrás de ella, Dios sabe de dónde, y ella con los brazos en los hombros de ellos, como una corista de regalo. Vi el manoseo bajo el vestidito, vi el besuqueo, y a mi novia reír y cambiar miradas y chistes con una de las viejas decentes, como si el manoseo delante del marido fuera lo más normal del mundo, o al menos fuera permitido esa noche.
A las 12:30 las viejas comenzaron a irse y antes de la 1 solo quedábamos Elizabeth, su cornudo con su hijo, Nati, yo, y unos treinta hombres. Y les digo, porque creo que era el único que estaba lúcido, que los hombres miraban a las dos mujeres con muchísima expectativa, a pesar de que sus maridos estuviéramos allí mismo. Me di cuenta que estaban estudiando de qué forma se iban a coger a alguna de las dos putitas, y cómo iban a quitar a los cornudos del medio. Incluso algunos, me di cuenta, estaban más allá de cualquier inhibición, y lo intentarían aunque tuvieran que pelearse con los maridos. No por morbo, sino simplemente por la combinación entre deseo, oportunidad y mucho —mucho— alcohol.
Luego de la 1 de la madrugada, el “baile” se desmadró por completo: el marido de Elizabeth y su hijito roncaban en la reposera, ausentes por completo, una de las viejas, antes de irse, los tapó con una manta. Me dio la sensación en ese momento que no era la primera vez que pasaba esto que iba a pasar. Me dio la sensación de que la vieja ya había abrigado a ese cornudo mientras su mujer comenzaba a divertirse “de verdad”. A veces sucede en pueblos muy chicos, o muy arraigados en el pasado, que la gente se toma un día al año en donde vale todo, y luego todo se olvida, se perdona, no existió nunca, y la vida sigue como si nada. En general estos rituales son patrocinados por mucho alcohol o drogas.
Elizabeth estaba tomada y desinhibida como los hombres. Se había quitado el buzo negro sin formas y ahora bailaba entre dos tipos con una camiseta blanca y ajustada que le marcaban muy bien los pechos gordos y los rollitos y algo de panza. Bailar es una forma de decir. Los borrachos se la cogían con los ojos, por lo que se le arrimaban uno adelante y otro atrás y la apretujaban y la manoseaban con una impunidad brutal. Ya no la tomaban de la cintura y un poco más. Como el cuerno estaba dormido ahí nomás, las manos iban directamente al culo, y subían constantemente a los pechos, que manoseaban y estrujaban con ganas. Con Nati era lo mismo, y yo no estaba dormido como el otro. Se la manoseaban ahí delante mío, aunque trataban de ocultarse tras la otra pareja. Pero estaban tan borrachos que no había forma de disimularlo. A veces quedaban junto a mí, que estaba poniendo las canciones, y no me veían, de tomados que estaban, y le metían manos tremendas, que a su vez yo simulaba no ver.
En un momento el Tune, Gardelito y tres más se fueron al almacén llevando a la rastra a Elizabeth. Se la iban a coger de a cinco. O más, porque detrás de ellos fue otro grupo numeroso de hombres. ¿Esto sucedía todos los Año Nuevo? Nati me buscó con la mirada. Si Elizabeth le había ganado de mano ella se quedaba sin intimidad. Era la hora de hacerme el dormido, si quería que me la cojan ahí.
Me tiré en un sillón de mimbre enorme, tipo Julio Iglesias. Por experiencia sé que las reposeras no sirven para espiar, así que las evité. Me quedé observando el baile y en un minuto me hice el dormido. Apenas cerré los ojos, el que bailaba con mi novia la besó en la boca y comenzó otro tipo de manoseo. Los borrachos se terminaron de desbocar y se fueron al humo. La rodearon enseguida, y ya casi la estaban desnudando y entonces mi novia los frenó, sacó un pañuelo de seda oscuro y vino a mí.
—Por las dudas que se despierte —dijo, y me cubrió el rostro con el pañuelo.
También por experiencia sabíamos dos cosas: cuando jueguen al cornudo dormilón, sabrán que los machos se animan más, pero guardan cierto recelo. Tápenle la cabeza al cuerno y verán que el amante se suelta mucho más. La segunda cosa que sabíamos era que un pañuelo de seda de trama abierta, si es oscuro, parece que impide ver cuando en realidad le permite al cuerno ver perfectamente.
Lo que hizo Nati a partir de ese momento procuró hacerlo en la línea de mi visión. No hubo más baile, aunque la música cumbiera siguió sonando como una burla. Fue a una reposera y se recostó allí. Un gordo grandote y algo viejo, medio desagradable al que llamaban Tortuga —o Tortu— se le fue encima y amagó desnudarla.
—No, no, ¿estás loco? —lo frenó ella— ¡Mirá si se despierta el cornudo y me ve en bolas! —Los borrachines parecieron asustarse— Mejor con ropa, si se despierta no va a sospechar nada.
Tortuga se recostó junto a ella, detrás de ella. Se abrió la bregueta y sacó la verga. Le corrió la falda del vestidito para arriba. Vi los muslos de mi novia desnudos y su bombachita blanca. Nati se corrió la tanguita para un costado y el hijo de puta de Tortu se tomó la verga, apuntó, puerteó y clavó. Así nomás. Delante de todos. Delante de mí.
—¡Ahhh…! —gimió Nati, más para mí que de calentura. Aunque la calentura real vino enseguida, porque el gordo comenzó el bombeo de inmediato. Los otros se acercaron para ver quién iba a ser el segundo, y pronto la rodearon. No pude ver cómo Tortuga le acabó, con tantos tipos que mi novia tenía alrededor. Cuando hubo cambio de macho, Nati pidió que le despejaran la vista “hacia el cuerno, no sea cosa que no me dé cuenta si se despierta”. A partir de ese momento vi cómo me la cogieron unos doce tipos. O usaron, sería más exacto decir, pues el alcohol no les permitió buenas performances.
Luego del doceavo, el marido de Elizabeth amagó despertarse y tuvieron que ir a llamar a la mujer. Vino, como si viniera de pagar el gas, lo despertó —estaba más dormido que despierto— y se lo llevó a él y al hijito a su casa. La acompañaron cinco hombres, “para asegurarse que llegaran bien”. Los cinco tipos no regresaron, se la siguieron cogiendo en la casa, seguramente impunes ante el desmayo del cornudo. Me imgainé que al pobre tipo lo tirarían en un sillón el living y a la mujer se la empernarían en la cama matrimonial, donde podrían entrar los seis.
En cambio a mi Nati se la llevaron al cuartito del almacén, y me dejaron ahí solo. A veces pasa que se la cogen más de uno y yo no puedo ver. Me quiero morir, y sé que Nati preferiría que yo la viera, pero qué se le va a hacer. Es el sino del cornudo.
Me la cogieron en el almacén unos quince borrachos más. Yo seguí haciéndome el dormido, pudiendo mirar la puerta del almacén, viendo salir cada tantos minutos a un tipo distinto, a veces arreglándose los pantalones y yendo a su casa a dormir, saciado por completo y vaciado de leche.
Son recuerdos lindos, hoy día: la música había terminado una hora antes. El cielo comenzaba a perder ese oscuro profundo de cuando va a venir el alba y las estrellas derraman sus últimos fulgores. El aire fresco, la vejiga que me explotaba aunque iba a hacer pis a cada rato, y el silencio mentiroso. El silencio de año nuevo en los esteros, cortado por el murmullo del río contra la costa, por los graznidos impertinentes de algún pajarraco a contramano, y por los alejados gemidos y gritos de muerte y vida de cada orgasmo de Natalia, mi novia, que venían del almacén y me llegaban al corazón, acelerándolo y haciéndome parar la pija como nada en este mundo.
15.
El verano en el pueblito quizá no fuera tan diferente pero nosotros lo hicimos distinto. Es un lugar de río, así que con el calor fuerte la gente va cuando quiere, sin programación. El que no está haciendo nada, va; el que trabaja, recién se acerca a la tardecita, si no le dieron permiso en el astillero. Así que ya habrán deducido: durante la tarde, solo los jubilados y las amas de casa van a refrescarse al río, y a partir de las 17 ya está el pueblo entero.
Nos dimos cuenta con Nati que Elizabeth iba siempre con su hijo y sin su marido, que trabajaba en el astillero. Como era el río y hacía calor, le daba a ella la excusa perfecta para andar en bikini mostrando sus tetas gordas y el culo con la tanga bastante enterrada. También era la excusa de los viejos para mirarla semi desnuda con total impunidad. Imagino que antes de la llegada de Nati, los viejos se clavarían tremendas pajas, porque Elizabeth entraba al agua a refrescarse, jugaba con su hijo, se agachaba, tomaba sol de frente y de espaldas. Todo un show para los viejos, en ese rincón del planeta.
Nati generó una mini revolución en el río, con su bikini clavado que le hacía un marco al culazo que tiene. Aunque a esa altura los viejos que la miraban ya se la cogían regularmente, verlos mirarle el culo en mis narices igualmente me la ponía dura. Así como notamos que los matrimonios viejos dejaron de venir a la hora de la siesta, también notamos que a diario caían hombres más jóvenes, gente del astillero que había faltado al trabajo o se había tomado el día.
Un mes antes yo había recorrido el río y había encontrado, a unos trescientos metros, una cuña de terreno penetrando las aguas. Había unos cuantos árboles y una loma llena de yuyos altos. Un buen escondite, si los machos me la cogían en la costa.
Íbamos al río y a la hora de la siesta yo hacía como que me regresaba a casa, supuestamente a seguir con mi libro. En realidad me iba al escondite y esperaba. Nati se quedaba sola, leyendo o charlando con alguno de los viejos o cuidando al nene de Elizabeth, que lo dejaba argumentando que se había olvidado algo pero en realidad se iba a coger por ahí con alguno del astillero que hubiera faltado. Llegado un punto, Nati decía que se iba a caminar y venía por la costa hacia mi posición. A veces sola, a veces con alguno. Es que ya todos se la cogían, no tenía sentido fingir cuando ella estaba fuera de mi presencia. Solo si estaba Elizabeth fingían un poco y se iban por separado, Nati y el tipo. Cuando mi novia llegaba a esa cuña de terreno en el río, ella se entregaba a su macho. Sabía que yo la estaba espiando tras la pequeña loma, detrás y debajo del yuyerío. Tiraban una lona sobre la arenilla y simplemente lo hacían. Así nada más. Yo siempre envidié y admiré la capacidad de mi novia para hacer este tipo de cosas en cualquier lado sin que nada le importe. Yo no podría.
Vi cómo me la cogieron casi a diario. A veces un macho, a veces dos. A veces por largo rato, a veces por pocos minutos. A diferencia de cuando la espiaba en casa, aquí no corría riesgo de que me abrieran la puerta de golpe o que me vieran, así que me clavaba unas pajas colosales. Cada macho que me la cogía era una fiesta para mis ojos, cada penetración, cada vez que ella se arqueaba de gozo, cada tironeo de cabellos, o nalgada, o el grito incontenible de puta, en fin, cada orgasmo de mi novia montada sobre la verga dura de otro hombre me motivaban mi propia paja y me provocaban explosiones intensísimas, que apenas si lograba callar.
Lo que me pajeé ese verano en el río creo que nunca lo igualé en la vida. Porque no era que me pajeaba una vez. En media hora u hora completa que me la cogían yo me cascaba entre dos y cuatro veces. Era inevitable. Acababa, y al volver a posar los ojos en mi Nati cabalgando verga, otra vez al palo y otra vez a pura paja.
A la tarde, ya cogida y cuando el pueblo iba al río, Nati quería volver a ir y llevarme. Para que todos los que se la cogían a diario me vieran.
—Tenés que venir. ¡Quiero lucir a mi cornudo! —me dijo una tarde mientras la limpiaba. Porque cuando se la terminaban de coger en el rio ella iba para casa (yo también, por otro camino), y hasta las 17 me hacía limpiarla, y luego ya se preparaba para la noche.
No cogía a las 17. Había tanta gente que resultaba imposible. Solo íbamos para sociabilizar, pasarla bien, mostrar su cuerpazo bien trabajado (ella), y mostrar su cornamenta bien trabajada (yo).
Era raro y debo admitir que me sentía constantemente avergonzado. Sí, también excitado, pero entiendan que en el codo del río a esa hora se juntaban medio centenar de personas, a veces más. La mayoría hombres, amantes regulares de Nati. No tipos que había visto una vez, como en Buenos Aires. Acá yo miraba cada rostro y debía saludarlo, pues nos conocíamos. Era saludar y hacer mentalmente el reporte.
—Buenas, don Marce.
—¿Cómo le va, don Emilio? —le saludaba con una sonrisa, mientras pensaba: “viejo hijo de puta, te la cogés los martes a la noche, tenés una pija promedio y le echás mucha leche. Te la cogiste unas doce veces, las últimas tres por el culo, y desde hace un mes que Nati ni te lleva empanadas como para disimular; solo llamás, ella llega y te la cogés”.
—Hola, Marce… Hola, Nati…
—Hola, Rubencito… ¿Cómo andás de la pierna? “Pendejo pijudo, pará de arrancarle orgasmos a mi novia. Te veo cogiéndomela todos los viernes en mi propia cama y después le tengo que limpiar tu leche…”
Multipliquen eso por cincuenta. Un horror. Tuve que comprarme unas bermudas más grandes porque vivía al palo y era un papelón. Encima Nati, tanguita bien metida en el orto, iba y venía al agua, y se ponía a hablar con todo el mundo. La miraba y más al palo me ponía. La miraban otros, ¡y peor! Y todavía peor que peor cuando la veía a ella en tanga, sola, a unos pocos metros, sacando pecho y parando culito y charlando, haciéndose la decente con alguno de los que se la garchaba habitualmente. Yo la observaba desde nuestra lona tirada en la arena. Hacía como que leía un libro y no le despegaba un ojo. Charlaba con uno, charlaba con otro. Y todos le miraban el orto entangado. Para qué, no sé, si no solo se lo veían desnudo una vez por semana, también lo tomaban con sus manos y se lo clavaban hasta los huevos.
Hacia las siete comenzaba a ralear la gente. Primero se iban las viejas y sus maridos. Cuando solo quedaban hombres, y especialmente cuando quedaban pocos, Nati se aflojaba un poco y me colocaba aún más en el papel de cornudo. Con distintas cosas, por ejemplo, si alguno de sus machos estaba sentado con nosotros, ella de pronto se ponía de pie frente al tipo, poniéndole el culo adelante. O se ponía a hacer ejercicios o estiramientos delante de otros. Muchas veces, cuando había machos que se la cogían en el río, me invitaba a ir al agua con instrucciones de que no acepte, y ante mi negativa se iba sola y chapoteaba y jugaba levemente de manos con sus machos, delante de los otros hombres y de mí, que debía sonreír como un imbécil.
16.
El viernes fuimos a Las Cuadrillas a llevarles los volantes. Fuimos entre las 18 y las 20, pues más tarde Nati debía atender los habituales pedidos especiales de vecinos que se la iban a garchar. Me sentí tonto llevando una propuesta gastronómica a un lugar provisto de comida, pero como dijera mi novia: era una excusa, a nadie le iba a importar.
Como para reafirmar esta idea, la muy turra se fue vestida un poco menos decente que siempre, si es que se puede decir decente a esas calzas ajustadísimas y las remeras entalladas. En Ensanche ya me la cogían absolutamente todos —salvo un par de excepciones—, y todos sabían que era una putita, incluso las vecinas, de modo que ya podía ella liberarse un poquito más; “sin exagerar”, le pedí. Queríamos conservar hacia afuera la imagen de que yo era un perfecto cornudo pelotudo que nunca se enteraba de nada. Así que mi novia se puso una minifalda —no de escándalo, sí bien corta— botas y una camisa sexy. Estaba bien sensual, como para llamarle la atención a los obreros, y no tan puta como para dejarme parado como un cornudo consciente.
En esas 24 horas yo no había ideado ningún plan. Tenía la esperanza de que se me ocurriera algo viendo el lugar. Las Cuadrillas estaban muy cerca del río, pegadas al astillero, y como a dos manzanas del pueblito, quedando —en la práctica— un poco aislados, especialmente después de las 19, que ya no quedaba nadie en el astillero. Fuimos con la camioneta y ya antes de llegar nos llamó la atención la cantidad de hombres que había en los alrededores yendo y viniendo. Todos más o menos jóvenes, de entre veinte y cuarenta años, que nos observaban sin ocultar su curiosidad o sorpresa al vernos. Algunos nos saludaban, pues los conocíamos de cruzarnos en el almacén, o en la playita o algún otro lado.
—A ese me lo cogí, cuerni —me señaló Nati a un morocho regordete de unos 35—. Y a ese. Y a aquel, una vez…
Detuve la camioneta frente a la cuadrilla y bajamos, yo con mi mejor cara de cornudo —descontaba que ya sabían quiénes eran “la putita del pueblo” y “el cornudo del pueblo”—, y mi novia con su minifalda sexy y un montón de volantes. Estaba como una nena alegre, histérica, excitada, nerviosa. Comenzamos a charlar con quienes ya conocíamos (o dicho de otra manera, con quienes ya me la habían cogido y tenían idea de cómo era el sistema).
Nati le explicaba a uno y otro obrero con entusiasmo, volante en mano, tocándolos amablemente y parando el culito y espigada como el palo mayor de un velero. Yo permanecía al lado, mudo, dibujado. A ella le gustaba así, decía que de esa manera quedaba más cornudo. No participar me daba la oportunidad de observar mejor a los machos de mi novia (lo que para un cornudo de ley es algo de enorme y morboso disfrute). A quienes lo eran, y a quienes iban a serlo. Lo primero que me di cuenta era que ya todos sabían que ella se dejaba por cualquiera, que le gustaba la pija, y también que conocían el sistema secreto, la palabra clave que hacía abrir de piernas a mi novia. Lo supe por sus ojitos chispeantes cuando Nati hablaba, los cruces de miradas burlonas entre ellos y la manera en que evidenciaban su vergüenza ajena cuando Nati me tocaba o me sonreía. Era humillante de una manera silenciosa. Mientras mi novia explicaba que el pedido lo llevaba ella personalmente, se hizo evidente que tanto ella como los tipos pensaban y hablaban de coger.
Cuando luego ingresamos a la cuadra propiamente dicho, sucedió lo mismo y un par de cosas más. Los hombres, adentro, estaban semi desnudos, cambiándose la mayoría, volviendo de haberse dado una ducha. Nati había entrado de sopetón, como si fuera la dueña, y yo detrás, al trotecito. Los hombres se la comieron con los ojos, la mayoría no nos había visto nunca, aunque sabían de nosotros. Nati me presentó de inmediato como “mi marido”, dejando bien en claro a quién iban a hacer cornudo. Ninguno de los obreros dejó de echarle a mi novia miradas cargadas de deseo, muchos entre sonrisas y risitas de nervios y de burla.
Yo miré bien el lugar. Había ventanas como para espiar desde afuera, y los extremos tenían portones. El problema era si había gente en los alrededores, entonces no podría asomarme. También vi tres claraboyas sobre el techo, que daban luz natural y dejaban respirar.
Cuando regresamos a la camioneta, mi rostro no era el mejor.
—¿Qué pasa, cuerni? Salió perfecto.
—No tengo forma de espiarte sin que me puedan ver.
—Ay, bueno, mi amor, por una vez… —Di vuelta la camioneta y enfilé para salir. Los tipos que en los próximos días estarían metiendo vergazos dentro de mi novia me saludaban como si todos fuéramos inocentes—. Si querés no me dejo coger de a más de uno.
Me mentía. Y yo sabía que me mentía. Y ella sabía que yo sabía que me mentía. Y ese gran eufemismo me hizo parar la pija.
Arreglamos que los pedidos que vinieran de Las Cuadrillas Nati los efectuara después de la una de la mañana. Ya no cabía más gente en la agenda, tuvimos que estirar el día. Yo oculté secretamente otra intención. Secreta y egoístamente. Digan lo que quieran, que en el amor no hay egoísmos. Mentiras. Yo quería que fuese a esa hora porque sabía que al otro día los obreros se levantaban muy temprano para trabajar. El que solicitara a mi amorcito para cogérsela no iba a contar con mucha compañía.
A la noche siguiente la llamaron por primera vez.
—¡Es Raúl! —me anunció entusiasmada.
—No recuerdo quié…
—¡Es el morochón de bigotes, un machazo de los de antes! Estaba rogando que me llamara él… ¡Ay, los cuernos que te voy a poner con ese hijo de puta!
A la una y media la llevé con la camioneta. La muy turra se había ido con un vestidito que parecía más un babydoll que ropa de calle. Era verla y tener una erección. Llegamos a Las Cuadrillas y por suerte en los alrededores no había nadie. Tampoco en el comedor, y supuse lo mismo en las duchas. El silencio era total, solo llegaba el rumor del río, tan cerca. Nati abrió la puerta y se inclinó para bajarse. La luz de la cabina se encendió y justo alcancé a verle la faldita subida y pegada a ella, y la tanguita negra enterradísima entre las nalgas.
—Mi amor, tratá de que no te cojan de a muchos… —rogué, patético. Ella me sonrió como con burla y se acomodó bombachita y falda y se fue a la cuadrilla.
Le hice señas con las luces. Giró. Me buscó con la mirada. Le mostré por la ventanilla la bolsita de empanadas que se estaba olvidando. ¬¬
La vi entrar a la cuadrilla y me sucedió lo que siempre me sucede cuando la dejo a merced de los chacales: me pongo nervioso, me sudan las manos y se me acelera el corazón. La idea era ocultarme en el auto, y espiar desde allí cuando fueran a coger al comedor, en lo que suponíamos iba a ser un encuentro de media hora. A los cinco minutos no aguanté más y me bajé de la camioneta. Fui a la entrada con bastante miedo de que saliera alguno y no tener nada con qué justificarme. No había nadie. Estaba oscuro, como si todos estuvieran durmiendo. ¿Se la estaban cogiendo ahí? Si era así se me iba a complicar adivinar en qué cama.
De pronto escuché un murmullo masculino. Me agarró un cagazo padre, cagazo a ser descubierto. Fui a una de las ventanas del otro lado, donde no daba ninguna luz. Me asomé a la primera ventana y nada. A la segunda, nada. Pero en la tercera…
Adentro la luna se filtraba por las claraboyas y se veía bastante. Son raros los colores de los cuerpos amándose en la noche, ¿se dieron cuenta? Nati se veía azulada y descolorida, arrodillada. Sus brazos juntándose y su cabeza cabalgando lenta y placenteramente sobre la verga de Raúl. Raúl también estaba des-saturado, sin color, y le sostenía la cabeza a mi novia para guiar la mamada. Levantó su rostro y gimió:
—Oh, Dios…
Cuando me acostumbré a la poca luz vi que Raúl estaba prácticamente desnudo, solo con su bóxer que ahora tenía por las rodillas. Nati seguía vestida, un detalle de aparente decencia que siempre me calentaba. Claro que acostumbrarme a la oscuridad hizo que notara algo más. Había otro tipo con ella, detrás de ella, tan semi desnudo como Raúl, metiéndole mano por debajo de la falda, masturbándola.
El descubrimiento me hizo retirar de la ventana: un tipo de frente me podía ver. Me salí de allí con la cabeza a mil, tratando de ver la manera de espiar. Dando vueltas a la cuadrilla vi recostada contra una pared una escalera de madera medio desvencijada. No lo dudé: la puse de pie y la llevé sobre el flanco más cercano a la claraboya donde estaba Nati y subí. El techo de chapa hizo un poco de ruido, nada grave, le echarían la culpa a un gato. Cuando me asomé por la claraboya Raúl tomaba a mi novia de los cabellos con mucha fuerza y le sacudía la cabeza con violencia, gimiendo, gritando ya.
—¡Sííí putaaahhh…!
Le acababa y le llenaba el buche de semen.
El problema era que ahora había tres tipos más además de Raúl. El de atrás ya no la pajeaba. Le había subido la faldita y ahora la tomaba de la cintura y se la clavaba con pijazos profundos. Otros dos estaban alrededor, con las pijas en la mano, a la espera.
Vi cómo Raúl le retiró la verga recién acabada y se la limpió sobre el rostro de Nati, que luego supe que sonrió y lo miró a los ojos con lujuria de puta. Uno de los obreros que estaba libre ocupó enseguida su lugar. Yo estaba fascinado, desde mi posición tenía una panorámica de cómo se movían los machos en grupo. En las camas de alrededor los hombres estaban despiertos y miraban a la mujer tomar pija con ganas. Evidentemente también estaban esperando su turno. El de atrás de Nati comenzó a acelerar la serruchada y a bufar fuerte. Nati también comenzó a bufar.
—Te acabo, putita… —escuché claramente.
Nati se quitó la pija de la boca.
—¡Dámela toda! ¡Llename! ¡Llename para el cornudo!
Eran típicas frases de mi novia cuando algún macho le acababa.
—¡Te lleno, puta! ¡Te lleno, te lleno…! ¡Ahhhhh…!
Y comenzó a clavar a fondo y dejar la pija allí. Y retirar y volver con fuerza. Me la estaba llenando uno nuevo. Otro más. Y mi Nati parando el culito para que el lechazo le llegue bien hondo.
Este tipo le retiró la pija con un chirlo cariñoso en la cola y vino uno nuevo a reemplazarlo. El nuevo era un gordo grandote que la tomó de la cintura y la levantó como si fuera de papel. La depositó sobre la cama y la hizo ponerse en cuatro. Por mi posición y por la panza de él no podía ver si la tenía grande o chica, pero por las reacciones de mi amorcito ya me doy cuenta cuándo le están enterrando un buen pedazo de pija. Y ese debía ser un pedazo tremendo, porque Nati jadeó por primera vez realmente fuerte.
—¡¡Ahhhhhhh…!!
Se tuvo que sostener de dos vergas para no caerse, así de fuerte comenzó el bombeo. El grandote la tomaba del culo, cada manaza le retenía una nalguita completa, y desde allí la empujaba hacia él. Una. Dos. Tres. Cuatro veces. Y más. Y más rápido. El bombeo era tan fuerte que a Nati le costaba chupar las dos pijas. Otros tipos se animaron. Una de las pijas que chupaba se deslechó enseguida. Los reemplazos estaban prestos, llegaban casi antes de que la pija previa se retirara.
Esa noche me la cogieron cerca de veinte tipos. Nati terminó desnuda, toda enlechada y con su ropa pisoteada. Milagrosamente no le hicieron doble penetración esa noche, pero al día siguiente sí le llenaron los tres agujeros a la vez. El tal Raúl se la enculó como Dios manda e invitó a otros compañeros a que la vayan llenando de verga y leche por la concha. Esa maniobra y otras las pude ver porque la mayoría de las veces que Nati fue a Las Cuadrillas, yo subí la escalera y espié por la claraboya.
Siempre se terminaba igual: entre las tres y las cuatro de la mañana. Nati comenzaba a vestirse lentamente —para darme tiempo— y yo bajaba, corría al trote y agachado como un soldado de elite infiltrado (Nati me corregía: “como un cornudo de elite, mi amor…”), me metía en la caja de la camioneta y a los dos minutos ella llegaba e íbamos a casa. Y la limpiaba. No me pajeaba con ella porque me acababa tanto en el techo que ni me quedaba más leche.
Diez días después, cuando las llamadas y encamadas de Las Cuadrillas se hicieron habituales, Nati, puro orgullo y calentura, vino a mí con nuestro cuaderno tipo universitario.
—¡Cuerni, lo logramos!
Costaba creerlo, y por mi forma de ser, meticuloso, tomé el cuaderno y lo chequeé.
—¿Estás segura? —Yo también me estaba entusiasmando—. ¿No falta ninguno?
Nati, con ojos enormes y brillosos y una sonrisa de oreja a oreja:
—¡Están todos, mi amor! ¡Todos! Y son amantes regulares, como queríamos…
Era cierto. Mirando el cuaderno se veía claramente: unos más, unos menos, el caserío entero me la estaba cogiendo en forma regular y a mis espaldas. Incluso el gerente del astillero, que se la empezó a coger luego que se la presentara Raúl, a cambio de una bonificación, con lo que al menos en esa oportunidad, Nati fue literalmente la puta de Raúl.
Igual, eso no importa. Esa es otra más de las historias del Pueblo Mínimo. Lo que importaba era que el cuaderno estaba lleno, las equis estaban todas puestas, salvo el del marido de Elizabeth y otro viejo tan cornudo como él.
—¿Entonces nos vamos? —le pregunté. Y un poco de tristeza nos agarró.
—Salgamos a la calle. Quiero que vayamos por Ensanche saludando a todo el mundo.
Lo hacíamos a diario pero esta vez era especial. Esta vez TODOS se la cogían.
Enfrentar la mirada de un tipo tras otro, todos machos de mi Nati, que le metían verga adentro mucho más que yo, sostenerles la mirada con la mejor cara de cornudo posible… era divertido, excitante y muy humillante.
—Quiero que nos quedemos unos días más para mostarte más en público, ¿eh, cuerni? Voy a empezar a vestirme mucho más puta —se entusiasmó, conozco esa mirada—. ¡Quiero hacerte quedar como el cornudo del pueblo de verdad!
—¡Ya lo soy! ¡Hija de puta, ya te cogés a todos y cada uno!
Nati rio, vino toda mimosa, me rodeó el cuello con sus brazos y me estampó un beso.
—Mi amor… ¿Te acordás cuál era tu recompensa si lograba convertirte en lo que finalmente te convertí?
Claro que me acordaba, lo tenía presente desde el día que llegamos.
—No, ¿qué cosa, Bebuchi?Nati volvió a reír. Y a besarme de nuevo. Me tomó de la mano y me llevó a nuestro cuarto para hacer el amor, por vez primera desde que pisáramos el pueblo mínimo.
autor:rebelde buey
4 comentarios - los embaucadores 4 final
te dejo diez puntos. gracias por todo