CAPÍTULO 5
Isabel, mi secretaria, me ofrece su ayuda para enseñar a las dos hermanas. Bajo su experta batuta, las muchachas se convertirán en perfectas sumisas.
Esa mañana, decidí que tenía que cambiar de táctica, no fuera que las privaciones a las que tenía sometidas a las dos hermanas hicieran mella en sus cuerpos, y enfermaran. Para ello, debía encontrar una persona que me las cuidara mientras yo trabajaba. El problema era quien, no conocía a nadie que me inspirara la suficiente confianza para dejarle a Natalia y a Eva a su cuidado.
Nada más despertarlas, la obligué a darse un baño, a peinarse, y a pintarse, ya que las quería en plena forma.
―Os necesito guapas― les dije, mientras les elegía la ropa.
Encantadas con la idea, esperaron ilusionadas que les dijera que es lo que debían de ponerse. Por eso, creo que quedaron un poco decepcionadas cuando les mostré su vestimenta, la cual consistía en un collar de cuero y un conjunto muy sexy de sumisa, con el sujetador y el cinturón de castidad a juego.
La primera en vestirse fue la mayor. Eva, con sus grandes pechos y hermosas caderas, estaba perfecta. Esa noche había hecho uso de ella, pero al verla con ese atuendo, me empecé a poner bruto. Sólo el saber que tenía que vestir a Natalia, evitó que la tomara allí mismo. Ésta tampoco tenía desperdicio. Con su metro setenta, su piel blanca contrastaba con el negro del cuero, dotándola de una morbosidad fuera de lo común. Todavía no le había terminado de atar el cinturón, cuando con su cara de no haber roto un plato, me pidió que al volver la eligiera a ella, quería ser mi favorita esa noche.
Sonreí al darme cuenta de que las estaba subyugando poco a poco, y llevándolas a la cocina, les dije:
―Tenéis diez minutos para desayunar, y hoy os voy a dejar que os llevéis al cuarto toda la comida que queráis, pero debe ser rápido.
Las muchachas no comieron, sino devoraron, recordando las penurias pasadas. De tal manera que pensé que les podía sentar mal, tamaña ingesta. Satisfechas, las llevé cada una a su cuarto, pero antes de cerrar sus puertas, les di a cada una, un consolador y un vaso, diciéndoles que esa noche cuando volviera a casa, debían de llenarlo de flujo, y que la que consiguiera más cantidad, iba a tener premio.
Todavía me estaba riendo al coger el coche, pensando en cómo las muchachas se iban a masturbar durante todo el día, intentando ordeñar sus coños al hacerlo, de manera que, al retornar, me las iba a encontrar exhaustas y calientes.
Pero, sobre todo, que, de esa forma, no iban a tener tiempo de pensar.
«Soy malo», me dije disfrutando de la excelente idea que había tenido.
Al llegar a la oficina, el trabajo se me había acumulado, por lo que me pasé toda la mañana firmando pedidos y autorizando presupuestos. El tiempo voló y casi sin darme cuenta ya era la hora de comer. Isabel, mi secretaria, llegó con una bandeja de sándwiches.
―Fernando, ¿quieres algo más? ― preguntó antes de irse.
Algo en su actitud, me hizo levantar la cara de mis papeles, y viendo que era ella, quien quería decirme algo, le pedí que se sentara.
― ¿Qué te ocurre? .
Se puso colorada, al saber que me había dado cuenta, y bajando la mirada me respondió:
―Disculpa, pero quería saber cómo te iba con las dos hermanitas.
Era eso, recordaba que se había excitado oyendo los castigos que había infringido a las dos mujeres el día anterior, y ahora, venía a que le siguiera contando más.
― ¿Quieres escuchar como hice que Natalia azotara a su hermana?
La sola idea de pensar en ello provocó que sus pezones se erizaran bajo la tela, y la muchacha totalmente ruborizada, no pudo más que reconocer que era lo que buscaba.
― ¡Desabróchate dos botones!
― ¿Cómo? ― me respondió protestando.
―Si esperas que te cuente todo sin nada a cambio, ¡vas jodida!
Estuvo a punto de levantarse indignada, pero tras pensárselo durante unos segundos, se llevó la mano al escote y aflojándose la blusa, retiró dos botones de sus ojales. Como ya conté Isabel era una mujercita regordeta, pero atractiva a la vez, y al hacerlo, su canalillo perfectamente formado tras un sujetador de encaje quedó a la vista.
― ¿Por dónde empiezo?
―Por el principio― me contestó, cerrando involuntariamente las piernas.
Sin darle tiempo a pensar, me coloqué detrás de ella, y posando mis manos en sus hombros, empecé a explicarle como las había hallado después de más de veinte horas sin comer y unas diez sin beber. Mi secretaria no dijo nada, su mente sólo estaba centrada en mis palabras, en cómo les había derramado el agua en sus cuerpos, obligando a las dos muchachas a absorberla de sus propios sexos.
― ¡Qué excitante! ― alcanzó a decir, mientras ya sin ningún reparo le acariciaba el cuello.
―Quítate la camisa― susurré en su oído.
Isabel estaba con la mirada ausente, debía de estar meditando acerca de lo bajo que iba a caer si me obedecía. Pero cuando ya pensaba que se iba a negar, mi secretaria suspiró y manteniendo la cabeza gacha, se despojó con rapidez de su blusa y de su sujetador. Sonreí al percatarme que se había desnudado totalmente de cintura para arriba, y eso era mucho más de lo que le había pedido.
Sus enormes pechos se me antojaron atractivos, y sin medir las consecuencias me apoderé de ellos, sopesándolos con mis manos. No hubo rechazo, al contrario, se acomodó hacia atrás en la silla, para facilitarme el hacerlo. La muchacha se estaba calentando a marchas forzadas, con los pezones erizados, me pidió susurrando que siguiera.
La situación se estaba convirtiendo en algo muy fuerte, y previendo su curso, decidí cerrar la puerta de mi despacho. Al volver a su lado, directamente le pellizqué un pezón. Jadeó sorprendida, pero cogiendo mi otra mano se la llevó al pecho libre, para que repitiera la operación. Esta vez, como si estuviera sintonizando una radio, retorcí sus pezones, escuchando sus primeros gemidos de placer.
― ¿Te gusta?
Con la respiración entrecortada, respondió afirmativamente.
― ¡Quiero ver cómo te masturbas!
No tuve que repetírselo. Isabel abriendo sus piernas, se introdujo la mano bajo la falda pasando su dedo por encima de la braga, mientras yo alucinaba de su calentura. No había marcha atrás, y ella lo supo cuando separándome de ella, acerqué mi silla para verlo mejor. En ese momento quiso parar, quizás cortada, pero dándole un tortazo le dije que no le había dado permiso para hacerlo.
Era la primera bofetada que le daba, pero no iba a ser la última, ya al contrario de la lógica le había excitado, y quitándose el tanga, se afanó en ser observada. Sus rollizos muslos terminaban en un sexo totalmente depilado. Pude ver, como se abría los labios, y se concentraba en su clítoris, mientras no dejaba de mirarme. En pocos minutos, ya olía a sexo, y sus gemidos se escuchaban en la habitación.
Fue el momento que elegí, para despojarme de mi pantalón, y acercando mi sexo a su boca, le ordené que me mamara sin dejar de pajearse. Sentada, con las piernas abiertas y con su mano torturando su pubis, abrió la boca para recibir mi extensión. Dejé que llevara el ritmo, acariciándole la cabeza. Su lengua era una experta recorriendo los pliegues de mi glande, de manera que rápidamente todo mi pene quedó embadurnado con su saliva, y la muchacha forzando su garganta, se lo introdujo lentamente.
Me encantó, la forma tan sensual con la que se lo metió, ladeando su cara hizo que rebotase en sus mofletes por dentro, antes de incrustárselo. Noté como se corría, sus piernas temblaban al hacerlo, pero en ningún momento dejó de masturbarme, era como si le fuera su vida en ello. No soy un semental de veinticinco centímetros, pero mi sexo tiene un más que decente tamaño, y, aun así, la muchacha fue capaz de metérselo por entero. Por increíble que parezca, sentí sus labios rozando la base de mi pene, mientras mi glande disfrutaba de la presión de su garganta.
Fue demasiado placentero, y desbordándome dentro de ella me corrí, sujetando su cabeza al hacerlo. Mi semen se fue directamente a su estómago, porque Isabel no trató de zafarse, sino que, profundizando su mamada, estimuló mis testículos con las manos para prolongar mi orgasmo.
― ¡Fernando! ― dijo feliz, al sacar mi pene de su boca―Tienes el miembro tan rico como me imaginaba.
Su lujuria me dio la idea, y levantándola de la silla, mientras la terminaba de desnudar, le dije:
― ¿Te apetece ayudarme con dos putitas?
― ¿Qué tengo que hacer?
―Por ahora, disfrutar―, respondí mientras la inclinaba sobre mi despacho, dejando su trasero sensualmente dispuesto.
Su culo era enorme, pero bien formado. Separando sus dos nalgas, descubrí una entrada todavía virgen. Era rosada, cerradita y mía, saber que estaba a mi disposición me provocó una brutal erección. Isabel lo notó al instante, y cogiéndose ambos cachetes con las manos, me pidió que lo hiciera con cuidado.
Pasé mi mano por su sexo, y recolectando un poco de su flujo, lo unté en su hoyuelo. La muchacha, más alterada de lo que era normal, se tumbó directamente en la mesa, dejándome hacer. Con un dedo recorrí sus bordes, antes de introducirlo en su interior. Era tentador, pero no quería destrozarla por lo que me entretuve en relajarlo antes de meter el segundo. Escuché un jadeo. Le dolía, pero no se quejaba, lo que me dio motivos para continuar. Forzando un poco sus músculos, fui encajando y sacando mis dedos hasta que desapareció la resistencia, entonces y solo entonces, acerqué mi glande a su entrada.
Durante unos instantes, jugueteé acariciándolo, y al percatarme que estaba lista, posé mis manos en sus hombros y le introduje la cabeza. Chilló de dolor al sentir violado su recto, creo que incluso derramó unas lágrimas, pero no se rajó, al contrario,echándose para atrás, obligó a mi pene a empalarla con su consentimiento. Lo hizo tan lento, que me dio tiempo a notar, como toda mi extensión iba rozando las paredes de su ano, destrozándolo. Mordiéndose los labios, aguantó el dolor de sentirse desgarrada. Con mi sexo completamente en su interior, esperé a que se acostumbrara.
― ¿Lista? ― pregunté.
Al no contestarme, deduje que lo estaba, iniciando mi ligero trote. A Isabel nunca le habían hecho un anal, y por eso le dolió brutalmente al principio, pero después de unos minutos, con el esfínter ya relajado empezó a disfrutar. Me di cuenta de ello, cuando bajando su mano, se empezó a masturbar. Sabiendo que era el momento, le azucé dando un azote en su trasero.
Fue como si se desbocara mi gordita, berreando como una hembra en celo, movió sus caderas violentamente hacia atrás, clavándose hasta el fondo mi herramienta. Gritando me pidió que la ayudara, y entonces comprendí que le excitaba el maltrato, y dándole una tanda a modo de aguijón, conseguí que su cuerpo adquiriera un ritmo infernal. Sus pechos se bamboleaban al compás de mis penetraciones y sus carnes oscilaban como un péndulo, mientras ella se desgañitaba chillando su placer.
Su orgasmo me empapó de arriba abajo, ya que de su sexo manó su flujo en demasía, recorriendo sus piernas, de modo que cada vez que chocaba con su trasero, salpicaba por todos lados. Su brutal reacción terminó de excitarme, y uniéndome a ella, le regué con mi semen todos sus intestinos.
Agotados, quedamos unidos por nuestros sexos, mientras descansábamos del esfuerzo. Y sólo cuando nuestras respiraciones ya eran normales, ella separándose de mí, se arrodilló a limpiar con su boca mi pene. Era increíble, una máquina, usando su lengua retiró rápidamente todos los restos de nuestra lujuria, y al terminar como si no hubiese pasado nada se vistió sin hablar. Pero justo, cuando ya salía por la puerta, se volvió para decirme:
― ¿A qué hora?
La muy zorra no se había olvidado de mi promesa, y riendo le contesté:
―A las ocho, pero tráete ropa, te vas a quedar por lo menos una semana.
― ¿Y el trabajo?
―Soy tu jefe, ya veré que me invento.
Meneando sus caderas, salió del despacho, no sin antes prometerme que no me iba a arrepentir.
Poniéndome manos a la obra, llamé al departamento de personal de la compañía, para advertirles que Isabel iba a ser trasladada durante un mes a Barcelona, por lo que debían de preparar sus dietas. De esa manera, nadie la iba a echar de menos durante un mes, dándome tiempo para adiestrar de manera conveniente tanto a las hijas de mi jefe, como a mí más reciente adquisición.
Lo que no tenía claro, es cuál iba a ser el papel de mi secretaria, porque le gustaba demasiado recibir azotes. Pero algo si era seguro, fuera cual fuese su participación, es que se había ofrecido voluntaria, por lo que me podía fiar de ella. Meditando sobre ello, pensé que detrás de ubuena masoquista, se podía descubrir a una buena sumisa o a la domina más cruel. Cerrando mi ordenador, me dije que lo iba a saber en pocas horas…
CONTINUARÁ
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Isabel, mi secretaria, me ofrece su ayuda para enseñar a las dos hermanas. Bajo su experta batuta, las muchachas se convertirán en perfectas sumisas.
Esa mañana, decidí que tenía que cambiar de táctica, no fuera que las privaciones a las que tenía sometidas a las dos hermanas hicieran mella en sus cuerpos, y enfermaran. Para ello, debía encontrar una persona que me las cuidara mientras yo trabajaba. El problema era quien, no conocía a nadie que me inspirara la suficiente confianza para dejarle a Natalia y a Eva a su cuidado.
Nada más despertarlas, la obligué a darse un baño, a peinarse, y a pintarse, ya que las quería en plena forma.
―Os necesito guapas― les dije, mientras les elegía la ropa.
Encantadas con la idea, esperaron ilusionadas que les dijera que es lo que debían de ponerse. Por eso, creo que quedaron un poco decepcionadas cuando les mostré su vestimenta, la cual consistía en un collar de cuero y un conjunto muy sexy de sumisa, con el sujetador y el cinturón de castidad a juego.
La primera en vestirse fue la mayor. Eva, con sus grandes pechos y hermosas caderas, estaba perfecta. Esa noche había hecho uso de ella, pero al verla con ese atuendo, me empecé a poner bruto. Sólo el saber que tenía que vestir a Natalia, evitó que la tomara allí mismo. Ésta tampoco tenía desperdicio. Con su metro setenta, su piel blanca contrastaba con el negro del cuero, dotándola de una morbosidad fuera de lo común. Todavía no le había terminado de atar el cinturón, cuando con su cara de no haber roto un plato, me pidió que al volver la eligiera a ella, quería ser mi favorita esa noche.
Sonreí al darme cuenta de que las estaba subyugando poco a poco, y llevándolas a la cocina, les dije:
―Tenéis diez minutos para desayunar, y hoy os voy a dejar que os llevéis al cuarto toda la comida que queráis, pero debe ser rápido.
Las muchachas no comieron, sino devoraron, recordando las penurias pasadas. De tal manera que pensé que les podía sentar mal, tamaña ingesta. Satisfechas, las llevé cada una a su cuarto, pero antes de cerrar sus puertas, les di a cada una, un consolador y un vaso, diciéndoles que esa noche cuando volviera a casa, debían de llenarlo de flujo, y que la que consiguiera más cantidad, iba a tener premio.
Todavía me estaba riendo al coger el coche, pensando en cómo las muchachas se iban a masturbar durante todo el día, intentando ordeñar sus coños al hacerlo, de manera que, al retornar, me las iba a encontrar exhaustas y calientes.
Pero, sobre todo, que, de esa forma, no iban a tener tiempo de pensar.
«Soy malo», me dije disfrutando de la excelente idea que había tenido.
Al llegar a la oficina, el trabajo se me había acumulado, por lo que me pasé toda la mañana firmando pedidos y autorizando presupuestos. El tiempo voló y casi sin darme cuenta ya era la hora de comer. Isabel, mi secretaria, llegó con una bandeja de sándwiches.
―Fernando, ¿quieres algo más? ― preguntó antes de irse.
Algo en su actitud, me hizo levantar la cara de mis papeles, y viendo que era ella, quien quería decirme algo, le pedí que se sentara.
― ¿Qué te ocurre? .
Se puso colorada, al saber que me había dado cuenta, y bajando la mirada me respondió:
―Disculpa, pero quería saber cómo te iba con las dos hermanitas.
Era eso, recordaba que se había excitado oyendo los castigos que había infringido a las dos mujeres el día anterior, y ahora, venía a que le siguiera contando más.
― ¿Quieres escuchar como hice que Natalia azotara a su hermana?
La sola idea de pensar en ello provocó que sus pezones se erizaran bajo la tela, y la muchacha totalmente ruborizada, no pudo más que reconocer que era lo que buscaba.
― ¡Desabróchate dos botones!
― ¿Cómo? ― me respondió protestando.
―Si esperas que te cuente todo sin nada a cambio, ¡vas jodida!
Estuvo a punto de levantarse indignada, pero tras pensárselo durante unos segundos, se llevó la mano al escote y aflojándose la blusa, retiró dos botones de sus ojales. Como ya conté Isabel era una mujercita regordeta, pero atractiva a la vez, y al hacerlo, su canalillo perfectamente formado tras un sujetador de encaje quedó a la vista.
― ¿Por dónde empiezo?
―Por el principio― me contestó, cerrando involuntariamente las piernas.
Sin darle tiempo a pensar, me coloqué detrás de ella, y posando mis manos en sus hombros, empecé a explicarle como las había hallado después de más de veinte horas sin comer y unas diez sin beber. Mi secretaria no dijo nada, su mente sólo estaba centrada en mis palabras, en cómo les había derramado el agua en sus cuerpos, obligando a las dos muchachas a absorberla de sus propios sexos.
― ¡Qué excitante! ― alcanzó a decir, mientras ya sin ningún reparo le acariciaba el cuello.
―Quítate la camisa― susurré en su oído.
Isabel estaba con la mirada ausente, debía de estar meditando acerca de lo bajo que iba a caer si me obedecía. Pero cuando ya pensaba que se iba a negar, mi secretaria suspiró y manteniendo la cabeza gacha, se despojó con rapidez de su blusa y de su sujetador. Sonreí al percatarme que se había desnudado totalmente de cintura para arriba, y eso era mucho más de lo que le había pedido.
Sus enormes pechos se me antojaron atractivos, y sin medir las consecuencias me apoderé de ellos, sopesándolos con mis manos. No hubo rechazo, al contrario, se acomodó hacia atrás en la silla, para facilitarme el hacerlo. La muchacha se estaba calentando a marchas forzadas, con los pezones erizados, me pidió susurrando que siguiera.
La situación se estaba convirtiendo en algo muy fuerte, y previendo su curso, decidí cerrar la puerta de mi despacho. Al volver a su lado, directamente le pellizqué un pezón. Jadeó sorprendida, pero cogiendo mi otra mano se la llevó al pecho libre, para que repitiera la operación. Esta vez, como si estuviera sintonizando una radio, retorcí sus pezones, escuchando sus primeros gemidos de placer.
― ¿Te gusta?
Con la respiración entrecortada, respondió afirmativamente.
― ¡Quiero ver cómo te masturbas!
No tuve que repetírselo. Isabel abriendo sus piernas, se introdujo la mano bajo la falda pasando su dedo por encima de la braga, mientras yo alucinaba de su calentura. No había marcha atrás, y ella lo supo cuando separándome de ella, acerqué mi silla para verlo mejor. En ese momento quiso parar, quizás cortada, pero dándole un tortazo le dije que no le había dado permiso para hacerlo.
Era la primera bofetada que le daba, pero no iba a ser la última, ya al contrario de la lógica le había excitado, y quitándose el tanga, se afanó en ser observada. Sus rollizos muslos terminaban en un sexo totalmente depilado. Pude ver, como se abría los labios, y se concentraba en su clítoris, mientras no dejaba de mirarme. En pocos minutos, ya olía a sexo, y sus gemidos se escuchaban en la habitación.
Fue el momento que elegí, para despojarme de mi pantalón, y acercando mi sexo a su boca, le ordené que me mamara sin dejar de pajearse. Sentada, con las piernas abiertas y con su mano torturando su pubis, abrió la boca para recibir mi extensión. Dejé que llevara el ritmo, acariciándole la cabeza. Su lengua era una experta recorriendo los pliegues de mi glande, de manera que rápidamente todo mi pene quedó embadurnado con su saliva, y la muchacha forzando su garganta, se lo introdujo lentamente.
Me encantó, la forma tan sensual con la que se lo metió, ladeando su cara hizo que rebotase en sus mofletes por dentro, antes de incrustárselo. Noté como se corría, sus piernas temblaban al hacerlo, pero en ningún momento dejó de masturbarme, era como si le fuera su vida en ello. No soy un semental de veinticinco centímetros, pero mi sexo tiene un más que decente tamaño, y, aun así, la muchacha fue capaz de metérselo por entero. Por increíble que parezca, sentí sus labios rozando la base de mi pene, mientras mi glande disfrutaba de la presión de su garganta.
Fue demasiado placentero, y desbordándome dentro de ella me corrí, sujetando su cabeza al hacerlo. Mi semen se fue directamente a su estómago, porque Isabel no trató de zafarse, sino que, profundizando su mamada, estimuló mis testículos con las manos para prolongar mi orgasmo.
― ¡Fernando! ― dijo feliz, al sacar mi pene de su boca―Tienes el miembro tan rico como me imaginaba.
Su lujuria me dio la idea, y levantándola de la silla, mientras la terminaba de desnudar, le dije:
― ¿Te apetece ayudarme con dos putitas?
― ¿Qué tengo que hacer?
―Por ahora, disfrutar―, respondí mientras la inclinaba sobre mi despacho, dejando su trasero sensualmente dispuesto.
Su culo era enorme, pero bien formado. Separando sus dos nalgas, descubrí una entrada todavía virgen. Era rosada, cerradita y mía, saber que estaba a mi disposición me provocó una brutal erección. Isabel lo notó al instante, y cogiéndose ambos cachetes con las manos, me pidió que lo hiciera con cuidado.
Pasé mi mano por su sexo, y recolectando un poco de su flujo, lo unté en su hoyuelo. La muchacha, más alterada de lo que era normal, se tumbó directamente en la mesa, dejándome hacer. Con un dedo recorrí sus bordes, antes de introducirlo en su interior. Era tentador, pero no quería destrozarla por lo que me entretuve en relajarlo antes de meter el segundo. Escuché un jadeo. Le dolía, pero no se quejaba, lo que me dio motivos para continuar. Forzando un poco sus músculos, fui encajando y sacando mis dedos hasta que desapareció la resistencia, entonces y solo entonces, acerqué mi glande a su entrada.
Durante unos instantes, jugueteé acariciándolo, y al percatarme que estaba lista, posé mis manos en sus hombros y le introduje la cabeza. Chilló de dolor al sentir violado su recto, creo que incluso derramó unas lágrimas, pero no se rajó, al contrario,echándose para atrás, obligó a mi pene a empalarla con su consentimiento. Lo hizo tan lento, que me dio tiempo a notar, como toda mi extensión iba rozando las paredes de su ano, destrozándolo. Mordiéndose los labios, aguantó el dolor de sentirse desgarrada. Con mi sexo completamente en su interior, esperé a que se acostumbrara.
― ¿Lista? ― pregunté.
Al no contestarme, deduje que lo estaba, iniciando mi ligero trote. A Isabel nunca le habían hecho un anal, y por eso le dolió brutalmente al principio, pero después de unos minutos, con el esfínter ya relajado empezó a disfrutar. Me di cuenta de ello, cuando bajando su mano, se empezó a masturbar. Sabiendo que era el momento, le azucé dando un azote en su trasero.
Fue como si se desbocara mi gordita, berreando como una hembra en celo, movió sus caderas violentamente hacia atrás, clavándose hasta el fondo mi herramienta. Gritando me pidió que la ayudara, y entonces comprendí que le excitaba el maltrato, y dándole una tanda a modo de aguijón, conseguí que su cuerpo adquiriera un ritmo infernal. Sus pechos se bamboleaban al compás de mis penetraciones y sus carnes oscilaban como un péndulo, mientras ella se desgañitaba chillando su placer.
Su orgasmo me empapó de arriba abajo, ya que de su sexo manó su flujo en demasía, recorriendo sus piernas, de modo que cada vez que chocaba con su trasero, salpicaba por todos lados. Su brutal reacción terminó de excitarme, y uniéndome a ella, le regué con mi semen todos sus intestinos.
Agotados, quedamos unidos por nuestros sexos, mientras descansábamos del esfuerzo. Y sólo cuando nuestras respiraciones ya eran normales, ella separándose de mí, se arrodilló a limpiar con su boca mi pene. Era increíble, una máquina, usando su lengua retiró rápidamente todos los restos de nuestra lujuria, y al terminar como si no hubiese pasado nada se vistió sin hablar. Pero justo, cuando ya salía por la puerta, se volvió para decirme:
― ¿A qué hora?
La muy zorra no se había olvidado de mi promesa, y riendo le contesté:
―A las ocho, pero tráete ropa, te vas a quedar por lo menos una semana.
― ¿Y el trabajo?
―Soy tu jefe, ya veré que me invento.
Meneando sus caderas, salió del despacho, no sin antes prometerme que no me iba a arrepentir.
Poniéndome manos a la obra, llamé al departamento de personal de la compañía, para advertirles que Isabel iba a ser trasladada durante un mes a Barcelona, por lo que debían de preparar sus dietas. De esa manera, nadie la iba a echar de menos durante un mes, dándome tiempo para adiestrar de manera conveniente tanto a las hijas de mi jefe, como a mí más reciente adquisición.
Lo que no tenía claro, es cuál iba a ser el papel de mi secretaria, porque le gustaba demasiado recibir azotes. Pero algo si era seguro, fuera cual fuese su participación, es que se había ofrecido voluntaria, por lo que me podía fiar de ella. Meditando sobre ello, pensé que detrás de ubuena masoquista, se podía descubrir a una buena sumisa o a la domina más cruel. Cerrando mi ordenador, me dije que lo iba a saber en pocas horas…
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