Una semana después, Bibi me mostraba contenta un mensaje de Caballero acordando otra cita para el día siguiente, en el mismo sitio. Me negué, esta vez no vengo, no voy a dejarme sobar de nuevo, pero lo que me asustaba de verdad había sido su amenaza de obligarme a participar. Racionalmente, me dije, nunca ningún hombre te ha obligado a hacer nada contra tu voluntad y éste no va a ser el primero. Pero tenía serias dudas de poder controlar la parte irracional de mi mente, pues había sido incapaz de negarme a algo que no debí haber hecho.
Mi teléfono sonó a las 11.15 de la noche. Estaba en la cama leyendo al lado de mi marido cuando me sorprendió ver en la pantalla el número de Bibi. Respondí, alucinando con lo que me pedía mi amiga.
-Tienes que venir. -¿Ahora?, pregunté levantándome de la cama para que Abel no oyera nuestra conversación. –Sí, ahora. Si tú no estás no hay juego.
-Pues no hay juego. Si ya me parecía una locura, este caso me parece demencial. ¿Cómo puedes dejarte arrastrar de esta manera?
Insistió, pero Abel también se había levantado preocupado por mi amiga, no es nada cariño, así que corté la discusión con un escueto, no es buen momento. Pero me quedé muy preocupada, pues el comportamiento de mi amiga me descolocaba.
De vuelta a la cama, no pude concentrarme en la lectura. Mi mente era una concatenación de imágenes de penes variados engullidos por labios expertos, mientras la voz del autodenominado Caballero me ordenaba participar. Me excité como pocas veces, así que me giré hacia mi marido, colé la mano por debajo del fino nórdico de otoño Lexington hasta llegar a su virilidad. Me miró sorprendido, sonriendo a pesar de avisarme que estaba muy cansado, no te preocupes, esta noche sólo trabajaré yo.
Aparté ropa de cama y ropa de noche masculina para engullir el miembro que me había dado cuatro hijos. Lamí despacio, saboreando, sintiendo cada milímetro de aquel pene que había llevado al orgasmo tantas veces aunque nunca lo había hecho con la boca. Hoy llegaré hasta el final, me dije.
Abel, el sí se comportó como un caballero, me avisó varias veces que estaba a punto de eyacular, incluso llegó a agarrarme de la cabeza para apartarme, pero no se lo permití. Por segunda vez en mi vida un hombre descargaba en mi boca. La primera me había parecido asquerosa, fruto de la inexperiencia mutua de dos adolescentes. Ésta la degusté con ansia. Me levanté para pasar al baño a escupir su simiente, pero cuando iba a agacharme en la pila, me miré en el espejo y me atreví. No me gustó el sabor, ni en mi paladar ni en mi garganta, pero cuando noté como cruzaba mi tráquea, una leve sacudida recorrió todo mi cuerpo finalizando en mi sexo en un pinchazo parecido a un orgasmo.
Mi marido me miraba sorprendido cuando volví a su lado. ¿A qué ha venido esto? Me apetecía. Nunca me lo habías hecho. ¿Te ha gustado? Mucho. ¿Quieres que lo repitamos? ¿Ahora? No, tonto, en otra ocasión. Claro.
Aún hoy, casi dos meses después, soy incapaz de explicar por qué me dejé convencer. Bibi estuvo enfadadísima conmigo los días siguientes, pues no comprendía cómo podía haberla abandonado, indignada conmigo, cuando el que la había echado de su coche había sido el caballero negándole su juguete si yo no estaba presente. Argumenté con una amplia batería de razones pero no quiso escucharme. No solamente estaba mal lo que estábamos haciendo y podía tornarse peligroso, además me ponía en un brete que para el que no me sentía preparada. Y Abel no se lo merecía.
Pero ella esgrimió únicamente un argumento. Te excita tanto como a mí.
Tenía razón, por lo que prometí acompañarla con otro desconocido, pero no con Caballero, pues aquel hombre me intimidaba y no estaba segura de poder controlarlo, de poder controlarme.
Supe que me estaba engañando cuando quedó con el siguiente. Como otras veces, me mostró imágenes de miembros desconocidos, pero el instinto me avisó. Ha quedado con él. Algo que confirmé cuando dirigió el coche de nuevo a Montjuic. Pero no protesté.
El Audi A6 estaba aparcado en el mismo lugar sombrío. Cuando nos detuvimos a su lado, bajó la ventanilla confirmando que Bibi no venía sola. Sonrió satisfecho. Veo que la has convencido. Temblaba, tenía un nudo en el estómago y una parte de mí pedía salir corriendo. Pero cuando el hombre bajó del coche, esperando que nos uniéramos a él, no pude reprimir una intensa excitación.
Mi amiga se quitó la chaqueta, mostrando una blusa estampada que se desabrochó sin que él se lo ordenara. ¿Y tú? Me preguntó. También me despojé de la prenda exterior mostrando el sueter morado de cuello alto Yves Loic. Cuando nos ordenó arrodillarnos, Bibi obedeció como una autómata, pero fui capaz de aportar la poca dignidad que me quedaba para pedirle que en el suelo no, dentro del coche. Me miró largamente, retándome, hasta que asintió, te lo concedo por esta vez.
Afortunadamente los asientos posteriores de un Audi A6 son lo suficientemente amplios para que cupiéramos los tres con relativa comodidad. Que ambas fuéramos mujeres delgadas y que él no estuviera gordo, aunque tenía un poco de sobrepeso, lo facilitó. Mi amiga a la derecha, yo a la izquierda del hombre.
Dejamos chaquetas, blusas y sujetadores en el asiento delantero, mientras caballerosamente alababa nuestros atributos. Empezó acariciando los de Bibi, elogiando su forma y dureza. No has tenido hijos, ¿verdad? Una, pero no le di el pecho. Típico de niñas ricas, soltó con desprecio. ¿Y tú, tienes hijos? Cuatro. ¿Te operaste porque los amamantaste y se te cayeron las tetas o las tenías pequeñas y quisiste hacer feliz a tu marido? Los amamanté, respondí sumisa, incómoda por la alusión a mi esposo.
Chupa, ordenó a su derecha, mientras me utilizaba de asidero, sobándome sin compasión. Bibi obedeció ansiosa, desesperada diría yo, tanto que tuvo que ordenarle que se lo tomara con calma, ya no eres una cría de quince años.
-¿Cuántas pollas has chupado en tu vida? –me preguntó. No sé, respondí con un hilo de voz. –Cuéntalas. –Seis, fui capaz de contestar cuando mi cerebro completó la suma. –Me gusta el número siete, pero te gustará más a ti. Acaríciame los huevos.
Obedecí, mientras mi amiga daba lo mejor de sí misma. Le preguntó si la había echado de menos. Mucho, respondió jadeando sin abandonar su juguete. Sus testículos llenaban mi mano, calientes, pesados, mientras sus dedos pellizcaban mis pezones.
-¿Cuánto hace que no chupas una polla? –me preguntó. Dos días. -¿La de tu marido? –Asentí. -¿Cómo se llama? –Abel. -¿Cuánto hace que no chupas una polla distinta de la de Abel? –Diecisiete años. –Pues ya va siendo hora que cambiemos eso –sentenció mirándome a los ojos.
No fue mi cabeza la que tomó, ni empujó mi nuca. Fue la cola de Bibi la que asió para dejarle espacio a tu amiga. Nerviosa, incómoda por las alusiones a mi marido, pero terriblemente excitada, bajé la cabeza lentamente hasta que sentí el olor de aquel hombre. Me detuve un instante, pero el glande morado, el tronco húmedo, el miembro engreído me atraían como nunca me había atraído nada. Abrí la boca y noté su sabor, intenso. Cerré los ojos para intensificarlo. Y por primera vez en mi vida, cometí un acto abyecto, inusual en mí, del que temí arrepentirme en los días venideros.
Pero no me arrepiento. Mentiría si dijera lo contrario. A pesar de los titubeos iniciales, a los pocos segundos estaba chupando con todas mis ganas. ¿Qué imán escondía aquel pene, aquel hombre, capaz de convertirme en una fulana? Ni lo sé, ni lo comprendo. Pero cuánto más sucia me sentía, más excitada estaba. Suciedad que se tornó en estulticia, en obscena indecencia, cuando la lengua de Bibi apareció a escasos centímetros de mis labios lamiéndole la bolsa escrotal.
Sentí en ese instante el significado del pequeño orgasmo sostenido que mi amiga había descrito semanas atrás. No llegué al clímax, mis caderas no vibraron espasmódicas, pero nunca había sentido un hormigueo tan intenso en mi sexo.
No eyaculó en mi boca. Lo odié por ello. Prefirió detenerme para encajarla en la garganta de mi amiga, cuyo estómago recibió el premio. Como si fuera capaz de leerme la mente, me tranquilizó. El próximo día mi semen será para ti. Hoy has dado un paso importante pero aún es pronto.
Quiso conocer nuestros nombres reales, el de nuestros maridos, así como el de nuestros hijos. Respondimos sumisas. También le dijimos dónde vivíamos, no quiero la dirección, solamente el barrio. Todo ello con aquel miembro orgulloso presidiendo la charla, desafiante, que Bibi primero y yo cuando lo ordenó, acariciamos sin descanso para que no perdiera vigor.
Se me hace tarde, anunció mirando el reloj metálico de pulsera, así que tú, Dama Aburrida, vacíame de nuevo antes de que os despida de mi coche. Diez minutos después lo abandonábamos silenciosas, Bibi con la garganta irritada, yo con los pechos inflamados.
***
En menos de una semana volvimos a quedar con el caballero del que desconocíamos el nombre. Involuntariamente había entrado en el juego de Bibi, sintiéndome más ansiosa que ella ante el nuevo encuentro.
No lo demostraba, claro, pero interiormente era así. Extrañamente, además, no habíamos comentado nada entre nosotras. Las cuatro veces anteriores nos habían dado tema de conversación, incluso de discusión, durante horas, mientras ahora éramos incapaces de comentar nada como si el secreto debiera circunscribirse al interior del Audi A6.
Pero no puedo negar que viví los seis días más excitada de mi vida. Suelo llevar salva-slips por una cuestión higiénica, pero era tal la cantidad de flujo que mi sexo desprendió aquellos días que tuve que sustituirlos por compresas.
Así que cuando nos recibió sentado en su altar me entregué tanto o más que mi amiga. No soy capaz de alojar aquella monstruosidad en mi garganta como ella sabe hacer, pero a ganas, a voluntad, no me iba a superar.
Otra vez quiso que se la chupáramos las dos simultáneamente, pero la que le lamía los testículos también debía subir por el tronco, ordenó. Cada minuto que pasaba me sentía más sucia, más inmoral, más puerca, más entusiasmada con el juguete que compartía con mi amiga. Sentí celos cuando noté que nuestro hombre se acercaba al orgasmo y era Bibi la que le estaba chupando el glande. Afortunadamente, el caballero nos ordenó cambiar de papeles.
No solo sentí una descarga eléctrica cuando su simiente inundó mi boca. Gemí feliz, sorbí ansiosa, dichosa por el premio recibido. Bibi recibió su jarabe media hora más tarde, mientras era yo la que trabajaba la entrepierna para aumentar el placer de nuestro dueño.
***
Volvimos a Montjuic, al Audi A6, dos veces más aquel mes de noviembre. La primera a media tarde de un lunes, cuando el sol otoñal aún no se había puesto. Temí ser vista por alguien pero ello no me impidió, no nos impidió, comportarnos como fulanas, bautizadas ambas en nuestra nueva religión.
La segunda vez me obligó a bajar del coche. Arrodillada en el suelo, afortunadamente aquella noche llevaba tejanos oscuros Gisèle Munch, vacié aquel apetitoso depósito mientras llenaba el mío. La puerta posterior abierta me resguardó de mirones pero no del frío. Por ello, nos citó en su piso la primera semana de diciembre.
Ante la dificultad por aparcar en las callejuelas del barrio de Horta, Bibi alojó el vehículo en un parking cercano a la dirección que nos había enviado, ansiosa por contentar a su nuevo macho. A nuestro macho. La previne ante la posibilidad que Carlos viera el cargo de la tarjeta de crédito en un lugar y a una hora inexplicable, pero no le importó. Necesitaba complacer a su compañero. Ese pensamiento, que no verbalizó con palabras, me llenó de celos como si de Abel se tratara.
Llamamos al timbre del cuarto piso, nos abrió vestido con un batín de cuadros para hacernos pasar a la sala de estar, más pequeña que el baño de mi habitación. Un sofá de dos plazas de sky marrón, una mesita de cristal con revistas y un mueble de caoba oscura eran todo el mobiliario del espacio. Por educación nos quedamos paradas cerca de la puerta, esperando ser invitadas a sentarnos, pero recibimos, en cambio, una reprimenda. ¿A qué esperáis?
Reaccionamos automáticamente desvistiendo la mitad superior de nuestro cuerpo, arrodillándonos ante nuestro brujo, hechizadas. Se sentó en el sofá, Bibi le abrió la bata, bajo la que no llevaba nada y nos lanzamos ambas hambrientas. Compartimos alimento unos minutos hasta que me ordenó entrar en la cocina y traerle una copa de coñac. Tardé en dar con el cristal y la bebida, pues una cocina no es mi hábitat natural, menos una ajena.
Cuando aparecí en la salita, Bibi tenía su virilidad alojada en la garganta mientras el Caballero la sujetaba de la cabeza para que no se moviera. Estaba completamente roja, pues parecía llevar unos segundos en aquella posición. Le tendí la bebida y le dio un trago largo.
-No hay mayor placer que degustar una copa de coñac con la polla completamente incrustada en la garganta de una buena zorra. –La saliva de mi amiga resbalaba por su barbilla, pero no se movía a pesar de emitir leves sonidos guturales. Dio un segundo sorbo, y sin soltar la copa, aflojó la presión sobre mi amiga. –Venga, ya estoy a punto. Tú zorrita, cómeme los huevos.
Obedecí sin dudarlo, a pesar de que era la primera vez que un hombre me llamaba de ese modo.
Durante un rato, como nos tenía acostumbradas, nos tuvo sentadas a su lado acariciándole esperando el segundo asalto. Así lo definía. Tranquila zorrita, parecía haberme bautizado, en unos minutos tú también tendrás tu medicina. Pero antes de ello, nos dio una orden de obligado cumplimiento para el siguiente día.
-No quiero volver a veros en pantalones. Las zorras visten provocativas. Ya sé que sois zorras con clase, pero la única diferencia entre vosotras y las de carretera es que vuestra ropa es más cara.
Lejos de molestarnos, de molestarme, el comentario me encendió más si cabe. Lo leyó en mis ojos, extraña capacidad la suya que me desarmaba completamente, así que no tuvo que darme la orden. Me arrodillé en el suelo, entre sus piernas, como sabía que él dictaba y trabajé para ganarme el premio. La variante vino cuando, sopesándome los pechos, me ordenó masturbarlo con ellos, que la pasta invertida por tu marido sirva para algo, pinchó. La posición impedía a Bibi lamerle los testículos, así que agarrándola del cabello la obligó a besarlo, con lengua, en un gesto que consideré más obsceno aún, para soltarla bruscamente obligándola a lamerle los pezones, fláccidos y velludos.
Pero igual como estaba haciendo yo, mi amiga cumplió sumisa.
***
No volvimos en diez días. Dos veces nos convocó, dos veces lo anuló, aumentando nuestra impaciencia, incrementando nuestra excitación. Sé que lo hizo adrede, pues de no haber sido así no nos hubiéramos comportado como las zorras que describía cuando cruzamos el umbral de su casa aquel 15 de diciembre.
Ambas nos quedamos paralizadas en el quicio de la puerta de la sala al encontrarnos con otro hombre. Pasad, no tengáis miedo, nos empujó tomándonos de la cintura.
-Si para vosotras yo soy un caballero, a mi amigo lo podéis llamar Gentilhombre. ¿Qué te parecen las dos zorras ricas?
-¡Joder! Están bien buenas –respondió con una voz desagradablemente ronca, mirándonos impúdicamente, desnudándonos con la mirada.
Aunque no protestamos, estábamos demasiado ansiosas por venir ni teníamos osadía para ello, el Caballero volvió a dejar claras las nuevas reglas del juego, que acatamos sin rechistar.
-La presencia de mi amigo no cambia nada. No tenéis de qué preocuparos pues sabéis de sobra que tengo polla para satisfaceros a las dos. –Esa frase humedeció mi sexo. –Pero como es de bien nacidos ser agradecido, reza el refrán, he pensado que tal vez os vendría bien un poco más de actividad pues a zorras como vosotras no es tan fácil teneros contentas. Además, aquí mi amigo también tiene sus necesidades.
Un mes antes, hubiera abandonado aquel piso diminuto de barrio obrero sin dudarlo. Bibi creo que también, aunque ella siempre había sido más proclive a aventuras sórdidas, pero la voz de Caballero, su magnetismo, nos tenía subyugadas.
-Cómo ves, son guapas y tienen clase. ¿Has visto con qué elegancia visten? ¿Con qué distinción se mueven? –Mientras él se había sentado en una butaca individual que no estaba el día anterior, el amigo había ocupado el sofá de dos plazas. –Pero es fachada. Arrodilladas son tan zorras como las baratas.
Comencé a temblar cuando nos ordenó desnudarnos. Ambas llevábamos falda con blusa o sueter, así que procedimos como de costumbre, solamente mostrando la mitad superior. Pero esta vez, también cambiaríamos eso. Fuera faldas. Mis piernas tenían serias dificultades para mantenerme de pie debido a los insistentes espasmos que mi sexo les enviaba. Al llevar panties, también nos los hizo quitar añadiendo otra instrucción a las normas que debíamos obedecer.
-No quiero volver a veros con medias de monja. El próximo día hasta medio muslo. Esto no es un convento. –El amigo rió la gracia, hambriento, no dejaba de sobarse el paquete por encima de la ropa. Era desagradablemente sucio, un viejo verde, descuidado y más gordo, aunque debía tener la misma edad que su compañero. -¿Qué te parecen? Puedes elegir a la que quieras aunque no tienen prisa y te dará tiempo de probarlas a las dos. Mientras te decides, -se giró hacia nosotras –servidnos un coñac a cada uno. La mujer de Abel sabe dónde encontrarlo.
Cuando entré en la cocina tuve que apoyarme en el mármol pues me costaba mantenerme de pie, la compostura hacía semanas que la había perdido. Bibi me miró, vidriosa, preguntándome con la mirada qué hacíamos, pero la respuesta era obvia, además de compartida. Quedarnos y tragar, nunca mejor dicho.
Cada una entregó un vaso a un hombre, yo entré primero así que se lo tendí a Caballero que estaba más lejos. Volvimos a quedar de pie en medio de la diminuta sala, vestidas solamente con un tanga y los zapatos, tal como nos habían ordenado.
-La rubia tiene una hija y su marido se llama Carlos. Tiene una empresa de 200 trabajadores y es mayor que nosotros. Se ve que le van maduros, así que tal vez deberías empezar por ahí. La chupa de vicio. Las dos la chupan de vicio –los celos iniciales se tornaron en orgullo, -pero esta se mete toda mi polla hasta la garganta. -¿En serio? –Cómo lo oyes. -¡Menuda zorra!
-La morena es más tímida. Está casada con otro jefazo de no sé qué multinacional y tiene cuatro hijos. -¿Cuatro? –Cuatro, ya sabes cómo son las pijas ricas, como los van a dejar en manos de niñeras, no se cortan. Por eso se operó las tetas, pagadas por su queridísimo Abel. No tiene la garganta de la amiga, pero creo que es más zorra que ella. –El cerdo babeaba, pero mi entrepierna no le iba a la zaga.
No me sentía como una esclava romana, hoy su trato hacia nosotras era más degradante que un mercado persa. Pero allí estábamos, de pie, aguantando improperios, ansiosas, sedientas, excitadas.
Hubiera aplaudido, vitoreado incluso, cuando Caballero me llamó a su vera. Pero mi pudor, el poco que me quedaba, me lo impidió. Bibi se acercó al amigo, desagradable, desaliñado, pero sabía que yo también pasaría por allí.
Fui más rápida que mi amiga desvistiendo a mi miembro, catándolo. Noté sus manos sobando mis pechos, que ofrecí orgullosa irguiéndolos, acercándolos a las expertas extremidades. Sorbí con deleite, con hambre, confirmando que yo era más zorra. La más zorra que nunca hayas conocido. Sin que me lo dijera bajé a sus testículos, huevos me dije a mí misma, llámales por su nombre de guerra, volví a su miembro, hasta que decidí premiarlo con mis pechos, mis tetas. Abracé su pene con ellas, su polla, y lo masturbé mirándolo extasiada. En sus ojos vi satisfacción, gozo, reconocimiento.
Cuando cerró los ojos miré a mi izquierda, donde Bibi engullía aquel miembro asqueroso. Lo había alojado completamente en su boca, este no le llegaba a la garganta, pero sorbía lentamente, llevando a aquel cerdo que la agarraba de la cola, al séptimo cielo. Pude apreciar que era un pene oscuro, ancho pero corto, porque en aquel momento se lo sacó de la boca para lamerle los huevos, casi negros. Entonces el hombre se levantó, súbitamente, chúpame la polla zorra, orden que Bibi obedeció atenta, mientras el hombre descargaba, eso es, bébetelo todo puta rica.
Giré la cabeza pues no quería que mi hombre se sintiera desatendido. Había abierto los ojos por lo que me sentí pillada en falta. Para compensarle, bajé la boca rápidamente y reanudé la felación con la mayor profesionalidad que fui capaz. Se corrió al poco rato sosteniéndome de los pechos, una mano en cada teta, apretando, agarrado a mis pezones.
-¿Qué te ha parecido tu zorra? –preguntó Caballero.
-¡La hostia! Nunca me la habían chupado así de bien.
-Pues viniendo de ti tiene mérito –rió jocoso, -con la de putas a las que has pagado.
-Ninguna puta le llega a la suela de los zapatos a esta dama –sonrió burlón, agarrándola de un pecho.
-Pues espera a probar a la madre de familia. Tampoco le va a la zaga.
El viejo verde resopló, mirándome famélico, como un depravado. Pero aún no me reclamó. Vació de un trago su vaso y pidió otro, así que Caballero nos lo ordenó, servidnos otra copa, damas. Ambas entramos en la cocina para atender su demanda cuando me sobrevino. Los espasmos en mi vagina no se habían detenido ni un momento, pero sería por la fricción en mis labios provocada al caminar, sería porque estaba tan desbocada que había perdido el norte, no lo sé, pero me corrí de pie agarrada al mármol de la cocina con tal intensidad que Bibi tuvo que sostenerme.
-¿En qué nos hemos convertido? –pregunté cuando recobré el aliento. Su mirada, esquiva, me desorientó.
Aunque no me apetecía, era obvio que ahora tocaba intercambio de parejas. Tendimos la bebida a cada uno según el nuevo orden, pero en vez de quedarnos de pie, Gentilhombre me invitó a sentarme a su lado. No me apetecía, pero bastó una mirada de Caballero para que obedeciera sumisa.
Me pasó un brazo por encima del hombro con el que me lo acariciaba, así como la nuca y el cabello, mientras sostenía la copa con la derecha, hasta que decidió que necesitaba las dos manos libres y me lo entregó para que yo lo sostuviera. Ahora, su mano acarició mis pechos, ¿cuánto te han costado?, no lo sé, los pagó mi marido, ¿Abel?, sí respondí mientras un pinchazo se me clavaba en las sienes, remordimientos, y otro en mi sexo, excitación. Bajó la mano a mi entrepierna, pero yo no las separé, eso no, pedí, así que cambió de objetivo. Después de detenerse en mis tetas, con un dedo ancho y arrugado recorrió mis labios. ¿Estos son los labios que me la van a chupar? Asentí. Entonces acercó su cara a la mía para besarme. No quería pero algo me paralizó. Sus labios chocaron con los míos, que no abrí pero fueron lamidos por su lengua. Sabía a alcohol. Me miró altivo, disgustado. ¿No quieres besarme? Negué con la cabeza, rogando para que Caballero no lo hubiera oído.
-Ya veo, no soy lo suficientemente bueno para ti. –Me pellizcó un pezón con saña, haciéndome daño, por lo que no pude evitar un quejido. –Pues ya va siendo hora que alguien te baje esos humos. No eres más que una zorra que se alimenta de polla, así que venga, ¿a qué esperas? Aliméntate –ordenó arrastrándome del cabello hacia su pubis.
No dudé. Me la metí en la boca para acabar lo antes posible, pero no conté con que se había corrido hacía menos de media hora. Después de un buen rato ensalivando aquel miembro corriente me ordenó arrodillarme a su lado en el sofá, como una perra con el culo en pompa y las tetas colgando. Primero me las sobó, hasta que cambió de objetivo. Después de acariciarme la nalga me soltó una nalgada. No me lo esperaba, así que detuve la felación, sorprendida, pero la segunda, más fuerte y sonora, me obligó a continuar. No sé cuantas me pegó, pero se reía y me llamaba perra, hasta que oí la voz de nuestro hombre, al rescate.
-Ayuda a tu amiga que es tarde y quiero acostarme. -Al momento, Bibi apareció a mi izquierda, arrodillada en el suelo, para lamerle los testículos y acelerar su orgasmo. -¿Qué te parece el juego? ¿Divino, eh?
Pero Gentilhombre ya no respondió. Bufaba como un toro, aunque físicamente me recordaba más a un hipopótamo, señal inequívoca de que estaba a punto de derramar su semilla en mi paladar.
***
-No quiero repetirlo.
La sentencia me dejó descolocada. Debería haber sido yo la que la pronunciara, pero había salido de los labios de Bibi, los mismos labios que nos habían llevado al acantilado por el que yo también sentía que nos estábamos despeñando.
Habíamos vuelto al apartamento de Horta y de nuevo nos habíamos comportado como perras calientes, esa era la definición con que Gentilhombre nos había definido esta segunda vez, ataviadas con medias hasta medio muslo, tanga y zapatos de tacón.
Aún sentadas en el coche de mi amiga, delante de mi casa, pasada la media noche de un 20 de diciembre.
Entré en casa, sucia, con la frase de mi compañera de travesuras taladrándome el cerebro. Tenía razón, me decía mientras el agua caliente de la ducha limpiaba los vestigios de mi depravación. Tiene razón, me repetí. Esta ha sido la última vez.
Pero sabía que me estaba engañando a mí misma.
El 24 por la mañana, vigilia de Navidad, sonó mi teléfono. Era Caballero, al que Bibi le había dado mi número, pues ella había decidido acabar con el juego. Le confirmé la decisión de mi amiga a la vez que yo también le comunicaba que no lo veríamos más.
-Me gustaría despedirme de ti. –No respondí, sorprendida por el tono amable, confidente, del hombre que siempre se había comportado como un señor feudal. –Creo que te lo mereces. Que nos lo merecemos ambos. Será una sola vez, la última, y te prometo que no te arrepentirás.
Negué, pero él también notó la poca seguridad de mi voz. Sólo será un vez más, te necesito. Mis piernas temblaron de nuevo, mi sexo se licuó. Sólo una vez, respondí. Te espero esta tarde en mi casa. ¿Hoy? Es Navidad, objeté. Considéralo un regalo que nos hacemos mutuamente.
A las cuatro de la tarde aparcaba el Mini Cooper que Abel me regaló para mi cumpleaños en el mismo parking que Bibi había utilizado. Subí hasta el cuarto piso ataviada con un abrigo largo para protegerme del frío, pues siguiendo sus instrucciones me había vestido como una buscona. Falda corta, tanto que no cubría la blonda de las medias, camiseta ceñida y sin sujetador.
Crucé la puerta del piso que había dejado entornada, el corto recibidor y entré en la sala donde me esperaba sentado en su trono, en bata. Quítate el abrigo. Me escrutó como al trozo de carne en que me había convertido un buen rato, hasta que me felicitó por mi disfraz, de fulana, especificó, pues hoy es un día especial, será un día especial.
No quiso que me desnudara. Acércate. Me arrodillé ante mi señor, abrí la bata y comencé el último contacto que iba a tener en mi vida con aquella maravilla. Era una despedida, así que di lo mejor de mí, esmerándome, recorriéndola, con la firme intención de dejar huella. Pero me detuvo poco antes de llegar al orgasmo.
Me quitó el top, amasó mis pechos, pellizcó mis pezones, mientras mis gemidos se tornaban jadeos, hasta que coló la mano entre mis piernas. Estás empapada. Cerré los ojos sintiendo la llegada de un orgasmo que me recorrería de arriba abajo, pero se detuvo. Lo miré sorprendida, turbada, rogando que continuara, pero me tomó de la mano levantándonos para llevarme a su habitación, cuya puerta también estaba entornada.
Reanudó las caricias a mi sexo mientras cruzábamos el umbral, sosteniéndome de la cintura para que no defallera. Me apoyó contra la pared, abrí las piernas tanto como pude, rogándole que acabara el trabajo. Y entonces lo noté. Una presencia.
Gentilhombre me miraba, sucio, sentado en un lado de la cama. No, suspiré, ¿qué hace él aquí? Traté de protestar, pero los dedos de mi hombre no me dejaban pensar. Otra vez el orgasmo estaba aquí. Pero de nuevo se detuvo.
¿Quieres correrte? Por favor. ¿Quieres correrte? Por favor, lo necesito. ¿Quieres correrte? Sí, necesito correrme, te lo ruego. Arrodíllate, ordenó sentándose en el filo de la cama. Chupé con ansia, con avidez, con gula, jadeando como una perra.
Noté claramente como Gentilhombre se movía, me rodeaba, me levantaba la diminuta falda y apartaba el tanga para colar su asquerosa mano entre mis piernas. Lo necesito, me repetí, necesito correrme, pero de nuevo, cuando me acercaba al orgasmo, aquellos dedos callosos me abandonaron. Un no lastimero surgió de mi interior, pero Caballero me tranquilizó. Ya llegas cariño.
No fue una mano la que me llevó a explotar, no fueron unos dedos. Un pene grueso y corto, casi negro, que había deglutido dos veces en mi vida, entró en mi sexo de una estocada. La polla que tenía en la boca chocó con mi campanilla, provocándome una arcada, pero gemí sonoramente como la perra que aquel viejo verde estaba montando. Fue un orgasmo abrasador, que no remitió pues dos miembros me perforaban, llevándome en volandas a un Paraíso desconocido para mí.
Cuando la semilla de Caballero cruzó mi garganta sentí el segundo clímax de aquel interminable orgasmo, coronado en el tercero cuando la simiente del invitado anegó mis entrañas. Me descabalgó pero no cambié de posición, arrodillada en el suelo, con las nalgas levantadas, incitadoras, y mi rostro alojado en la entrepierna de aquel hombre que me había descubierto un mundo desconocido.
¿Cómo había podido caer tan bajo? Me pregunté en un momento de lucidez, dejándome follar por aquel ser inmundo. Pero el pensamiento fue pasajero, pues leyéndome la mente de nuevo, Caballero no me dejó seguir por aquel derrotero.
-Chúpamela un poco que ahora seré yo el que te folle. Será mi regalo de Navidad.
Como no podía ser de otro modo, obedecí, insaciable. Si sentir aquella monstruosidad en la boca casi me llevaba al orgasmo, ¿cómo sería sentirla en mi vagina? El pensamiento me derritió, licuándome.
Cuando lo creyó oportuno, se retiró en la cama para sentarse mejor, me incorporó y me mandó encajarme. Ahora sabrás lo que es ser empalada.
En cuanto su polla cruzó mis labios comenzaron los espasmos, cuando su glande tocó mi matriz grité, con todas mis fuerzas, desbocada. Se movió despacio, para que aquella barra que me partía se acomodara al nuevo hábitat. Me agarré con fuerza a sus brazos, clavando mis uñas como si quisiera devolverle una milésima parte de la intensidad que me profanaba. Perdí el control de mis caderas, que se movían enajenadas, buscando escapar, tratando de no soltarse, incoherentes.
Los orgasmos volvían a sucederse descontrolados, uno solo o muchos consecutivos, soy incapaz de precisarlo, pero nunca había sentido nada igual. Fue tal la vehemencia del acto, que estuve cerca de perder el conocimiento. Cuando eyaculó, no inseminó mi matriz, anegó mi estómago, mis pulmones. Noté el sabor de aquel conocido néctar en mi propia garganta.
Caí derengada sobre la cama, cerrando las piernas pues mi vagina ardía, mis labios interiores y exteriores chillaban irritados. Pero no tuve descanso. Unas manos me tomaron de los tobillos, tirando de mi cuerpo hasta el límite de la cama, me abrieron las piernas y acomodaron una polla de nuevo, a pesar de mis débiles ruegos para detenerlo. Era más estrecha, pero era tal la irritación de la zona que noté puñales clavándose en ella.
Me dejé hacer, extasiada, mientras el cerdo asqueroso me llamaba zorra rica, puta barata, agarrándome los pechos con furia, pasando su sucia lengua por mi cara, buscando la mía. A penas noté su eyaculación, pero la oí. Si te he dejado preñada, no vengas a buscarme.
***
He dedicado los últimos quince días a mi familia. Se lo merecen, se lo debo. Hemos pasado unas felices fiestas, como cada año, esquiando en Baqueira, regalándonos deseos, repartiendo amor.
Pero hoy he vuelto a Horta. Arrodillada, devoro famélica mi depravación.
Mi teléfono sonó a las 11.15 de la noche. Estaba en la cama leyendo al lado de mi marido cuando me sorprendió ver en la pantalla el número de Bibi. Respondí, alucinando con lo que me pedía mi amiga.
-Tienes que venir. -¿Ahora?, pregunté levantándome de la cama para que Abel no oyera nuestra conversación. –Sí, ahora. Si tú no estás no hay juego.
-Pues no hay juego. Si ya me parecía una locura, este caso me parece demencial. ¿Cómo puedes dejarte arrastrar de esta manera?
Insistió, pero Abel también se había levantado preocupado por mi amiga, no es nada cariño, así que corté la discusión con un escueto, no es buen momento. Pero me quedé muy preocupada, pues el comportamiento de mi amiga me descolocaba.
De vuelta a la cama, no pude concentrarme en la lectura. Mi mente era una concatenación de imágenes de penes variados engullidos por labios expertos, mientras la voz del autodenominado Caballero me ordenaba participar. Me excité como pocas veces, así que me giré hacia mi marido, colé la mano por debajo del fino nórdico de otoño Lexington hasta llegar a su virilidad. Me miró sorprendido, sonriendo a pesar de avisarme que estaba muy cansado, no te preocupes, esta noche sólo trabajaré yo.
Aparté ropa de cama y ropa de noche masculina para engullir el miembro que me había dado cuatro hijos. Lamí despacio, saboreando, sintiendo cada milímetro de aquel pene que había llevado al orgasmo tantas veces aunque nunca lo había hecho con la boca. Hoy llegaré hasta el final, me dije.
Abel, el sí se comportó como un caballero, me avisó varias veces que estaba a punto de eyacular, incluso llegó a agarrarme de la cabeza para apartarme, pero no se lo permití. Por segunda vez en mi vida un hombre descargaba en mi boca. La primera me había parecido asquerosa, fruto de la inexperiencia mutua de dos adolescentes. Ésta la degusté con ansia. Me levanté para pasar al baño a escupir su simiente, pero cuando iba a agacharme en la pila, me miré en el espejo y me atreví. No me gustó el sabor, ni en mi paladar ni en mi garganta, pero cuando noté como cruzaba mi tráquea, una leve sacudida recorrió todo mi cuerpo finalizando en mi sexo en un pinchazo parecido a un orgasmo.
Mi marido me miraba sorprendido cuando volví a su lado. ¿A qué ha venido esto? Me apetecía. Nunca me lo habías hecho. ¿Te ha gustado? Mucho. ¿Quieres que lo repitamos? ¿Ahora? No, tonto, en otra ocasión. Claro.
Aún hoy, casi dos meses después, soy incapaz de explicar por qué me dejé convencer. Bibi estuvo enfadadísima conmigo los días siguientes, pues no comprendía cómo podía haberla abandonado, indignada conmigo, cuando el que la había echado de su coche había sido el caballero negándole su juguete si yo no estaba presente. Argumenté con una amplia batería de razones pero no quiso escucharme. No solamente estaba mal lo que estábamos haciendo y podía tornarse peligroso, además me ponía en un brete que para el que no me sentía preparada. Y Abel no se lo merecía.
Pero ella esgrimió únicamente un argumento. Te excita tanto como a mí.
Tenía razón, por lo que prometí acompañarla con otro desconocido, pero no con Caballero, pues aquel hombre me intimidaba y no estaba segura de poder controlarlo, de poder controlarme.
Supe que me estaba engañando cuando quedó con el siguiente. Como otras veces, me mostró imágenes de miembros desconocidos, pero el instinto me avisó. Ha quedado con él. Algo que confirmé cuando dirigió el coche de nuevo a Montjuic. Pero no protesté.
El Audi A6 estaba aparcado en el mismo lugar sombrío. Cuando nos detuvimos a su lado, bajó la ventanilla confirmando que Bibi no venía sola. Sonrió satisfecho. Veo que la has convencido. Temblaba, tenía un nudo en el estómago y una parte de mí pedía salir corriendo. Pero cuando el hombre bajó del coche, esperando que nos uniéramos a él, no pude reprimir una intensa excitación.
Mi amiga se quitó la chaqueta, mostrando una blusa estampada que se desabrochó sin que él se lo ordenara. ¿Y tú? Me preguntó. También me despojé de la prenda exterior mostrando el sueter morado de cuello alto Yves Loic. Cuando nos ordenó arrodillarnos, Bibi obedeció como una autómata, pero fui capaz de aportar la poca dignidad que me quedaba para pedirle que en el suelo no, dentro del coche. Me miró largamente, retándome, hasta que asintió, te lo concedo por esta vez.
Afortunadamente los asientos posteriores de un Audi A6 son lo suficientemente amplios para que cupiéramos los tres con relativa comodidad. Que ambas fuéramos mujeres delgadas y que él no estuviera gordo, aunque tenía un poco de sobrepeso, lo facilitó. Mi amiga a la derecha, yo a la izquierda del hombre.
Dejamos chaquetas, blusas y sujetadores en el asiento delantero, mientras caballerosamente alababa nuestros atributos. Empezó acariciando los de Bibi, elogiando su forma y dureza. No has tenido hijos, ¿verdad? Una, pero no le di el pecho. Típico de niñas ricas, soltó con desprecio. ¿Y tú, tienes hijos? Cuatro. ¿Te operaste porque los amamantaste y se te cayeron las tetas o las tenías pequeñas y quisiste hacer feliz a tu marido? Los amamanté, respondí sumisa, incómoda por la alusión a mi esposo.
Chupa, ordenó a su derecha, mientras me utilizaba de asidero, sobándome sin compasión. Bibi obedeció ansiosa, desesperada diría yo, tanto que tuvo que ordenarle que se lo tomara con calma, ya no eres una cría de quince años.
-¿Cuántas pollas has chupado en tu vida? –me preguntó. No sé, respondí con un hilo de voz. –Cuéntalas. –Seis, fui capaz de contestar cuando mi cerebro completó la suma. –Me gusta el número siete, pero te gustará más a ti. Acaríciame los huevos.
Obedecí, mientras mi amiga daba lo mejor de sí misma. Le preguntó si la había echado de menos. Mucho, respondió jadeando sin abandonar su juguete. Sus testículos llenaban mi mano, calientes, pesados, mientras sus dedos pellizcaban mis pezones.
-¿Cuánto hace que no chupas una polla? –me preguntó. Dos días. -¿La de tu marido? –Asentí. -¿Cómo se llama? –Abel. -¿Cuánto hace que no chupas una polla distinta de la de Abel? –Diecisiete años. –Pues ya va siendo hora que cambiemos eso –sentenció mirándome a los ojos.
No fue mi cabeza la que tomó, ni empujó mi nuca. Fue la cola de Bibi la que asió para dejarle espacio a tu amiga. Nerviosa, incómoda por las alusiones a mi marido, pero terriblemente excitada, bajé la cabeza lentamente hasta que sentí el olor de aquel hombre. Me detuve un instante, pero el glande morado, el tronco húmedo, el miembro engreído me atraían como nunca me había atraído nada. Abrí la boca y noté su sabor, intenso. Cerré los ojos para intensificarlo. Y por primera vez en mi vida, cometí un acto abyecto, inusual en mí, del que temí arrepentirme en los días venideros.
Pero no me arrepiento. Mentiría si dijera lo contrario. A pesar de los titubeos iniciales, a los pocos segundos estaba chupando con todas mis ganas. ¿Qué imán escondía aquel pene, aquel hombre, capaz de convertirme en una fulana? Ni lo sé, ni lo comprendo. Pero cuánto más sucia me sentía, más excitada estaba. Suciedad que se tornó en estulticia, en obscena indecencia, cuando la lengua de Bibi apareció a escasos centímetros de mis labios lamiéndole la bolsa escrotal.
Sentí en ese instante el significado del pequeño orgasmo sostenido que mi amiga había descrito semanas atrás. No llegué al clímax, mis caderas no vibraron espasmódicas, pero nunca había sentido un hormigueo tan intenso en mi sexo.
No eyaculó en mi boca. Lo odié por ello. Prefirió detenerme para encajarla en la garganta de mi amiga, cuyo estómago recibió el premio. Como si fuera capaz de leerme la mente, me tranquilizó. El próximo día mi semen será para ti. Hoy has dado un paso importante pero aún es pronto.
Quiso conocer nuestros nombres reales, el de nuestros maridos, así como el de nuestros hijos. Respondimos sumisas. También le dijimos dónde vivíamos, no quiero la dirección, solamente el barrio. Todo ello con aquel miembro orgulloso presidiendo la charla, desafiante, que Bibi primero y yo cuando lo ordenó, acariciamos sin descanso para que no perdiera vigor.
Se me hace tarde, anunció mirando el reloj metálico de pulsera, así que tú, Dama Aburrida, vacíame de nuevo antes de que os despida de mi coche. Diez minutos después lo abandonábamos silenciosas, Bibi con la garganta irritada, yo con los pechos inflamados.
***
En menos de una semana volvimos a quedar con el caballero del que desconocíamos el nombre. Involuntariamente había entrado en el juego de Bibi, sintiéndome más ansiosa que ella ante el nuevo encuentro.
No lo demostraba, claro, pero interiormente era así. Extrañamente, además, no habíamos comentado nada entre nosotras. Las cuatro veces anteriores nos habían dado tema de conversación, incluso de discusión, durante horas, mientras ahora éramos incapaces de comentar nada como si el secreto debiera circunscribirse al interior del Audi A6.
Pero no puedo negar que viví los seis días más excitada de mi vida. Suelo llevar salva-slips por una cuestión higiénica, pero era tal la cantidad de flujo que mi sexo desprendió aquellos días que tuve que sustituirlos por compresas.
Así que cuando nos recibió sentado en su altar me entregué tanto o más que mi amiga. No soy capaz de alojar aquella monstruosidad en mi garganta como ella sabe hacer, pero a ganas, a voluntad, no me iba a superar.
Otra vez quiso que se la chupáramos las dos simultáneamente, pero la que le lamía los testículos también debía subir por el tronco, ordenó. Cada minuto que pasaba me sentía más sucia, más inmoral, más puerca, más entusiasmada con el juguete que compartía con mi amiga. Sentí celos cuando noté que nuestro hombre se acercaba al orgasmo y era Bibi la que le estaba chupando el glande. Afortunadamente, el caballero nos ordenó cambiar de papeles.
No solo sentí una descarga eléctrica cuando su simiente inundó mi boca. Gemí feliz, sorbí ansiosa, dichosa por el premio recibido. Bibi recibió su jarabe media hora más tarde, mientras era yo la que trabajaba la entrepierna para aumentar el placer de nuestro dueño.
***
Volvimos a Montjuic, al Audi A6, dos veces más aquel mes de noviembre. La primera a media tarde de un lunes, cuando el sol otoñal aún no se había puesto. Temí ser vista por alguien pero ello no me impidió, no nos impidió, comportarnos como fulanas, bautizadas ambas en nuestra nueva religión.
La segunda vez me obligó a bajar del coche. Arrodillada en el suelo, afortunadamente aquella noche llevaba tejanos oscuros Gisèle Munch, vacié aquel apetitoso depósito mientras llenaba el mío. La puerta posterior abierta me resguardó de mirones pero no del frío. Por ello, nos citó en su piso la primera semana de diciembre.
Ante la dificultad por aparcar en las callejuelas del barrio de Horta, Bibi alojó el vehículo en un parking cercano a la dirección que nos había enviado, ansiosa por contentar a su nuevo macho. A nuestro macho. La previne ante la posibilidad que Carlos viera el cargo de la tarjeta de crédito en un lugar y a una hora inexplicable, pero no le importó. Necesitaba complacer a su compañero. Ese pensamiento, que no verbalizó con palabras, me llenó de celos como si de Abel se tratara.
Llamamos al timbre del cuarto piso, nos abrió vestido con un batín de cuadros para hacernos pasar a la sala de estar, más pequeña que el baño de mi habitación. Un sofá de dos plazas de sky marrón, una mesita de cristal con revistas y un mueble de caoba oscura eran todo el mobiliario del espacio. Por educación nos quedamos paradas cerca de la puerta, esperando ser invitadas a sentarnos, pero recibimos, en cambio, una reprimenda. ¿A qué esperáis?
Reaccionamos automáticamente desvistiendo la mitad superior de nuestro cuerpo, arrodillándonos ante nuestro brujo, hechizadas. Se sentó en el sofá, Bibi le abrió la bata, bajo la que no llevaba nada y nos lanzamos ambas hambrientas. Compartimos alimento unos minutos hasta que me ordenó entrar en la cocina y traerle una copa de coñac. Tardé en dar con el cristal y la bebida, pues una cocina no es mi hábitat natural, menos una ajena.
Cuando aparecí en la salita, Bibi tenía su virilidad alojada en la garganta mientras el Caballero la sujetaba de la cabeza para que no se moviera. Estaba completamente roja, pues parecía llevar unos segundos en aquella posición. Le tendí la bebida y le dio un trago largo.
-No hay mayor placer que degustar una copa de coñac con la polla completamente incrustada en la garganta de una buena zorra. –La saliva de mi amiga resbalaba por su barbilla, pero no se movía a pesar de emitir leves sonidos guturales. Dio un segundo sorbo, y sin soltar la copa, aflojó la presión sobre mi amiga. –Venga, ya estoy a punto. Tú zorrita, cómeme los huevos.
Obedecí sin dudarlo, a pesar de que era la primera vez que un hombre me llamaba de ese modo.
Durante un rato, como nos tenía acostumbradas, nos tuvo sentadas a su lado acariciándole esperando el segundo asalto. Así lo definía. Tranquila zorrita, parecía haberme bautizado, en unos minutos tú también tendrás tu medicina. Pero antes de ello, nos dio una orden de obligado cumplimiento para el siguiente día.
-No quiero volver a veros en pantalones. Las zorras visten provocativas. Ya sé que sois zorras con clase, pero la única diferencia entre vosotras y las de carretera es que vuestra ropa es más cara.
Lejos de molestarnos, de molestarme, el comentario me encendió más si cabe. Lo leyó en mis ojos, extraña capacidad la suya que me desarmaba completamente, así que no tuvo que darme la orden. Me arrodillé en el suelo, entre sus piernas, como sabía que él dictaba y trabajé para ganarme el premio. La variante vino cuando, sopesándome los pechos, me ordenó masturbarlo con ellos, que la pasta invertida por tu marido sirva para algo, pinchó. La posición impedía a Bibi lamerle los testículos, así que agarrándola del cabello la obligó a besarlo, con lengua, en un gesto que consideré más obsceno aún, para soltarla bruscamente obligándola a lamerle los pezones, fláccidos y velludos.
Pero igual como estaba haciendo yo, mi amiga cumplió sumisa.
***
No volvimos en diez días. Dos veces nos convocó, dos veces lo anuló, aumentando nuestra impaciencia, incrementando nuestra excitación. Sé que lo hizo adrede, pues de no haber sido así no nos hubiéramos comportado como las zorras que describía cuando cruzamos el umbral de su casa aquel 15 de diciembre.
Ambas nos quedamos paralizadas en el quicio de la puerta de la sala al encontrarnos con otro hombre. Pasad, no tengáis miedo, nos empujó tomándonos de la cintura.
-Si para vosotras yo soy un caballero, a mi amigo lo podéis llamar Gentilhombre. ¿Qué te parecen las dos zorras ricas?
-¡Joder! Están bien buenas –respondió con una voz desagradablemente ronca, mirándonos impúdicamente, desnudándonos con la mirada.
Aunque no protestamos, estábamos demasiado ansiosas por venir ni teníamos osadía para ello, el Caballero volvió a dejar claras las nuevas reglas del juego, que acatamos sin rechistar.
-La presencia de mi amigo no cambia nada. No tenéis de qué preocuparos pues sabéis de sobra que tengo polla para satisfaceros a las dos. –Esa frase humedeció mi sexo. –Pero como es de bien nacidos ser agradecido, reza el refrán, he pensado que tal vez os vendría bien un poco más de actividad pues a zorras como vosotras no es tan fácil teneros contentas. Además, aquí mi amigo también tiene sus necesidades.
Un mes antes, hubiera abandonado aquel piso diminuto de barrio obrero sin dudarlo. Bibi creo que también, aunque ella siempre había sido más proclive a aventuras sórdidas, pero la voz de Caballero, su magnetismo, nos tenía subyugadas.
-Cómo ves, son guapas y tienen clase. ¿Has visto con qué elegancia visten? ¿Con qué distinción se mueven? –Mientras él se había sentado en una butaca individual que no estaba el día anterior, el amigo había ocupado el sofá de dos plazas. –Pero es fachada. Arrodilladas son tan zorras como las baratas.
Comencé a temblar cuando nos ordenó desnudarnos. Ambas llevábamos falda con blusa o sueter, así que procedimos como de costumbre, solamente mostrando la mitad superior. Pero esta vez, también cambiaríamos eso. Fuera faldas. Mis piernas tenían serias dificultades para mantenerme de pie debido a los insistentes espasmos que mi sexo les enviaba. Al llevar panties, también nos los hizo quitar añadiendo otra instrucción a las normas que debíamos obedecer.
-No quiero volver a veros con medias de monja. El próximo día hasta medio muslo. Esto no es un convento. –El amigo rió la gracia, hambriento, no dejaba de sobarse el paquete por encima de la ropa. Era desagradablemente sucio, un viejo verde, descuidado y más gordo, aunque debía tener la misma edad que su compañero. -¿Qué te parecen? Puedes elegir a la que quieras aunque no tienen prisa y te dará tiempo de probarlas a las dos. Mientras te decides, -se giró hacia nosotras –servidnos un coñac a cada uno. La mujer de Abel sabe dónde encontrarlo.
Cuando entré en la cocina tuve que apoyarme en el mármol pues me costaba mantenerme de pie, la compostura hacía semanas que la había perdido. Bibi me miró, vidriosa, preguntándome con la mirada qué hacíamos, pero la respuesta era obvia, además de compartida. Quedarnos y tragar, nunca mejor dicho.
Cada una entregó un vaso a un hombre, yo entré primero así que se lo tendí a Caballero que estaba más lejos. Volvimos a quedar de pie en medio de la diminuta sala, vestidas solamente con un tanga y los zapatos, tal como nos habían ordenado.
-La rubia tiene una hija y su marido se llama Carlos. Tiene una empresa de 200 trabajadores y es mayor que nosotros. Se ve que le van maduros, así que tal vez deberías empezar por ahí. La chupa de vicio. Las dos la chupan de vicio –los celos iniciales se tornaron en orgullo, -pero esta se mete toda mi polla hasta la garganta. -¿En serio? –Cómo lo oyes. -¡Menuda zorra!
-La morena es más tímida. Está casada con otro jefazo de no sé qué multinacional y tiene cuatro hijos. -¿Cuatro? –Cuatro, ya sabes cómo son las pijas ricas, como los van a dejar en manos de niñeras, no se cortan. Por eso se operó las tetas, pagadas por su queridísimo Abel. No tiene la garganta de la amiga, pero creo que es más zorra que ella. –El cerdo babeaba, pero mi entrepierna no le iba a la zaga.
No me sentía como una esclava romana, hoy su trato hacia nosotras era más degradante que un mercado persa. Pero allí estábamos, de pie, aguantando improperios, ansiosas, sedientas, excitadas.
Hubiera aplaudido, vitoreado incluso, cuando Caballero me llamó a su vera. Pero mi pudor, el poco que me quedaba, me lo impidió. Bibi se acercó al amigo, desagradable, desaliñado, pero sabía que yo también pasaría por allí.
Fui más rápida que mi amiga desvistiendo a mi miembro, catándolo. Noté sus manos sobando mis pechos, que ofrecí orgullosa irguiéndolos, acercándolos a las expertas extremidades. Sorbí con deleite, con hambre, confirmando que yo era más zorra. La más zorra que nunca hayas conocido. Sin que me lo dijera bajé a sus testículos, huevos me dije a mí misma, llámales por su nombre de guerra, volví a su miembro, hasta que decidí premiarlo con mis pechos, mis tetas. Abracé su pene con ellas, su polla, y lo masturbé mirándolo extasiada. En sus ojos vi satisfacción, gozo, reconocimiento.
Cuando cerró los ojos miré a mi izquierda, donde Bibi engullía aquel miembro asqueroso. Lo había alojado completamente en su boca, este no le llegaba a la garganta, pero sorbía lentamente, llevando a aquel cerdo que la agarraba de la cola, al séptimo cielo. Pude apreciar que era un pene oscuro, ancho pero corto, porque en aquel momento se lo sacó de la boca para lamerle los huevos, casi negros. Entonces el hombre se levantó, súbitamente, chúpame la polla zorra, orden que Bibi obedeció atenta, mientras el hombre descargaba, eso es, bébetelo todo puta rica.
Giré la cabeza pues no quería que mi hombre se sintiera desatendido. Había abierto los ojos por lo que me sentí pillada en falta. Para compensarle, bajé la boca rápidamente y reanudé la felación con la mayor profesionalidad que fui capaz. Se corrió al poco rato sosteniéndome de los pechos, una mano en cada teta, apretando, agarrado a mis pezones.
-¿Qué te ha parecido tu zorra? –preguntó Caballero.
-¡La hostia! Nunca me la habían chupado así de bien.
-Pues viniendo de ti tiene mérito –rió jocoso, -con la de putas a las que has pagado.
-Ninguna puta le llega a la suela de los zapatos a esta dama –sonrió burlón, agarrándola de un pecho.
-Pues espera a probar a la madre de familia. Tampoco le va a la zaga.
El viejo verde resopló, mirándome famélico, como un depravado. Pero aún no me reclamó. Vació de un trago su vaso y pidió otro, así que Caballero nos lo ordenó, servidnos otra copa, damas. Ambas entramos en la cocina para atender su demanda cuando me sobrevino. Los espasmos en mi vagina no se habían detenido ni un momento, pero sería por la fricción en mis labios provocada al caminar, sería porque estaba tan desbocada que había perdido el norte, no lo sé, pero me corrí de pie agarrada al mármol de la cocina con tal intensidad que Bibi tuvo que sostenerme.
-¿En qué nos hemos convertido? –pregunté cuando recobré el aliento. Su mirada, esquiva, me desorientó.
Aunque no me apetecía, era obvio que ahora tocaba intercambio de parejas. Tendimos la bebida a cada uno según el nuevo orden, pero en vez de quedarnos de pie, Gentilhombre me invitó a sentarme a su lado. No me apetecía, pero bastó una mirada de Caballero para que obedeciera sumisa.
Me pasó un brazo por encima del hombro con el que me lo acariciaba, así como la nuca y el cabello, mientras sostenía la copa con la derecha, hasta que decidió que necesitaba las dos manos libres y me lo entregó para que yo lo sostuviera. Ahora, su mano acarició mis pechos, ¿cuánto te han costado?, no lo sé, los pagó mi marido, ¿Abel?, sí respondí mientras un pinchazo se me clavaba en las sienes, remordimientos, y otro en mi sexo, excitación. Bajó la mano a mi entrepierna, pero yo no las separé, eso no, pedí, así que cambió de objetivo. Después de detenerse en mis tetas, con un dedo ancho y arrugado recorrió mis labios. ¿Estos son los labios que me la van a chupar? Asentí. Entonces acercó su cara a la mía para besarme. No quería pero algo me paralizó. Sus labios chocaron con los míos, que no abrí pero fueron lamidos por su lengua. Sabía a alcohol. Me miró altivo, disgustado. ¿No quieres besarme? Negué con la cabeza, rogando para que Caballero no lo hubiera oído.
-Ya veo, no soy lo suficientemente bueno para ti. –Me pellizcó un pezón con saña, haciéndome daño, por lo que no pude evitar un quejido. –Pues ya va siendo hora que alguien te baje esos humos. No eres más que una zorra que se alimenta de polla, así que venga, ¿a qué esperas? Aliméntate –ordenó arrastrándome del cabello hacia su pubis.
No dudé. Me la metí en la boca para acabar lo antes posible, pero no conté con que se había corrido hacía menos de media hora. Después de un buen rato ensalivando aquel miembro corriente me ordenó arrodillarme a su lado en el sofá, como una perra con el culo en pompa y las tetas colgando. Primero me las sobó, hasta que cambió de objetivo. Después de acariciarme la nalga me soltó una nalgada. No me lo esperaba, así que detuve la felación, sorprendida, pero la segunda, más fuerte y sonora, me obligó a continuar. No sé cuantas me pegó, pero se reía y me llamaba perra, hasta que oí la voz de nuestro hombre, al rescate.
-Ayuda a tu amiga que es tarde y quiero acostarme. -Al momento, Bibi apareció a mi izquierda, arrodillada en el suelo, para lamerle los testículos y acelerar su orgasmo. -¿Qué te parece el juego? ¿Divino, eh?
Pero Gentilhombre ya no respondió. Bufaba como un toro, aunque físicamente me recordaba más a un hipopótamo, señal inequívoca de que estaba a punto de derramar su semilla en mi paladar.
***
-No quiero repetirlo.
La sentencia me dejó descolocada. Debería haber sido yo la que la pronunciara, pero había salido de los labios de Bibi, los mismos labios que nos habían llevado al acantilado por el que yo también sentía que nos estábamos despeñando.
Habíamos vuelto al apartamento de Horta y de nuevo nos habíamos comportado como perras calientes, esa era la definición con que Gentilhombre nos había definido esta segunda vez, ataviadas con medias hasta medio muslo, tanga y zapatos de tacón.
Aún sentadas en el coche de mi amiga, delante de mi casa, pasada la media noche de un 20 de diciembre.
Entré en casa, sucia, con la frase de mi compañera de travesuras taladrándome el cerebro. Tenía razón, me decía mientras el agua caliente de la ducha limpiaba los vestigios de mi depravación. Tiene razón, me repetí. Esta ha sido la última vez.
Pero sabía que me estaba engañando a mí misma.
El 24 por la mañana, vigilia de Navidad, sonó mi teléfono. Era Caballero, al que Bibi le había dado mi número, pues ella había decidido acabar con el juego. Le confirmé la decisión de mi amiga a la vez que yo también le comunicaba que no lo veríamos más.
-Me gustaría despedirme de ti. –No respondí, sorprendida por el tono amable, confidente, del hombre que siempre se había comportado como un señor feudal. –Creo que te lo mereces. Que nos lo merecemos ambos. Será una sola vez, la última, y te prometo que no te arrepentirás.
Negué, pero él también notó la poca seguridad de mi voz. Sólo será un vez más, te necesito. Mis piernas temblaron de nuevo, mi sexo se licuó. Sólo una vez, respondí. Te espero esta tarde en mi casa. ¿Hoy? Es Navidad, objeté. Considéralo un regalo que nos hacemos mutuamente.
A las cuatro de la tarde aparcaba el Mini Cooper que Abel me regaló para mi cumpleaños en el mismo parking que Bibi había utilizado. Subí hasta el cuarto piso ataviada con un abrigo largo para protegerme del frío, pues siguiendo sus instrucciones me había vestido como una buscona. Falda corta, tanto que no cubría la blonda de las medias, camiseta ceñida y sin sujetador.
Crucé la puerta del piso que había dejado entornada, el corto recibidor y entré en la sala donde me esperaba sentado en su trono, en bata. Quítate el abrigo. Me escrutó como al trozo de carne en que me había convertido un buen rato, hasta que me felicitó por mi disfraz, de fulana, especificó, pues hoy es un día especial, será un día especial.
No quiso que me desnudara. Acércate. Me arrodillé ante mi señor, abrí la bata y comencé el último contacto que iba a tener en mi vida con aquella maravilla. Era una despedida, así que di lo mejor de mí, esmerándome, recorriéndola, con la firme intención de dejar huella. Pero me detuvo poco antes de llegar al orgasmo.
Me quitó el top, amasó mis pechos, pellizcó mis pezones, mientras mis gemidos se tornaban jadeos, hasta que coló la mano entre mis piernas. Estás empapada. Cerré los ojos sintiendo la llegada de un orgasmo que me recorrería de arriba abajo, pero se detuvo. Lo miré sorprendida, turbada, rogando que continuara, pero me tomó de la mano levantándonos para llevarme a su habitación, cuya puerta también estaba entornada.
Reanudó las caricias a mi sexo mientras cruzábamos el umbral, sosteniéndome de la cintura para que no defallera. Me apoyó contra la pared, abrí las piernas tanto como pude, rogándole que acabara el trabajo. Y entonces lo noté. Una presencia.
Gentilhombre me miraba, sucio, sentado en un lado de la cama. No, suspiré, ¿qué hace él aquí? Traté de protestar, pero los dedos de mi hombre no me dejaban pensar. Otra vez el orgasmo estaba aquí. Pero de nuevo se detuvo.
¿Quieres correrte? Por favor. ¿Quieres correrte? Por favor, lo necesito. ¿Quieres correrte? Sí, necesito correrme, te lo ruego. Arrodíllate, ordenó sentándose en el filo de la cama. Chupé con ansia, con avidez, con gula, jadeando como una perra.
Noté claramente como Gentilhombre se movía, me rodeaba, me levantaba la diminuta falda y apartaba el tanga para colar su asquerosa mano entre mis piernas. Lo necesito, me repetí, necesito correrme, pero de nuevo, cuando me acercaba al orgasmo, aquellos dedos callosos me abandonaron. Un no lastimero surgió de mi interior, pero Caballero me tranquilizó. Ya llegas cariño.
No fue una mano la que me llevó a explotar, no fueron unos dedos. Un pene grueso y corto, casi negro, que había deglutido dos veces en mi vida, entró en mi sexo de una estocada. La polla que tenía en la boca chocó con mi campanilla, provocándome una arcada, pero gemí sonoramente como la perra que aquel viejo verde estaba montando. Fue un orgasmo abrasador, que no remitió pues dos miembros me perforaban, llevándome en volandas a un Paraíso desconocido para mí.
Cuando la semilla de Caballero cruzó mi garganta sentí el segundo clímax de aquel interminable orgasmo, coronado en el tercero cuando la simiente del invitado anegó mis entrañas. Me descabalgó pero no cambié de posición, arrodillada en el suelo, con las nalgas levantadas, incitadoras, y mi rostro alojado en la entrepierna de aquel hombre que me había descubierto un mundo desconocido.
¿Cómo había podido caer tan bajo? Me pregunté en un momento de lucidez, dejándome follar por aquel ser inmundo. Pero el pensamiento fue pasajero, pues leyéndome la mente de nuevo, Caballero no me dejó seguir por aquel derrotero.
-Chúpamela un poco que ahora seré yo el que te folle. Será mi regalo de Navidad.
Como no podía ser de otro modo, obedecí, insaciable. Si sentir aquella monstruosidad en la boca casi me llevaba al orgasmo, ¿cómo sería sentirla en mi vagina? El pensamiento me derritió, licuándome.
Cuando lo creyó oportuno, se retiró en la cama para sentarse mejor, me incorporó y me mandó encajarme. Ahora sabrás lo que es ser empalada.
En cuanto su polla cruzó mis labios comenzaron los espasmos, cuando su glande tocó mi matriz grité, con todas mis fuerzas, desbocada. Se movió despacio, para que aquella barra que me partía se acomodara al nuevo hábitat. Me agarré con fuerza a sus brazos, clavando mis uñas como si quisiera devolverle una milésima parte de la intensidad que me profanaba. Perdí el control de mis caderas, que se movían enajenadas, buscando escapar, tratando de no soltarse, incoherentes.
Los orgasmos volvían a sucederse descontrolados, uno solo o muchos consecutivos, soy incapaz de precisarlo, pero nunca había sentido nada igual. Fue tal la vehemencia del acto, que estuve cerca de perder el conocimiento. Cuando eyaculó, no inseminó mi matriz, anegó mi estómago, mis pulmones. Noté el sabor de aquel conocido néctar en mi propia garganta.
Caí derengada sobre la cama, cerrando las piernas pues mi vagina ardía, mis labios interiores y exteriores chillaban irritados. Pero no tuve descanso. Unas manos me tomaron de los tobillos, tirando de mi cuerpo hasta el límite de la cama, me abrieron las piernas y acomodaron una polla de nuevo, a pesar de mis débiles ruegos para detenerlo. Era más estrecha, pero era tal la irritación de la zona que noté puñales clavándose en ella.
Me dejé hacer, extasiada, mientras el cerdo asqueroso me llamaba zorra rica, puta barata, agarrándome los pechos con furia, pasando su sucia lengua por mi cara, buscando la mía. A penas noté su eyaculación, pero la oí. Si te he dejado preñada, no vengas a buscarme.
***
He dedicado los últimos quince días a mi familia. Se lo merecen, se lo debo. Hemos pasado unas felices fiestas, como cada año, esquiando en Baqueira, regalándonos deseos, repartiendo amor.
Pero hoy he vuelto a Horta. Arrodillada, devoro famélica mi depravación.
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