Capítulo 8: Quedando inmundo
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Algo más de 500 años han pasado desde el fin de la Edad Media, precioso periodo para el afianzamiento de los ideales de la Iglesia, época de represión y castigo ante cualquier pensamiento libidinoso, pero a la vez de excesiva perversión ante tanta prohibición.
Se dice que en la Edad Media se creía que una de las causas para la ulceración del pene era acostarse con una mujer que tenía el “útero sucio”, corroído por el veneno, veneno que hoy conocemos como la regla o el periodo.
Debo reconocer que en esta etapa de mi vida y de nuestra relación, tuve un enrome interés por aprender un poco más de las costumbres, las tradiciones y la vida en general durante la Edad Media. Básicamente por haber sido el periodo de afianzamiento de los patrones de comportamiento aceptados por la Iglesia, que perduran en cierta medida hasta nuestros días, y que rigen el actuar y el día a día de personas como mi amada Mafe.
Quería entender el porqué de sus creencias, para luego fantasear con llevarlas al extremo opuesto. Quería sentirme como cualquier de los blasfemos o impúdicos de ese periodo oscurantista.
Aunque no me aportaba nada verdaderamente valioso, dediqué muchas horas a la lectura y a la investigación de la Edad Media, especialmente a conocer sobre la tradición católica y las prácticas sexuales de aquella época.
Fue así que empecé a adquirir gusto por prácticas, cosas o rituales, que antes difícilmente habría imaginado. Desde cosas tan simples como follar en cuatro, considerado como una gran ofensa antinatura por la Iglesia de esos tiempos, hasta los juegos de dominación y perversión más osados.
Claro que Mafe no era una obsesa de las creencias católicas de ese entonces, de hecho no creo que las conociera, no creo que supiera que el sexo oral estaba mal visto por ser un acto lejano a los fines reproductivos y puramente ligado al placer, tampoco creo que estuviera muy de acuerdo con aquello de satanizar la masturbación, con eso de considerarla uno de los más grave pecados, siendo que para el momento en que nos conocimos, ella la practicaba bastante por su cuenta, y ahora mucho más con mi ayuda.
Y mucho menos creo que Mafe supiera que en esa época, y quizá en la actual, no lo sé, la Iglesia condenaba las relaciones sexuales que se practicaban en posiciones diferente al misionero. A mí, por ese entonces me encantaba hacerlo de pie, preferiblemente de frente, viéndola a la cara, apreciando sus gestos de place; frente a frente para poder morder sus labios y atraparlos entre mis dientes, o sencillamente para alternar besos entre su cuello y sus pechos.
Se dice que en la Edad Media la gente iba a las iglesias para fornicar, no por ser un lugar que evocara el erotismo o el deseo, sino más bien porque permanecían vacías la mayor parte del tiempo, lo que las hacía un lugar ideal para el coito por la discreción que brindaban. En nuestros tiempos es un poco más complejo pues están vigiladas y el tránsito de gente es mayor, aunque eso depende también del templo y la urbe en que esté ubicado.
En todo caso supe imposible eso de mantener relaciones en una iglesia, pero no fue impedimento para disfrutar de nuestra sexualidad. Decidí acompañar a Mafe a misa todos los domingos, pero no porque estuviese interesado en la eucaristía ni el sermón del cura, sino porque era una hora que le dedicaba al manoseo público de mi bella novia.
No importaba la prenda que recubriera sus piernas, mis manos iban a parar en su entrepierna cada domingo. La primera vez que lo hice, ella se molestó y reprochó mi actuar al momento de salir del templo, pero yo hice caso omiso a sus regaños y advertencias, pues estaba obsesionado con dar rienda suelta a mis perversiones, y una de ellas era excitar a Mafe en medio de una misa.
Lo logré en más de una ocasión, y sin sonrojo o arrepentimiento alguno digo hoy que valió la pena.
En mi cabeza predominó la idea de que era como ganar una guerra, en la que mis dedos equivalían a las tropas, que iban avanzando camino a invadir la trinchera del enemigo, que era la vagina de Mafe. Ella oponía resistencia apretando sus piernas, juntando la una con la otra para evitar la avanzada de mi mano, pero era una batalla que no estaba lista para ganar, pues no había ejército capaz de detener la avanzada de mi mano por sus piernas.
Me generaba mucho morbo el hecho de saber que Mafe consideraba excesivamente pecaminosa esta situación, me generaba mucha excitación el poder ser observado por cualquiera de las viejas pellejas que suelen ocupar los banquillos de las iglesias los domingos; verlas escandalizadas solo hacía que mi obsesión creciera.
Claro que yo recompensaba a Mafe por esto. La recompensaba entregándole la posición de poder y dominio durante la mayoría de nuestros coitos. Aunque esto era beneficioso para ambos, pues mientras Mafe daba rienda suelta a sus perversiones, yo me desbordaba de placer de verla libidinosa, al verla impúdica y viciosa.
Pero había una perversión que me dominaba por encima de cualquier otra: fornicar cuando Mafe tenía el periodo. Al comienzo ella se mostraba reacia a que eso ocurriera, era como si sintiera vergüenza por poder mancharme durante la cópula, o por el olor que pudiese emanar de su zona íntima, por el sencillo malestar que le causaba estar con la regla, o quizá porque conocía la palabra de dios frente al tema y prefería contenerse.
“También todo aquello sobre lo que ella se acueste durante su impureza menstrual quedará inmundo, y todo aquello sobre lo que ella se siente quedará inmundo”, estipula Levítico 15:19-23.
Pero a mí todo eso me enloquecía, el hecho de ver mi pene recubierto de ese néctar que define su feminidad, ese mismo que en la Edad Media consideraron como un veneno corrosivo para el miembro viril del hombre.
Y con el tiempo ella fue disfrutando también de los polvos durante esos días, decía que eso le causaba cierto alivio a los fuertes cólicos menstruales que la acompañaban durante su periodo.
Así que se nos volvieron habituales esos encuentros sexuales durante su menstruación. Era como una costumbre, como una tradición que, creo, los dos esperábamos con ansiedad. Especialmente yo, pues desarrolle una fuerte perversión con penetrarla mientras menstruaba.
Eran coitos verdaderamente memorables. Lamentablemente no contaban con la tradicional sesión de sexo oral que solía darle a Mafe. Me limitaba a tocarla y a masturbarla, pero sin la ayuda de mi lengua. Eran también ocasiones en que se invertía la situación, la que brindaba sexo oral era ella. Yo no deliraba por sus mamadas, pero sentir ocasionalmente sus labios deslizarse sobre mi falo no tenía pierde alguno.
Claro que lo mejor era el momento de la penetración, pues su sangre actuaba como un lubricante de primer nivel. Esta no tardaba mucho en aparecer, en mezclarse con sus otros fluidos y en recubrir mi pene mientras se deslizaba por su hirviente coño. No sé cuál era mi fascinación con esto, pero era evidente que existía; enloquecía totalmente en ese momento en que veía mi pene salir bañado en su sangre, sabiendo que volviera a enterrarse en su humanidad para repetir el ritual una y otra vez, hasta el orgasmo.
Durante sus días Mafe era poseída por el espíritu de la lujuria, su apetito sexual se acrecentaba, y las ganas de cumplir fantasías eran moneda corriente. Esos polvos, además de estar pasados por sangre, se caracterizaron también por el desate de mi bella Mafe para dar rienda sueltas a sus fantasías. Pare ese entonces ya había ampliado su repertorio de deseos. Golpear y ser violada ya no era lo único que ansiaba, ahora Mafe se le medía a cumplir fantasías como follar en el balcón, aunque en horas de la noche para no llamar tanto la atención; salpicar mi torso con su sangre, o simplemente dominarme con un alto grado de agresividad durante el coito, palabras soeces incluidas.
Es difícil describirla, pero en Mafe podía convivir esa chica de personalidad tímida y sumisa, a la vez que podía convertirse en una depravada de tiempo completo. A mí me encantaba que fuese así, que pudieran confluir rasgos de personalidad tan opuestos sin que se perdiese la esencia de su ser.
Capítulo 9: Los juegos del líbido
Hasta aquí había logrado un avance notable con Mafe. Poco y nada sobrevivía de esa chica reservada, llena de complejos, baja de autoestima y amor propio. Ahora era mucho más segura de sí misma, y una sonrisa permanente en su rostro era señal de su renovada felicidad...
Algo más de 500 años han pasado desde el fin de la Edad Media, precioso periodo para el afianzamiento de los ideales de la Iglesia, época de represión y castigo ante cualquier pensamiento libidinoso, pero a la vez de excesiva perversión ante tanta prohibición.
Se dice que en la Edad Media se creía que una de las causas para la ulceración del pene era acostarse con una mujer que tenía el “útero sucio”, corroído por el veneno, veneno que hoy conocemos como la regla o el periodo.
Debo reconocer que en esta etapa de mi vida y de nuestra relación, tuve un enrome interés por aprender un poco más de las costumbres, las tradiciones y la vida en general durante la Edad Media. Básicamente por haber sido el periodo de afianzamiento de los patrones de comportamiento aceptados por la Iglesia, que perduran en cierta medida hasta nuestros días, y que rigen el actuar y el día a día de personas como mi amada Mafe.
Quería entender el porqué de sus creencias, para luego fantasear con llevarlas al extremo opuesto. Quería sentirme como cualquier de los blasfemos o impúdicos de ese periodo oscurantista.
Aunque no me aportaba nada verdaderamente valioso, dediqué muchas horas a la lectura y a la investigación de la Edad Media, especialmente a conocer sobre la tradición católica y las prácticas sexuales de aquella época.
Fue así que empecé a adquirir gusto por prácticas, cosas o rituales, que antes difícilmente habría imaginado. Desde cosas tan simples como follar en cuatro, considerado como una gran ofensa antinatura por la Iglesia de esos tiempos, hasta los juegos de dominación y perversión más osados.
Claro que Mafe no era una obsesa de las creencias católicas de ese entonces, de hecho no creo que las conociera, no creo que supiera que el sexo oral estaba mal visto por ser un acto lejano a los fines reproductivos y puramente ligado al placer, tampoco creo que estuviera muy de acuerdo con aquello de satanizar la masturbación, con eso de considerarla uno de los más grave pecados, siendo que para el momento en que nos conocimos, ella la practicaba bastante por su cuenta, y ahora mucho más con mi ayuda.
Y mucho menos creo que Mafe supiera que en esa época, y quizá en la actual, no lo sé, la Iglesia condenaba las relaciones sexuales que se practicaban en posiciones diferente al misionero. A mí, por ese entonces me encantaba hacerlo de pie, preferiblemente de frente, viéndola a la cara, apreciando sus gestos de place; frente a frente para poder morder sus labios y atraparlos entre mis dientes, o sencillamente para alternar besos entre su cuello y sus pechos.
Se dice que en la Edad Media la gente iba a las iglesias para fornicar, no por ser un lugar que evocara el erotismo o el deseo, sino más bien porque permanecían vacías la mayor parte del tiempo, lo que las hacía un lugar ideal para el coito por la discreción que brindaban. En nuestros tiempos es un poco más complejo pues están vigiladas y el tránsito de gente es mayor, aunque eso depende también del templo y la urbe en que esté ubicado.
En todo caso supe imposible eso de mantener relaciones en una iglesia, pero no fue impedimento para disfrutar de nuestra sexualidad. Decidí acompañar a Mafe a misa todos los domingos, pero no porque estuviese interesado en la eucaristía ni el sermón del cura, sino porque era una hora que le dedicaba al manoseo público de mi bella novia.
No importaba la prenda que recubriera sus piernas, mis manos iban a parar en su entrepierna cada domingo. La primera vez que lo hice, ella se molestó y reprochó mi actuar al momento de salir del templo, pero yo hice caso omiso a sus regaños y advertencias, pues estaba obsesionado con dar rienda suelta a mis perversiones, y una de ellas era excitar a Mafe en medio de una misa.
Lo logré en más de una ocasión, y sin sonrojo o arrepentimiento alguno digo hoy que valió la pena.
En mi cabeza predominó la idea de que era como ganar una guerra, en la que mis dedos equivalían a las tropas, que iban avanzando camino a invadir la trinchera del enemigo, que era la vagina de Mafe. Ella oponía resistencia apretando sus piernas, juntando la una con la otra para evitar la avanzada de mi mano, pero era una batalla que no estaba lista para ganar, pues no había ejército capaz de detener la avanzada de mi mano por sus piernas.
Me generaba mucho morbo el hecho de saber que Mafe consideraba excesivamente pecaminosa esta situación, me generaba mucha excitación el poder ser observado por cualquiera de las viejas pellejas que suelen ocupar los banquillos de las iglesias los domingos; verlas escandalizadas solo hacía que mi obsesión creciera.
Claro que yo recompensaba a Mafe por esto. La recompensaba entregándole la posición de poder y dominio durante la mayoría de nuestros coitos. Aunque esto era beneficioso para ambos, pues mientras Mafe daba rienda suelta a sus perversiones, yo me desbordaba de placer de verla libidinosa, al verla impúdica y viciosa.
Pero había una perversión que me dominaba por encima de cualquier otra: fornicar cuando Mafe tenía el periodo. Al comienzo ella se mostraba reacia a que eso ocurriera, era como si sintiera vergüenza por poder mancharme durante la cópula, o por el olor que pudiese emanar de su zona íntima, por el sencillo malestar que le causaba estar con la regla, o quizá porque conocía la palabra de dios frente al tema y prefería contenerse.
“También todo aquello sobre lo que ella se acueste durante su impureza menstrual quedará inmundo, y todo aquello sobre lo que ella se siente quedará inmundo”, estipula Levítico 15:19-23.
Pero a mí todo eso me enloquecía, el hecho de ver mi pene recubierto de ese néctar que define su feminidad, ese mismo que en la Edad Media consideraron como un veneno corrosivo para el miembro viril del hombre.
Y con el tiempo ella fue disfrutando también de los polvos durante esos días, decía que eso le causaba cierto alivio a los fuertes cólicos menstruales que la acompañaban durante su periodo.
Así que se nos volvieron habituales esos encuentros sexuales durante su menstruación. Era como una costumbre, como una tradición que, creo, los dos esperábamos con ansiedad. Especialmente yo, pues desarrolle una fuerte perversión con penetrarla mientras menstruaba.
Eran coitos verdaderamente memorables. Lamentablemente no contaban con la tradicional sesión de sexo oral que solía darle a Mafe. Me limitaba a tocarla y a masturbarla, pero sin la ayuda de mi lengua. Eran también ocasiones en que se invertía la situación, la que brindaba sexo oral era ella. Yo no deliraba por sus mamadas, pero sentir ocasionalmente sus labios deslizarse sobre mi falo no tenía pierde alguno.
Claro que lo mejor era el momento de la penetración, pues su sangre actuaba como un lubricante de primer nivel. Esta no tardaba mucho en aparecer, en mezclarse con sus otros fluidos y en recubrir mi pene mientras se deslizaba por su hirviente coño. No sé cuál era mi fascinación con esto, pero era evidente que existía; enloquecía totalmente en ese momento en que veía mi pene salir bañado en su sangre, sabiendo que volviera a enterrarse en su humanidad para repetir el ritual una y otra vez, hasta el orgasmo.
Durante sus días Mafe era poseída por el espíritu de la lujuria, su apetito sexual se acrecentaba, y las ganas de cumplir fantasías eran moneda corriente. Esos polvos, además de estar pasados por sangre, se caracterizaron también por el desate de mi bella Mafe para dar rienda sueltas a sus fantasías. Pare ese entonces ya había ampliado su repertorio de deseos. Golpear y ser violada ya no era lo único que ansiaba, ahora Mafe se le medía a cumplir fantasías como follar en el balcón, aunque en horas de la noche para no llamar tanto la atención; salpicar mi torso con su sangre, o simplemente dominarme con un alto grado de agresividad durante el coito, palabras soeces incluidas.
Es difícil describirla, pero en Mafe podía convivir esa chica de personalidad tímida y sumisa, a la vez que podía convertirse en una depravada de tiempo completo. A mí me encantaba que fuese así, que pudieran confluir rasgos de personalidad tan opuestos sin que se perdiese la esencia de su ser.
Capítulo 9: Los juegos del líbido
Hasta aquí había logrado un avance notable con Mafe. Poco y nada sobrevivía de esa chica reservada, llena de complejos, baja de autoestima y amor propio. Ahora era mucho más segura de sí misma, y una sonrisa permanente en su rostro era señal de su renovada felicidad...
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