Cuando mi hija se fue a estudiar al exterior, la casa se agrandó demasiado, así que empecé a alquilar su habitación a turistas. Primero, para obtener ingresos extra, pero después me di cuenta de que disfrutaba de recibir invitados y conocer otras culturas y costumbres. Pero, en cinco años, nunca me había topado con alguien tan difícil como Jorge. Se presentó como un corredor de bolsas que pasaría una semana en la ciudad entre vuelos de trabajo. Desde el principio, me molestó mucho que no se adecuara a las normas de la casa. Comía a cualquier horario y en cualquier lugar y no limpiaba, miraba películas o escuchaba música hasta tarde en la noche, aun sabiendo que nuestros cuartos están pegados y apenas separados por una débil pared de yeso. Pensé que el colmo sería aquella vez que lo encontré en la cocina con la notebook apoyada sobre una pila de mis libros en la mesada. Con indignación, hablé lo más tranquila que pude y lo obligué a que liberara a García Márquez y a Cortázar de su improvisado campamento. Enseguida me fui de casa. Compartí tiempo y vino con una amiga. “Tomate las cosas con calma, Ana”, me repitió muchas veces. Volví tarde e ingrese con cuidado, como si supiera que habría una segunda sorpresa. Estaba todo en penumbras y en silencio. Entré a mi habitación y… ¡encontré a Jorge durmiendo en mi cama! ¡Esto sí que era el colmo! Lo llamé, pero no se despertó. No estaba con ánimos para una nueva discusión, así que lo dejé en mi cama y me acosté en el otro cuarto. Fue una sensación muy rara sentir en las sábanas el olor a otra persona. Recordé que en esa cama había tenido sexo por última vez. Me dejé llevar y me pareció oír nuevamente el elástico rechinando, el respaldar golpeando rítmicamente la pared, algunos gemidos tímidos al principio que se hicieron gritos después. Me recordé levantándome encima suyo y la sábana acariciando mi espalda mientras caía al piso, su mano firme en mi pierna acercándome, sujetándome; y yo casi saltando en movimientos más espasmódicos que sensuales, pero también más placenteros que cualquier baile ensayado. Hasta que una gruesa voz me rompió el globo de disfrute que estaba inflando con recuerdos. Era Jorge, que estaba hablando… ¿dormido? Recién entonces noté que me había quitado toda la ropa y solo me abrazaba la sábana, y que mi mano jugueteaba en la entrepierna. Sentí vergüenza. Me acurruqué hacia un lado e intenté dormir. Pero Jorge siguió hablando. Sin querer me encontré afinando el oído para entender lo que decía. Y, así como el ojo se acostumbra a la oscuridad, pronto mis oídos empezaron a descifrar los balbuceos. Parecía estar dialogando. Le entendí clarito “Bueno, no es para tanto. Lo puedo arreglar”. “Si, entiendo.” “Bueno, pedíme lo que quieras”. Y después de unos segundos escuché “Mhh… me gusta esa idea”. Trataba de imaginar con quién estaría soñando, pero era muy poco lo que sabía de él. En tres días solamente habíamos discutido por temas de la casa. “Entonces, ¿te gustan los masajes en la espalda? ¿Así está bien?” Algunas palabras las reponía yo, porque no eran del todo claras. Por eso dudé cuando escuché que dijo “¿Te gustan los masajes, Ana?”. ¡Me estaba hablando a mí! ¿A mí? ¿Soñaba conmigo? Entonces, levanté la almohada hacia arriba y me incorporé en la cama. Seguro oiría mejor así. “Mhhh…. Acá veo que tenés contracturas también… Tu cola está muy dura”. ¡Qué sensación rara! Supuse que todos hemos sido el sueño erótico de alguien alguna vez, pero yo estaba siendo testigo en ese momento, y entonces su aroma en las sábanas tomó otro color y también otro sabor, ya que estaba mordiendo la tela sin darme cuenta. Entré en el juego sin pensar. Imaginaba mentalmente lo que yo estaría sintiendo en su sueño, buscaba respuestas rápidas a sus palabras, me dejaba llevar por el efecto de sus manos. “Cuánta humedad Ana, deberías cobrar menos el alquiler por esto” me dijo, y en vez de reír me toqué, confirmando que estaba toda mojada. “¿Sigo así, despacio, con los movimientos?”. ¡Sí! ¡Seguí!, respondí en voz alta, y de inmediato me tapé la boca con ambas manos. Con los ojos dilatados y en silencio, esperé impaciente que el diálogo continuara. No sé si para confirmar que no me había oído o para retomar el viaje de este lado del cuarto. Los segundos se encadenaron gomosos. Sentía el tic tac del reloj del comedor, el ómnibus pasando en la avenida, la respiración entrecortada de Jorge. Pensé en encender la radio y simular que desde ahí venía la voz femenina. Pero era delatar que estaba despierta, y tal vez, oyéndolo. Seguí escuchando el silencio y sus pequeñas variaciones. Solo lo habitual. Me fui relajando. Mi mano volvió lentamente a su guarida, donde buscó los recuerdos recientes y hurgó con los dedos en la memoria de corto plazo. Yo ayudé llevándome la tela al rostro, y reanudé el juego. La voz de Jorge ahora venía de mi cabeza. Él me preguntaba si estaba haciéndolo bien. Yo respondí que sí, y le pedí que redoblara la apuesta utilizando dos dedos en lugar de uno. Le confirmé que me gustaba. Le pedí que me besara, pero que no dejara de tocarme. Le rogué que se moviera más rápido, mientras yo misma ejecutaba la orden con mis propias manos, con mis propios dedos. La cama rechinaba y el respaldo golpeaba contra la pared. Entonces, sentí el ruido. Las sábanas de mi cuarto cayendo. Sus pies apoyándose en el suelo. Los pasos ahogados sobre la alfombra. La luz entrando por la puerta e iluminando la escena. Yo, con las piernas abiertas, dos dedos estacionados en el garaje de mis pasiones, una mano rozando mi pezón derecho, mi boca mordiendo la sábana. Su olor cada vez más cerca. A contraluz, noté que traía algo en sus manos. Dejó el montón de libros al lado de la cama. Se sentó sobre ellos, tomó mis dedos y los saboreó desde el inicio hasta la punta, como un helado derritiéndose. Llevó su mano al nido de mis memorias y empezó a liberar el mismo recuerdo que estábamos construyendo juntos. Primero con un dedo y luego con dos, consiguió movimientos rítmicos que hacían rechinar al elástico más que a mis dientes. Nunca me había topado con alguien como Jorge, que tratara con tanto desdén a la literatura, y con quién dialogábamos en silencio, inventando cada uno la trama y los desenlaces que nos gustaba vivir. Creamos y revivimos recuerdos en esa misma cama donde, desde entonces y cada día, tengo sexo por última vez. Hoy dejará la casa y otra vez el departamento será una enorme mansión en silencio, y entonces a los sonidos, habrá que buscarlos hurgando en la memoria, hasta que llegue un nuevo huésped
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