Supongo que les habrá pasado durante ésta cuarentena, ponerse a buscar en facebook a esas personas con las que en algún momento fueron algo más que amigos. Quién no haya buscado a a un/una ex, que tire la primera piedra.
No pienso ser hipócrita y negar que no me haya fijado alguna vez en las páginas de aquellos hombres que significaron y aún significan mucho para mí. Pero en ésta ocasión no me pasó a mí, sino a un antiguo conocido, alguien del pasado que reapareció por medio de un mensaje. Antonio R. C.
En la época en que nos conocimos, recién me estaba matriculando como Productora Asesora de Seguros. Tenía 23 años y por medio de una beca, hice una pasantía en Seguros Rivadavia, en la sucursal de Bernardo de Irigoyen.
Él tenía 35 años, y era uno de los supervisores. Su ámbito de trabajo estaba en La Plata, aunque siempre estaba recorriendo el país para supervisar las diferentes oficinas.
Ahí fue que lo conocí, cuándo llegó adónde yo estaba trabajando.
Pegamos onda enseguida, siendo que él era personal jerárquico, y yo apenas me ocupaba de recepcionar los seguros de responsabilidad civil.
Durante el tiempo que duró la auditoría, me invitó a almorzar un par de veces, y debo decir que en esas prolongadas charlas que teníamos, me enseñó muchas cosas que después me fueron sumamente útiles en mi actividad.
No, no cogimos, por lo menos no en ése momento, y no porque no me gustara o no nos tuviéramos ganas. Simplemente no se dió. La pasábamos bien juntos, sin necesidad de estar en una cama.
Me imagino que de haber surgido de cualquiera de los dos la propuesta de ir a un telo, lo hubiéramos hecho, pero en esa época, luego de haber abandonado sociología, estaba muy concentrada en mi carrera, y al estar becada, no quería meter la pata y por un polvo, arruinar la posibilidad de sumar experiencia dentro de la Compañía de Seguros más importante de país. Así que me porté como una Carmelita descalza
La auditoría terminó y él volvió a La Plata.
A los pocos meses, cuándo ya me faltaban días para terminar mi pasantía, me lo encuentro en el anexo de Humberto Primo, en dónde ya me habían trasladado para tramitar siniestros.
Yo, que durante los pocos días que compartimos, había aprendido a conocerlo, me di cuenta que no estaba bien. Lo notaba alicaído, hasta un poco desaliñado, como si estuviera atravesando un mal momento.
Obviamente lo saludé como todos, tratando de no evidenciar ningún gesto que pudiera delatar el afecto que existía entre nosotros.
Cuándo se retiró, tras una rápida supervisión, agarré los últimos siniestros que había atendido y les avisé a los demás que los iba a llevar a la vuelta para que los procesaran.
Lo alcancé antes de que llegara a la esquina, y en vez de doblar a la derecha, que es dónde estaba el edificio principal, doblamos a la izquierda, hacía San Juan.
Ahí sí, nos saludamos con un beso. Y mientras caminábamos, lentamente, sin apuro, me contó lo que le pasaba. Se estaba divorciando, y en medio de una feroz batalla legal, su mujer amenazaba con quitarle la custodia de sus hijos, dos pequeños de cuatro y seis años.
Estaba desolado, así que traté de darle ánimo, de brindarle mi apoyo, diciéndole que no se preocupara, que todo iba a salir bien, que era un buen hombre y que seguramente también debía de ser un buen padre.
Me daba pena verlo tan desmoralizado, como si ya hubiera bajado los brazos y no tuviera ganas de nada, ni de vivir, así que le dí un abrazo, tratando de calmarlo, de consolarlo.
-Todo va a estar bien, ya vas a ver- le dije cuándo apoyó la cara en mi hombro.
Levantó entonces la cabeza, me miró, nos miramos, y ahí nos besamos, casi en la puerta del colegio que está en la esquina de la avenida San Juan.
Cuándo nos separamos, luego de un prolongado y efusivo chupón, porque eso es lo que fue, un chupón con ganas, se quedó mirándome, como temiendo mi reacción, pero en vez de decirle o reprocharle nada, ésta vez lo besé yo a él.
Ambos estábamos trabajando, así que quedamos en encontrarnos a la salida, a un par de cuadras, para no incitar rumores, y entonces sí, fuimos a un telo.
Es cierto que estaba devastado por su situación personal, pero ¡qué manera de coger! Fuimos a pasar la tarde, y terminamos pernoctando, tanto que al otro día me cargaban en la Compañía porque había ido a trabajar con la misma ropa del día anterior, prueba más que evidente de que había pasado la noche fuera de casa.
Por suerte él había regresado a La Plata, sino las conclusiones hubieran sido más que obvias, ya que también estaba con la misma indumentaria.
Pese al tiempo transcurrido, quince años ya, lo recuerdo cómo una muy buena experiencia. Sabía que era un buen tipo, empático, diligente, pero más allá de todas esas facultades, en la cama se reveló como alguien cariñoso, pasional, y muy atento para con mi propio placer.
Y me gustó sobre todo que ése mismo día me llamara para decirme que aquella noche había sido muy importante para él, que después de estar conmigo se sentía como renacido, con las fuerzas necesarias como para enfrentarse a un huracán. Fue el mejor elogio que me pudo haber hecho.
Aunque mantuvimos por un tiempo el contacto, no volvimos a vernos. Él renunció a la Compañía, para pasar más tiempo con sus hijos, cuya custodia compartía con su ahora ya ex esposa, y yo puse mi propia oficina una vez que tuve la matrícula. La vida siguió y ya no supe nada más de Antonio.
Hasta hace unos días que recibí un mensaje suyo en el Messenger.
"Últimamente estuve pensando mucho en vos".
Acepté su solicitud de amistad y nos pusimos a hablar, por el chat primero, por videollamada después.
-Muy lindo tu hijo, es un calco tuyo- me comentó tras ver las fotos.
-¿Y tus hijos? Ya deben estar grandes-
-Ya son universitarios, Ciencias Económicas el mayor, Medicina el más chico- comentó orgulloso.
Me gustaba verlo así, feliz, relajado, con la calma de quién ha superado todas las adversidades.
-¿Y cómo se te dió por buscarme?- quise saber.
-Nos conocimos antes de facebook, por lo que creo que es normal que en algún momento busquemos en la red a esa persona que fue tan especial-
Luego me confesaría que me había buscado hace tiempo, años ya, pero al ver que estaba casada y con un hijo, no se animó a contactarme. Evidentemente el contexto de la pandemia lo había hecho decidirse.
-Y contame, ¿te volviste a casar, a juntar?- me interesé.
-Tuve algunos... affaires, pero nada serio, por ahora estoy solo-
-¿Y la cuarentena te agarró así, en soledad?-
-Más solo que perro malo- bromea.
Entonces me di cuenta de porqué me había contactado. Seguramente en esas noches solitarias de cuarentena, habrá rememorado en más de una ocasión nuestro encuentro. La tremenda cogida que nos dimos. Lo imagino pajeándose con mi recuerdo, y me resulta agradable haber podido mitigar su soledad en estos tiempos de encierro y distanciamiento.
En cierto momento entra mi marido para preguntarme por una carpeta. Le digo en dónde me pareció verla y se retira. Estoy con la laptop en mi habitación, encima del escritorio, por lo que no le resulta extraño que esté hablando con un hombre en la época del "home working". Tranquilamente puede pasar por un asociado o un contacto de la Compañía.
-¿Tu marido?- pregunta Antonio.
-Sí, estamos los dos trabajando desde casa, un garrón ésto de estar encerrados-
Seguimos conversando por un rato, poniéndonos al día, hasta que se me da por hacerle una pregunta:
-Me dijiste que estás sólo, ¿tus hijos no están con vos?-
-Están con la madre, en La Plata, la casa en la que vivíamos es mucho más grande-
-¿Y vos no estás en La Plata?-
-No, estoy acá en Capital, creo que muy cerca tuyo-
Estaba solo, en cuarentena, vivía cerca, ¿qué más podía pedir?
Me levanto para cerrar la puerta que mi marido había dejado abierta, y al volver frente a la laptop, le digo:
-Antonio, me gustaría verte. Digo personalmente, no a través de una pantalla-
-A mí también me gustaría verte- coincide.
-Mirá que ya no soy aquella pendeja de 23 años, me casé, tuve un hijo, estoy bastante baqueteada-
-Jajaja...- se ríe -Yo te veo hermosa como siempre-
Con eso me compró.
-Además los años no pasaron solo para vos, yo ya cumplí los 50- añade.
-Yo te veo churrísimo...-
De vuelta volvíamos a ser aquellos que éramos en el 2003, como si hubiésemos viajado en el tiempo, y nos encontráramos después de haber hecho el amor durante toda aquella noche. El encuentro que nos quedó pendiente.
Me pasa su dirección. En Palermo. Beruti y Austria.
"Cuándo quieras", agrega en el mensaje. Sin presiones.
Arreglé todo para verlo esa misma tarde. Saqué el CUHC, lo imprimí, lo puse en el parabrisas, y con la excusa de que tenía que visitar a un socio que había tenido un accidente con el auto, me fui a su casa. Después de 15 años, las ganas de verlo parecían acentuarse a cada minuto.
Habíamos arreglado que cuándo estuviese cerca, lo llamaba, así él bajaba y me hacía guardar el auto en la cochera de su edificio.
Todavía estaba a unos metros, cuándo lo veo ya con el portón abierto. Estaba en ropa deportiva, un poco más grueso que cuándo lo conocí, canoso, con menos pelo, pero aún así con ese atractivo maduro que me resulta tan irresistible.
Entro con el auto, él cierra el portón, y se sube por el asiento del acompañante. Nos sacamos los tapabocas, nos miramos y nos sonreímos. Ninguno dice nada. Soy yo la que quiebra el silencio:
-Entonces, ¿dónde me estaciono?-
Me indica entonces que baje por la rampa y doble a la izquierda. Dejo el coche en el espacio marcado con el número de su departamento, apago el motor y nos bajamos.
Caminamos hasta el ascensor, pero a mitad de camino me detengo y le digo:
-Antonio...- se voltea, y entonces me cuelgo de su cuello y lo beso en la boca.
-Tenía ganas de hacerlo desde que hablamos ésta mañana- le digo.
Me rodea la cintura con sus brazos, estrechándome contra su cuerpo, y arremete contra mí.
Nos besamos hasta quedar sin aliento, ahí, en medio de la cochera.
Luego, tomados de las manos, subimos a su departamento.
Apenas entramos, seguimos con lo que dejamos inconcluso tres pisos más abajo.
Sin dejar de besarnos y de tocarnos, caemos sobre un mullido sofá que en ese momento, y con el cuerpo de Antonio encima del mío, me parece el lugar más confortable del mundo.
Le manoseo la bragueta, apretándola, amasándola, sintiendo como se ensancha ante mi asedio. Me encanta que esté tan duro, que se le hinche el pantalón de esa forma por mí.
Le bajo el cierre y meto la mano. ¡Cómo me gusta sentir ese calor, esa humedad, esa turgencia que resulta tan agradable al tacto!
No me acordaba que Antonio estuviera tan bien dotado, había sido un buen polvo, sí, pero en cuánto a tamaño, después de un tiempo una tiende a olvidarse.
¡No puedo acordarme de todas las pijas que me como!
Se la saco y se la froto a todo lo largo, sintiendo la pulsión, el ritmo con que palpita, el ardor que impregna su piel.
Me muevo hacia abajo, y echándome en el suelo, con él recostado en el sofá, se la chupo con todas mis ganas, restregándomela por las mejillas, por la nariz, sobre los ojos, los labios, besándola, lamiéndola, oliéndola, extasiándome con ese olor que me llena y embriaga.
Los suspiros que exhala, el temblor de sus piernas, los gestos que hace, saber que soy la causante de todas esas reacciones, me estimula todavía más.
Le saco los zapatos, le arranco prácticamente el pantalón junto con el slip, y metiéndome por entre sus piernas, me hago un banquete con sus huevos. Se los chupeteo, se los mastico, conteniéndolos en mi paladar para poder sentir en la palma de mi lengua, esa incitante ebullición que promete las más suculentas delicias.
Me deslizo hacia la punta, besando y lamiendo cada trozo, cada porción, mamando de esa inagotable fuente de placer que se erige soberbia y mayúscula.
Me levanto y me saco la ropa, mostrándome, exhibiéndome, mientras él se la agarra y se la menea, mirándome fascinado.
Cuándo ya estoy desnuda, se levanta a buscar preservativos. Cuándo vuelve, ya está poniéndose uno.
Me echo de espalda en el sofá y me abro de piernas, frotándome incitante la concha, metiéndome los dedos, pellizcándome el clítoris, desesperada por sentirlo dentro mío.
Apiadándose, se coloca de rodillas ante mí, me la refriega por toda la concha, y me la mete despacio, sin apuro, pese a la urgencia que ambos sentimos.
Lo siento entrando y me aprieto las tetas, me las amaso, tratando de canalizar ese hervor que, desde su verga, se extiende hacía todo mi cuerpo.
Cuándo está todo adentro, los dos suspiramos al unísono.
Apoyo las piernas sobre sus hombros, me sostengo de sus brazos, y me impulso contra él una y otra vez, ensartándome yo misma en su verga.
El placer es inmediato, una oleada que me atrapa y me sumerge en un sinfín de emociones por demás intensas y fragantes.
Deslizo una mano por entre mis piernas y me estimulo el clítoris, abandonándome, ahora sí, a su virilidad.
Antonio me sujeta de las piernas y empieza a bombearme fuerte, casi con violencia, como si se hubiera estado guardando esa cogida desde la que tuvimos hace quince años.
Mi humedad nos salpica con cada combazo, con cada ensarte, con cada una de esas penetraciones que me infringe con un ritmo devastador.
Según me contaría más tarde, no la ponía desde antes del inicio de la cuarentena.
A fines de febrero se había encontrado con una mujer que conoció en Tinder, un polvo que prometía revancha, pero justo llegó la pandemia y no se volvieron a ver, así que todos esos meses de confinamiento y abstinencia se los estaba cobrando conmigo.
Yo feliz, obvio, que más quiero que me cojan con esas ansías, con esa intensidad, con esa urgencia de desfogue que ni todos los polvos juntos parecieran bastar.
Ahora nos movemos los dos, chocando el uno contra el otro, golpeándonos, incendiándonos de placer. Sus penetraciones se vuelven más impetuosas, más aceleradas, más profundas. Su dureza y volumen también se incrementan, al menos eso me parece a mí, ya que la siento más dura y gorda que antes.
Mi orgasmo llega antes que el suyo, un estallido que me deja como en trance, incapaz de moverme o de proferir palabra alguna.
Antonio me sigue cogiendo por un buen rato más, hasta que él también acaba, uniéndose a mi éxtasis y a los suspiros de placer que me resulta imposible contener.
Se derrumba sobre mí, y ahí nos quedamos los dos, su cabeza sobre mi pecho, disfrutando de ese goce que compartimos y estimulamos el uno en el otro.
Parece hasta mágico, como si no hubiera pasado el tiempo y hubiésemos prolongado aquella noche que pasamos juntos. Pero yo ya no tengo 23 años, tengo 38, y él ya no tiene 35, sino 50, aunque para el placer está todo como entonces.
Se levanta, se deshace del preservativo lleno de leche y me tiende una mano. Se la agarro y me levanto, impulsada por un suave tirón de su parte.
Me besa y me conduce a su habitación. Nos tiramos en la cama y volvemos a chuponearnos a lo loco, metiéndonos manos hasta por el rincón más inaccesible.
Desde que cogimos en el sofá del living y hasta que nos tiramos en la cama, que la pija de Antonio se mantuvo bien empinada, con ese grosor que promete aún mayores satisfacciones.
Se la chupo sintiendo en su interior ese hervor, esa ebullición que clama por una segunda y quizás hasta una tercera descarga.
Cuando se la suelto, toda ensalivada, Antonio manotea un preservativo del cajón de la mesa de luz y se lo pone. Hasta allí había ido cuándo se levantó del sofá y volvió poniéndose uno.
Me le subo encima y me clavo en ella, me la atornillo bien adentro, apretando mis piernas en torno a su cuerpo, para sentirlo con mayor énfasis, mientras sus manos se apoderan de mis tetas, llenándomelas de dedos, de tan fuerte que me las aprieta.
Me muevo despacio, deslizándome a lo largo de toda su verga, llegando bien hasta la base, hasta la misma raíz del placer, llenándome con su carne, con su sangre, con sus venas, con toda esa virilidad que emergiendo del pasado volvía para complacerme.
De nuevo soy la primera en acabar, con mucha más intensidad que antes, sintiendo como me arden las mejillas y la frente, y como todo mi cuerpo es presa de un espasmo que me ciega por un brevísimo instante.
Mientras me quedo ahí, agónica y desfalleciente, Antonio se incorpora y me lame las gotitas de sudor que se derraman por entre mis tetas.
Le rodeo la cabeza con los brazos y lo acuno en mi pecho, suspirando plácida y gustosamente, deshecha de placer. De ése placer que me acaba de proporcionar.
Me tiende de espalda, me separa las piernas y me chupa la concha. Bueno, chupar es un eufemismo, por qué lo que me hace ahí abajo no tiene descripción posible.
Luego, me pone boca abajo, y me pasa la lengua por toda la zanja, de arriba abajo, mordiéndome las nalgas, soplando por ese resquicio en dónde se ocultan mis más íntimos atributos.
Yo misma me pongo en cuatro y le muevo la cola, tentadora e incitante, llamándolo de nuevo al ruedo.
Me sujeta entonces con una mano de la cintura, mientras que con la otra guía a su Todopoderoso artefacto hacía el centro de la Gloria.
Me vuelvo a conmover al sentirlo entrándome, y a estremecerme en esa forma que demuestra lo mucho que me gusta sentirme llena, colmada de pija.
Me sujeta también con la otra mano y me coge desde atrás, impetuoso, punzante, invasivo.
Mis rodillas no aguantan los embistes, así que me doy de cara contra el colchón, cayendo bajo la pesadez del cuerpo de Antonio. Él sigue pegado a mi espalda, sin dejar de bombearme, de empujar una y otra vez contra mis nalgas, hasta que en una de esas, cuándo se le resbala por entre mis muslos, le agarro la pija, y en vez de volver a ponerla en dónde estaba, me la pongo en el culo.
-Me quedé con ganas de que me lo hicieras...- le confieso.
Antonio me sonríe complacido, y no sé si él empuja o mi culito lo absorbe, pero enseguida toda su verga encuentra un confortable alojamiento en mi orificio más apretado.
Me la deja un momento ahí, como esperando que mi interior se amolde a su forma, a su tamaño, y entonces sí, me culea como Dios manda.
Está encima mío, rodeándome con sus piernas, machacándome por entre las nalgas, llevándome a lomos de su pija a una nueva explosión de placer. Esta vez mutua, recíproca, compartida.
Puedo sentir en el esfinter, la ebullición, el calor, la fluidez a través del forro. Los dos gemimos y suspiramos, entregándonos a un goce mayúsculo, imponente.
Quedamos exhaustos, agotados, empapados de sudor.
De a poco vamos recuperando el ritmo normal de pulsaciones. Antonio se levanta y vuelve enseguida con un par de copas. Me encanta verlo ir y venir desnudo, con la pija aletargada, pero aún así de buen tamaño, balanceándose entre sus piernas.
Brindamos y bebemos, un delicioso vino blanco.
-¿Te quedás a cenar?- me pregunta.
Me imagino que después de la cena, también querrá el postre.
-Me quedaría toda la noche, pero no puedo- le contesto.
Y es verdad, se lo digo en serio, si pudiera me quedaría a coger hasta el amanecer, como hace ya quince años.
-Claro, tu marido, tu hijo...- se resigna.
-Pero podemos vernos otra vez- le recuerdo, levantando mi copa y chocándola con la suya -Todas las veces que queramos, si me invitás, claro-
-Siempre estás invitada- me asegura.
Se acerca y me besa, bueno, nos besamos, porque yo también me hundo en su boca, buscándole la lengua con la mayor avidez posible.
Así fue como Antonio llegó del pasado, para formar parte de mi futuro...
No pienso ser hipócrita y negar que no me haya fijado alguna vez en las páginas de aquellos hombres que significaron y aún significan mucho para mí. Pero en ésta ocasión no me pasó a mí, sino a un antiguo conocido, alguien del pasado que reapareció por medio de un mensaje. Antonio R. C.
En la época en que nos conocimos, recién me estaba matriculando como Productora Asesora de Seguros. Tenía 23 años y por medio de una beca, hice una pasantía en Seguros Rivadavia, en la sucursal de Bernardo de Irigoyen.
Él tenía 35 años, y era uno de los supervisores. Su ámbito de trabajo estaba en La Plata, aunque siempre estaba recorriendo el país para supervisar las diferentes oficinas.
Ahí fue que lo conocí, cuándo llegó adónde yo estaba trabajando.
Pegamos onda enseguida, siendo que él era personal jerárquico, y yo apenas me ocupaba de recepcionar los seguros de responsabilidad civil.
Durante el tiempo que duró la auditoría, me invitó a almorzar un par de veces, y debo decir que en esas prolongadas charlas que teníamos, me enseñó muchas cosas que después me fueron sumamente útiles en mi actividad.
No, no cogimos, por lo menos no en ése momento, y no porque no me gustara o no nos tuviéramos ganas. Simplemente no se dió. La pasábamos bien juntos, sin necesidad de estar en una cama.
Me imagino que de haber surgido de cualquiera de los dos la propuesta de ir a un telo, lo hubiéramos hecho, pero en esa época, luego de haber abandonado sociología, estaba muy concentrada en mi carrera, y al estar becada, no quería meter la pata y por un polvo, arruinar la posibilidad de sumar experiencia dentro de la Compañía de Seguros más importante de país. Así que me porté como una Carmelita descalza
La auditoría terminó y él volvió a La Plata.
A los pocos meses, cuándo ya me faltaban días para terminar mi pasantía, me lo encuentro en el anexo de Humberto Primo, en dónde ya me habían trasladado para tramitar siniestros.
Yo, que durante los pocos días que compartimos, había aprendido a conocerlo, me di cuenta que no estaba bien. Lo notaba alicaído, hasta un poco desaliñado, como si estuviera atravesando un mal momento.
Obviamente lo saludé como todos, tratando de no evidenciar ningún gesto que pudiera delatar el afecto que existía entre nosotros.
Cuándo se retiró, tras una rápida supervisión, agarré los últimos siniestros que había atendido y les avisé a los demás que los iba a llevar a la vuelta para que los procesaran.
Lo alcancé antes de que llegara a la esquina, y en vez de doblar a la derecha, que es dónde estaba el edificio principal, doblamos a la izquierda, hacía San Juan.
Ahí sí, nos saludamos con un beso. Y mientras caminábamos, lentamente, sin apuro, me contó lo que le pasaba. Se estaba divorciando, y en medio de una feroz batalla legal, su mujer amenazaba con quitarle la custodia de sus hijos, dos pequeños de cuatro y seis años.
Estaba desolado, así que traté de darle ánimo, de brindarle mi apoyo, diciéndole que no se preocupara, que todo iba a salir bien, que era un buen hombre y que seguramente también debía de ser un buen padre.
Me daba pena verlo tan desmoralizado, como si ya hubiera bajado los brazos y no tuviera ganas de nada, ni de vivir, así que le dí un abrazo, tratando de calmarlo, de consolarlo.
-Todo va a estar bien, ya vas a ver- le dije cuándo apoyó la cara en mi hombro.
Levantó entonces la cabeza, me miró, nos miramos, y ahí nos besamos, casi en la puerta del colegio que está en la esquina de la avenida San Juan.
Cuándo nos separamos, luego de un prolongado y efusivo chupón, porque eso es lo que fue, un chupón con ganas, se quedó mirándome, como temiendo mi reacción, pero en vez de decirle o reprocharle nada, ésta vez lo besé yo a él.
Ambos estábamos trabajando, así que quedamos en encontrarnos a la salida, a un par de cuadras, para no incitar rumores, y entonces sí, fuimos a un telo.
Es cierto que estaba devastado por su situación personal, pero ¡qué manera de coger! Fuimos a pasar la tarde, y terminamos pernoctando, tanto que al otro día me cargaban en la Compañía porque había ido a trabajar con la misma ropa del día anterior, prueba más que evidente de que había pasado la noche fuera de casa.
Por suerte él había regresado a La Plata, sino las conclusiones hubieran sido más que obvias, ya que también estaba con la misma indumentaria.
Pese al tiempo transcurrido, quince años ya, lo recuerdo cómo una muy buena experiencia. Sabía que era un buen tipo, empático, diligente, pero más allá de todas esas facultades, en la cama se reveló como alguien cariñoso, pasional, y muy atento para con mi propio placer.
Y me gustó sobre todo que ése mismo día me llamara para decirme que aquella noche había sido muy importante para él, que después de estar conmigo se sentía como renacido, con las fuerzas necesarias como para enfrentarse a un huracán. Fue el mejor elogio que me pudo haber hecho.
Aunque mantuvimos por un tiempo el contacto, no volvimos a vernos. Él renunció a la Compañía, para pasar más tiempo con sus hijos, cuya custodia compartía con su ahora ya ex esposa, y yo puse mi propia oficina una vez que tuve la matrícula. La vida siguió y ya no supe nada más de Antonio.
Hasta hace unos días que recibí un mensaje suyo en el Messenger.
"Últimamente estuve pensando mucho en vos".
Acepté su solicitud de amistad y nos pusimos a hablar, por el chat primero, por videollamada después.
-Muy lindo tu hijo, es un calco tuyo- me comentó tras ver las fotos.
-¿Y tus hijos? Ya deben estar grandes-
-Ya son universitarios, Ciencias Económicas el mayor, Medicina el más chico- comentó orgulloso.
Me gustaba verlo así, feliz, relajado, con la calma de quién ha superado todas las adversidades.
-¿Y cómo se te dió por buscarme?- quise saber.
-Nos conocimos antes de facebook, por lo que creo que es normal que en algún momento busquemos en la red a esa persona que fue tan especial-
Luego me confesaría que me había buscado hace tiempo, años ya, pero al ver que estaba casada y con un hijo, no se animó a contactarme. Evidentemente el contexto de la pandemia lo había hecho decidirse.
-Y contame, ¿te volviste a casar, a juntar?- me interesé.
-Tuve algunos... affaires, pero nada serio, por ahora estoy solo-
-¿Y la cuarentena te agarró así, en soledad?-
-Más solo que perro malo- bromea.
Entonces me di cuenta de porqué me había contactado. Seguramente en esas noches solitarias de cuarentena, habrá rememorado en más de una ocasión nuestro encuentro. La tremenda cogida que nos dimos. Lo imagino pajeándose con mi recuerdo, y me resulta agradable haber podido mitigar su soledad en estos tiempos de encierro y distanciamiento.
En cierto momento entra mi marido para preguntarme por una carpeta. Le digo en dónde me pareció verla y se retira. Estoy con la laptop en mi habitación, encima del escritorio, por lo que no le resulta extraño que esté hablando con un hombre en la época del "home working". Tranquilamente puede pasar por un asociado o un contacto de la Compañía.
-¿Tu marido?- pregunta Antonio.
-Sí, estamos los dos trabajando desde casa, un garrón ésto de estar encerrados-
Seguimos conversando por un rato, poniéndonos al día, hasta que se me da por hacerle una pregunta:
-Me dijiste que estás sólo, ¿tus hijos no están con vos?-
-Están con la madre, en La Plata, la casa en la que vivíamos es mucho más grande-
-¿Y vos no estás en La Plata?-
-No, estoy acá en Capital, creo que muy cerca tuyo-
Estaba solo, en cuarentena, vivía cerca, ¿qué más podía pedir?
Me levanto para cerrar la puerta que mi marido había dejado abierta, y al volver frente a la laptop, le digo:
-Antonio, me gustaría verte. Digo personalmente, no a través de una pantalla-
-A mí también me gustaría verte- coincide.
-Mirá que ya no soy aquella pendeja de 23 años, me casé, tuve un hijo, estoy bastante baqueteada-
-Jajaja...- se ríe -Yo te veo hermosa como siempre-
Con eso me compró.
-Además los años no pasaron solo para vos, yo ya cumplí los 50- añade.
-Yo te veo churrísimo...-
De vuelta volvíamos a ser aquellos que éramos en el 2003, como si hubiésemos viajado en el tiempo, y nos encontráramos después de haber hecho el amor durante toda aquella noche. El encuentro que nos quedó pendiente.
Me pasa su dirección. En Palermo. Beruti y Austria.
"Cuándo quieras", agrega en el mensaje. Sin presiones.
Arreglé todo para verlo esa misma tarde. Saqué el CUHC, lo imprimí, lo puse en el parabrisas, y con la excusa de que tenía que visitar a un socio que había tenido un accidente con el auto, me fui a su casa. Después de 15 años, las ganas de verlo parecían acentuarse a cada minuto.
Habíamos arreglado que cuándo estuviese cerca, lo llamaba, así él bajaba y me hacía guardar el auto en la cochera de su edificio.
Todavía estaba a unos metros, cuándo lo veo ya con el portón abierto. Estaba en ropa deportiva, un poco más grueso que cuándo lo conocí, canoso, con menos pelo, pero aún así con ese atractivo maduro que me resulta tan irresistible.
Entro con el auto, él cierra el portón, y se sube por el asiento del acompañante. Nos sacamos los tapabocas, nos miramos y nos sonreímos. Ninguno dice nada. Soy yo la que quiebra el silencio:
-Entonces, ¿dónde me estaciono?-
Me indica entonces que baje por la rampa y doble a la izquierda. Dejo el coche en el espacio marcado con el número de su departamento, apago el motor y nos bajamos.
Caminamos hasta el ascensor, pero a mitad de camino me detengo y le digo:
-Antonio...- se voltea, y entonces me cuelgo de su cuello y lo beso en la boca.
-Tenía ganas de hacerlo desde que hablamos ésta mañana- le digo.
Me rodea la cintura con sus brazos, estrechándome contra su cuerpo, y arremete contra mí.
Nos besamos hasta quedar sin aliento, ahí, en medio de la cochera.
Luego, tomados de las manos, subimos a su departamento.
Apenas entramos, seguimos con lo que dejamos inconcluso tres pisos más abajo.
Sin dejar de besarnos y de tocarnos, caemos sobre un mullido sofá que en ese momento, y con el cuerpo de Antonio encima del mío, me parece el lugar más confortable del mundo.
Le manoseo la bragueta, apretándola, amasándola, sintiendo como se ensancha ante mi asedio. Me encanta que esté tan duro, que se le hinche el pantalón de esa forma por mí.
Le bajo el cierre y meto la mano. ¡Cómo me gusta sentir ese calor, esa humedad, esa turgencia que resulta tan agradable al tacto!
No me acordaba que Antonio estuviera tan bien dotado, había sido un buen polvo, sí, pero en cuánto a tamaño, después de un tiempo una tiende a olvidarse.
¡No puedo acordarme de todas las pijas que me como!
Se la saco y se la froto a todo lo largo, sintiendo la pulsión, el ritmo con que palpita, el ardor que impregna su piel.
Me muevo hacia abajo, y echándome en el suelo, con él recostado en el sofá, se la chupo con todas mis ganas, restregándomela por las mejillas, por la nariz, sobre los ojos, los labios, besándola, lamiéndola, oliéndola, extasiándome con ese olor que me llena y embriaga.
Los suspiros que exhala, el temblor de sus piernas, los gestos que hace, saber que soy la causante de todas esas reacciones, me estimula todavía más.
Le saco los zapatos, le arranco prácticamente el pantalón junto con el slip, y metiéndome por entre sus piernas, me hago un banquete con sus huevos. Se los chupeteo, se los mastico, conteniéndolos en mi paladar para poder sentir en la palma de mi lengua, esa incitante ebullición que promete las más suculentas delicias.
Me deslizo hacia la punta, besando y lamiendo cada trozo, cada porción, mamando de esa inagotable fuente de placer que se erige soberbia y mayúscula.
Me levanto y me saco la ropa, mostrándome, exhibiéndome, mientras él se la agarra y se la menea, mirándome fascinado.
Cuándo ya estoy desnuda, se levanta a buscar preservativos. Cuándo vuelve, ya está poniéndose uno.
Me echo de espalda en el sofá y me abro de piernas, frotándome incitante la concha, metiéndome los dedos, pellizcándome el clítoris, desesperada por sentirlo dentro mío.
Apiadándose, se coloca de rodillas ante mí, me la refriega por toda la concha, y me la mete despacio, sin apuro, pese a la urgencia que ambos sentimos.
Lo siento entrando y me aprieto las tetas, me las amaso, tratando de canalizar ese hervor que, desde su verga, se extiende hacía todo mi cuerpo.
Cuándo está todo adentro, los dos suspiramos al unísono.
Apoyo las piernas sobre sus hombros, me sostengo de sus brazos, y me impulso contra él una y otra vez, ensartándome yo misma en su verga.
El placer es inmediato, una oleada que me atrapa y me sumerge en un sinfín de emociones por demás intensas y fragantes.
Deslizo una mano por entre mis piernas y me estimulo el clítoris, abandonándome, ahora sí, a su virilidad.
Antonio me sujeta de las piernas y empieza a bombearme fuerte, casi con violencia, como si se hubiera estado guardando esa cogida desde la que tuvimos hace quince años.
Mi humedad nos salpica con cada combazo, con cada ensarte, con cada una de esas penetraciones que me infringe con un ritmo devastador.
Según me contaría más tarde, no la ponía desde antes del inicio de la cuarentena.
A fines de febrero se había encontrado con una mujer que conoció en Tinder, un polvo que prometía revancha, pero justo llegó la pandemia y no se volvieron a ver, así que todos esos meses de confinamiento y abstinencia se los estaba cobrando conmigo.
Yo feliz, obvio, que más quiero que me cojan con esas ansías, con esa intensidad, con esa urgencia de desfogue que ni todos los polvos juntos parecieran bastar.
Ahora nos movemos los dos, chocando el uno contra el otro, golpeándonos, incendiándonos de placer. Sus penetraciones se vuelven más impetuosas, más aceleradas, más profundas. Su dureza y volumen también se incrementan, al menos eso me parece a mí, ya que la siento más dura y gorda que antes.
Mi orgasmo llega antes que el suyo, un estallido que me deja como en trance, incapaz de moverme o de proferir palabra alguna.
Antonio me sigue cogiendo por un buen rato más, hasta que él también acaba, uniéndose a mi éxtasis y a los suspiros de placer que me resulta imposible contener.
Se derrumba sobre mí, y ahí nos quedamos los dos, su cabeza sobre mi pecho, disfrutando de ese goce que compartimos y estimulamos el uno en el otro.
Parece hasta mágico, como si no hubiera pasado el tiempo y hubiésemos prolongado aquella noche que pasamos juntos. Pero yo ya no tengo 23 años, tengo 38, y él ya no tiene 35, sino 50, aunque para el placer está todo como entonces.
Se levanta, se deshace del preservativo lleno de leche y me tiende una mano. Se la agarro y me levanto, impulsada por un suave tirón de su parte.
Me besa y me conduce a su habitación. Nos tiramos en la cama y volvemos a chuponearnos a lo loco, metiéndonos manos hasta por el rincón más inaccesible.
Desde que cogimos en el sofá del living y hasta que nos tiramos en la cama, que la pija de Antonio se mantuvo bien empinada, con ese grosor que promete aún mayores satisfacciones.
Se la chupo sintiendo en su interior ese hervor, esa ebullición que clama por una segunda y quizás hasta una tercera descarga.
Cuando se la suelto, toda ensalivada, Antonio manotea un preservativo del cajón de la mesa de luz y se lo pone. Hasta allí había ido cuándo se levantó del sofá y volvió poniéndose uno.
Me le subo encima y me clavo en ella, me la atornillo bien adentro, apretando mis piernas en torno a su cuerpo, para sentirlo con mayor énfasis, mientras sus manos se apoderan de mis tetas, llenándomelas de dedos, de tan fuerte que me las aprieta.
Me muevo despacio, deslizándome a lo largo de toda su verga, llegando bien hasta la base, hasta la misma raíz del placer, llenándome con su carne, con su sangre, con sus venas, con toda esa virilidad que emergiendo del pasado volvía para complacerme.
De nuevo soy la primera en acabar, con mucha más intensidad que antes, sintiendo como me arden las mejillas y la frente, y como todo mi cuerpo es presa de un espasmo que me ciega por un brevísimo instante.
Mientras me quedo ahí, agónica y desfalleciente, Antonio se incorpora y me lame las gotitas de sudor que se derraman por entre mis tetas.
Le rodeo la cabeza con los brazos y lo acuno en mi pecho, suspirando plácida y gustosamente, deshecha de placer. De ése placer que me acaba de proporcionar.
Me tiende de espalda, me separa las piernas y me chupa la concha. Bueno, chupar es un eufemismo, por qué lo que me hace ahí abajo no tiene descripción posible.
Luego, me pone boca abajo, y me pasa la lengua por toda la zanja, de arriba abajo, mordiéndome las nalgas, soplando por ese resquicio en dónde se ocultan mis más íntimos atributos.
Yo misma me pongo en cuatro y le muevo la cola, tentadora e incitante, llamándolo de nuevo al ruedo.
Me sujeta entonces con una mano de la cintura, mientras que con la otra guía a su Todopoderoso artefacto hacía el centro de la Gloria.
Me vuelvo a conmover al sentirlo entrándome, y a estremecerme en esa forma que demuestra lo mucho que me gusta sentirme llena, colmada de pija.
Me sujeta también con la otra mano y me coge desde atrás, impetuoso, punzante, invasivo.
Mis rodillas no aguantan los embistes, así que me doy de cara contra el colchón, cayendo bajo la pesadez del cuerpo de Antonio. Él sigue pegado a mi espalda, sin dejar de bombearme, de empujar una y otra vez contra mis nalgas, hasta que en una de esas, cuándo se le resbala por entre mis muslos, le agarro la pija, y en vez de volver a ponerla en dónde estaba, me la pongo en el culo.
-Me quedé con ganas de que me lo hicieras...- le confieso.
Antonio me sonríe complacido, y no sé si él empuja o mi culito lo absorbe, pero enseguida toda su verga encuentra un confortable alojamiento en mi orificio más apretado.
Me la deja un momento ahí, como esperando que mi interior se amolde a su forma, a su tamaño, y entonces sí, me culea como Dios manda.
Está encima mío, rodeándome con sus piernas, machacándome por entre las nalgas, llevándome a lomos de su pija a una nueva explosión de placer. Esta vez mutua, recíproca, compartida.
Puedo sentir en el esfinter, la ebullición, el calor, la fluidez a través del forro. Los dos gemimos y suspiramos, entregándonos a un goce mayúsculo, imponente.
Quedamos exhaustos, agotados, empapados de sudor.
De a poco vamos recuperando el ritmo normal de pulsaciones. Antonio se levanta y vuelve enseguida con un par de copas. Me encanta verlo ir y venir desnudo, con la pija aletargada, pero aún así de buen tamaño, balanceándose entre sus piernas.
Brindamos y bebemos, un delicioso vino blanco.
-¿Te quedás a cenar?- me pregunta.
Me imagino que después de la cena, también querrá el postre.
-Me quedaría toda la noche, pero no puedo- le contesto.
Y es verdad, se lo digo en serio, si pudiera me quedaría a coger hasta el amanecer, como hace ya quince años.
-Claro, tu marido, tu hijo...- se resigna.
-Pero podemos vernos otra vez- le recuerdo, levantando mi copa y chocándola con la suya -Todas las veces que queramos, si me invitás, claro-
-Siempre estás invitada- me asegura.
Se acerca y me besa, bueno, nos besamos, porque yo también me hundo en su boca, buscándole la lengua con la mayor avidez posible.
Así fue como Antonio llegó del pasado, para formar parte de mi futuro...
20 comentarios - Llegó del pasado...
Buen relato. Yo con 50 ya no doy para dos seguidos jaajajajj