Extracto del archivo del Doctor… bueno, el nombre no es importante y lo que se cuenta a continuación es ficción… o no… ¿quién sabría a veces diferenciar una cosa de otra en el confuso mundo de la mente humana?.
Lourdes era una adolescente cuando pasó.
Rubia, alta para su edad y con un rostro de rasgos exóticos por la mezcla entre su madre polaca y su padre español.
Desde siempre había sido el ojito derecho de su padre, su niña querida, y no era capaz de negarla nada.
Su madre decía que la estaba malcriando, pero al ser hija única…
Hasta ese día.
Todo cambió ese día.
Sus padres estaban fuera, celebrando su aniversario de boda, y ella se había quedado sola en casa.
Debería haber estado su tía, pero había conocido a un hombre por una aplicación del móvil y era una oportunidad que no quería dejar pasar.
Así que Lourdes estaba sola cuando llegaron.
Cuando sonó el timbre, pensó que su tía se había olvidado algo y abrió sin pensarlo.
Los dos tipos entraron, empujándola y arrinconándola contra la pared.
- Como grites te mato –la amenazó, clavándola algo afilado en el vientre, el que llevaba el pañuelo rojo, un hombre enorme con una musculatura exagerada y que se marcaba mucho en unas prendas que apenas podían contenerla-. ¿Dónde está Adolfo?.
- No… no está…
- No me mientas, he visto su coche fuera –dijo, abofeteándola.
- No, por favor… no está…
- Ve a mirar –ordenó al otro hombre, algo más bajo pero también muy musculado-, pero como me mientas… -y dejó la amenaza en el aire mientras el segundo hombre, con pañuelo blanco en la cara, iba a mirar por la casa.
- Es verdad, no hay nadie –dijo al regresar cinco minutos después.
- ¿Dónde están todos? –la preguntó el tipo del pañuelo rojo mientras la llevaba agarrándola de la melena rubia hasta el salón donde estaba encendido el televisor.
- Se han ido… papá le regaló…
- ¿Qué has dicho?. ¿Papá?. ¿Eres la hija de ese golfo?.
- Mi padre no es un golfo –respondió Lourdes, sin poder evitarlo.
- Vaya que si lo es. Adolfo es un golfo, ¿verdad? –la picó el del pañuelo rojo, mirando hacia su compinche.
- Todo un cerdo, un mentiroso y un ladrón –confirmó el del pañuelo blanco.
- ¡No, no es verdad! –respondió la chiquilla.
- ¿No?. Pues dinos donde guarda las pastillas y el dinero.
- ¿Qué?.
- No te hagas la tonta, niña, sabemos que las guarda aquí.
- Eso, eso, que en el gimnasio no están –añadió el del pañuelo blanco, refiriéndose a alguno de los locales de su padre.
- Serás idiota –le dijo el del pañuelo rojo, empujándolo-. Ahora sabrá quienes somos.
- No, no, yo no sé nada –contestó Lourdes con voz chillona por el miedo.
No vio venir el puñetazo y su mundo se desvaneció en un instante.
Despertó de golpe, tendida en el suelo, cuando un cubo de agua fría la empapó la cabeza y medio cuerpo.
Los dos hombres estaban junto a ella, el del pañuelo rojo con una palanca de aspecto amenazador en la mano y el del pañuelo blanco con el cubo de la fregona que acababa de lanzarla por encima.
- Por fin te despiertas, Blancanieves –dijo con sorna el del pañuelo rojo, agachándose y rozando con el frío metal la cara de Lourdes.
- ¿Blancanieves?. ¿No es Cenicienta? –cuestionó el otro.
- Tú eres imbécil, la que se duerme es Blancanieves por culpa de la bruja.
- No, no, estoy seguro que esa es Cenicienta.
- Serás imbécil. Da igual, trae a la cría. No tenemos toda la noche.
- Venga, niña, levántate –indicó el del pañuelo blanco, dejando a un lado el cubo de la fregona.
- No soy una niña –protestó Lourdes, apoyándose sobre los codos.
- Ummm… ya, ya se ve… -dijo en voz baja, para que el que mandaba de los dos no le escuchase y centrando la mirada en las tetas de la chica, que se marcaban por la humedad de las prendas y la ausencia del sujetador que tanto detestaba usar Lourdes cuando estaba en casa.
- No me toques –respondió ella, más alto de lo normal, sonrojándose y cubriéndose los pechos con las manos.
- Vamos, ¿no decías que no eres una niña?... pues venga, que yo haré de tu papi un ratito –decía, a la vez que intentaba cogerla del brazo y acercarla.
- ¡No! –gritó la chiquilla.
En ese momento regresó el hombre que llevaba la voz cantante, con paso fuerte y mirada de enfado.
- Cierra el pico o te lo cierro yo. Y no estoy de broma.
Le siguieron hasta el despacho de su padre, donde habían estado rebuscando por todas partes mientras ella estaba inconsciente.
Los muebles estaban movidos, la lámpara quedaba medio descolgada, había papeles tirados por doquier y los cuadros estaban torcidos o en el suelo.
Al fondo, detrás de la foto de Lourdes con su medalla de equitación, había una pequeña caja fuerte en la pared con un teclado.
- ¿Cuál es la combinación, niña?.
- No… no lo sé…
- Que me la digas o te parto la cara –la amenazó el del pañuelo rojo.
- No lo sé… de verdad… no lo sé…
- Oye, yo sé una manera de hacerla hablar –terció el del pañuelo blanco, pegándose a la espalda de Lourdes, que no pudo evitar sentir un escalofrío cuando su robusto cuerpo empezó a frotarse contra ella.
- A ver, lumbreras, cuéntame.
- Es la hija de Adolfo –empezó-… y está muy buena… -añadió, acariciándola el cabello y recorriendo su brazo hasta obligarla a dejar de proteger sus pechos de las miradas de los asaltantes- seguro que su papaíto se la cepilla y…
- ¿Es verdad? –preguntó el líder.
- No… no… por favor, no… -gimoteó la chiquilla, apenas un instante antes de que el del pañuelo blanco agarrase con sus manos su camiseta y la estirase de forma bestial hasta romperla y dejarla expuesta.
- Sí… ohhhh sí… -rio, mientras la daba la vuelta para verla las tetas y, apartando de un manotazo el intento de Lourdes de cubrírselas de nuevo con sus manos, agarrárselas para sobárselas con fuerza.
- No… por favor… no… -suplicó ella, girando el rostro hacia el hombre que hacía de líder y sin poder evitar que las lágrimas aflorasen a sus ojos.
- Para… ¡qué pares! –gritó él hasta que el del pañuelo blanco dejó de tocarla y lo miró con reproche-. Pero esto no es gratis, niña. Dime la clave y nos vamos.
- Pe… pe… pero… es que no la sé… -comenzó Lourdes, que al sentir de nuevo los dedos en torno a sus tetas, lloriqueó desesperada-. De verdad que no lo sé.
- ¿Qué día cumples años? –soltó, de repente, el líder.
- El 26 –contestó ella, por inercia.
- El veintiséis de…
- De Febrero.
El hombre del pañuelo rojo se volvió y pulsó los números en el teclado.
La puerta se abrió con un chasquido.
- Jajaja… como en las películas… jajaja… -empezó a reírse el del pañuelo blanco.
- Se nota que el golfo de Adolfo te quiere mucho –añadió el otro, mostrándola la caja fuerte abierta y los dos grandes fajos de billetes con la bolsa de pastillas blancas-. ¿Qué, lo celebramos?.
- Ohhhh… sí… lo celebramos… -contestó el menos avispado.
Una hora después, los dos hombres estaban medio borrachos en el comedor, cada uno con un fajo de 25.000 euros y varias pastillas de la bolsa ya en sus estómagos.
Lourdes estaba de rodillas en el suelo, delante de ellos, cubriéndose como podía los senos con los brazos.
- ¿Sabes bailar? –dijo el más grande de los dos, porque ya no llevaban los pañuelos.
- Sí, sí… venga, niña de papi, baila –animó el otro, sin apartar los enrojecidos ojos de lo que escondía como podía la chiquilla rubia.
- No… no… me dijisteis que sólo queríais el… -intentó negarse, antes de que, como un relámpago, el que llevaba la voz cantante, la agarrase de la muñeca y se la retorciera hasta que chilló de dolor.
- Aquí mando…
- Mandamos –terció el otro, pero dejó de hablar cuando el que antes llevase el pañuelo rojo le miró, aun retorciendo la muñeca de Lourdes.
- Aquí mando yo –pronunció lentamente, de golpe sereno- y nadie más o…
- Sí, sí, tú mandas, claro, tú mandas –coincidió rápidamente el otro, que aunque estaba cuadrado por las horas de gimnasio y los anabolizantes, no lo estaba tanto como para enfrentarse al que llevaba la voz cantante, ni siquiera en medio del alcoholizado ambiente.
- A bailar ¡ya!. Y no te cubras, que lo que decía éste es verdad… eres bonita… y me gustan las cosas bonitas –dijo con una lascivia aún mayor que su compañero, despertados los instintos por la mezcla del alcohol con las pastillas.
Lourdes se puso a bailar, intentando contener las lágrimas y la vergüenza de estar así, expuesta de esa manera ante esos ladrones degenerados, mientras se imaginaba que se dormían por la bebida y que podía llamar a la policía o, al menos, pulsar el botón del pánico de la alarma que tenían en casa y se había olvidado de conectar como la dijo su tía antes de irse.
Porque su tía… no, su tía no volvería esa noche… cuando quedaba, quedaba… y no era sólo para tomar una copa y volver a casa.
Siguió bailando un rato mientras veía como poco a poco los párpados de los dos hombres empezaban a caerse y… justo entonces, cuando arrancó a correr, un ronquido resonó en el aire y el que mandaba el asalto despertó de golpe y la puso la zancadilla, haciéndola caer al suelo.
- Serás idiota –escupió las palabras, tirando de ella por el tobillo hasta llevarla junto a él-. Después de lo bien que te he tratado. Ahora vas a ver…
La tiró al suelo y agarró sus pantalones, tirando de ellos hasta que quedaron enroscados en torno a sus tobillos y sólo quedaban en su sitio las bragas azules.
La puso boca abajo y empezó a darla azotes en el culo, lanzando toda su brutal fuerza contra los glúteos de la indefensa rubia.
Esta vez, Lourdes no pudo reprimir el llanto.
Un llanto incontrolable mientras el ladrón la castigaba sin piedad con sus duras manos en su suave trasero.
Perdió la cuenta del número de azotes que recibió, sólo notaba que el culo la ardía como si estuviera en carne viva.
Cuando quiso darse cuenta y levantó la mirada, los dos hombres se habían desnudado y llevaban de nuevo los pañuelos, sólo los pañuelos.
Los llevaban en torno al cuello al estilo de los vaqueros de las películas que tanto gustaban a su padre.
Y estaban despiertos. Muy despiertos.
Podía ver cómo sus penes estaban levantados y muy gordos, moviéndose como por voluntad propia arriba y abajo, en pequeños movimientos que parecían decir “sí”. Un “sí” que daba pánico a la chiquilla.
- Siéntate aquí –señaló el espacio entre los dos el que era claramente el jefe.
Lourdes obedeció, presa del miedo y de una incontrolable sensación de indefensión.
En cuanto estuvo entre ellos, empezaron a sobarla las tetas y a besarla, a la vez que la mano del jefe se introducía bajo su braga para tocarla en lo más íntimo.
Apenas fue un instante… porque la sacó y puso cara de asombro.
- ¡Tiene pelo!.
- ¿Qué? –preguntó el otro, tontamente.
- Que tiene pelitos. Es una cría… y es toda nuestra… por el esfuerzo y por portarse mal. Una mala anfitriona.
- Eso, eso… -confirmó el segundo, dándose cuenta por fin de lo que pretendía el líder.
- No, por favor no –rogó Lourdes-. Soy virgen. Mi pa…
- Me importa una mierda. Túmbate.
- ¡No! –se negó ella, sacando fuerzas.
Antes de poder volver a negarse, entre los dos la pusieron tumbada sobre ellos.
Los pechos de la chica quedaron sobre las piernas del que llevaba el pañuelo rojo y su culo sobre la pierna izquierda del otro.
El que llevaba la voz cantante no la dio oportunidad de volver a quejarse.
Empezó a besarla en la boca, sujetándola con fuerza, mientras con su otra mano pellizcaba sus pezones y la chiquilla notaba su polla endurecida chocar y apretarse contra su espalda.
El otro también tenía la polla levantada, pero donde golpeaba a ratos era contra el interior del muslo de la joven. Pero lo peor era que la deslizó las bragas para poder tocarla su desprotegida zona íntima con sus dedos torpes.
Estuvieron un rato así, antes de que el que hacía de jefe se levantase, agarrándola por los hombros y haciéndola colocarse sobre la polla de su compañero, que no se lo pensó dos veces antes de situarla con la mano a la entrada de la vagina de Lourdes.
- No, por favor, no… de verdad… no… soy virgen… no, por favor… no… por favor…
Sus suplicas no surtieron efecto.
Mientras el del pañuelo blanco apuntaba su pene hacia el interior de la chiquilla, el del pañuelo rojo presionó sobre los hombros de Lourdes hasta hacer que ella misma se clavase entera la enorme polla del ladrón del pañuelo blanco.
Durante un instante ella chilló en una mezcla de dolor y humillación.
Un instante.
Hasta que el jefe la introdujo su propia polla dentro de la boca.
Y no tuvo otro remedio que comérsela.
Como un chupa-chups.
Hubiera querido morderla.
Debería haberla mordido.
Pero en ese momento no se le pasó por la cabeza.
Sólo sentía el intenso dolor que la llegaba en oleadas desde su destrozada virginidad y a asfixia de la primera polla que entraba dentro de su boca.
La chupó.
Ni siquiera sabía cómo.
Nunca supo cómo.
Pero lo hizo.
Se comió la polla del jefe de los ladrones mientras su compañero rompía su vagina y la inundaba con su polla hambrienta y húmeda.
Un sonido húmedo llenaba el ambiente.
Húmedo y vibrante.
Rítmico.
Con cada embestida que hacía entrar y salir la polla del interior del coño de Lourdes mientras la chica apenas lograba no ahogarse con la gorda polla que el jefe de los asaltantes tenía metida en su boca.
Y así siguieron durante una eternidad, rompiéndola, usándola, abusándola… hasta que se corrieron.
La llenaron.
Se vaciaron sin contenerse.
Uno agarrándola por las caderas, apretando su polla contra su coño y vaciando todo el contenido de sus huevos dentro, muy dentro, de la estrenada vagina de la, hasta entonces, inmaculada rubia.
El otro, el jefe, rociándola toda la cara y el cabello con chorros de lefa antes de volver a metérsela dentro de la boca y ordenarla que se la limpiase.
Lourdes lo hizo.
A los dos.
Les chupó las pollas a los dos hombres que habían asaltado su casa y destruido su inocencia, los dos ladrones que habían robado su virginidad y su más íntima pureza.
Y cuando terminó, la pagaron.
A golpes.
Cuando se despertó, se habían ido.
La dolía todo, desde el ojo morado hasta los cardenales en las piernas.
Pero, sobre todo, la dolía el alma.
Y ya nada volvería a ser lo mismo, ni para ella ni en esa casa, sobre todo cuando descubrió en el suelo, entre sus piernas, la mancha de la sangre de su virginidad perdida mezclada con la lefa que habían vertido dentro de ella… y la nota junto al teléfono.
“Si lo cuentas, volveremos a estrenar tu otra puerta”.
Y, ella lo supo. Supo a lo que se referían.
Y ya nada volvería a ser igual.
Nunca más.
Lourdes era una adolescente cuando pasó.
Rubia, alta para su edad y con un rostro de rasgos exóticos por la mezcla entre su madre polaca y su padre español.
Desde siempre había sido el ojito derecho de su padre, su niña querida, y no era capaz de negarla nada.
Su madre decía que la estaba malcriando, pero al ser hija única…
Hasta ese día.
Todo cambió ese día.
Sus padres estaban fuera, celebrando su aniversario de boda, y ella se había quedado sola en casa.
Debería haber estado su tía, pero había conocido a un hombre por una aplicación del móvil y era una oportunidad que no quería dejar pasar.
Así que Lourdes estaba sola cuando llegaron.
Cuando sonó el timbre, pensó que su tía se había olvidado algo y abrió sin pensarlo.
Los dos tipos entraron, empujándola y arrinconándola contra la pared.
- Como grites te mato –la amenazó, clavándola algo afilado en el vientre, el que llevaba el pañuelo rojo, un hombre enorme con una musculatura exagerada y que se marcaba mucho en unas prendas que apenas podían contenerla-. ¿Dónde está Adolfo?.
- No… no está…
- No me mientas, he visto su coche fuera –dijo, abofeteándola.
- No, por favor… no está…
- Ve a mirar –ordenó al otro hombre, algo más bajo pero también muy musculado-, pero como me mientas… -y dejó la amenaza en el aire mientras el segundo hombre, con pañuelo blanco en la cara, iba a mirar por la casa.
- Es verdad, no hay nadie –dijo al regresar cinco minutos después.
- ¿Dónde están todos? –la preguntó el tipo del pañuelo rojo mientras la llevaba agarrándola de la melena rubia hasta el salón donde estaba encendido el televisor.
- Se han ido… papá le regaló…
- ¿Qué has dicho?. ¿Papá?. ¿Eres la hija de ese golfo?.
- Mi padre no es un golfo –respondió Lourdes, sin poder evitarlo.
- Vaya que si lo es. Adolfo es un golfo, ¿verdad? –la picó el del pañuelo rojo, mirando hacia su compinche.
- Todo un cerdo, un mentiroso y un ladrón –confirmó el del pañuelo blanco.
- ¡No, no es verdad! –respondió la chiquilla.
- ¿No?. Pues dinos donde guarda las pastillas y el dinero.
- ¿Qué?.
- No te hagas la tonta, niña, sabemos que las guarda aquí.
- Eso, eso, que en el gimnasio no están –añadió el del pañuelo blanco, refiriéndose a alguno de los locales de su padre.
- Serás idiota –le dijo el del pañuelo rojo, empujándolo-. Ahora sabrá quienes somos.
- No, no, yo no sé nada –contestó Lourdes con voz chillona por el miedo.
No vio venir el puñetazo y su mundo se desvaneció en un instante.
Despertó de golpe, tendida en el suelo, cuando un cubo de agua fría la empapó la cabeza y medio cuerpo.
Los dos hombres estaban junto a ella, el del pañuelo rojo con una palanca de aspecto amenazador en la mano y el del pañuelo blanco con el cubo de la fregona que acababa de lanzarla por encima.
- Por fin te despiertas, Blancanieves –dijo con sorna el del pañuelo rojo, agachándose y rozando con el frío metal la cara de Lourdes.
- ¿Blancanieves?. ¿No es Cenicienta? –cuestionó el otro.
- Tú eres imbécil, la que se duerme es Blancanieves por culpa de la bruja.
- No, no, estoy seguro que esa es Cenicienta.
- Serás imbécil. Da igual, trae a la cría. No tenemos toda la noche.
- Venga, niña, levántate –indicó el del pañuelo blanco, dejando a un lado el cubo de la fregona.
- No soy una niña –protestó Lourdes, apoyándose sobre los codos.
- Ummm… ya, ya se ve… -dijo en voz baja, para que el que mandaba de los dos no le escuchase y centrando la mirada en las tetas de la chica, que se marcaban por la humedad de las prendas y la ausencia del sujetador que tanto detestaba usar Lourdes cuando estaba en casa.
- No me toques –respondió ella, más alto de lo normal, sonrojándose y cubriéndose los pechos con las manos.
- Vamos, ¿no decías que no eres una niña?... pues venga, que yo haré de tu papi un ratito –decía, a la vez que intentaba cogerla del brazo y acercarla.
- ¡No! –gritó la chiquilla.
En ese momento regresó el hombre que llevaba la voz cantante, con paso fuerte y mirada de enfado.
- Cierra el pico o te lo cierro yo. Y no estoy de broma.
Le siguieron hasta el despacho de su padre, donde habían estado rebuscando por todas partes mientras ella estaba inconsciente.
Los muebles estaban movidos, la lámpara quedaba medio descolgada, había papeles tirados por doquier y los cuadros estaban torcidos o en el suelo.
Al fondo, detrás de la foto de Lourdes con su medalla de equitación, había una pequeña caja fuerte en la pared con un teclado.
- ¿Cuál es la combinación, niña?.
- No… no lo sé…
- Que me la digas o te parto la cara –la amenazó el del pañuelo rojo.
- No lo sé… de verdad… no lo sé…
- Oye, yo sé una manera de hacerla hablar –terció el del pañuelo blanco, pegándose a la espalda de Lourdes, que no pudo evitar sentir un escalofrío cuando su robusto cuerpo empezó a frotarse contra ella.
- A ver, lumbreras, cuéntame.
- Es la hija de Adolfo –empezó-… y está muy buena… -añadió, acariciándola el cabello y recorriendo su brazo hasta obligarla a dejar de proteger sus pechos de las miradas de los asaltantes- seguro que su papaíto se la cepilla y…
- ¿Es verdad? –preguntó el líder.
- No… no… por favor, no… -gimoteó la chiquilla, apenas un instante antes de que el del pañuelo blanco agarrase con sus manos su camiseta y la estirase de forma bestial hasta romperla y dejarla expuesta.
- Sí… ohhhh sí… -rio, mientras la daba la vuelta para verla las tetas y, apartando de un manotazo el intento de Lourdes de cubrírselas de nuevo con sus manos, agarrárselas para sobárselas con fuerza.
- No… por favor… no… -suplicó ella, girando el rostro hacia el hombre que hacía de líder y sin poder evitar que las lágrimas aflorasen a sus ojos.
- Para… ¡qué pares! –gritó él hasta que el del pañuelo blanco dejó de tocarla y lo miró con reproche-. Pero esto no es gratis, niña. Dime la clave y nos vamos.
- Pe… pe… pero… es que no la sé… -comenzó Lourdes, que al sentir de nuevo los dedos en torno a sus tetas, lloriqueó desesperada-. De verdad que no lo sé.
- ¿Qué día cumples años? –soltó, de repente, el líder.
- El 26 –contestó ella, por inercia.
- El veintiséis de…
- De Febrero.
El hombre del pañuelo rojo se volvió y pulsó los números en el teclado.
La puerta se abrió con un chasquido.
- Jajaja… como en las películas… jajaja… -empezó a reírse el del pañuelo blanco.
- Se nota que el golfo de Adolfo te quiere mucho –añadió el otro, mostrándola la caja fuerte abierta y los dos grandes fajos de billetes con la bolsa de pastillas blancas-. ¿Qué, lo celebramos?.
- Ohhhh… sí… lo celebramos… -contestó el menos avispado.
Una hora después, los dos hombres estaban medio borrachos en el comedor, cada uno con un fajo de 25.000 euros y varias pastillas de la bolsa ya en sus estómagos.
Lourdes estaba de rodillas en el suelo, delante de ellos, cubriéndose como podía los senos con los brazos.
- ¿Sabes bailar? –dijo el más grande de los dos, porque ya no llevaban los pañuelos.
- Sí, sí… venga, niña de papi, baila –animó el otro, sin apartar los enrojecidos ojos de lo que escondía como podía la chiquilla rubia.
- No… no… me dijisteis que sólo queríais el… -intentó negarse, antes de que, como un relámpago, el que llevaba la voz cantante, la agarrase de la muñeca y se la retorciera hasta que chilló de dolor.
- Aquí mando…
- Mandamos –terció el otro, pero dejó de hablar cuando el que antes llevase el pañuelo rojo le miró, aun retorciendo la muñeca de Lourdes.
- Aquí mando yo –pronunció lentamente, de golpe sereno- y nadie más o…
- Sí, sí, tú mandas, claro, tú mandas –coincidió rápidamente el otro, que aunque estaba cuadrado por las horas de gimnasio y los anabolizantes, no lo estaba tanto como para enfrentarse al que llevaba la voz cantante, ni siquiera en medio del alcoholizado ambiente.
- A bailar ¡ya!. Y no te cubras, que lo que decía éste es verdad… eres bonita… y me gustan las cosas bonitas –dijo con una lascivia aún mayor que su compañero, despertados los instintos por la mezcla del alcohol con las pastillas.
Lourdes se puso a bailar, intentando contener las lágrimas y la vergüenza de estar así, expuesta de esa manera ante esos ladrones degenerados, mientras se imaginaba que se dormían por la bebida y que podía llamar a la policía o, al menos, pulsar el botón del pánico de la alarma que tenían en casa y se había olvidado de conectar como la dijo su tía antes de irse.
Porque su tía… no, su tía no volvería esa noche… cuando quedaba, quedaba… y no era sólo para tomar una copa y volver a casa.
Siguió bailando un rato mientras veía como poco a poco los párpados de los dos hombres empezaban a caerse y… justo entonces, cuando arrancó a correr, un ronquido resonó en el aire y el que mandaba el asalto despertó de golpe y la puso la zancadilla, haciéndola caer al suelo.
- Serás idiota –escupió las palabras, tirando de ella por el tobillo hasta llevarla junto a él-. Después de lo bien que te he tratado. Ahora vas a ver…
La tiró al suelo y agarró sus pantalones, tirando de ellos hasta que quedaron enroscados en torno a sus tobillos y sólo quedaban en su sitio las bragas azules.
La puso boca abajo y empezó a darla azotes en el culo, lanzando toda su brutal fuerza contra los glúteos de la indefensa rubia.
Esta vez, Lourdes no pudo reprimir el llanto.
Un llanto incontrolable mientras el ladrón la castigaba sin piedad con sus duras manos en su suave trasero.
Perdió la cuenta del número de azotes que recibió, sólo notaba que el culo la ardía como si estuviera en carne viva.
Cuando quiso darse cuenta y levantó la mirada, los dos hombres se habían desnudado y llevaban de nuevo los pañuelos, sólo los pañuelos.
Los llevaban en torno al cuello al estilo de los vaqueros de las películas que tanto gustaban a su padre.
Y estaban despiertos. Muy despiertos.
Podía ver cómo sus penes estaban levantados y muy gordos, moviéndose como por voluntad propia arriba y abajo, en pequeños movimientos que parecían decir “sí”. Un “sí” que daba pánico a la chiquilla.
- Siéntate aquí –señaló el espacio entre los dos el que era claramente el jefe.
Lourdes obedeció, presa del miedo y de una incontrolable sensación de indefensión.
En cuanto estuvo entre ellos, empezaron a sobarla las tetas y a besarla, a la vez que la mano del jefe se introducía bajo su braga para tocarla en lo más íntimo.
Apenas fue un instante… porque la sacó y puso cara de asombro.
- ¡Tiene pelo!.
- ¿Qué? –preguntó el otro, tontamente.
- Que tiene pelitos. Es una cría… y es toda nuestra… por el esfuerzo y por portarse mal. Una mala anfitriona.
- Eso, eso… -confirmó el segundo, dándose cuenta por fin de lo que pretendía el líder.
- No, por favor no –rogó Lourdes-. Soy virgen. Mi pa…
- Me importa una mierda. Túmbate.
- ¡No! –se negó ella, sacando fuerzas.
Antes de poder volver a negarse, entre los dos la pusieron tumbada sobre ellos.
Los pechos de la chica quedaron sobre las piernas del que llevaba el pañuelo rojo y su culo sobre la pierna izquierda del otro.
El que llevaba la voz cantante no la dio oportunidad de volver a quejarse.
Empezó a besarla en la boca, sujetándola con fuerza, mientras con su otra mano pellizcaba sus pezones y la chiquilla notaba su polla endurecida chocar y apretarse contra su espalda.
El otro también tenía la polla levantada, pero donde golpeaba a ratos era contra el interior del muslo de la joven. Pero lo peor era que la deslizó las bragas para poder tocarla su desprotegida zona íntima con sus dedos torpes.
Estuvieron un rato así, antes de que el que hacía de jefe se levantase, agarrándola por los hombros y haciéndola colocarse sobre la polla de su compañero, que no se lo pensó dos veces antes de situarla con la mano a la entrada de la vagina de Lourdes.
- No, por favor, no… de verdad… no… soy virgen… no, por favor… no… por favor…
Sus suplicas no surtieron efecto.
Mientras el del pañuelo blanco apuntaba su pene hacia el interior de la chiquilla, el del pañuelo rojo presionó sobre los hombros de Lourdes hasta hacer que ella misma se clavase entera la enorme polla del ladrón del pañuelo blanco.
Durante un instante ella chilló en una mezcla de dolor y humillación.
Un instante.
Hasta que el jefe la introdujo su propia polla dentro de la boca.
Y no tuvo otro remedio que comérsela.
Como un chupa-chups.
Hubiera querido morderla.
Debería haberla mordido.
Pero en ese momento no se le pasó por la cabeza.
Sólo sentía el intenso dolor que la llegaba en oleadas desde su destrozada virginidad y a asfixia de la primera polla que entraba dentro de su boca.
La chupó.
Ni siquiera sabía cómo.
Nunca supo cómo.
Pero lo hizo.
Se comió la polla del jefe de los ladrones mientras su compañero rompía su vagina y la inundaba con su polla hambrienta y húmeda.
Un sonido húmedo llenaba el ambiente.
Húmedo y vibrante.
Rítmico.
Con cada embestida que hacía entrar y salir la polla del interior del coño de Lourdes mientras la chica apenas lograba no ahogarse con la gorda polla que el jefe de los asaltantes tenía metida en su boca.
Y así siguieron durante una eternidad, rompiéndola, usándola, abusándola… hasta que se corrieron.
La llenaron.
Se vaciaron sin contenerse.
Uno agarrándola por las caderas, apretando su polla contra su coño y vaciando todo el contenido de sus huevos dentro, muy dentro, de la estrenada vagina de la, hasta entonces, inmaculada rubia.
El otro, el jefe, rociándola toda la cara y el cabello con chorros de lefa antes de volver a metérsela dentro de la boca y ordenarla que se la limpiase.
Lourdes lo hizo.
A los dos.
Les chupó las pollas a los dos hombres que habían asaltado su casa y destruido su inocencia, los dos ladrones que habían robado su virginidad y su más íntima pureza.
Y cuando terminó, la pagaron.
A golpes.
Cuando se despertó, se habían ido.
La dolía todo, desde el ojo morado hasta los cardenales en las piernas.
Pero, sobre todo, la dolía el alma.
Y ya nada volvería a ser lo mismo, ni para ella ni en esa casa, sobre todo cuando descubrió en el suelo, entre sus piernas, la mancha de la sangre de su virginidad perdida mezclada con la lefa que habían vertido dentro de ella… y la nota junto al teléfono.
“Si lo cuentas, volveremos a estrenar tu otra puerta”.
Y, ella lo supo. Supo a lo que se referían.
Y ya nada volvería a ser igual.
Nunca más.
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