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juli y el cornudo de las tetas 5 y 6 final

Te venís con el vestidito gris que te trajiste hace quince días… el que tiene esas cosas negras.
Las “cosas negras” eran costuras y detalles gris topo, y el vestido en cuestión era una prenda breve de modal gris claro muy delgado, súper ajustado, que terminaba en una falda cortísima. Arriba no tenía mangas, solo dos tiritas y escote interesante, que con mis pechos se convertía en escandaloso. Ya saben que tengo tremendas tetas y culazo, soy apenas rellenita y con forma de guitarra, así que esa prenda se convertía automáticamente en algo muy muy sensual y provocativo. La tela era tan delgada que se marcaban los bordes de la tanguita, prácticamente como si no tuviera nada, y como la tanga era de esas bien chiquitas que se me entierran entre las nalgas, el relieve terminaba de exponer lo puta que era: hacia afuera por la falda, y hacia adentro por la ropa interior que se veía sin mostrarse. Ir con eso por la calle era una invitación a que todos los hombres me miren y me griten groserías.
—No puedo salir de acá con eso puesto. Me va a ver el portero, los vecinos…
—No sé, bebé, arréglate —me cerró Bencina por teléfono.
—Además, a la vuelta me va a ver Mateo, ¿qué le voy a decir?
—A las seis en punto en la estación de Caballito, en el andén que va para Provincia.

Llegué diez minutos antes y busqué un baño para cambiarme de ropa y ponerme el vestidito gris. Ya antes de entrar a la estación los tipos me miraban mucho, incluso un par me dijeron cosas, que ni escuché ni quise entender. Al entrar fue lo mismo. Es que estaba con un pantalón muy ajustado que me quedaba bárbaro y una remera blanca con una frase gigante, “It’s Not Cheating”, y unos íconos de cornamentas de animales en azul petróleo. Era amplia y a pesar de eso, la caída me marcaba los pechos. Aunque quizá me miraban porque las sandalias, que eran muy muy empinadas, me paraban el culo y me lo dejaban en punta y listo para un mordiscón.
Para entrar al baño tuve que preguntar en la vieja boletería, y el muchacho que me indicó no dejó de mirar a mis pechos y sonreírme cuando hablaba, y estoy segura que me escaneó el culo cuando le di la espalda para ir a cambiarme. A las seis en punto estaba lista, de pie en el andén, puro teta, culo y muslo, metida en un vestidito tan breve que me hacía ver como una puta fina. El andén estaba lleno de gente. Era la hora pico de regreso del trabajo. Dos millones de personas abandonando la ciudad más o menos a la misma hora. ¿Qué quería Bencina? Seguramente un manoseo en el baño público, aunque no adivinaba si querría con él o algún amigo desconocido. O ambos. Entonces lo vi. A Bencina acercarse con una sonrisa de triunfo.
—¡Uffff…! —me aprobó al llegar—. ¡Qué pedazo de putón se pierde el cornudo de Mateo…! —y me dio un beso.
—¿Hoy es con vos solito? —dije con carita de nena y juntando hombros y brazos. Mis pechos se hicieron dos melones jugando a escaparse del escote.
—No, con algunos más.
“Algunos” me sonó a tres o cuatro. Definitivamente terminaríamos en el baño público. Asqueroso, pero con cierto morbo.
—¿Están en los baños?
—No —y sus ojos se hicieron enigmáticos. En el andén había de todo: mujeres, chicos, viejos, y hombres de todo tipo. ¡Dios, estaba lleno de hombres! Escuché una sirena y vi a lo lejos venir al tren.
—Vení —me ordenó—. Vamos un poco más al medio que sube más gente.
—¿Vamos a subir?
Solo la gente que vive en Buenos Aires y toma el tren del oeste en la hora pico sabe lo que puede ser eso. Ya desde que sale, en la terminal de Once, no hay más lugar. La gente no solo viaja de pie, ni siquiera necesita tomarse de los pasamanos porque el pasaje completo conforma un bloque sólido. Algunos aprovechan para manosear disimuladamente a alguna mujer. Otros, a algún hombre. Y muchos, más cerca de la puerta, para robar. Lo loco es que cuando el tren llega a la primera estación, a Caballito, nadie baja, y en cambio sube mucha gente más. No se sabe cómo suben, porque ya en el inicio no había espacio. Pero suben.
—¡No vamos a poder entrar! —le dije casi en un grito, por el ruido del tren que ya estaba con nosotros.
—Oh, sí que vamos a entrar. ¿Trajiste el celular?
—En la cartera, con la ropa.
—Dámela.
La forma de entrar es empujando. Como los subtes japoneses, pero sin gordos contratados. Bencina y otros tipos comenzaron a empujar. Supuse que serían los desconocidos que trajera, pero no.
—Quedate conmigo —me dijo Bencina. Yo estaba al lado, pegada a él, y me uní más cuando más gente —la mayoría tipos de diferentes calañas— se pusieron detrás nuestro y se sumaron a hacer fuerza. Entramos, pero ahora los empujados éramos nosotros. No sé si fue mi vestidito, no sé si fueron mis curvas, pero de pronto unos brazos fornidos me rodearon la cintura como quien va a hacer un scrum. Y empujaron. No pude evitar ir hacia adelante y pegarme a otro tipo, un morocho bajito de unos cincuenta años o más, y cara aindiada. El brazo en mi cintura pronto pasó a ser una mano abierta sobre mis ancas, y unos segundos después me empujaron directamente metiéndome mano en la cola. Busqué a Bencina con la mirada.
—Me están mandando saludos para Mateo, ahora mismo.
Le sonreí. Me sonrió. La mano que tenía en el culo no se retiró, los empujones seguían. Y de pronto sentí otra mano más, en la otra nalga. Ésta ya no me empujaba, solo se apoyaba en mi nalga y aprovechaba la friega de los empujones.
—Otro saludo para mi marido —le dije bajito a Bencina.
—Te van a llenar de saludos en este viaje.
La puerta se cerró y quedamos todos apiñados como sardinas, apretados, rostro contra rostro, con los brazos bajos, sin espacio entre los cuerpos siquiera para mirar la hora. Bencina seguía a mi lado, casi besándome. El viejo aindiado seguía en mi frente, y sus ojitos iban de mis tetas a la cara de Bencina. Creería que era mi novio. Como era bajito, su rostro daba sobre mis pechos. Me reí por dentro. Podría volver loco a ese viejo. Con el arranque fuerte del tren, nos movimos mucho y fuerte y mis pechos se fueron contra la cara del viejo, llenándosela con mi escote. Sentí su calor y el sudor de su rostro en mis pechos, y me estremecí.
—Disculpe —nos dijimos mutuamente, y le sonreí con picardía, como para que supiera que ante otro contacto no iba a hacerle lío.
Atrás mío, supongo que ante mi pasividad —porque ni siquiera giré mi rostro como para poner fea cara— las dos manos comenzaron a tomar confianza. Primero fue algo muy tímido, como sin querer. Las manos solo acompañaban el vaivén del tren, es decir que el manoseo era muy leve. Luego comenzaron a moverse más que el vaivén.
—¿Son tus amigos los que me están metiendo mano? —le pregunté al oído a Bencina. En esa mínima inclinación para hablarle, una de las manos rodeó subrepticiamente mi glúteo.
—No traje a nadie —me sonrió.
Eso en vez de escandalizarme me encendió. Dos desconocidos de verdad me estaban metiendo mano con mi vestidito de puta elegante. Me pregunté si se atreverían a tocarme bajo la falda.
—¡Me están manoseando como a una cualquiera!
Y Bencina, siempre al oído:
—Tenés veinte minutos hasta Liniers para que te manoseen como a una puta. Depende de vos, Juli. No me vas a fallar, ¿no?
No le iba a fallar, no señor. ¿En qué momento me había convertido en su puta sumisa? Lo primero que hice, en el acto, incluso sonriéndole a Bencina a los ojos, fue sacar culo groseramente, como para que los que estaban manoseando se dieran cuenta que tenían pista libre. ¡Y vaya que se dieron cuenta! Hubo un segundo de nada, supongo que de sorpresa, y enseguida una de las manos comenzó a manosearme con decisión. Me acarició de arriba a abajo, y arriba otra vez, recorriendo una de las nalgas. ¡Era increíble! Era un abuso en toda regla y yo estaba volando de calentura. Bencina me señaló con los ojos al indio cincuentón. Me incliné un poco hacia adelante, y en un movimiento del tren le puse las tetas en la cara, literalmente. Perdón, le dije, pero le dejé los pechos sobre el rostro. El indio dijo “está bien”, y la boca se movió sobre mi piel. Me recorrió una electricidad cuando movió los labios. Estábamos tan pero tan apretados que nadie podía ver que el viejo tenía la cara en mis tetas, salvo Bencina y un muchacho con auriculares, sobre mi otro costado.
Atrás —o abajo, según se mire— el que me venía sobando una nalga se tomó confianza y ya me manoseaba el culo completo con toda la mano, recorriéndome la cola de manera descarada. El manoseo era tan impune que varias veces se chocó con la mano del otro tipo que todavía me rozaba de manera disimulada usando como excusa el movimiento del tren. Esto avivó al tímido, que se dio cuenta que la mujer a la que estaban magreando no iba a decir nada, así que se puso osado también. Yo no solo los dejaba hacer, cuando podía sacaba culo o me tiraba para atrás para que el apoyo fuera más fuerte. El que me venía toqueteando todo el culo comenzó a bajar lentamente por el costado de mis caderas. Llegó a la costura que marcaba el límite de la faldita.
—Te llaman… —me dijo de golpe Bencina, con una sonrisa de hijo de puta.
Me alcanzó el celular, que sonaba en silencio y en la pantalla decía Mateo.
—Es el cornudo —dije, y le sonreí. El viejito y los que estaban pegados a nosotros me tuvieron que escuchar.
Atendí. No sé por qué de pronto me dio pudor haber nombrado a Mateo como cornudo, en medio de toda esa gente que no era nadie.
—H-hola, mi amor —saludé sorprendida.
Tuve que colocar el brazo por sobre la cabeza del aindiado, que seguía zambullido en mis tetas. El vaivén lo chocaba y lo chocaba contra mis pechos.
—Hola, Ju… ¿qué pasó?
—¿Cómo qué paso?
—Me llamaste…
—¿Yo?
El más hijo de puta de los dos de atrás comenzó a tocar algo de piel de mis muslos. El que arrancó más tímido ya me manoseaba el culo como si yo fuera su puta.
Y el cornudo me hablaba:
—Sí, mi vida, me apareció una llamada perdida… —Lo miré a Bencina con furia sobreactuada. Intencionalmente, el turro había disparado la llamada desde mi celular—. ¿Estás en un tren?
Se dio cuenta por el sonido. De lo que no se podía dar cuenta era de que su amigo me había metido en ese vagón para que tres extraños le manosearan a su mujercita. De pronto esa idea me revolucionó.
—Sí… Sí, amor, voy a ver a Pachi.
Bencina me hizo señas que no entendía. Yo divagaba, no sabía qué inventarle a mi marido, pero Mateo sabía que mi amiga Pachi vivía en el Oeste. Para colmo el indio comenzaba a darme besitos microscópicos con cada vaivén, supongo que midiendo mi reacción, y atrás el más cretino comenzó a meterme mano bajo la falda y a recorrer el borde de mi bombachita metida en el orto. Fue imposible que no me suba el fuego.
—¿Qué pasó? ¿Está bien?
—Sí, sí… Uhhhhh… —El de atrás ya comenzaba a hacer cuchara con su mano sobre mis cachetitos. El contacto de esa piel y el ultraje me hizo jadear—. Es que voy a verlas a ella y a las chicas… me olvidé de decirte… —no sabía qué decirle, no estaba preparada para esa llamada. Me acordé que en algún momento yo había dicho que quería estudiar filosofía y letras al año siguiente—. Quedé con las chicas en que me iban a dar una mano… con el examen de ingreso...
Mateo se quedó. Faltaba medio año para la época de exámenes. Igual me creyó.
El viejo aindiado no paraba de aprovecharse de que tenía su rostro entre mis tetas y me seguía dando besitos. Como yo no decía nada, él no aflojaba. Pero tampoco avanzaba. Bencina me tomó el costado del vestidito y lo estiró para abajo, mucho. El escote se agrandó en el acto, y como yo no llevaba corpiño, se me notó el borde de las aureolas de los pezones, más que nada el del lado de Bencina. Al viejo se le fueron los ojos y buscó mi mirada, como pidiendo permiso. Yo estaba hablando con mi amorcito, no tenía tiempo para perderlo con un viejo que me estaba chupando las tetas.
—¿Estás bien? Sonás un poquito agitada.
—Estoy bien, mi amor —dije mirando al viejo, que ya se animaba a besar el borde de los pezones—. Lo que pasa es que hay mucha gente… estoy muy apretada… —y le sonreí a mi abusador.
Además del indio pegado adelante y Bencina al costado, tenía a alguien más al otro lado, y a los que me metían mano por detrás —al menos a uno lo tenía pegado atrás, respirándome sobre el cuello. Tienen que entender que estábamos todos en el vagón pegados sin espacios intermedios. Nunca había viajado así, sabía por supuesto que esto sucedía pero igual me resultaba inverosímil. De todos modos lo que más me sorprendía era la barbarie de la situación. Tipos metiendo manos a mujeres que no eran de ellos, desconocidas, de espaldas, solo autorizados por la oportunidad y por la no reacción de ellas. Me pregunté cuántas mujeres en ese tren estarían siendo manoseadas con la misma impunidad con la que me manoseaban a mí.
—Me hubieras esperado e íbamos juntos a lo de tus amigas. Yo estoy saliendo para allá.
—Ya sé, mi amor, es que me están esperando, ya estoy llegando tarde… Además, necesito que me den una mano cuanto antes. Ahora mismo.
Los dos de atrás intensificaron el manoseo, ya por debajo de la falda, tocando carne sobre carne haciendo uso de mi culo como si fuera una cosa hecha para su entero placer. El primero tenía la mano abierta tomándome las dos nalgas desde el centro, con el dedo medio hurgando para encontrar un agujero, concha o culito. La tanguita le complicaba la maniobra, pero ya estaba cerca de su objetivo. Yo movía las caderas tratando de hacerle lugar. La segunda mano, la tímida, solo podía regodearse con mis nalgas, con lo que le dejaba el otro. Lo mejor estaba ocupado, así que en un momento, siempre por debajo de la falda del vestidito, la mano me fue recorriendo por debajo hacia adelante y con ayuda del vaivén llegó a mi concha, protegida por la tanga.
—Bueno, otro día te venís y volvemos juntos… pero organizalo mejor, a veces parece que pensaras con la cola en vez de con la cabeza, jajaja…
—Sí, otro día te paso a buscar… —Vi a Bencina de pronto desesperado, haciéndome muecas como un mimo. Me dijo con los labios: “mañana”, y a mí se me escapó, por lo sorprendente— ¿Mañana?
—Bueno, amor, mañana.
Bencina parecía feliz, y yo corté porque el hijo de puta de atrás me estaba hundiendo el dedo medio en el orificio del culito, y me pareció una falta de respeto hablarle a mi marido con el dedo de un extraño medito en el culo hasta la segunda falange. Pero enseguida me arrepentí y volví a llamar a marido.
Con el culo bombeado por el dedo de quién sabe quién, le dije al cornudo:
—Amor, se cortó… Uhhh… Solo te llamé para decirte que te… ahhhmo…
Mateo se puso re feliz, y no preguntó por mi jadeo. Me dijo que también me amaba, justo cuando el tímido lograba entrar por adelante.
Llegamos a Liniers a los diez minutos. En ese tiempo me vejaron los dos agujeritos, me manosearon las tetas (uno de los de atrás, no el viejo indio) y se sumaron un par de manos más, siempre anónimas. Como en el trayecto el tren paró en dos estaciones intermedias, la masa de gente se movió un poco, y el tímido en algún momento fue desplazado y reemplazado por otro hijo de puta pajero y desesperado que me manoseó toda en apenas segundos. Terminé ultrajada por una cantidad indeterminada de tipos, porque además, para bajar, Bencina y yo nos tuvimos que movernos entre la gente buscando la puerta y ahí el manoseo es más impune.
Llegué a casa justo antes que mi marido, con la bombachita rota y un sudor y manoseo que necesité quitarme con una ducha. Cuando salí y lo encontré en el living le di una excusa boba por la cual me volví a casa en vez de ir con mis amigas. Comimos algo, fuimos a hacer unas compras por el barrio, abrazados como dos enamorados. No había razón ninguna, pero mostrarme enamorada y de él a la vista de la gente, y saberme manoseada por desconocidos un rato antes, me elevó la temperatura como pocas cosas, y al llegar a casa casi violé a mi Mateo.
Mejor que a Bencina se le ocurriera algo rápido, pues al otro día iba a ir a buscar al cornudo a su trabajo.



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Otra vez en la estación Caballito. Otra vez en la hora pico. Bencina me había dado instrucciones precisas: “cuando yo te mande un mensaje de texto vos lo llamás al cuerno y le decís que te sentís mal, que necesitás que te pase a buscar por la estación. Y cuando llegue, le decís que ya estás mejor y se toman el tren para volver.”
No crean que me dio más detalles, solo eso, y que confíe en él. Ah, y que sí o sí vaya con minifalda.
Por suerte tengo un montón de minis que no son de puta. Aunque el último año solo me había comprado ropa bien perra (buena parte de la cual se la oculté a mi marido), me quedaba un montón de cuando era una esposa decente. Bueno, lo sigo siendo porque a Mateo no lo hago cornudo. Y nunca lo haré.
Como el día anterior, entré a la estación y me miraron todos. Esta vez había ido vestida con una calza demasiado metida en el culo, la verdad que, para como me vestía yo, era bastante zafada. Ya al salir de casa el portero se sorprendió, no dijo nada pero me cogió con la mirada, y yo haciéndome la tonta, la que iba al gimnasio o algo así. No estaba acostumbrada, me sentía radiografiada por todos los hombres, especialmente por los del barrio que me conocían y que siempre me veían ir y venir de la mano con mi marido. Pero no les voy a mentir, en un punto me calentaba de una manera nueva. En la estación fui al baño público y me cambié. Conservé la remerita corta y sin mangas y cambié la calza por la minifalda exigida. No había espejo en ese baño mugriento, pero sabía que con mis tetas y mi culo estaba para matar. Me paré en el andén, esperando como una tonta; parecía una puta, o una de esas mujeres exuberantes que les encanta vestirse y lucirse para llamar la atención de todo el mundo.

Recibí el mensaje y lo llamé a Mateo. Le hice el acting de que me sentía mal, que estaba yendo para su encuentro y me había bajado la presión. Una mujer sabe mentir, y mi amorcito salió desesperado a mi encuentro, en el acto. Pobre, me dio un poquito de lástima mentirle así por orden de otro hombre, como si fuera un cornudo de verdad.
Lo esperé sentada en uno de los bancos, dejando pasar trenes. Cinco tipos quisieron levantarme en distintos momentos. Es que estaba a puro muslo y la remerita liviana y escotada me hacía unas tetas tremendas (bueno, las tengo tremendas —gracias, naturaleza). El quinto fue un muchacho de unos 30 años, ojos claros, re buen mozo, un bombón de cine. No pude evitar sonreírle y eso lo animó, y tuve que decirle que estaba esperando a mi marido, y él no me creía; y que sí y que no, y en un momento me puse firme y me dijo que sólo  se iba si le daba mi teléfono. Le dije que no, pero que le aceptaba el suyo.
Así que me lo dio y se fue. Y me quedé pensando qué iba a hacer de mi vida. De esa parte de mi vida. Si tipos varoniles y lindos como ése me tenían en cuenta, ¿cuánto podría durar mi fidelidad? En la calle había tipos mucho más potables que los amigos que traía Bencina, claro que no se conformarían con un manoseo y una paja.
Llegó Mateo, y no lo hizo solo.
—Hola, mi amor —me saludó con un beso y algo de preocupación.
—Hola, Puchi —lo saludé. Y miré sorprendida a Bencina, a su lado.
—Me pasó a saludar por la oficina justo cuando llamaste. ¿Estás bien?
Miré alrededor, el buen mozo de ojos claros se subía al tren mirándonos desde el estribo.
—Sí, sí… Me bajó un poquito la presión, pero ya estoy bien, como si nada… Te llamé al pedo y no pude ir a verte.
Mateo se sentó conmigo y me tomó de una mano.
—Es lo de menos, Ju. Me preocupé cuando te escuché por el teléfono.
Ay, cómo amaba a mi Mateo, hermoso y siempre pendiente de mí. Me sentía un poco culpable, con él sentado a mi lado y su amigo —el que cada jueves me manoseaba con impunidad, me comía la concha y se vaciaba la leche en mis tetas— de pie junto a nosotros. Mateo me miró la ropa, desubicada para ese lugar y horario, por lo sexy. Le hice una mueca de falsa disculpa y le susurré, como apenada:
—Era para vos, amor, no sabía que venías con tu amigo.
Me besó en la frente a modo de perdón. Tampoco podía decir mucho, lo conocía y me di cuenta que me comía con los ojos, cosa que me calentó.
—No pasa nada…
Apreté en el puño libre el papelito con el teléfono del de ojos claros, que aún no había escondido.
—Al menos vamos a poder volver a casa juntitos —le sonreí como una nena.
—¿Querés que nos volvamos en taxi, mi amor?
—¿Estás loco? Hasta casa nos va a salir una fortuna, y yo ya me siento re bien, en serio.
Matu volvió a observar mi ropa. Yo ya había interceptado varias veces a Bencina mirándome el escote.
—Es que a esta hora hay mucha gente —dudó mi marido—. Y vos estás demasiado linda.
—No pasa nada, Mateo —lo tranquilizó su amigo—. Entre los dos la cubrimos, nadie la va a poner incómoda.
¿Bencina me querría manosear frente a mi marido? Si uno me protegía por delante y otro por detrás, podría meterme mano con impunidad total. Sería como hacerlo más cornudo que nunca, porque sería casi en su rostro.
—Además hay mucho mito con estos viajes, mi amor, ayer viajé sola y nadie me metió mano —mentí sin una sombra de culpa—. La gente es muy respetuosa.
Se escuchó la alarma intermitente de la barrera, el tren venía. En el andén ya había mucha gente, casi todos hombres que me miraban con deseo y mucho descaro, teniendo en cuenta que estaba acompañada de mi evidente marido. Me puse de pie con la excusa de prepararme para el ascenso. Apenas me paré y me alisé la minifalda me di cuenta que solo lo había hecho por dos razones: para que Bencina me viera bien, para gustarle y que fuera saboreando lo que iba a manosear, y para hacer sufrir un poquito a mi Mateo al ver que mi cuerpito, así vestido y sexy, así mío y de él, iba a entrar a un vagón que reventaba de tipos de toda edad y calaña. Me excité cuando la brisa que provocó la formación al entrar en el andén me levantó la faldita y por una fracción de segundo todos me vieron la tanga enterradísima entre mis nalgas.
Un montón de gente se arremolinó cerca de las puertas. La tensión palpable de mi marido me dio ternura. La expectativa de Bencina, en cambio, me excitó. Parecía un lobo en celo arrinconando a su presa, mirando para todos lados, calculando vaya a saber qué cosa. Mateo se me puso atrás, para protegerme, porque ya abrían la puerta y comenzaban los empujones. Bencina se mantenía bien pegado a nosotros. La puerta se abrió y de pronto se desencadenó una escena similar a la del día anterior.
Pero con un cambio.
Salidos de no sé dónde, de pronto al lado nuestro estaban Tutuca y el negro Yoto, los dos sátrapas que me había traído aquella tarde Bencina —y muchas otras tardes— y que me manoseaban, los pajeaba y me enlechaban las tetas cuanto querían.
El tumulto se hizo fuerte. La gente empujaba, casi todos hombres, y en dos segundos ya estábamos adentro, en un vagón repleto de tipos que me miraron el escote, las tetas, la cara de puta, como si yo fuera un postre. La violencia cordial con la que entramos no se privó de manoseos furtivos. No sé quién ni cuántos, pero mientras íbamos ingresando sentí varias manos metiéndose bajo mi minifalda, algunas buscando quedarse, otras más cobardes, tocando y huyendo, todas en mi colita apenas entangada y también, aunque mucho menos, algunas manos temerarias me magrearon los pechos. Busqué a Mateo con la vista, que quedó adelante mío pero con un desconocido en el medio. Miré al desconocido: era Tutuca, que quedó de frente a mí y me miró con una sonrisa perversa. Bencina estaba a mi lado, y también al lado de Tutuca. No veía al negro Yoto, pero por el manoseo descarado y completo que ya en ese momento recibía en mi trasero (y no los inicios tímidos del día anterior), apostaba a que era el tipo que tenía atrás.
—Mi amor —dijo mi cornudito hermoso, más que para saludarme, fue para decirle al “desconocido” que estaba en medio de una pareja y que podría correrse o darle el lugar.
Tutuca difícilmente habría podido cambiar de sitio aún si hubiese querido hacerlo, de tan apretados que íbamos. Miré por sobre su hombro a mi Mateo y pasé un brazo por el costado. Junté mis manos con la de mi marido y las entrelazamos como enamorados. Tutuca, en el medio, metió una mano por debajo del ruedo de la pollera y me cuchareó la concha, por sobre la tanga. Así de simple y directo como lo leen.
El tren arrancó.
Es imposible explicar lo que sentí en esos primeros instantes. Si con los jueguitos histéricos en casa de Bencina ya me morboseaba y me excitaba, tener ahí al lado al cornudo —perdón, a Mateo— multiplicó todo por mil.
La mano de Tutuca en mi entrepierna, aun con la tanguita puesta, me excitó como una penetración. El corazón se me aceleró, la piel se me puso de gallina y los pezones se puntearon en el acto. Tenía los dedos de Mateo entre los míos, y los de un sórdido hijo de puta entre mis piernas. Cuando el tren arrancó, el movimiento me tiró para atrás. Las manos del negro Yoto me tomaron las nalgas. Así como lo digo: una mano en cada nalga, una todavía sobre la falda, la otra, que había podido colar por debajo, sobre la piel, a medio culo y a media pierna. Menos mal que estábamos tan apretados que no se veía nada, porque tenía la pollerita prácticamente toda subida hasta la cintura. La mano sobre la tela se corrió, me sobó la nalga completa y me estremecí. Sentí la mano recorrerme, luego no la sentí más. Estaría buscándome por debajo de la minifalda. Adelante, Tutuca dejó de fregarme la conchita por sobre la bombacha y llevó su mano izquierda hacia mis pechos, sabiendo que su propio cuerpo tapaba la vista del cuerno, que seguía a sus espaldas. Estábamos tan juntos que podía besar a Tutuca con un vaivén apenas más fuerte. No lo iba a hacer, obvio, yo no iba a besar a nadie. Además, Tutuca era muy feo. No como el chico que me dio su teléfono.
El manoseo descarado no me dejó soñar más. Tutuca se engolosinó con mis tetas como si estuviéramos en un cine. Se llenó la mano con mi seno derecho y lo estrujó y masajeó con una impunidad que hizo que mirara a mi Mateo por sobre su hombro. Es que él mismo ocultaba la vejación con su propio torso. Me pregunté si estaba bien dejar parado a mi marido como un completo cornudo delante de todo el pasaje.
No llegué a responderme. Atrás mío, el negro apartó mi tanguita a un lado e hizo unos movimientos, amparados en el vaivén del vagón. Sentí una cosa abajo empujándome suavemente, una punta roma y gomosa, como un bastón de policía. La cosa estaba tibia y me chocó una nalga y enseguida se metió en el canal que divide los dos cachetones. ¡Era una pija! ¡Era el pijón del negro Yoto, carajo!
Mi primera reacción fue moverme hacia adelante para impedirlo. Casi ni me moví, no se podía. No quería la pija del negro ahí, no en un tren, no con mi marido al lado. No me malentiendan, no era una cuestión moral a esa altura, pero de verdad no quería hacer cornudo al cornudo, no sin haberlo consentido, ¡no con ese negro feo!
Tan manifiesta habrá sido mi expresión de disgusto que Mateo me vio a los ojos y me preguntó:
—¿Estás bien, mi amor?
Se le notaba preocupado por algún posible toqueteo, sin dudas, y me gustó ese gesto dulce. Pero qué iba a decirle, ¿que me estaban queriendo puertear? Le hice señas de que sí, mientras sentía la verga de Yoto procurando encontrar mi agujerito. La pija se había metido en la raya, a la altura del culito. Para una penetración rápida debía bajar un poco y el apretujamiento y las posturas no ayudaban. Sentí al negro bajar los dedos hasta mi conchita y ahí volver a correrme la tanga. Quedé vulnerable por completo y la punta de la verga del negro comenzó el descenso por la raya. En mi vida me sentí más nerviosa. Tenía la sensación de que todo el pasaje nos estaba viendo, lo que era imposible, ya lo sé, y que mi marido se iba a dar cuenta y me dejaría, sin más.
Mi única opción era terminar con eso lo antes posible. Me incliné hacia adelante como para hablar con mi marido y saqué culo, con lo que le facilité la faena al negro. La verga bajó de golpe y enseguida encontró pista. Como venía empujando con fuerza fue solo cuestión de hallar el hueco, y la verga se acomodó y horadó fácil.
—Mi amor, mejor nos bajamos en la próximaaaahhhh…
La tremenda verga del negro, que mis manos y tetas ya conocían tan bien, perforó mi inocencia y se enterró fuerte y profundo.
—Juli, ¿te sentís bien?
Me quería bajar del tren, no podía estar haciéndole eso a mi marido. Aunque se sentía tan rico… la verga del negro era varias veces más grande que la de Mateo, y hacía tantos años que no probaba algo de verdad grande…
—Estás colorada… Te habrá subido la presión otra vez.
No podía decirle que estaba colorada por la vergüenza de hacerlo tan cornudo delante de cien personas. La verga del negro se enterró más. Hijo de puta, con cada movimiento del vaivén mandaba un tramo de pija más adentro.
—Debo estar empachada… —dije.
—¿Empachada?
Yoto me tomó la cintura con una mano y con la otra una nalga. Y empujó. Esta vez sí me la enterró hasta los huevos.
—¡¡Aaahhhhhhhhh…!!!
—¡Mi amor
—Te dije que me sentía mal, Puchi…
Yoto retiró buena parte de la verga, podía sentir su carne recorrerme el interior, cada uno de los veintipico de centímetros que tenía... luego volvió a enterrar. Bencina —hijo de puta— habló por primera vez.
—¿Te sentís como llena? ¿Tenés esa sensación de estar llena aunque no hayas comido?
Miré al amigo del cornudo, perdón, de mi marido, con furia asesina.
Yoto comenzó a bombearme suave y lentamente por lo apretados que estábamos. La escena era irreal. Me estaba cogiendo de parada y nadie en todo el vagón se daba cuenta. Imagino que tal vez solo el que estuviera a su lado. El bombeo acompañaba el movimiento del tren, que ahora que tomaba velocidad, se aceleraba.
—Todo el tiempo no sé —y busqué a mi marido en sus ojos—. Pero me siento llena ahora mismo.
—¿Ahora…? —el maldito Bencina.
—Sí, ahora mis… mo… uhhhhh…
—Está bien, amor —mi Mateo—, en Liniers bajamos.
En el medio había dos estaciones más, pero esa formación se las salteaba y recién levantaba gente justo antes de entrar a provincia.
El negro me siguió dando bomba. Hijo de puta, sabía que yo nunca le hubiera dado mi consentimiento. Tutuca, adelante, me seguía metiendo mano izquierda en mis pechos, para que Mateo no lo viera. La había metido por debajo de la remera y el corpiño, y se solazaba con mi pezón gordo y gomoso. Toda la situación era bizarra por demás, y el cornudo de Mateo —bueno, hay que decirlo, ¡estaba haciendo el papel de cornudo!— no veía nada. No lo culpen, la densidad de gente era tal que ustedes tampoco se hubiesen dado cuenta. Permanecimos todos callados unos minutos, con el negro agarrado de mi cintura y bombeándome verga con disimulo. En un momento se me acercó al oído y me murmuró, hecho un animal herido de muerte.
—Te vuelco la leche adentro, pedazo de putaaahhh…
Me dio asco y a la vez me calentó. Tenía tomado al cornudo de la mano, los dedos entrelazados como dos enamorados, cuando el negro comenzó a volcarme toda su leche adentro. Le sentí el orgasmo llegar. Me clavó los dedos en las nalgas, le escuché el jadeo por encima del traqueteo del tren, y el acelere bestial del bombeo. Finalmente sentí la verga más dura que nunca y el latigazo de un líquido tibio y espeso directo a mi interior. Le apreté la mano a Mateo, que me miró sorprendido.
—Ya llega… —me dijo refiriéndose al tren.
Bencina, al lado, sonreía como un villano, Tutuca me retorcía el pezón y el negro se seguía vaciando adentro mío como si yo fuera su puta.
—Sí, está llegando… está llegando ahora mismo… Ohhhh…
—No, todavía falta –dijo el cornudo—.
Y Yoto, en mi oído:
—Sí, todavía falta un poquito… —y continuó bombeándome y surtiéndome leche, dos o tres chorros más, hasta saciarse, hasta dejarme adentro las últimas gotitas.
No voy a mentir. A pesar del abuso, a pesar del asco, estaba más caliente que nunca. Me hubiera dado vuelta para que me garchara Tutuca, si no fuera que mi marido podría sospechar. El negro esperó unos segundos y retiró el vergón con reluctancia, como si no quisiera sacarla nunca. Sentí vaciarme, sentí la tanguita meterse desprolijamente entre mis pliegues. Sentí la leche escurrirse y recorrer el lado interno de mis mulsos como una hilera de hormigas.
Ya llegando a Liniers pude darme vuelta como para bajar y ofrecerle el culo a Tutuca, que me lo magreó y abusó como si fuera un preso, metiéndome primero un dedo en la concha enlechada y luego entrando en el ano y dejándolo ahí, cogiéndome el culito con el dedo medio. Con Mateo detrás suyo. Desde que me di vuelta hasta que la gente comenzó a moverse para buscar posición de salida más o menos pasó un minuto, tiempo en que Tutuca me estuvo bombeando el culito, sacando y enterrando por completo su dedo medio. Me quedó Yoto de frente, que sonreía. Le agarré la verga como si estuviéramos solos, con tanta impunidad que volví a calentarme más, especialmente porque el cornudo seguía sin moverse detrás de Tutuca, que seguía serruchándome el agujerito con el dedo.
Nos bajamos en Liniers, entre una marea de hombres que aprovecharon para manosearme, en las narices del cuerno.
Cuerno que nunca se enteró de nada.






                                          * * *






Juli (y el cornudo de tetas) — Epílogo


11.
Mi historia ya terminó, es la que conté. Solo quiero agregar, porque es justo que lo sepan, que desde esa tarde ya nada fue lo mismo.
En cuanto a los viajes en tren que siguieron, y que fueron muchos, creo que podría escribir un pequeño libro. Bencina volvió a llevarme, sola, sin mi marido. Lo hacía una o dos veces al mes, y siempre era parecido: terminaba magreada por un número indeterminado de desconocidos, que se atrevían en mayor o menor medida dependiendo de mi ropa y sus actitudes. Cuando llevaba minifaldas bien cortitas la cosa podía ponerse pesada, brusca. Mi pasividad ante el manoseo los envalentonaba y si los que me metían mano eran más de tres, el asunto se ponía violento —se peleaban— y temía terminar lastimada. Las calzas enterradas permitían manoseos agradables pero superficiales. Terminamos dándonos cuenta que lo mejor era ir con un shortcito breve, de algodón o alguna tela delgada. Así, el manoseo era vil y lascivo, excitante como si estuviera en ropa interior, pero resguardándome de cualquier salvajada.
En paralelo, Yoto y Tutuca pasaron a cogerme todos los jueves en casa de Bencina. De arranque me hice la ofendida, despotricando contra el abuso no consentido al que me sometiera el negro en el tren. Pero no los engañaba, estaba allí, sola y con ellos, en ese departamento, en minifalda, botitas y una remera ajustada que me destacaba las tetas como dos trofeos. Terminé cogida minutos después, con Bencina dirigiendo la función. Tutuca me bombeaba por la concha, Yoto me hacía chuparle la pija, y Bencina filmaba; y luego de un rato intercambiaban posiciones.
No quería coger con más tipos. Ya tres era suficiente cornamenta para el pobre Mateo, que no se lo merecía, pero Bencina cada dos por tres traía tipos nuevos y aunque yo siempre me negaba, los nuevos también terminaban usándome y llenándome de leche. En un momento Bencina me propuso traer a Adrián y Wate, los amigos de Mateo que inicialmente me manoseaban las tetas a sus espaldas; pero le dije que no y me puse firme de verdad: no me interesaba que los amigos de mi marido lo consideraran el cornudo del grupo. Mateo no lo es (si nadie lo sabe, no lo es).
Desgraciadamente dos años después, por otras razones y bajo otras circunstancias, terminé cogiendo también con esos dos, primero con Wate y luego con Adrián. Y luego con algunos otros amigos de mi marido. Pero a cada uno por su lado, sin que uno supiera del otro. Y les hice prometer que si querían seguir cogiéndome, que más vale no se lo comentaran a ninguno de los otros. Hasta hoy nadie sabe que me cojo a cinco, además de a Bencina y los tipos que me trae cada jueves. Todos creen que lo hago solo con cada uno de ellos. Lo prefiero así porque siento que de esa manera lo hago menos cornudo a mi Mateo. Porque es un amor de marido y seguramente será un amor de padre, y no se lo merece.
Mucho menos se lo merece ahora que está tan contento con mi embarazo. Aunque él no sepa que es de Bencina.

6 comentarios - juli y el cornudo de las tetas 5 y 6 final

leloir2010
Exelente la saga como fue contado. Pero no se merece que sea tan cornudo y vos tan puta. Es verdad la historia? Si es así me cuesta creer y si es fantasia me volaste la cabeza la de harriva y la de abajo. Van puntos
vonardpost
Excelente relato!!! Todos los capítulos!! Estuve al palo como 2 días seguidos, creí que me iba a explotar, no había paja que me la bajara.
sebatatu1984 +1
la verdad que un historia interesante, es verdad lo que dijiste en el primer capitulo, y comprendo, la mujer siempre lleva esa putita interior, pero cuando estas en pareja ce sierran y no la dejan salir, lo prohivido le gusta mas y por mas que pienses que no es cornudo, quedo cornudo, alguien que te toque que no cea tu marido es infidelidad, estas rompiendo su confianza, respeto y fidelidad, y perderas todo por una simple calentura, los años te vas a repentir y no hay vuelta atras, respeto tu pensamiento y tu forma de pensar, es una simple opinion mi, escrivis muy bien, narras exelente segui asi escribiendo te felicito
pulgarcitopito
Que finallll ufssssss no pude evitar recordar aquellos meses donde me hicieron cornudo pelotudo por primera ves como a Mateo jejejejejej desde esa experiecia que evolucione y termine siendo el sumiso y la putita de close que soy hoy jajajajajaj. En fin muy buena la historia y que placer ser Mateo jajaja no saben lo que se piernden algunos pitocortos como yo.