Desde que Isabel me propuso fichar a Paula para formar parte de nuestro harén, el culo de esa morena me tenía obsesionado y no podía dejar de observarlo cada vez que la veía en la oficina. Era un maravilla, perfecto, grande, duro y respingón. Para que me entendáis, Paula es dueña de un trasero voluminoso y sensual, uno de esos que solo puede tener una mujer negra, pero que todos los blanquitos desearíamos acariciar.
Confiando en la pericia de mi secretaría, durante casi una semana no dejé de soñar en cómo sería disfrutar de semejante maravilla, en verme separando esa moles para acto seguido disfrutar de su secreto. Estaba desesperado teniendo a esa mulata al alcance de mi mano y sin poder atacarla, ya que había acordado con mi secretaría que me quedaría tranquilo hasta que ella me dijera.
Como esa cabrona no me decía nada, al llegar cada mañana a la oficina y cada vez que me encontraba ese pedazo de culo por los pasillos, no podía dejar de pensar en cómo se acomodaría mi pene en su interior.
«Esta cojonuda», era lo mínimo que pensaba cada vez que la veía llegar a mi despacho meneando su trasero.
Desde que la contraté, esa mulatita me cayó bien. Además de guapa, era agradable, simpática y muy… pero que muy coqueta. Como digna diosa de su especie, no desperdiciaba ninguna oportunidad en demostrarme su belleza. Pero desde que Isabel se había mudado a casa y me ayudaba con las hijas de su jefe, su acoso se había incrementado y yo…¡me dejaba!
Era consciente de que mi secretaría llevaba casi diez días, visitándola por la noche. Pero ni ella, ni mi gordita me habían comentado nada y fehacientemente no sabía qué hacían. Lo que no me creía era la versión de Isabel, porque la muy perra contestaba a mis preguntas diciendo que iban a misa y eso me traía loco. Las idas y venidas de mi gordita, lejos de ponerme celoso, me excitaban y no hacía más que imaginarme que estarían haciendo esas dos en la cama.
Isabel se mantenía firme en no contarme nada y por eso me sorprendió verla llegar a mi despacho una tarde cuando la oficina ya estaba vacía y solo quedábamos la mulata y yo.
―¿Qué haces aquí?― pregunté.
Mi fiel amante no me contestó y acercándose a mi sillón, empezó a darme un masaje en los hombros mientras presionaba con sus pitones mi nuca:
―Fernando, me tienes desatendida.
Sonriendo, giré mi silla para mirarla de frente. Supe que venía lista para matar y por eso en silencio comencé a acariciar la curva de sus pechos mientras desabrochaba, uno a uno, los botones de su blusa.
―Nunca me acostumbraré a que en vez de tetas tengas ubres― susurré al tiempo que dibujaba con mi lengua círculos alrededor de su pezón derecho.
―Sé que es algo que te encanta de mí― contestó con picardía y no contenta con ello acercó a mi boca el izquierdo.
Sonreí al comprobar que tenía las areolas erizadas y olía a hembra en celo. Deseando complacer a mi amante, la cogí de la cintura y alzándola la senté sobre la mesa.
―¡Serás zorra!― susurré en su oído al descubrir que no llevaba bragas.
Sin darse por aludida, abrió de par en par sus piernas. Reconozco que no pude más que dejarme llevar por la tentación y agachando la cabeza, me aproximé hambriento hasta su coño.
Comprendí lo excitada que estaba al comprobar la humedad que brillaba entre sus pliegues y por ello, sacando la lengua, empecé a recorrer sus labios mientras amasaba libremente sus enormes pechos con las manos.
―¡Como me gusta!― con la respiración entrecortada suspiró al sentir mis caricias se centraban en su clítoris y más cuando con dos dedos me dediqué a esa cavidad mientras sacaba mi pene de su encierro.
―¿Me deseas? ¿Quieres follarme?― preguntó babeando al sentir que, separando los labios de su vagina, me ponía a juguetear con mi glande en su botón.
―Creí que no me lo ibas a pedir― respondí mientras de un solo golpe ensartaba mi espada hasta el mango.
Isabel pegó un aullido al ser empalada para acto seguido preguntarme si todavía seguía queriendo tirarme a la mulata.
―Cualquier hombre lo desearía― respondí acelerando la secuencia de mi ataque.
La ardiente mujer correspondió a mi lujuria con más lujuria y mientras se pellizcaba los pezones en un intento de acelerar su orgasmo, señaló a la puerta.
―¿Si tanto deseas tirártela por qué no le preguntas a ella directamente?
Al mirar hacía donde me señalaba, descubrí a mi empleada de pie en mitad del despacho. Por un momento, me quedé cortado, pero al advertir que los ojos de esa bella mulata delataban el desenfreno que la corroía, le sonreí sin dejar de apuñalar el coño de mi gordita.
―Ven aquí y ayuda a nuestro jefe― Isabel la ordenó con tono firme pero cariñoso.
Paula se acercó a la mesa temblando. Su nerviosismo era evidente, pero no por ello al llegar a nuestro lado dejó de besar en los labios a la gordita.
―Nunca te podré agradecer suficientemente el permitir que me una a vosotros― soltó en voz baja mientras con su mano le acariciaba uno de los pechos de mi secretaria.
Al ver una sonrisa de aprobación en mi rostro, con sus labios capturó un pezón Isabel al tiempo que se quitaba la blusa. Mi pene se endureció más si cabe al ser testigo de esa escena y comprobar la diferencia de tono de piel de mis acompañantes. La palidez de Isabel contrastaba con el color dorado de Paula dotando al momento de un erotismo del que no me pude abstraer.
―Sois preciosas― musité impresionado por la compenetración que mostraban esas mujeres al hacer el amor. Y es que no tuve que ser un genio para advertir la sintonía que demostraban ya que mientras yo poseía a la gordita, su amiga y amante repartía lametazos por su cuerpo como si no hubiese un mañana.
Me encantó comprobar el modo en que la lengua de la morena se regocijaba en el coño de Isabel y más cuando como muestra del placer que ambas había compartido, noté que mi secretaría estaba a punto de explotar.
―Muérdele las tetas― exclamé mientras aceleraba mis envites.
Coincidiendo con mi grito, la boca de la mulata se llenó del flujo de mi gordita y fue entonces cuando realmente asumí que Paula no era una niña sino una hembra con necesidad de ser amada porque, lejos de quedar satisfecha, se lanzó como una loca a prolongar y amplificar el gozo de su pareja.
Durante un minuto, Isabel disfrutó de nuestras renovadas caricias hasta que, ya saciada, se levantó de la mesa y acercándose a mí, susurró en mi oído:
―Ahora le toca a ella, pero antes deja que os prepare.
No la entendí hasta que se agachó ante mi pene erecto y se lo fue introduciendo en la boca, al tiempo que llevando la mano a la entrepierna de la mulata se ponía a masturbarla. Paula entendió el mensaje y mientras mi secretaria le pajeaba, se fue desnudando.
Reconozco que me sorprendió esa monada cuando ya sin ropa se exhibió ante mí sin decir nada.
«Menudas tetas», pensé tras ratificar que Paula poseía dos pitones de pura raza, unos pechos henchidos dignos de ser tocados y decorados por un par de pezones que llamaban a ser besados.
―¡Fóllatelo!― le exigió Isabel nada más sacarse mi polla de su boca.
Deseosa de cumplir esa orden, se desprendió del tanga rojo que todavía llevaba y apoyándose sobre la mesa de mi despacho, puso su trasero a mi disposición. Creyendo que era un sueño me la quedé mirando. Paula lo aprovechó para estirar su mano y coger mi verga.
―Soy tuya― sollozó mientras se echaba hacia atrás.
La lentitud con la que esa mulata se empaló me permitió sentir la tersura de sus pliegues dejando pasar mi miembro y como éste se iba sumergiendo en su interior hasta chocar con la pared de su vagina.
Contenta al saberse totalmente ensartada, empezó a moverse y usando mi falo como eje, me obligó a cabalgar sobre ella con paso tranquilo y sosegado. Juro que para entonces deseaba acelerar y dominar a esa yegua a base de sexo duro, pero murmurando en mi oído, Isabel me lo prohibió:
―Deja que sea ella quien te folle. Te prometo que no te arrepentirás.
Mientras tanto y con una expresión virginal en su rostro, la mulata metía y sacaba mi estoque con una especie de temor que llegó a preocuparme, pero en un momento dado abriendo sus ojos, miró a mi secretaria y le dijo:
―Es maravilloso, ¡tenías razón! ¡Su polla parece estar hecha para mi coño!
―Ves, zorra. Te lo dije― replicó la gordita y como si lo hubieran pactado entre ellas tras esa confidencia, Isabel me abrazó por detrás y me dijo:
―Dale duro, ¡en plan salvaje!
«¿Esta qué hace?», me pregunté segundos antes de sentir que me daba un mordisco en el cuello.
El dolor que experimenté cuando sus dientes se clavaron en mi carne me sirvió de acicate y sintiéndome un semental montando a una hembra, sentí que no era suficiente.
―Puta, colócate sobre la mesa― exigí a la gordita sin liberar a la mulata.
Isabel comprendió al instante que era lo que yo quería y subiéndose sobre el escritorio, puso su coño a disposición de la mulata. Cuando está se abalanzó sobre mi asistente, me las quedé mirando y descubrí que eran dos magnificas representantes del género femenino y que sus diferencias las hacían todavía más bellas. La piel oscura de Paula y su cuerpo fibroso contrastaban con la piel blanca y las generosas curvas de Isabel.
«Soy un hombre con suerte», reconocí nuevamente excitado y acercándome a la mulata, usé las dos manos para separarle las nalgas: «Es exactamente como me había imaginado. Rosado, prieto y apenas explorado».
Decidí hacer uso de él mientras la mulata se daba un banquete con el coño de mi asistente. Reafirmé mi decisión de tomarlo al asalto cuando me acerqué a su ojete y su sabor agrio me envolvió. Sabiendo que no había marcha atrás, la punta de mi lengua penetró rápidamente en su interior. Supe de inmediato que le gustaba y que incluso era algo que había venido a buscar porque desentendiéndose de Isabel y para facilitar mi labor, sus manos reemplazaron a las mías, abriéndoselo de par en par.
Con su permiso implícito, reduje los círculos alrededor de su ano, mientras lanzaba incursiones rápidas de mi lengua en su interior provocando el delirio de la muchacha. Asumiendo que nada iba a impedir que esa mañana le rompiera el culo a Paula, comprendí que podía ser doloroso y que antes debía ensanchar su conducto.
Para con seguir relajar su esfínter, recogí parte del flujo que manaba libremente de su almeja y se lo restregué en él exteriormente. Con ella berreando de gozo, probé la elasticidad de este introduciendo profundamente un dedo en su interior. Paula respingó, pero deseosa de dar el paso presionó con su cadera para que entrara todo.
Sonriendo esperé y cuando la vi lista, le metí el segundo y el tercero.
―¡Por Favor!― me rogó: ―¡ Úsame, ya!
Temiendo desgarrar esa belleza por su poco uso, coloqué mi pene en su entrada. Acababa de cruzar la barrera cuando ella se lo metió de golpe y pegando un grito, se desplomó sobre la mesa. Isabel debía haber previsto lo que iba a suceder porque la acogió entre sus brazos y mientras unas lágrimas salían de sus ojos, la calmó diciendo:
―Tranquila, era necesario para que Fernando entendiera que lo quieres no solo como jefe sino como dueño.
Al escuchar a la gordita comprendí quePaula me había entregado su trasero como ofrenda y no deseando que esa primera vez quedara marcada por el sufrimiento, esperé a que se acostumbrara a la invasión. Mi secretaria debió de pensar lo mismo y con la intención de apaciguar el dolor de la mulata con dos de sus yemas se puso a pajearla.
―¡Dios! ¡Duele, pero me gusta!― ya más tranquila sollozó Paula mientras dotaba a sus caderas con una cadencia tan lenta como sensual.
Maniobrando bajo ella, Isabel decidió acelerar las cosas y cogiendo uno de sus negros senos en la boca, le regaló un mordisco tan brutal e inesperado que me recordó al que me había dado en el cuello. Curiosamente su víctima actuó de forma parecía a la mía y en vez de quejarse, se sintió aguijoneada y como si estuviera participando en una carrera, se lanzó desbocada buscando su placer.
―Márcale el ritmo, mi señor― gritó mi asistente al comprobar el resultado de su ruda caricia.
Era algo que estaba deseando desde que la vi desnuda y lamiendo una de mis palmas, la usé para descargar un sonoro y doloroso azote sobre la mulata. El sonido de mi mano mojada sobre la piel de su negro cachete retumbó en la oficina y cumpliendo su objetivo paralizó de golpe el galope desenfrenado de esa mujer.
―Es hora de que sepas quién es tu dueño― musitó en su oído la gordita.
Paula anticipó su destino al ver el largo lametazo que le daba a mi mano seca y cerrando los ojos esperó que descargara mi palma sobre su nalga. Esta vez y contra toda lógica, el dolor se convirtió en deseo y sintiendo que yo era su jinete y ella mi montura, relinchó de placer y meneando su adolorido trasero, comenzó a moverse mientras esperaba el siguiente azote.
Sonriendo, Isabel me guiñó un ojo…
Continuará
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Confiando en la pericia de mi secretaría, durante casi una semana no dejé de soñar en cómo sería disfrutar de semejante maravilla, en verme separando esa moles para acto seguido disfrutar de su secreto. Estaba desesperado teniendo a esa mulata al alcance de mi mano y sin poder atacarla, ya que había acordado con mi secretaría que me quedaría tranquilo hasta que ella me dijera.
Como esa cabrona no me decía nada, al llegar cada mañana a la oficina y cada vez que me encontraba ese pedazo de culo por los pasillos, no podía dejar de pensar en cómo se acomodaría mi pene en su interior.
«Esta cojonuda», era lo mínimo que pensaba cada vez que la veía llegar a mi despacho meneando su trasero.
Desde que la contraté, esa mulatita me cayó bien. Además de guapa, era agradable, simpática y muy… pero que muy coqueta. Como digna diosa de su especie, no desperdiciaba ninguna oportunidad en demostrarme su belleza. Pero desde que Isabel se había mudado a casa y me ayudaba con las hijas de su jefe, su acoso se había incrementado y yo…¡me dejaba!
Era consciente de que mi secretaría llevaba casi diez días, visitándola por la noche. Pero ni ella, ni mi gordita me habían comentado nada y fehacientemente no sabía qué hacían. Lo que no me creía era la versión de Isabel, porque la muy perra contestaba a mis preguntas diciendo que iban a misa y eso me traía loco. Las idas y venidas de mi gordita, lejos de ponerme celoso, me excitaban y no hacía más que imaginarme que estarían haciendo esas dos en la cama.
Isabel se mantenía firme en no contarme nada y por eso me sorprendió verla llegar a mi despacho una tarde cuando la oficina ya estaba vacía y solo quedábamos la mulata y yo.
―¿Qué haces aquí?― pregunté.
Mi fiel amante no me contestó y acercándose a mi sillón, empezó a darme un masaje en los hombros mientras presionaba con sus pitones mi nuca:
―Fernando, me tienes desatendida.
Sonriendo, giré mi silla para mirarla de frente. Supe que venía lista para matar y por eso en silencio comencé a acariciar la curva de sus pechos mientras desabrochaba, uno a uno, los botones de su blusa.
―Nunca me acostumbraré a que en vez de tetas tengas ubres― susurré al tiempo que dibujaba con mi lengua círculos alrededor de su pezón derecho.
―Sé que es algo que te encanta de mí― contestó con picardía y no contenta con ello acercó a mi boca el izquierdo.
Sonreí al comprobar que tenía las areolas erizadas y olía a hembra en celo. Deseando complacer a mi amante, la cogí de la cintura y alzándola la senté sobre la mesa.
―¡Serás zorra!― susurré en su oído al descubrir que no llevaba bragas.
Sin darse por aludida, abrió de par en par sus piernas. Reconozco que no pude más que dejarme llevar por la tentación y agachando la cabeza, me aproximé hambriento hasta su coño.
Comprendí lo excitada que estaba al comprobar la humedad que brillaba entre sus pliegues y por ello, sacando la lengua, empecé a recorrer sus labios mientras amasaba libremente sus enormes pechos con las manos.
―¡Como me gusta!― con la respiración entrecortada suspiró al sentir mis caricias se centraban en su clítoris y más cuando con dos dedos me dediqué a esa cavidad mientras sacaba mi pene de su encierro.
―¿Me deseas? ¿Quieres follarme?― preguntó babeando al sentir que, separando los labios de su vagina, me ponía a juguetear con mi glande en su botón.
―Creí que no me lo ibas a pedir― respondí mientras de un solo golpe ensartaba mi espada hasta el mango.
Isabel pegó un aullido al ser empalada para acto seguido preguntarme si todavía seguía queriendo tirarme a la mulata.
―Cualquier hombre lo desearía― respondí acelerando la secuencia de mi ataque.
La ardiente mujer correspondió a mi lujuria con más lujuria y mientras se pellizcaba los pezones en un intento de acelerar su orgasmo, señaló a la puerta.
―¿Si tanto deseas tirártela por qué no le preguntas a ella directamente?
Al mirar hacía donde me señalaba, descubrí a mi empleada de pie en mitad del despacho. Por un momento, me quedé cortado, pero al advertir que los ojos de esa bella mulata delataban el desenfreno que la corroía, le sonreí sin dejar de apuñalar el coño de mi gordita.
―Ven aquí y ayuda a nuestro jefe― Isabel la ordenó con tono firme pero cariñoso.
Paula se acercó a la mesa temblando. Su nerviosismo era evidente, pero no por ello al llegar a nuestro lado dejó de besar en los labios a la gordita.
―Nunca te podré agradecer suficientemente el permitir que me una a vosotros― soltó en voz baja mientras con su mano le acariciaba uno de los pechos de mi secretaria.
Al ver una sonrisa de aprobación en mi rostro, con sus labios capturó un pezón Isabel al tiempo que se quitaba la blusa. Mi pene se endureció más si cabe al ser testigo de esa escena y comprobar la diferencia de tono de piel de mis acompañantes. La palidez de Isabel contrastaba con el color dorado de Paula dotando al momento de un erotismo del que no me pude abstraer.
―Sois preciosas― musité impresionado por la compenetración que mostraban esas mujeres al hacer el amor. Y es que no tuve que ser un genio para advertir la sintonía que demostraban ya que mientras yo poseía a la gordita, su amiga y amante repartía lametazos por su cuerpo como si no hubiese un mañana.
Me encantó comprobar el modo en que la lengua de la morena se regocijaba en el coño de Isabel y más cuando como muestra del placer que ambas había compartido, noté que mi secretaría estaba a punto de explotar.
―Muérdele las tetas― exclamé mientras aceleraba mis envites.
Coincidiendo con mi grito, la boca de la mulata se llenó del flujo de mi gordita y fue entonces cuando realmente asumí que Paula no era una niña sino una hembra con necesidad de ser amada porque, lejos de quedar satisfecha, se lanzó como una loca a prolongar y amplificar el gozo de su pareja.
Durante un minuto, Isabel disfrutó de nuestras renovadas caricias hasta que, ya saciada, se levantó de la mesa y acercándose a mí, susurró en mi oído:
―Ahora le toca a ella, pero antes deja que os prepare.
No la entendí hasta que se agachó ante mi pene erecto y se lo fue introduciendo en la boca, al tiempo que llevando la mano a la entrepierna de la mulata se ponía a masturbarla. Paula entendió el mensaje y mientras mi secretaria le pajeaba, se fue desnudando.
Reconozco que me sorprendió esa monada cuando ya sin ropa se exhibió ante mí sin decir nada.
«Menudas tetas», pensé tras ratificar que Paula poseía dos pitones de pura raza, unos pechos henchidos dignos de ser tocados y decorados por un par de pezones que llamaban a ser besados.
―¡Fóllatelo!― le exigió Isabel nada más sacarse mi polla de su boca.
Deseosa de cumplir esa orden, se desprendió del tanga rojo que todavía llevaba y apoyándose sobre la mesa de mi despacho, puso su trasero a mi disposición. Creyendo que era un sueño me la quedé mirando. Paula lo aprovechó para estirar su mano y coger mi verga.
―Soy tuya― sollozó mientras se echaba hacia atrás.
La lentitud con la que esa mulata se empaló me permitió sentir la tersura de sus pliegues dejando pasar mi miembro y como éste se iba sumergiendo en su interior hasta chocar con la pared de su vagina.
Contenta al saberse totalmente ensartada, empezó a moverse y usando mi falo como eje, me obligó a cabalgar sobre ella con paso tranquilo y sosegado. Juro que para entonces deseaba acelerar y dominar a esa yegua a base de sexo duro, pero murmurando en mi oído, Isabel me lo prohibió:
―Deja que sea ella quien te folle. Te prometo que no te arrepentirás.
Mientras tanto y con una expresión virginal en su rostro, la mulata metía y sacaba mi estoque con una especie de temor que llegó a preocuparme, pero en un momento dado abriendo sus ojos, miró a mi secretaria y le dijo:
―Es maravilloso, ¡tenías razón! ¡Su polla parece estar hecha para mi coño!
―Ves, zorra. Te lo dije― replicó la gordita y como si lo hubieran pactado entre ellas tras esa confidencia, Isabel me abrazó por detrás y me dijo:
―Dale duro, ¡en plan salvaje!
«¿Esta qué hace?», me pregunté segundos antes de sentir que me daba un mordisco en el cuello.
El dolor que experimenté cuando sus dientes se clavaron en mi carne me sirvió de acicate y sintiéndome un semental montando a una hembra, sentí que no era suficiente.
―Puta, colócate sobre la mesa― exigí a la gordita sin liberar a la mulata.
Isabel comprendió al instante que era lo que yo quería y subiéndose sobre el escritorio, puso su coño a disposición de la mulata. Cuando está se abalanzó sobre mi asistente, me las quedé mirando y descubrí que eran dos magnificas representantes del género femenino y que sus diferencias las hacían todavía más bellas. La piel oscura de Paula y su cuerpo fibroso contrastaban con la piel blanca y las generosas curvas de Isabel.
«Soy un hombre con suerte», reconocí nuevamente excitado y acercándome a la mulata, usé las dos manos para separarle las nalgas: «Es exactamente como me había imaginado. Rosado, prieto y apenas explorado».
Decidí hacer uso de él mientras la mulata se daba un banquete con el coño de mi asistente. Reafirmé mi decisión de tomarlo al asalto cuando me acerqué a su ojete y su sabor agrio me envolvió. Sabiendo que no había marcha atrás, la punta de mi lengua penetró rápidamente en su interior. Supe de inmediato que le gustaba y que incluso era algo que había venido a buscar porque desentendiéndose de Isabel y para facilitar mi labor, sus manos reemplazaron a las mías, abriéndoselo de par en par.
Con su permiso implícito, reduje los círculos alrededor de su ano, mientras lanzaba incursiones rápidas de mi lengua en su interior provocando el delirio de la muchacha. Asumiendo que nada iba a impedir que esa mañana le rompiera el culo a Paula, comprendí que podía ser doloroso y que antes debía ensanchar su conducto.
Para con seguir relajar su esfínter, recogí parte del flujo que manaba libremente de su almeja y se lo restregué en él exteriormente. Con ella berreando de gozo, probé la elasticidad de este introduciendo profundamente un dedo en su interior. Paula respingó, pero deseosa de dar el paso presionó con su cadera para que entrara todo.
Sonriendo esperé y cuando la vi lista, le metí el segundo y el tercero.
―¡Por Favor!― me rogó: ―¡ Úsame, ya!
Temiendo desgarrar esa belleza por su poco uso, coloqué mi pene en su entrada. Acababa de cruzar la barrera cuando ella se lo metió de golpe y pegando un grito, se desplomó sobre la mesa. Isabel debía haber previsto lo que iba a suceder porque la acogió entre sus brazos y mientras unas lágrimas salían de sus ojos, la calmó diciendo:
―Tranquila, era necesario para que Fernando entendiera que lo quieres no solo como jefe sino como dueño.
Al escuchar a la gordita comprendí quePaula me había entregado su trasero como ofrenda y no deseando que esa primera vez quedara marcada por el sufrimiento, esperé a que se acostumbrara a la invasión. Mi secretaria debió de pensar lo mismo y con la intención de apaciguar el dolor de la mulata con dos de sus yemas se puso a pajearla.
―¡Dios! ¡Duele, pero me gusta!― ya más tranquila sollozó Paula mientras dotaba a sus caderas con una cadencia tan lenta como sensual.
Maniobrando bajo ella, Isabel decidió acelerar las cosas y cogiendo uno de sus negros senos en la boca, le regaló un mordisco tan brutal e inesperado que me recordó al que me había dado en el cuello. Curiosamente su víctima actuó de forma parecía a la mía y en vez de quejarse, se sintió aguijoneada y como si estuviera participando en una carrera, se lanzó desbocada buscando su placer.
―Márcale el ritmo, mi señor― gritó mi asistente al comprobar el resultado de su ruda caricia.
Era algo que estaba deseando desde que la vi desnuda y lamiendo una de mis palmas, la usé para descargar un sonoro y doloroso azote sobre la mulata. El sonido de mi mano mojada sobre la piel de su negro cachete retumbó en la oficina y cumpliendo su objetivo paralizó de golpe el galope desenfrenado de esa mujer.
―Es hora de que sepas quién es tu dueño― musitó en su oído la gordita.
Paula anticipó su destino al ver el largo lametazo que le daba a mi mano seca y cerrando los ojos esperó que descargara mi palma sobre su nalga. Esta vez y contra toda lógica, el dolor se convirtió en deseo y sintiendo que yo era su jinete y ella mi montura, relinchó de placer y meneando su adolorido trasero, comenzó a moverse mientras esperaba el siguiente azote.
Sonriendo, Isabel me guiñó un ojo…
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