You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

Me convertí en la amante de mis bullies

Cuando entré a la preparatoria, mi reputación social sufrió un fuerte cambio. Durante la primaria y la secundaria, e incluso en el kinder, había sido de las alumnas más bonitas y, durante varios grados incluso la número uno. Pero ahora, con 16 años, me había puesto tan flaca que para muchos me veía rara. En ese entonces ya medía 178 cm, así que, con mi bajo peso, pueden imaginarse cómo lucía.

O tal vez no me veía tan mal, pero mi personalidad ayudaba a que fuera propensa a ser poco respetada. Después de todo, ni en mi casa, ni durante los periodos anteriores de escuela, había tenido la necesidad de defenderme, ya que en general la gente me trataba muy bien. Pero llegó esa etapa de mi vida en la que, seguramente para algunos, mi presencia física podía llegar a resultar hasta perturbadora.

No digo que me pareciera a Peter la Anguila. De hecho, sé que para varios hombres seguía siendo atractiva, porque aún con el bullying que sufría, seguía teniendo pretendientes. En realidad, creo que tenía que ver con el hecho de, en mi país, pero sobre todo en el estado en el que vivía en ese entonces, el promedio de estatura en mujeres es de 160, si no es que de 155.

Aquí hay un par de fotos en las que se puede apreciar cómo me veía.


Me convertí en la amante de mis bullies


relato


Tal vez nisiquiera me vea tan diferente ahora, pero por alguna razón puedo ver que los hombres aprecian más mi belleza, y que la gente me tiene mucho más respeto. Nada comparado con mi época como preparatoriana.

Volviendo a aquel entonces, fuera de mi físico, no es que fuera una nerd. De hecho, mis calificaciones ya no eran tan buenas como solían serlo. Pero algo era muy cierto, y es que la gente con la que más solía juntarme, durante la preparatoria comenzó a ser catalogada como el grupo de los perdedores. Por lo tanto, si no fuera poco con mi larguidez, yo también terminé encasillada con ellos.

Aunque ya había tenido bastante sexo a esa edad, mucha gente me consideraba tímida o seria. Hoy en día puedo reconocer que seria sí era, y que lo sigo siendo. Por otro lado, mi "tímidez" se debía simplemente a mi falta de compatibilidad con muchas personas. Incluso mis amistades cercanas me llegaban a fastidiar, por lo que, en general, mi pasatiempo favorito era navegar en internet. Es algo que había comenzado a hacer desde los diez años, y seis años más tarde ya me podía definir como una de esas personas que no pueden vivir sin él.

El primer día de escuela -incluso el primer día- fue un martirio. En ese momento, algunos de mis futuros bullies se dieron cuenta de que podían agredirme sin llevarse demasiado problema.

Desde que los vi, me parecieron odiosos, por lo que cuando me miraban o hablaban, trataba de simplemente terminar nuestra interacción con una sonrisa, intentando de que no trascendiera. No encuentro mucho sentido en lo que ocurrió después de eso, pero prácticamente recibí una bola de papel justo en la nuca. Era el primer día, no había intercambiado palabras con uno de ellos, y a los cinco minutos, justo durante la primera de las clases, recibo eso. No tenía sentido para mí, y la verdad es que me paralicé. Era tan extraño; se sentía como vivir en el mundo alrevés. Así que mi reacción fue pretender que nada pasó.

Por supuesto, eso solo lo hizo continuar, y a los pocos minutos, ya se le había unido alguien más. Después de varios proyectiles, decidí tomar uno del suelo y entregárselos diciendo:

— Ten, se te cayó.

En aquel momento me pareció una manera muy ingeniosa de demostrarles que era demasiado madura para esos jueguitos, y que no quería particpar. Honestamente, me causaba demasiada pereza.

Los días pasaron, y las bolas de papel a las que yo no respondía, se convirtieron en apodos. Papalote, garrocha y palo eran las más frecuentes. Obviamente, si no supe cómo reaccionar ante el primer fenómeno, tampoco supe cómo hacerlo sobre esto. Por otro lado, al mismo tiempo veía que no era la única acosada. Incluso algunas mujeres que respondían con insultos terminaban involucrándose. La diferencia era que entre ellos había un intercambio de palabras, por lo que, aparentemente, se fue formando una especie de amistad tóxica.

Si no fuera por lo que estoy a punto de narrar, mi vida durante ese nivel escolar probablemente habría sido la vida genérica de una chica bulleada.

Lo que hizo la diferencia fue una de las reuniones a medio semestre en casa de Alfonso, quien precisamente era uno de mis bullies. El profesor de Filosofía nos había puesto como proyecto final una obra teatral, y como necesitábamos un lugar donde practicar, la mayor parte de las ocasiones lo hacíamos en dicha casa.

De alguna forma, siempre se las arreglaba para que sus padres no estuvieran. Lo cierto es que éramos alrededor de quince personas, por lo que no había tanta oportunidad para que el bullieng se alargará ma´s allá de las horas escolares. Al menos hasta que llegó uno de esos días.

Para entonces, el bullying, aunque no era físico,  de vez en cuando se tornaba algo sexual. Principalmente en messenger recibía mensajes de Alfonso y Jaime, en los que me decían que era una zorra, y mejor me fuera con Héctor (otro chico bulleado, tanto o más que yo) para que me metiera su verga.

Físicamente, Alfonso me había llegado a dar nalgadas, pero eso siempre fue algo mal visto por su público, por lo que no se volvió algo recurrente. Sin embargo, en su casa había muchas oportunidades para que nadie lo observara. Por una u otra razón, no siempre terminábamos utilizando todas las horas ahí para practicar. Incluso llegaban a comprar cervezas. Nunca me negué a tomar. No me disgustaba, y sabía que en el fondo, rechazarlas solo incrementaría el bullying.

Varias veces cometí el error de ser de las últimas en irse. Eso causó que, entre poca gente, Alfonso y Jaime se atrevieran a hacer comentarios sexuales sobre mí.

— Mildres, dinos la verdad. ¿Eres virgen?

— No —respondí.

La sorpresa y las expresiones sarcásticas de asombro invadieron la cochera donde nos encontrábamos "conviviendo" Alfonso, Jaime, Nora, Jessica, César, Ricardo y yo.

— ¿Y cuántas vergas has visto? —preguntó César esta vez.

— No las he contado.

Aunque sabía que mis respuéstas únicamente me traerían más acoso de su parte, por otro lado tenía la idea de que la sexualidad debía ser menos satanizada por la sociedad, y era precisamente esa clase de personalidad la que quería proyectar.

— No mames, se me hace que se ha sentado en más vergas que tú, Jéssica —dijo Jaime, el más odioso de los tres bullies.

— Pendejo —le contestó ella.

— A ver, si tuvieras que dejar que uno de nosotros te la meta, ¿quién sería?

La pregunta de Alfonso fue rápidamente celebrada por Jaime con su particular e irritante risa.

Antes de contestar, miré a Nora y a Jéssica a los ojos. Ambas bajaron la mirada únicamente.

— No sé. No me gustaría que me la metiera ninguno —dije.

— Ah... ¿ni el César que está todo guapo? ¿Velo? —dijo Alfonso apuntándolo con su mano extendida y la palma hacia arriba.

Por alguna razón volteé y lo miré. En su cara pude ver una media sonrisa y cómo su piel se ponía rosa. La situación me pareció tan graciosa que, aún a pesar del maltrato diario que sufría también por él, me sentí mal de decir que no, así que simplemente ignoré la pregunta.

— A mí eso me suena a que sí quiere tu verga, César —dijo Jaime.

— Ya, qué culeros son —dijo Jéssica—. No te preocupes, Mildred. Así son estos marranos. Ya vámonos mejor porque no se van a canar de hablar de idioteces.

Esa noche, pensé varias veces en la posibilidad de estar con cada uno de los tres, y en la razón de sus preguntas. ¿Acaso les gustaría acostarse conmigo realmente? ¿Aún con la forma en la que me tratan?

En aquel entonces, yo tenía un novio al que había conocido en secundaria. Él se había ido a otro estado, justo al que en un futuro iría yo para estudiar la carrera. Él  sabía nada sobre la forma en la que me trataban en la preparatoria. La verdad es que, aunque intentaba no darle importancia, sí sabía que me avergonzaría que alguien supiera que había sido tan tonta como para dejar que la situación llegara hasta ese grado. Lamentablemente, muchos profesores ya se habían dado cuenta y, aunque no hacían nada, yo me encontraba siempre temerosa de que fueran a reportarlo con mis padres. Sabía que, de saberlo, lo último que recibiría sería apoyo. Estaba segura de que, en su lugar, perderían el poco respeto que ya me tenían.

Los días pasaron, y yo seguía regresándome a casa caminando junto a Jéssica, que vivía a tres calles de la mía.

— ¿Cómo ves las pendejadas que estaban diciendo aquellos?

— ¿Cuándo? ¿Hoy? —le pregunté.

— ¿Que no los escuchaste?

— ¿En qué memento?

— No manches, Mildred. Cuando estábamos haciendo lo de cálculo. Ya ves que la maestra se salió casi toda la clase.

— Mmm... los estaba escuchando al principio, pero luego dejé de ponerles atención.

— No te digo. Luego por qué te dicen cosas.

— ¿Y de qué hablaban?

— Se pusieron a contar con la bolita de atrás que les habías dicho que habías cogido un montón de veces.

No dije nada.

— Yo que tú hacía algo, si no se te va a salir de control y vas a terminar como la puta de [misteriosa ciudad o puedo en el que vivía]. Si de por si a una que es virgen ya ves cómo la juzga.

— No sabía que lo fueras.

— Pues no, pero ellos tampoco saben que no lo sea.

— Tal vez sí lo saben.

— No mames, cabrona, todavía que me pongo de tu lado. Pues que te jodan a ti sola entonces —dijo en lo que interpreté como un chiste medio serio.

Jéssica tenía razón. Tenía que hacer algo, o se crearían rumores sobre mí que eventualmente llegarían a oídos de mis padres. Ese día me puse a investigar sobre el bullying, tratando de encontrar una forma de terminar con él. Lamentablemente, todos los métodos incluían o una confrontación, o hablar con alguna autoridad al respecto. Pero ninguna de las dos opciones parecía para mí. Por un lado, no sentía que tenía la habilidad de enfrentarme a ellos verbalmente en público, y por otro, sabía que la verguenza de hablar con algún maestro sería inmensa, y temía que eventualmente la noticia llegara a mi casa.

La única opción parecía ser tratar de hablar con cada uno individualmente. Pero debía hacerlo en un lugar en el que estuviera segura de que no llegaría cualquier otra persona, porque entonces dejaría de ser capaz de expresar lo que pretendía, o de utilizar el poco poder de persuación que podía llegar a tener.

Había solo una opción para empezar: hablar con Alfonso durante una de las prácticas para la obra teatral, cuando todos se fueran. La única forma en la que veía eso posible era fingiendo irme como los demás para después regresar y tocar su puerta.

El día llegó, pero mis planes se vieron obstruidos por el alcoholismo de los adolescentes decerebrados de siempre. Claro que no me podía quedar a que me llenaran de preguntas sexuales de nuevo, así que fingí irme y, cuando consideré que había pasado suficiente tiempo, regresé y toqué.

Alfonso tardó en abrir, pero eventualmente lo hizo. Le dije que necesitaba hablar con él, y pasamos hasta la sala. Sus padres seguían sin llegar.

— ¿De qué quieres hablar?

— Es sobre la forma en que me tratas —dije nerviosa. Aunque yo me creía una persona fuerte, tenía que aceptar que estas confrontaciones me costaban muchísimo en aquella edad.

— ¿Qué? Mildred, es que yo no entiendo por qué te dejas.

Sus palabras no tenían ningún sentido para mí. ¿Cómo podía estarme diciendo eso y al mismo tiempo ser mi bully?

— ¿No podrías solo dejar de hacerlo?

— Pero los demás también te dicen cosas.

— ¿Y solo por eso lo tienes que hacer tú también?

En ese momento sentí que el llanto me ganaría, así que dejé de hablar.

— Tan bonita y tan pendeja que estás —me dijo.

Aunque odiaba esa palabra más que ninguna otra, por alguna razón presté más atención a la primera parte.

— ¿Bonita? Si pensaras eso no me tratarías así.

— No tiene que ver con eso. Lo que pasa es que eres una pendeja. Por eso todos te tratan así.

Con un doloroso nudo en la garganta, me puse de pie.

— No tiene caso hablar contigo —le dije y comencé a caminar hacia la puerta.

— Espérate —me dijo agarrándome del brazo.

No lo quería mirar, porque sabía que si lo hacía lloraría.

— Te dejo de molestar con una condición.

— ¿Cuál? —le pregunté aún sin mirarlo.

— Nos la mamas a César y a mí.

— ¿Qué? No —le dije molesta e intenté safarme, pero apretó mi brazo con más fuerza.

— Si ya has chupado vergas antes. ¿No lo vas a hacer con tal de que te dejemos de molestar? Hasta te prometo que yo te voy a defender.

Lo que decía, de alguna manera tenía sentido para mí. Pero no sentía que fuera la manera correcta de arreglar las cosas. Si lo fuera, desde hace tiempo me habría comportado como ellos y simplemente me habría defendido a gritos e insultos, pero yo no era así.

No, en realidad no me había defendido por miedo. Me había mentido hasta ahora. Si hubiera tenido el valor, claro que hubiera contestado desde la primera vez que me llamaron papalote. Pero ahora tenía una oportunidad. Una vía por la que había pasadao antes. Gritarle a la gente no era algo que hubiera hecho antes, y en las pocas ocasiones en las que lo había intentado, me había quedado sin voz. Pero el sexo oral, por otro lado, era algo que había aprendido a disfrutar.

— ¿Y cómo sé que me vas a dejar en paz?

— Te lo juro. Pero se lo tienes que hacer a César también.

— ¿Y a él cómo?

— Está en el baño. Ahorita viene —me dijo jalándome, llevándome lejos de la puerta.

Lo estába haciendo con mucha fuerza, casi lastimándome. Sin soltarme, se sentó en el sillón y, con una sola mano, se desabrochó el pantalón hasta que me permitió ver cómo su pene se formaba debajo de su calzón.

— Aquí no. No quiero que César vea.

— Que está en el baño.

— No, aquí no —le dije tratando de alejarme, pero su mano sobre mi brazo no me dejaba.

— Vamos a mi cuarto entonces, pero te advierto que si es ahí, te voy a coger también.

Aunque siempre había tomado el rol de sometimiento, lo que estaba viviendo no lo había experimentado antes. La forma en la que me hablaba y me trataba, en combinación con lo que sabía que pretendía de mí me hacían sentirme abrumada por la adrenalina y, aunque al principio no lo entendía, me tenía muy mojada.

Me volvió a jalar llevándome hacia su cuarto. Durante el camino pensé en mi novio un par de veces. Luego, cuando volteaba a verlo a él, me daba cuenta de que su espalda era más ancha, y eso me parecía atractivo. Alfonso era el único de los tres bullies que, aunque n por mucho, era más alto que yo.

No me había dado cuenta de la masculinidad que desprendía. Aunque aún teníamos ropa y solo estábamos caminando, la forma en la que me guiaba, haciéndome andar detrás de él, y con el propósito que tenía, me hacía sentir que ya era suya. Hasta ese momento, el sexo para mí había sido un intercambio de experiencias en el que, a pesar de que casi siempre había sido dominada, siempre sentí que me quedaba algo de poder. Pero esta vez era diferente. Prácticamente había aceptado hacer lo que a Alfonso se le había ocurrido sin haber impuesto algún tipo de resistencia real. Finalmente, llegamos a su cuarto.

— ¿Le puedes cerrar con seguro? —le pregunté sin darme cuenta de que incluso había comenzado a pedirle permiso para algo así.

— Okey, pero vete sentando —me dijo, y yo obedecí mientras el cerraba la puerta, para luego acercarse a la cama y colocarse junto a mí.

Me volvió a tomar del brazo y me miró, para después poner su otra mano sobre mi nuca y atraer mis labios hacia las suyos. Cerré los ojos y me dejé guiar por su boca, que por mucho llevaba la iniciativa. Por un momento pensé en rodear su cuello con mi brazo como si se trataa de un beso normal, pero no podía dejar de pensar en que la persona que me estaba besando era alguien con quien lo último que podía tener era un beso tranquilo.

Mi cuerpo, aún tembloroso, sentía cómo sus caricias lo ultrajaban. Estaba siendo invadida por él, y a pesar de eso, nunca me había sentido tan segura en su compañía.

No tardó mucho en poner mi mano sobre su calzón. Lo sentí. Era muy grueso, más que el de mi primo, y probablemente a la par que el de mi novio. Sus besos en el cuello me hacían cosquillas en toda la espalda y me ponían la piel de gallina. Pude sentir su pene creciendo en mi mano.

Para ese momento, todas mis defensar ya estaban derribadas, y sin que me lo volviera a pedir, me levanté y me inqué en el suelo para mover su calzón y revelar su firme erección.

No era nada uniforme. Tenía una destacable curva hacia la izquierda. Me pregunté si él sabría que su pene no era normal. Su bello púbico, aunque recortado, se veía muy denso. Sus testículos eran grandes, del tamaño de una bola de billar. Ese fue el primer lugar al que dirigí mi lengua, y después de jugar con ambos durante varios segundos, me elevé para recorrer la longitud de su miembro con forma de plátano.

Tenía la tencación de voltear a verlo, pero su mirada me intimidaba incluso aunque no estaba haciendo contacto directo en ese momento. Con ayuda de mi mano, apunté su glande hacia la etnrada de mi boca, lo cubrí con mis labios, y empecé a metérmelo lentamente, remojándolo con mi lengua que, raspándolo por debajo, tenía suficiente saliva para humedecerlo en el camino sin dejar un centímetro sin cubrir.

Su sabor no era malo. De hecho, era casi inexistente. Su grosor, su firmeza, y tal vez hasta su forma curva, me tenían tan excitada ya, que cada vez que lo sacaba para respirar, me daba cuenta de que en lugar en inhalar aire, lo jadeaba con mi lengua afuera. Aún así, seguía sin mirarlo.

Cuando intentaba disfrutar de su textura, me tomaba de la cara y me hacía hacia atrás, para tomar su pene con su otra mano y estrellarlo contra mi frente. Mis ojos se cerraban relexivamente, y trataba de apretar mis labios para no lastimarlo con mis dientes. Luego me tomaba del cabello y m volvía a guíar hacia él, introduciendo su miembro nuevamente en mí.

Eventualmente, comencé a lamer su glande directamente con fuerza. Me sorprendió que mi lengua no lo abrumara. En lugar de eso, se apoyó sobre con uno de sus brazos y se inclinó hacia atrás, sosteniendo mi nuca con el otro, asegurándose de que no disminuyera el ritmo de los movimientos de mi cabeza. Eventualmente, lo sentí tensarse y jadear. Medio segundo después, se encontraba disparando sus chorros contra mi lengua y garganta. Su semen no era nada asqueroso, sino fácil de tragar.

Cuando la última ráfaga tuvo lugar y su pene comenzó a encogerse en mi boca, me levanté y me senté junto a él, que estaba ya con la espalda sobre la cama, con uno de sus antebrazos cubriendo su cara, como si el éxtasis lo hubiera dejado demasiado cansado. Pero pronto me di cuenta de que no había sido así, ya que se levantó para jalarme hacia él y meter su mano por debajo de mi blusa, tomándome de la cintura, de vez en cuanto apretando mi trasero y sintiendo mis piernas.

Continuará...

4 comentarios - Me convertí en la amante de mis bullies

EsthefyAndrea +3
Sexy historia pero por eso no debes mezclar tu vida sexual con tu vida personal, yo estoy en la universidad y a pesar de que hay chicos guapos nunca en la vida cogeria con ellos, por eso siempre cojo con desconocidos
Valentina028 +3
Me quedé con ganas de la segunda parte muy pocos relatos me gustan y el tuyo me ha gustado
Valentina028 +1
Me quedé con ganas de la segunda parte xd