Llevaba cuatro meses en casa del jefe disfrutando de sus hijas y beneficiándome a dos de sus empleadas, cuando una llamada que recibí en mi móvil me hizo temer que todo lo que había conseguido hasta ese momento iba a desaparecer.
―¿Don Fernando Jiménez?― escuché que preguntaban con marcado acento cubano al otro lado del teléfono.
―Si soy yo― respondí no demasiado sorprendido por recibir una llamada del extranjero por los numerosos intereses que tenía la compañía en el exterior.
La telefonista me informó que me iba a pasar a D. Julián. He de reconocer que cayó como un obús en mis defensas tener noticias del viejo ya que eso podía suponer que el statu quo que había logrado con sus retoños llegara a su fin. Por ello, durante los escasos veinte segundos que tardó mi amigo y mentor en tomar el teléfono se me hicieron eternos.
«Fue cojonudo mientras duró», pensé bastante apesadumbrado al dar todo por perdido.
―¿Cómo andas chaval?― fue el saludo de mi jefe.
Su tono jovial me tranquilizó lo suficiente para dejar de temblar, pero aun así no las tenía todas conmigo mientras respondía que no me podía quejar porque sus niñas me tenían muy mimado.
―Eso me han contado― despelotado de risa replicó el anciano y mientras trataba de asimilar que había hablado con sus hijas, D. Julián soltó un nuevo misil en mi línea de flotación al decir: ―Como ya les he anticipado, os espero a los cinco aquí pasado mañana.
―Perdóneme jefe― alcancé a decir: ―no tengo ni idea dónde está.
Despelotado, el jodido anciano respondió antes de colgar la llamada:
―Pregunta a tu secretaria, Isabel es quién ha comprado los billetes.
Que al menos tres de mis cuatro compañeras de alcoba hubiesen establecido contacto con el viejo y que ninguna me hubiese dicho nada me traía más que jodido, cabreado, hecho una furia y sobre todo con ganas de mandarlas a la mierda.
«¿Quién cojones se creen para habérmelo ocultado?», mascullé entre dientes mientras las buscaba por la casa.
Mi cabreo se intensificó al encontrármelas haciendo el equipaje al ser una prueba inequívoca de su traición y sin importarme un carajo nuestro destino, las embroqué. Ninguna se atrevió a repelar. Es más, aguantaron el chaparrón en silencio hasta que ya lanzado las amenacé con abandonarlas. Entonces y solo entonces, cayendo postradas ante mí, suplicaron mi perdón.
Perdón que, por supuesto queda, no les di y cogiendo la puerta, las dejé llorando su pecado mientras intentaba calmarme en el jardín pensando en que de la actitud de D. Julián no podía extrapolar nada que fuera perjudicial para mis intereses.
Como tampoco parecía que su intención fuese reclamar para sí a sus hijas, no pude más que preguntarme:
«¿Qué querrá? ¿Por qué nos ha llamado?».
Juro que no entendía nada. Como parecía que no entraba en sus planes volver a ejercer de padre, ya que en su actitud se podía adivinar que estaba contento de la evolución experimentada por sus retoños, pero aun así me era imposible adivinar otra opción.
Al cabo de media hora, vi acercarse a Paula mientras seguía dando vueltas al tema por el exterior de la casa. No tuve que esforzarme mucho para entender el motivo por el que las otras tres habían encomendado a la mulata ese primer acercamiento.
«Debe creer que como ella no ha tomado parte activa en el complot, mi relación con ella será más suave. Pero se equivocan, tanto peca el que mata a la vaca como el que le ata la pata. Ella lo sabía también y no me dijo nada», entre dientes murmuré al verla sonreír.
―¿Qué quieres?― de malos modos la interpelé molesto con su sonrisa.
La colombiana, sin dejar de lucir su dentadura y mientras restregaba sus pechos en mí, contestó:
―No se enfade mi señor con sus hembras, ellas querían darle una sorpresa.
Que me intentara calmar por medio del sexo, me terminó de sacar de las casillas y lleno de coraje, decidí darle una lección. Sin mediar palabra ni prolegómeno alguno, le di la vuelta y levantándole el vestido, me deshice de sus bragas. Creyendo que había conseguido su objetivo, no solo no se quejó si no que en plan putón desorejado comenzó a frotar su coño contra mi bragueta.
La presión de su vulva azuzó mi lujuria, pero lo que realmente me impidió poder pensar en otra cosa fue que al dar una bocanada de aire el dulce aroma a mujer que manaba de su chocho nubló mis neuronas.
―¡Puta!― exclamé con la polla erecta mientras caía arrodillado ante su glorioso culo y sin meditar en lo que estaba a punto de hacer, saqué la lengua y me puse a saborear como loco su potorro.
Paula suspiró satisfecha a sentir la humedad de mi apéndice abriéndose camino entre sus labios y dominada por la fiebre sexual que tan bien conocía, soltando una carcajada, comentó:
―No hay nada mejor que el culo de una hispana para calmar a mi señor.
Aguijoneado por los movimientos de su cadera, pero sin olvidar su afrenta, seguí mamando de su coño mientras recorría con la lengua su vulva cada vez más mojada. La facilidad con la que entraba y salía de su interior me confirmó que la calentura iba haciendo estragos en ella.
Ya totalmente descompuesta, la mulata aulló anticipando su orgasmo y supe que era el momento de castigarla. Sonriendo al anticipar su castigo, recogí el erecto clítoris de Paula entre los dientes antes de cerrar con dureza mis mandíbulas.
Al notar lo que en un principio era un suave mordisco experimentó el placer de un dulce pero breve orgasmo. Y digo breve porque quedó cortado de tajo, al sentir que el bocado se volvía insoportablemente doloroso:
―¡Me hace daño!― chilló sorprendida.
Incorporándome en silencio, la tomé de su negra melena. Al cesar el dolor y tras el susto inicial, la muchacha me miró muerta de risa.
―¿Mi señor desea amar a su putita?
Borré su sonrisa de un plumazo, al descargar un duro azote sobre sus negras nalgas.
―Te tengo preparada otra cosa.
Por mi cabreo no pensaba echarme atrás y el destino de su trasero quedó sellado al recordar que llevaba tiempo sin disfrutar de ese cerrado ojete. Desoyendo las súplicas de la mujer, impregné mis dedos con su flujo y empecé a untar su ano al tiempo que le avisaba que por nada del mundo iba a dejar de romperle el culito.
Asumiendo que no iba a tener compasión, Paula intentó zafarse de mi abrazo, pero no pudo y por eso llorando me rogó que tuviese cuidado. Sus lamentos azuzaron mi deseo y sumergiendo mi pene en su coño, lo bañé en ese templado manantial antes de acercarlo hasta su ojete.
―Por favor― me rogó.
Disfrutando de su miedo jugueteé con ella mientras la avisaba de su destino.
―Te lo mereces― musité en su oído al ver que estaba aterrorizada. Tras lo cual, posé mi glande en su entrada trasera y de un solo empujón clavé mi estoque hasta la empuñadura en su bello, negro y duro culo.
La hispana berreó al sentirse empalada y como ganado bravo al ver que era incapaz de zafarse del castigo, lo enfrentó con gallardía y sin dar un nuevo motivo para que incrementara ese escarmiento, no se quejó mientras dejaba que se acostumbrara a sentir mi grosor forzando su esfínter.
―¡Muévete puta!― con otra sonora nalgada le exigí que meneara su trasero.
Sus gritos no tardaron en llegar y cual aria triunfante disfruté de su música mientras ponía todo mi ardor en gozar de ese pandero.
―Mi señor, ¡perdóneme!― chilló descompuesta al notar que empezaba a montarla.
Haciéndola ver que era mi obligación el educarla fui acelerando mi galope sin volver a mencionar a nuestro jefe. El dolor de sus entrañas fue tan brutal que con lágrimas en los ojos me imploró que disminuyera mi ritmo.
Reí al escuchar su ruego y soltando un mandoble en uno de sus cachetes, respondí:
―Desde que viniste a mí sin reconocer tu pecado, firmaste tu sentencia. ¡Eres mía y te usaré donde y cuando quiera!
Mientras estaba siendo sodomizada, Paula comprendió que su amo tenía razón. Eso unido a sentirse una jodida marioneta en mis brazos, provocó que un plomo se fundiera en su interior y se diera cuenta que no podía más que entregarse a mí.
―Mi señor― sollozó bajando su mirada.
Al comprobar que la morena ya no se debatía y que extrañamente parecía que empezaba a disfrutar, jugué con ella alargando el tiempo que tardaba en cada penetración.
―Parece que mi zorrita ya no se queja de que su dueño le rompa el culito.
―Es suyo, mi señor― replicó con una enorme dulzura en su tono.
Su entrega amortiguó mi libido y bajando el compás de mi ataque, le pedí que me explicara que sabía del viaje. Asumiendo su rol sumiso, Paula me explicó que no le habían contado nada sus compañeras. Viendo que nada más iba a sacar de ella, con un nuevo y dulce azote, le di la orden que disfrutara.
Nada mas conocer mi deseo, en el interior de la bella mulata se desencadenó un cataclismo y ante mis ojos, el placer campeó por su cuerpo achicharrando las neuronas de su cerebro.
―¡Dios!― aulló al sufrir los embates del orgasmo y mientras su flujo se derramaba por mis muslos, me juró que no había sido la intención de ninguna de ellas el molestarme.
Ese nuevo intento me volvió a encabronar, pero ocultando mi enfado, proseguí acuchillando con mi pene en sus entrañas hasta derramar mi semen en sus intestinos. Una vez saciada mi lujuria, la eché de mi lado y volviendo a casa, me puse a planear mi venganza.
Esa noche y por primera vez en meses, mis cuatro amantes durmieron atadas a los pies de mi cama. Ninguna de ellas se quejó mientras les anudaba las cuerdas a las muñecas al ser conscientes de la razón de su castigo. Yo, por descontado, tampoco se los aclaré y, es más, reafirmé esa decisión al escuchar de labios de mi gordita que salíamos al día siguiente hacia Santa Lucía, una isla de caribe a escasas dos horas de Barbados.
―Eres una zorra rastrera― susurré en su oído mientras embutía en su trasero un plug anal.
Sacándola del mutismo, mis palabras la hicieron reaccionar y levantado su mirada, contestó:
―El jefe me pidió que no te dijera nada y lo organizara a tus espaldas para darte una sorpresa.
No contesté y dejándola tirada junto a la mulata, revisé las ataduras de las hermanas.
―Fernando, tú sabes que te amamos y que seríamos incapaces de fallarte― masculló Natalia mientras le apretaba una de las muñequeras.
―No te enfades con nosotras, papá nos rogó que mantuviésemos silencio― apoyando a su hermanita, me rogó la mayor.
Lleno de ira y sin ganas de seguir soportando las excusas de esas putas, me puse los cascos para aislarme del mundo mientras aprovechaba su ausencia para recrearme a mi gusto en la enorme cama. Sin nadie que molestase mi descanso y casi sin darme cuenta me quedé dormido…
Capítulo 14
Por la mañana, todavía enfadado desaté a Paula y señalando a sus compañeras, ordené a la mulata que las liberara. Para acto seguido y sin mirar atrás, entrar al baño. Todavía no había acabado mi pis matutino cuando Eva, la hija mayor de D. Julián entró por la puerta y sin decir nada se arrodilló junto a mí. Supe de inmediato que deseaba y por eso al terminar de mear, esperé a que sacando la lengua retirara la gota amarilla que todavía temblaba en la punta de mi glande.
―Os amo, mi señor― suspiró mientras se relamía buscando saborear cualquier resto de meado. Su tono dulce y sumiso no me engañó. Esa zorra sin escrúpulos quería congraciarse conmigo para que olvidara la afrenta.
―Prepárame un baño― exigí sin mirarla.
Antes de que la rubia tuviese la oportunidad de hacerlo, escuché el sonido del agua y a Paula contestar:
―Usted no se preocupe, hemos aprendido la lección y no le volveremos a fallar.
No la había visto entrar y por ello, levantando la mirada, observé a través del espejo a la morena que agachándose se ponía a echar sales en la bañera. He de decir que no me extrañó esa actitud servil, como tampoco que al meterme al agua me empezara a enjabonar sin habérselo pedido. Lo que si me chocó fue que tras aclararme y alzando la voz llamara a Natalia para decirle que se embadurnara los pechos con aceite Jonhson.
Reconozco que la imagen de esa morena echándose ese pringoso líquido en las tetas me cautivó y más cuando habiendo captado mi atención, la muy zorra se puso a pellizcarse los pezones en plan fulana.
―Extiéndeselo por la espalda― le exigió la mulata.
La mas joven de mis amantes no se hizo de rogar y dando un salto dentro de la bañera, empezó a restregar sus duros melones en mí mientras su hermana echándose un chorro de ese lubricante encima, la imitaba por delante.
Podía seguir enojado y no tener ninguna intención de perdonarlas, pero ante todo soy un hombre y ese ataque coordinado no me dejó indiferente. Contra mi voluntad, creció mi apetito entre las piernas mientras sentada en el váter la colombina sonreía.
―¡Qué coño miras!― grité indignado al saber que esas arpías estaban consiguiendo su objetivo.
Con una estudiada dulzura, Paula me contestó que al amor de su vida siendo atendido por sus compañeras de harén. Que se refiriera de ese modo a mí era nuevo y por ello con la mosca detrás de la oreja, esperé a que terminaran de embadurnarme para salir de la tina.
En mitad del baño y con una toalla en las manos me esperaba la colombiana. El brillo de sus ojos me anticipó la llegada de Isabel y sabiendo que esas cuatro se habían aliado para intentar seducirme, no me resultó raro que mi secretaria se hincara a mis pies.
―Mi dueño tiene razón en estar enfadado. Lleva más de doce horas sin que ninguna de sus esclavas le adore― comentó entre susurros mientras tomaba mi erección entre sus manos.
La lujuria que destilaban sus palabras fue en consonancia con sus actos y es que sin permitir que diera mi opinión, abrió sus labios para devorarlo lentamente mientras masajeaba mis huevos con una ternura total.
―Eres mi destino y lo sabes― suspiró antes de dar un primer lametazo al hierro candente que para entonces se había convertido mi virilidad: ― Yo en cambio me conformo con las migajas de tu cariño.
«Quiere hacer que me apiade de ella», medité mientras, más excitado de lo que me hubiese gustado estar, observaba las caras excitadas de mis otras zorritas viendo como la gordita me masturbaba.
Como si estuviera leyendo mi pensamiento, Isabel me soltó con tono meloso que no se merecía que yo la dejara mimarme.
―Señor, esta zorrita no se merece que la mime.
―Lo sé― respondí y como si no fuera conmigo, me quedé completamente inmóvil mientras intentaba que mi expresión no delatara la calentura creciente que sentía.
―Sus niñas se han portado mal y merecen unos azotes que les hagan recordar quién es mi dueño y señor.
Tomando literalmente sus palabras exigí que retirara sus manos de mi miembro y señalando a Natalia la pedí que fuera al cuarto y trajera la fusta. Asumiendo que tras los golpes me apiadaría de ella, Isabel se puso a cuatro patas y levantando su trasero aguardó encantada que empezara a azotarla.
Lo que ni ella ni las otras tres putas esperaban fue que al llegar con el látigo pusiera a Paula tras la gordita y a Eva tras la colombiana, dejando a Natalia la última de la fila.
Con ellas alineadas, pedí a la menor de las hijas de mi jefe que descargara veinte golpes en el trasero de su hermana y que al terminar, le diera la fusta a esta para que hiciera lo mismo en el de la mulata mientras ella se colocaba al principio de la fila.
Tras lo cual y con parte de mi venganza ejecutándose, me fui a desayunar y mientras el ruido del castigo que ellas mismas se estaban infligiendo llegaba a mis oídos, me puse a pensar que narices había llevado a mi jefe hasta ese pequeño país del caribe.
―Joder, si es por marcha yo me hubiese ido antes a Republica Dominicana o a Cuba― riendo entre dientes me dije olvidando parcialmente mi cabreo gracias a la armoniosa serie de gritos femeninos que me estaban obsequiando.
Estaba todavía degustando el café cuando caí en que era la segunda vez que escuchaba los sollozos de Eva y acercándome hasta ellas, me percaté de mi error. Al no haber especificado el final del castigo, mis cuatro mujeres habían creído que mis deseos es que formaran una rueda sin fin y la que en un momento dado era la encargada de dar los golpes, al terminar se ponía la última en la fila.
Queriendo ser justo, esperé a que Natalia terminara de recibir su tunda para lanzarles dos botes con crema, con los que aliviar el efecto que ese prolongado castigo había provocado en sus traseros.
―Daros prisa. En una hora tenemos que estar en el aeropuerto― comenté sin hacer mención del color amoratado de sus nalgas mientras buscaba en mi armario ropa que ponerme.
―¿Don Fernando Jiménez?― escuché que preguntaban con marcado acento cubano al otro lado del teléfono.
―Si soy yo― respondí no demasiado sorprendido por recibir una llamada del extranjero por los numerosos intereses que tenía la compañía en el exterior.
La telefonista me informó que me iba a pasar a D. Julián. He de reconocer que cayó como un obús en mis defensas tener noticias del viejo ya que eso podía suponer que el statu quo que había logrado con sus retoños llegara a su fin. Por ello, durante los escasos veinte segundos que tardó mi amigo y mentor en tomar el teléfono se me hicieron eternos.
«Fue cojonudo mientras duró», pensé bastante apesadumbrado al dar todo por perdido.
―¿Cómo andas chaval?― fue el saludo de mi jefe.
Su tono jovial me tranquilizó lo suficiente para dejar de temblar, pero aun así no las tenía todas conmigo mientras respondía que no me podía quejar porque sus niñas me tenían muy mimado.
―Eso me han contado― despelotado de risa replicó el anciano y mientras trataba de asimilar que había hablado con sus hijas, D. Julián soltó un nuevo misil en mi línea de flotación al decir: ―Como ya les he anticipado, os espero a los cinco aquí pasado mañana.
―Perdóneme jefe― alcancé a decir: ―no tengo ni idea dónde está.
Despelotado, el jodido anciano respondió antes de colgar la llamada:
―Pregunta a tu secretaria, Isabel es quién ha comprado los billetes.
Que al menos tres de mis cuatro compañeras de alcoba hubiesen establecido contacto con el viejo y que ninguna me hubiese dicho nada me traía más que jodido, cabreado, hecho una furia y sobre todo con ganas de mandarlas a la mierda.
«¿Quién cojones se creen para habérmelo ocultado?», mascullé entre dientes mientras las buscaba por la casa.
Mi cabreo se intensificó al encontrármelas haciendo el equipaje al ser una prueba inequívoca de su traición y sin importarme un carajo nuestro destino, las embroqué. Ninguna se atrevió a repelar. Es más, aguantaron el chaparrón en silencio hasta que ya lanzado las amenacé con abandonarlas. Entonces y solo entonces, cayendo postradas ante mí, suplicaron mi perdón.
Perdón que, por supuesto queda, no les di y cogiendo la puerta, las dejé llorando su pecado mientras intentaba calmarme en el jardín pensando en que de la actitud de D. Julián no podía extrapolar nada que fuera perjudicial para mis intereses.
Como tampoco parecía que su intención fuese reclamar para sí a sus hijas, no pude más que preguntarme:
«¿Qué querrá? ¿Por qué nos ha llamado?».
Juro que no entendía nada. Como parecía que no entraba en sus planes volver a ejercer de padre, ya que en su actitud se podía adivinar que estaba contento de la evolución experimentada por sus retoños, pero aun así me era imposible adivinar otra opción.
Al cabo de media hora, vi acercarse a Paula mientras seguía dando vueltas al tema por el exterior de la casa. No tuve que esforzarme mucho para entender el motivo por el que las otras tres habían encomendado a la mulata ese primer acercamiento.
«Debe creer que como ella no ha tomado parte activa en el complot, mi relación con ella será más suave. Pero se equivocan, tanto peca el que mata a la vaca como el que le ata la pata. Ella lo sabía también y no me dijo nada», entre dientes murmuré al verla sonreír.
―¿Qué quieres?― de malos modos la interpelé molesto con su sonrisa.
La colombiana, sin dejar de lucir su dentadura y mientras restregaba sus pechos en mí, contestó:
―No se enfade mi señor con sus hembras, ellas querían darle una sorpresa.
Que me intentara calmar por medio del sexo, me terminó de sacar de las casillas y lleno de coraje, decidí darle una lección. Sin mediar palabra ni prolegómeno alguno, le di la vuelta y levantándole el vestido, me deshice de sus bragas. Creyendo que había conseguido su objetivo, no solo no se quejó si no que en plan putón desorejado comenzó a frotar su coño contra mi bragueta.
La presión de su vulva azuzó mi lujuria, pero lo que realmente me impidió poder pensar en otra cosa fue que al dar una bocanada de aire el dulce aroma a mujer que manaba de su chocho nubló mis neuronas.
―¡Puta!― exclamé con la polla erecta mientras caía arrodillado ante su glorioso culo y sin meditar en lo que estaba a punto de hacer, saqué la lengua y me puse a saborear como loco su potorro.
Paula suspiró satisfecha a sentir la humedad de mi apéndice abriéndose camino entre sus labios y dominada por la fiebre sexual que tan bien conocía, soltando una carcajada, comentó:
―No hay nada mejor que el culo de una hispana para calmar a mi señor.
Aguijoneado por los movimientos de su cadera, pero sin olvidar su afrenta, seguí mamando de su coño mientras recorría con la lengua su vulva cada vez más mojada. La facilidad con la que entraba y salía de su interior me confirmó que la calentura iba haciendo estragos en ella.
Ya totalmente descompuesta, la mulata aulló anticipando su orgasmo y supe que era el momento de castigarla. Sonriendo al anticipar su castigo, recogí el erecto clítoris de Paula entre los dientes antes de cerrar con dureza mis mandíbulas.
Al notar lo que en un principio era un suave mordisco experimentó el placer de un dulce pero breve orgasmo. Y digo breve porque quedó cortado de tajo, al sentir que el bocado se volvía insoportablemente doloroso:
―¡Me hace daño!― chilló sorprendida.
Incorporándome en silencio, la tomé de su negra melena. Al cesar el dolor y tras el susto inicial, la muchacha me miró muerta de risa.
―¿Mi señor desea amar a su putita?
Borré su sonrisa de un plumazo, al descargar un duro azote sobre sus negras nalgas.
―Te tengo preparada otra cosa.
Por mi cabreo no pensaba echarme atrás y el destino de su trasero quedó sellado al recordar que llevaba tiempo sin disfrutar de ese cerrado ojete. Desoyendo las súplicas de la mujer, impregné mis dedos con su flujo y empecé a untar su ano al tiempo que le avisaba que por nada del mundo iba a dejar de romperle el culito.
Asumiendo que no iba a tener compasión, Paula intentó zafarse de mi abrazo, pero no pudo y por eso llorando me rogó que tuviese cuidado. Sus lamentos azuzaron mi deseo y sumergiendo mi pene en su coño, lo bañé en ese templado manantial antes de acercarlo hasta su ojete.
―Por favor― me rogó.
Disfrutando de su miedo jugueteé con ella mientras la avisaba de su destino.
―Te lo mereces― musité en su oído al ver que estaba aterrorizada. Tras lo cual, posé mi glande en su entrada trasera y de un solo empujón clavé mi estoque hasta la empuñadura en su bello, negro y duro culo.
La hispana berreó al sentirse empalada y como ganado bravo al ver que era incapaz de zafarse del castigo, lo enfrentó con gallardía y sin dar un nuevo motivo para que incrementara ese escarmiento, no se quejó mientras dejaba que se acostumbrara a sentir mi grosor forzando su esfínter.
―¡Muévete puta!― con otra sonora nalgada le exigí que meneara su trasero.
Sus gritos no tardaron en llegar y cual aria triunfante disfruté de su música mientras ponía todo mi ardor en gozar de ese pandero.
―Mi señor, ¡perdóneme!― chilló descompuesta al notar que empezaba a montarla.
Haciéndola ver que era mi obligación el educarla fui acelerando mi galope sin volver a mencionar a nuestro jefe. El dolor de sus entrañas fue tan brutal que con lágrimas en los ojos me imploró que disminuyera mi ritmo.
Reí al escuchar su ruego y soltando un mandoble en uno de sus cachetes, respondí:
―Desde que viniste a mí sin reconocer tu pecado, firmaste tu sentencia. ¡Eres mía y te usaré donde y cuando quiera!
Mientras estaba siendo sodomizada, Paula comprendió que su amo tenía razón. Eso unido a sentirse una jodida marioneta en mis brazos, provocó que un plomo se fundiera en su interior y se diera cuenta que no podía más que entregarse a mí.
―Mi señor― sollozó bajando su mirada.
Al comprobar que la morena ya no se debatía y que extrañamente parecía que empezaba a disfrutar, jugué con ella alargando el tiempo que tardaba en cada penetración.
―Parece que mi zorrita ya no se queja de que su dueño le rompa el culito.
―Es suyo, mi señor― replicó con una enorme dulzura en su tono.
Su entrega amortiguó mi libido y bajando el compás de mi ataque, le pedí que me explicara que sabía del viaje. Asumiendo su rol sumiso, Paula me explicó que no le habían contado nada sus compañeras. Viendo que nada más iba a sacar de ella, con un nuevo y dulce azote, le di la orden que disfrutara.
Nada mas conocer mi deseo, en el interior de la bella mulata se desencadenó un cataclismo y ante mis ojos, el placer campeó por su cuerpo achicharrando las neuronas de su cerebro.
―¡Dios!― aulló al sufrir los embates del orgasmo y mientras su flujo se derramaba por mis muslos, me juró que no había sido la intención de ninguna de ellas el molestarme.
Ese nuevo intento me volvió a encabronar, pero ocultando mi enfado, proseguí acuchillando con mi pene en sus entrañas hasta derramar mi semen en sus intestinos. Una vez saciada mi lujuria, la eché de mi lado y volviendo a casa, me puse a planear mi venganza.
Esa noche y por primera vez en meses, mis cuatro amantes durmieron atadas a los pies de mi cama. Ninguna de ellas se quejó mientras les anudaba las cuerdas a las muñecas al ser conscientes de la razón de su castigo. Yo, por descontado, tampoco se los aclaré y, es más, reafirmé esa decisión al escuchar de labios de mi gordita que salíamos al día siguiente hacia Santa Lucía, una isla de caribe a escasas dos horas de Barbados.
―Eres una zorra rastrera― susurré en su oído mientras embutía en su trasero un plug anal.
Sacándola del mutismo, mis palabras la hicieron reaccionar y levantado su mirada, contestó:
―El jefe me pidió que no te dijera nada y lo organizara a tus espaldas para darte una sorpresa.
No contesté y dejándola tirada junto a la mulata, revisé las ataduras de las hermanas.
―Fernando, tú sabes que te amamos y que seríamos incapaces de fallarte― masculló Natalia mientras le apretaba una de las muñequeras.
―No te enfades con nosotras, papá nos rogó que mantuviésemos silencio― apoyando a su hermanita, me rogó la mayor.
Lleno de ira y sin ganas de seguir soportando las excusas de esas putas, me puse los cascos para aislarme del mundo mientras aprovechaba su ausencia para recrearme a mi gusto en la enorme cama. Sin nadie que molestase mi descanso y casi sin darme cuenta me quedé dormido…
Capítulo 14
Por la mañana, todavía enfadado desaté a Paula y señalando a sus compañeras, ordené a la mulata que las liberara. Para acto seguido y sin mirar atrás, entrar al baño. Todavía no había acabado mi pis matutino cuando Eva, la hija mayor de D. Julián entró por la puerta y sin decir nada se arrodilló junto a mí. Supe de inmediato que deseaba y por eso al terminar de mear, esperé a que sacando la lengua retirara la gota amarilla que todavía temblaba en la punta de mi glande.
―Os amo, mi señor― suspiró mientras se relamía buscando saborear cualquier resto de meado. Su tono dulce y sumiso no me engañó. Esa zorra sin escrúpulos quería congraciarse conmigo para que olvidara la afrenta.
―Prepárame un baño― exigí sin mirarla.
Antes de que la rubia tuviese la oportunidad de hacerlo, escuché el sonido del agua y a Paula contestar:
―Usted no se preocupe, hemos aprendido la lección y no le volveremos a fallar.
No la había visto entrar y por ello, levantando la mirada, observé a través del espejo a la morena que agachándose se ponía a echar sales en la bañera. He de decir que no me extrañó esa actitud servil, como tampoco que al meterme al agua me empezara a enjabonar sin habérselo pedido. Lo que si me chocó fue que tras aclararme y alzando la voz llamara a Natalia para decirle que se embadurnara los pechos con aceite Jonhson.
Reconozco que la imagen de esa morena echándose ese pringoso líquido en las tetas me cautivó y más cuando habiendo captado mi atención, la muy zorra se puso a pellizcarse los pezones en plan fulana.
―Extiéndeselo por la espalda― le exigió la mulata.
La mas joven de mis amantes no se hizo de rogar y dando un salto dentro de la bañera, empezó a restregar sus duros melones en mí mientras su hermana echándose un chorro de ese lubricante encima, la imitaba por delante.
Podía seguir enojado y no tener ninguna intención de perdonarlas, pero ante todo soy un hombre y ese ataque coordinado no me dejó indiferente. Contra mi voluntad, creció mi apetito entre las piernas mientras sentada en el váter la colombina sonreía.
―¡Qué coño miras!― grité indignado al saber que esas arpías estaban consiguiendo su objetivo.
Con una estudiada dulzura, Paula me contestó que al amor de su vida siendo atendido por sus compañeras de harén. Que se refiriera de ese modo a mí era nuevo y por ello con la mosca detrás de la oreja, esperé a que terminaran de embadurnarme para salir de la tina.
En mitad del baño y con una toalla en las manos me esperaba la colombiana. El brillo de sus ojos me anticipó la llegada de Isabel y sabiendo que esas cuatro se habían aliado para intentar seducirme, no me resultó raro que mi secretaria se hincara a mis pies.
―Mi dueño tiene razón en estar enfadado. Lleva más de doce horas sin que ninguna de sus esclavas le adore― comentó entre susurros mientras tomaba mi erección entre sus manos.
La lujuria que destilaban sus palabras fue en consonancia con sus actos y es que sin permitir que diera mi opinión, abrió sus labios para devorarlo lentamente mientras masajeaba mis huevos con una ternura total.
―Eres mi destino y lo sabes― suspiró antes de dar un primer lametazo al hierro candente que para entonces se había convertido mi virilidad: ― Yo en cambio me conformo con las migajas de tu cariño.
«Quiere hacer que me apiade de ella», medité mientras, más excitado de lo que me hubiese gustado estar, observaba las caras excitadas de mis otras zorritas viendo como la gordita me masturbaba.
Como si estuviera leyendo mi pensamiento, Isabel me soltó con tono meloso que no se merecía que yo la dejara mimarme.
―Señor, esta zorrita no se merece que la mime.
―Lo sé― respondí y como si no fuera conmigo, me quedé completamente inmóvil mientras intentaba que mi expresión no delatara la calentura creciente que sentía.
―Sus niñas se han portado mal y merecen unos azotes que les hagan recordar quién es mi dueño y señor.
Tomando literalmente sus palabras exigí que retirara sus manos de mi miembro y señalando a Natalia la pedí que fuera al cuarto y trajera la fusta. Asumiendo que tras los golpes me apiadaría de ella, Isabel se puso a cuatro patas y levantando su trasero aguardó encantada que empezara a azotarla.
Lo que ni ella ni las otras tres putas esperaban fue que al llegar con el látigo pusiera a Paula tras la gordita y a Eva tras la colombiana, dejando a Natalia la última de la fila.
Con ellas alineadas, pedí a la menor de las hijas de mi jefe que descargara veinte golpes en el trasero de su hermana y que al terminar, le diera la fusta a esta para que hiciera lo mismo en el de la mulata mientras ella se colocaba al principio de la fila.
Tras lo cual y con parte de mi venganza ejecutándose, me fui a desayunar y mientras el ruido del castigo que ellas mismas se estaban infligiendo llegaba a mis oídos, me puse a pensar que narices había llevado a mi jefe hasta ese pequeño país del caribe.
―Joder, si es por marcha yo me hubiese ido antes a Republica Dominicana o a Cuba― riendo entre dientes me dije olvidando parcialmente mi cabreo gracias a la armoniosa serie de gritos femeninos que me estaban obsequiando.
Estaba todavía degustando el café cuando caí en que era la segunda vez que escuchaba los sollozos de Eva y acercándome hasta ellas, me percaté de mi error. Al no haber especificado el final del castigo, mis cuatro mujeres habían creído que mis deseos es que formaran una rueda sin fin y la que en un momento dado era la encargada de dar los golpes, al terminar se ponía la última en la fila.
Queriendo ser justo, esperé a que Natalia terminara de recibir su tunda para lanzarles dos botes con crema, con los que aliviar el efecto que ese prolongado castigo había provocado en sus traseros.
―Daros prisa. En una hora tenemos que estar en el aeropuerto― comenté sin hacer mención del color amoratado de sus nalgas mientras buscaba en mi armario ropa que ponerme.
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