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Melisa 2

Pasaron cuatro días. Carlos le había enviado varios mensajes, pero no contestó ninguno. Si bien le resultaba tentador un nuevo encuentro, necesitaría de la espontaneidad de la otra Melisa para aceptarlo.
            Además, el miedo seguía acosándola. Estaba segura de que la única manera de convencer a los tres alumnos de que guardase el secreto, era sobornarlos con su propio cuerpo. Sin embargo, ella nunca lo haría por su cuenta.
            Se había levantado tarde, cerca del mediodía. Como eran vacaciones no debía madrugar. Vestía un diminuto short deportivo y una remera musculosa vieja, prendas que usaba de pijama.
            Se sorprendió al ver a su padre en la sala de estar. El miedo la atravesó como un relámpago. ¿Tan rápido había corrido el rumor? Ni si quiera había clases. ¿Tan resentido estaba Carlos por no responder sus mensajes, que ya había contado lo que sucedió?
            Sin embargo, si bien el rostro de su padre reflejaba un enorme disgusto, no se veía lo horrorizado que debería verse al saber que su hija se había entregado a tres alumnos.  
— ¿De verdad pensaste que no me iba a enterar? — le dijo el profesor Gimeno, jefe de cátedra y eminencia universitaria.
            El hombre estaba sentado, con las piernas muy separadas, como era su costumbre. Tenía algunos kilos de más y era enorme. Una barba candado y el par de ojos azules, lo hacían  lo suficientemente atractivo, como para poder seducir a mujeres más jóvenes. Aunque su fama de erudito también ayudaban.
— ¿Qué pasó pa? —preguntó Melisa.
            EL profesor Gimeno agarró una carpeta llena de papeles que estaba sobre la mesa ratona.
— Benitez, siete; Aristimuño, siete; Russo, siete… —leyó su padre— Estos exámenes ni siquiera merecen un cuatro. ¿En qué carajos estabas pensando? —le recriminó. Cuando estaba con ella solía tomarse la libertad de despojarse de su lenguaje culto, y cuando se enojaba, no reparaba en usas palabras vulgares.
— Papá, yo…
— ¡Silencio! Vení acá. —le ordenó él.
            Melisa, temblorosa, fue a sentarse al lado de su padre. El profesor Gimeno acarició su cabello. En su gesto se mezclaban el amor y la decepción. Y había algo más. Algo aterrador que Melisa no se animó a definir.
— Siempre terminás por decepcionarme. 
— No papá, yo…
— Ahora voy a tener que castigarte. No me gusta hacerlo, pero es lo que hay que hacer con las nenas que se portan mal.
— Pero papá, ya soy una mujer —Trató de defenderse ella, con la voz temblorosa.
— Aprobando a todos sólo para no tener que trabajar en febrero… qué vergüenza —dijo el profesor Gimeno—. Y lo peor es que de verdad pensaste que te podías salir con la tuya.
            La agarró del brazo y la trajo hacia él.
— Papá, me estás lastimando —susurró ella, confundida.
            Él hizo oídos sordos. Ahora apoyó su otra mano en la espalda de Melisa y empujó hacia adelante. Melisa cayó encima de su padre. Su cuerpo quedó sobre el regazo del profesor.
            De repente una fuerte nalgada azotó su glúteo.
— ¿¡Qué hacés papá!?
            Por toda respuesta el profesor Gimeno le dio otra nalgada.
— Vas a aprender a comportarte.
            La situación era una locura. ¿De verdad su papá había enloquecido y pensaba que aún era una niña? Por primera vez en su vida deseó que la otra Melisa ocupara su lugar. La situación era demasiado bizarra y vergonzosa. Melisa dedujo, horrorizada, que su locura era hereditaria.
            Pero la cosa apenas había empezado. El profesor Gimeno bajó el short de Melisa, al mismo tiempo que su ropa interior. Su pomposo culo quedó completamente desnudo.
— ¡Pero papá qué hacés! —exclamó. Pero no había pronunciado las palabras. Sus súplicas habían sido escuchadas. La otra Melisa, la sombra, había tomado su lugar, y ella observaba todo desde un espacio onírico.
            El padre azotó nuevamente sobre el culo desnudo. La otra Melisa, apática y silenciosa, recibía el castigo por ambas. Sin embargo Melisa también sentía el ardor en la nalga.
            El padre le dio otra nalgada, y otra, y otra. Melisa pudo ver cómo la monstruosa verga del profesor Gimeno se endurecía debajo del pantalón. Entonces el profesor, viendo que su hija estaba totalmente resignada a recibir el castigo que merecía, totalmente inmóvil, con el rostro escondido, decidió aumentar el suplicio de la chica díscola.
            La agarró del cabello, obligándola a levantar la cabeza. Le metió un dedo en la boca y este se impregnó de la saliva de Melisa. Acto seguido, apuntó el dedo al pequeño hueco oscuro y lo metió adentro.
            Melisa, desde las sombras, sintió el ardor de su ano al recibir el áspero dedo, que se metió casi por completo de un solo movimiento.
            Por fin empezaba a entender todo. La existencia de la otra Melisa no era casual. Horribles recuerdos reprimidos habían desencadenado la creación de su otro yo, esa sombra que hacía lo que ella no se animaba a hacer, y que ocupaba su lugar en los momentos más difíciles.
            Ahora lo comprendía todo. La otra Melisa no era su enemiga. Era quien la libraba de trabajos que detestaba, era quien la liberaba de la represión sexual que se autoimponía, era la que le sacaba de encima las malas amistades, era la que recibía los castigos y guardaba los malos recuerdos, sólo para ella.
            Su progenitor sacó el dedo del ano de la chica, y se lo volvió a meter. Sus otros dedos, cerrados en un semipuño, chocaron con violencia contra la nalga.
            ¿Hacía cuánto que pasaba eso? Se preguntaba Melisa, mientras su padre seguía sometiendo a su sombra, quien largaba involuntarios gemidos. La otra Melisa había aparecido hacía ya siete años. Hubo épocas en que tomaba el control muy de seguido, y otras, como el último año, donde apenas aparecía. ¿Qué había pasado hacía siete años? Su mamá había muerto y se había visto obligad  vivir con su controlador padre. A sus dieciocho años Melisa ya era toda una señorita. Sus pechos, pequeños pero erguidos, su piel tersa y suave, sus nalgas pulposas y de una redondez perfecta. El profesor Gimeno se había encontrado no sólo con su hija, sino con una mujer.
            Melisa recordó todas las veces que su progenitor le dijo que ella, su dulce niña, era incluso más bella que su madre cuando tenía su edad. “Sos su versión mejorada” le había dicho una vez. Un asco rabioso se apoderó de ella.
            Ahora el profesor Gimeno se despojaba de su ropa. De su gruesa verga venosa colgaban dos testículos inmensos, que explicaban por qué el profesor siempre se sentaba con las piernas exageradamente abiertas.
            Su sombra, esa que hacía unos días había tomado la iniciativa de acostarse con tres alumnos, ahora estaba inmóvil y sumisa, mientras su padre la agarraba de la cintura y la levantaba por el aire con una facilidad pasmosa.
            ¿Había un  pacto entre ambas Melisas que ella, la verdadera, no recordaba? ¿Su sombra se hacía cargo de los sucesos más traumáticos y como recompensa se tomaba la libertad de vivir una vida llena de lujuria? ¿O simplemente ante cualquier tipo de acto sexual la verdadera Melisa era empujada a las tinieblas?
            El profesor tenía el cuerpo lleno de abundante vello negro. No solo el pecho y la pelvis. El brazo, las piernas, la espalda… todo en él estaba cubierto de un enmarañado vello. El cuerpo de Melisa, en cambio, era blanco, frágil y pequeño. En cuanto a peso y a contextura física no era ni la mitad de lo que era su padre. Por lo que mientras él la sostenía en el aire, y apuntaba su apabullante miembro al orificio de la vagina de Melisa, parecía un gorila apunto de violar una gacela.
            Los brazos del profesor Gimeno Hicieron un movimiento hacia abajo, atrayendo el cuerpo de la chica hacia su sexo. Las piernas de ella estaban abiertas, sin oponer resistencia alguna. El falo se introdujo en ella, sin miramientos. Melisa sintió la verga de su propio padre hundirse en ella. Era demasiado grande para ella, pero su sexo húmedo se dilató con facilidad, disminuyendo considerablemente el dolor que debía sentir el sexo de una chica tan casta como pretendía ser Melisa.
            El hombre, la bestia, copuló con su hija, cogiéndosela de parado durante largos minutos. Cuando se agotó la tiró sobre el sofá. Se arrodilló, y saboreó la concha de Melisa. Cuando la lengua se frotó con insistencia en el clítoris, el cuerpo de la chica no tuvo más opción que sentirse excitado. Su alma sentía repugnancia, pero un gemido se escapó de sus labios.
            Entonces Melisa se dio cuenta que ahora era ella la que estaba en el sofá, con la piernas abiertas, y el rostro de su papá hundido entre ellas. Pero no, no era ella sola, ahora estaban las dos, y eran una misma persona después de tantos años. Los recuerdos resucitaron todos juntos, y le dio una terrible jaqueca cuando atravesaron se cabeza a la vez.
            Ahora recordaba aquella primera irrupción nocturna. Su padre creyó que estaba dormida. Le corrió las sábanas a un costado, acarició su cuerpo y se masturbó frente a su cara. Ella no podía tolerar una verdad tan repulsiva, por lo que enterró ese recuerdo, y así nació la otra Melisa, la sombra.
            La segunda, vez, apenas unos días de esa primera violación, el profesor Gimeno no se había podido contener las ganas de hacer algo más que rozar la sueva piel de su hija y masturbarse a unos centímetros. Ahora el profesor, dominado por la lujuria más primitiva, en medio de la madruga, mientras Melisa dormía boca abajo, corrió la tanga de su hija a un costado y la penetró suavemente. Sin embargo, con tremendo instrumento era imposible no despertarla. Melisa, quien casualmente estaba inmersa en un sueño lujurioso, creyó continuar en ese mundo onírico mientras sentía la verga meterse en su cavidad empapada de fluidos. Recién cuando el hombre estuvo a punto de acabar se dio cuenta de la verdad.  Sin embargo ya no era ella, era su sombra la que comenzaba a entender todo. La otra Melisa no se dio vuelta a mirar cuando el profesor Gimeno comenzó a jadear mientras eyaculaba. Quedó boca abajo mientras su padre volvía a su cuarto.
            Al día siguiente Melisa no recordaba nada. El profesor Gimeno, al ver la actitud normal de su hija, se convenció que aquellas noches eran una especie de tiempo sagrado, donde podía romper las barreras de la moral y las convenciones sociales. Sus encuentros se repitieron una y otra vez. El profesor Gimeno la visitaba, bajo el abrigo de la oscuridad, la poseía, volvía a su cama, al otro día todo era como si nada hubiese pasado, y a la noche volvía a violarla.
            Pero el profesor rompió la regla que él mismo se había inventado en su cabeza. No conforme con adueñarse de sus noches, ahora empezó a poseerla en otras circunstancias. Lo que más lo excitaba era verla llena de miedo.
            En una ocasión, cuando la despidieron de un trabajo de recepcionista en una concesionaria de autos, el profesor Gimeno hirvió de ira. Lo cierto era que la otra Melisa se había encargado de mandar a la mierda a su jefe, pues era un explotador y un acosador. Pero eso él no lo sabía. Había agarrado a Melisa del brazo y la había puesto contra la pared. “Ahora te voy a tener que castigar” le había dicho. La Melisa de veinte años llevaba una pollera de jean y una tanga blanca. Por lo que al profesor no le costó mucho trabajo meter su mano por debajo de la pollera y arrancarle la tanga de un tirón, para luego violarla a su gusto.
            Ahora Melisa, mientras sentía su sexo siendo devorado por la lengua del profesor, la cual parecía una enorme babosa que la llenaba de saliva, se preguntaba por qué su sombra jamás la había protegido de su padre. ¿Acaso él era su punto débil? Había una extraña fidelidad a ese ser siniestro. O tal vez era el miedo, a que la verdadera melisa se viera obligada a asimilar la realidad y caer, esta vez enserio, en la completa locura.
            El profesor Gimeno se puso de pie. La agarró con violencia del cabello y atrajo a Melisa hacia su verga. Viéndola de cerca parecía aún más grande. La pelvis estaba cubierta por una abundante mata de vello, e incluso en la parte inferior del tronco había algún que otro pelo. Melisa se lo llevó a la boca. Sintió, en lo más profundo de su alma, cómo la otra Melisa lloraba. El doctor Gimeno retiró su miembro, y, para más humillación, empezó a usarlo para darle golpes en el rostro de Melisa. Era una versión sexualizada de los azotes que recibían los esclavos antaño. Luego volvió a meter la verga en la boca de su hija.
            Entonces Melisa decidió que esa retorcida historia debía llegar a su fin. El profesor Gimeno metía su instrumento más y más adentro. Los testículos colgaban a centímetros del mentón de Melisa. Con una mano, agarró el tronco. El profesor Gimeno, extasiado, veía cómo por primera vez su hija tomaba una actitud activa en la relación.
            Entonces Melisa extendió su otra mano. Usó las yemas de los dedos para acariciar con ternura las bolas peludas. El profesor se estremeció de placer. Luego Melisa cubrió uno de los testículos con su mano. Era tan grande que sus pequeños dedos apenas alcanzaban a rodear tosa su circunferencia. El profesor Gimeno, embriagado de placer, no sospechaba lo que estaba a punto de suceder. Melisa cerró su mano, convirtiéndola casi en un puño. El enorme testículo se había hecho muy pequeño dentro de su mano. Lo sentía blanduzco. El profesor profirió un grito de animal herido, de animal torturado. Melisa temió que su enorme cuerpo cayera sobre ella, pero el académico se desplomó hacia un costado.
            Melisa corrió hacia la cocina, agarró el cuchillo más grande que encontró. Comprobó que el dolor en los testículos era tan terrible como solían decir. El profesor Gimeno aún estaba tirado con las manos entre las piernas. Ahora hacía un esfuerzo descomunal por ponerse de pie, si poder lograrlo. Parecía un oso que había pisado una trampa en el bosque.
            Melisa se acercó a él. El miedo, la confusión, y la rabia se mezclaron en un gesto repulsivo.
            Melisa, de repente, vio todo rojo. Todo a su alrededor no era más que un gran manto escarlata. En medio esa ceguera oyó gritos, súplicas, insultos. Sintió cómo, por primera vez, era ella quien penetraba a su padre, una y otra vez. La mano le dolía, y todo su cuerpo temblaba. Luego se desmayó.

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