Capítulo 1
Todo lo que voy a narraros tiene su origen en una entrevista de trabajo, acaecida hace tres años. Como tantos otros provengo de los barrios bajos de una ciudad cualquiera y gracias a los esfuerzos de mis viejos, pude estudiar una carrera. Durante años tuve que fajarme duramente para ir escalando puestos, hasta que ya como ejecutivo de valía reconocida, una empresa del sector me llamó.
La entrevista resultó un éxito, Don Julián, el máximo accionista, se quedó encantado no solo por mi currículum, sino por mis respuestas y mi visión de futuro. Y tras un corto proceso de selección, fui contratado como Director General de la compañía.
Durante el primer año, trabajé doce horas diarias codo con codo con el anciano, logrando darle la vuelta a la sociedad. Donde solo había números rojos y perdidas con una situación cercana a la quiebra, conseguimos beneficios y lo que es más importante que los bancos volvieran a confiar en nosotros.
El segundo año fue espectacular, como si fuera una locomotora la compañía se había comido a su competencia y éramos quienes poníamos los precios y las condiciones, no aceptando ya que los clientes dictaran nuestras políticas. Los otros accionistas no se podían creer que tras muchos años palmando dinero, de pronto no solo recuperaran su inversión, sino que el valor de esta se hubiese multiplicado.
No fue solo labor mía, Don Julián era un zorro al que solo le faltaba tener un buen segundo que le comprendiera, que aplicara sus ideas, llevándole la contraria cuando no estaba de acuerdo con ellas. Éramos un tándem perfecto, experiencia y juventud, conservadurismo y audacia. Demasiado bueno para perdurar y el comienzo del fin fue la fiesta que organizó en su casa para celebrar los resultados cojonudos de la compañía.
Nunca me había invitado al chalé que tenía en la zona más exclusiva de la ciudad, por lo que me preparé con esmero para mi particular fiesta de presentación en sociedad. Por primera vez en mi vida me hice un traje a medida, me corté el pelo e intenté parecer de esa alta sociedad a la que no pertenezco.
Nervioso, por mi falta de experiencia, toqué el timbre de la casa.
Fue la primera vez que vi a Natalia, la hija pequeña del jefe, una preciosidad de veintidós años, recién salida de una universidad americana. Ver a esa hermosura con su metro setenta y cuerpo de escándalo, ya valía lo que me había gastado en vestuario. Realmente me había impactado, por lo que apenas pude articular palabra y tuvo que ser ella quien hablara:
― ¿Qué desea? ― me preguntó educadamente.
―Vengo a la fiesta de Don Julián― contesté cortado, pensando que a lo mejor me había equivocado de hora.
Lo que no me esperaba era su respuesta:
―Perdone, pero los camareros entran por la puerta de atrás.
Menos mal que en ese momento mi jefe hizo su aparición y pegándome un abrazo me introdujo en la reunión porque, si no, no sé si me hubiese atrevido a entrar.
Como dice el viejo refrán, “la mona, aunque se vista de seda, mona se queda" y por mucho que había intentado aparentar, ¡seguía siendo un chico de barrio!
La incomodidad que sentí en ese momento se fue diluyendo con el paso del tiempo, sobre todo porque gracias al trabajo conocía a la mayoría de los hombres de la fiesta y a un par de las mujeres. Poco a poco fue cogiendo confianza y al cabo de un rato me convertí en el centro de atracción del evento al saber todos los presentes que era el segundo de la organización y el más que probable sucesor del jefe en el cargo. Por ello a nadie le extrañó que me sentaran a su derecha, justo al lado de su hija mayor, Eva.
Durante la cena tuve un montón de trabajo, teniendo que alternar entre darle conversación al viejo y entretener a su niña. Por un lado, Don Julián me pedía constantemente mi opinión sobre los más que variados temas y por el otro, la muchacha no hacía otra cosa que coquetear conmigo. Todo iba sobre ruedas hasta que al terminar empezó el baile y sin pedirme opinión Eva me sacó a bailar. En un principio, rechacé su ofrecimiento, pero su padre viendo mi incomodidad me pidió que bailara con ella.
Si Natalia me había impresionado, Eva todavía más. Rubia, guapa, inteligente y simpática, con unas curvas de infarto convenientemente envueltas en un vestido escotado que más que esconder revelaba la rotundidad de sus pechos y caderas. Cuando bailaba, era una tortura el observar cómo sus senos seguían el ritmo de la música y más de una vez tuve que hacer un esfuerzo consciente para dejar de mirarlos. Ella estaba encantada, se sabía atractiva y para ella, yo era una presa por lo que como una depredadora tejió sus redes y como un imbécil caí en ellas. Era la mujer maravilla y yo su más ferviente admirador.
El culmen de mi calentura esa noche fue cuando iniciando las canciones lentas, le pedí volver a la mesa con su padre, pero ella se negó y pegándose a mí, empezó a bailar. Al notar sus pechos clavándose en mi camisa y sus caderas restregándose contra mi sexo, sentí como una descarga eléctrica recorría mi cuerpo. Todo mi cuerpo reaccionó a sus maniobras y desbocado mi corazón empezó a bombear sangre a mi entrepierna. Ella al notarlo sonrió satisfecha pero lejos de detener su juego, como una hembra en celo, se las arregló para sin que nadie se diera cuenta y como quien no quiere la cosa, rozarlo con su mano palpando toda su extensión.
Afortunadamente cuando casi estaba a punto de cometer la estupidez de besarla, la niñata me pidió una copa por lo que como un criado obediente fui a la barra a por su bebida y al volver había desaparecido. Molesto pero excitado, no pude más que esperarla. Después de diez minutos de espera y viendo que no volvía, decidí ir al baño.
Nada más entrar y sin haberme bajado la bragueta todavía, unas voces de mujer que venían del jardín llamaron mi atención. Eran las dos hermanitas que riéndose comentaban la pinta de rufián que tenía el favorito de su padre, descojonadas, se cachondeaban de cómo ganando una apuesta Eva había conseguido excitarme.
Mi mundo cayó hecho trizas al darme cuenta de que había sido objeto de una broma y cuál era la verdadera opinión de las muchachas. Cabreado, me fui de la cena sin despedirme de nadie. Durante la noche tomé la decisión de borrarme del mapa y desaparecer para no volver a ser objeto de una burla como aquella.
Al día siguiente y con mi carta de dimisión en el bolsillo, fui a ver a Don Julián. Este al ver mi cara de pocos amigos, me pidió que antes de decirle nada le escuchara unos minutos. Como me caía bien el viejo, no me importó esperar antes de presentarle mi renuncia.
―Fernando, tengo que agradecerte lo que has hecho por mí durante estos dos años.
«¡Coño! Me va a despedir», pensé al oírle y supuse que algo había pasado para que de pronto cambiara radicalmente su opinión de mí, por lo que sin interrumpirle esperé a que continuara:
―Sé que es más de lo que un jefe puede pedir, pero me gustaría que me hicieras un favor.
―Lo que usted quiera, Don Julián― contesté intrigado.
―Mira muchacho, has sabido ganarte mi confianza, eres quizás ese hijo varón que nunca tuve…― algo le preocupaba, y no le resultaba fácil el decirlo― …como padre soy un fracaso. He criado a dos hijas que son dos monstruos, bellos pero altaneros, egoístas y creídos que se han olvidado de que su padre viene de orígenes modestos y que se creen tocadas por la gracia divina. Niñas pijas que se han buscado como novios a dos inútiles que lo único que esperan es que me muera para así heredar.
Supe al instante que algo debía de haber llegado a sus oídos de la broma que me habían preparado el día anterior. Totalmente descolocado porque no tenía de la menor idea de lo que se proponía, le pregunté qué quería que yo hiciera ya que no era más que su empleado:
―Es muy sencillo, quiero que las eduques― me espetó.
― ¿Y cómo ha pensado que lo haga? ― respondí ya totalmente intrigado.
―Ese es tu problema, no el mío. A partir de hoy a las tres, voy a desaparecer con Mariana durante seis meses y solo tú vas a saber dónde estoy y cómo comunicarte conmigo. He firmado esta mañana la renuncia a mi puesto en la empresa, te he nombrado presidente y aquí tienes el contrato de alquiler de mi casa. Solo te pido que al menos les des tres días para que se busquen un sitio donde vivir.
No me podía creer que era lo que me estaba pidiendo, antes de responderle, me entretuve leyendo los documentos que me había dado. En una primera lectura era un traspaso de poderes, pero analizándolos con detenimiento eran unos poderes de esos llamados de quiebra y si quisiera le podía dejar de patitas en la calle.
―Jefe, ¿se da usted cuenta de lo que ha firmado? ― dije impresionado.
―Chaval, confío en ti― contestó y sin darme tiempo de protestar, me pidió que le dejara solo ya que tenía muchas cosas que resolver.
«Joder, con el viejo «, pensé, «se va seis meses con su amante dejándome un marrón».
Me sentía halagado por su confianza, jamás me hubiera imaginado el aprecio que me tenía y por ello comprendí que no podía fallar a una persona que me había dado tanto.
Quise llevarle al aeropuerto, pero Don Julián se negó diciendo que tenía mucho que pensar y hacer para terminar afirmando que solo tenía seis meses para llevarlo a cabo. Por mucho que insistí, no dio su brazo a torcer por lo que me quedé en la oficina rumiando mis planes.
Como me había explicado que sus hijas llegaban todos los días a las nueve de la noche, decidí adelantarme a ellas. Aparqué mi coche en la entrada del chalé de forma que obstaculizaba el paso al garaje. Lo primero que hice fue darle dos meses de vacaciones pagadas al servicio, con la condición de que quería que se fueran en ese mismo momento.
Las criadas aceptaron encantadas, por lo que quedándome solo me tomé mi tiempo en trasladar mis pertenencias a la habitación de su padre.
Me acababa de servir un güisqui cuando las oí entrar despotricando porque alguien había dejado una tartana de coche en el jardín. Venían con sus novios, se les veía muy felices, pronto iban a cambiar de humor al enterarse de mis planes. Al no responder las muchachas, empezaron a buscarlas por la casa. Pero no hallaron lo que esperaban, ya que al entrar en la biblioteca me vieron a mi sentado en el sillón de su padre.
― ¿Qué haces aquí? ¿No sabes que mi padre está de viaje? ― me soltó de una manera impertinente Natalia, la menor de las hermanas.
―Si lo sé― y mirando a los dos muchachos que los acompañaban, comenté: ― Me imagino que sois Fefé y Tony.
Al no contestarme supe que había acertado.
―Bien entonces lo que les tengo que decir a ellas, os interesa. Por favor tomad asiento.
No era una pregunta, era una orden. Nadie les había hablado nunca así, por lo que no supieron que contestar y obedeciendo tomaron asiento.
―Estáis desheredadas― les solté sin suavizar la dureza de mi afirmación y sin alzar la voz.
Tras unos instantes en los que la incredulidad inicial dio paso a la perplejidad y ésta a la ira descontrolada, Eva la mayor de las dos me gritó que no me creía. Sin mediar palabra, les extendí mis poderes y una carta de su padre en la que les decía que se buscaran la vida que estaba harto de sus tonterías.
― ¡No puede hacernos esto! ― dijo Natalia con lágrimas en los ojos.
―Claro que puede y lo ha hecho― respondí, y dirigiéndome a los dos niños pijos: ― A partir de este momento, todo es mío por lo que, si esperabais usar para vuestros vicios el dinero de ellas, os aviso que éste no existe.
Si a las muchachas se les había desmoronado todo, a Fefé y Tony (hasta sus nombres eran ridículos) de un plumazo se les había acabado el chollo. En sus caras se podía vislumbrar el desconcierto. Fefé, realmente enojado, le pidió a su novia que le dejara ver los papeles y tras estudiarlos, su semblante adquirió el tono blanquecino de quien ha visto un fantasma.
―Tiene razón― sentenció el muchacho ―es una donación inter vivos. No tenéis nada que hacer. Vamos Tony, dejemos que hablen solas con él, ya que ni tu ni yo tenemos nada que ver.
Y saliendo de la habitación se cumplió el viejo dicho de que las ratas son la primeras en abandonar el barco. Las dos hermanas estaban juntas en su desgracia y si los que habían sido sus novios hasta entonces les abandonaban, no podían esperar que nadie las ayudara.
―Las cosas han cambiado en esta casa. Para empezar, os he anulado las tarjetas, me tenéis que dar las llaves de los coches y si queréis seguir viviendo aquí, vais a tener que ganároslo.
Haciendo un descanso dramático, me quedé callado unos segundos. Se notaba a la legua que estaban acojonadas y sin saber qué hacer. Señalando a la mayor, le solté con una sonrisa de oreja a oreja:
―Eva haz la cena mientras tu hermana pone la mesa.
― ¡Maldito cerdo! ― contestó indignada por que la igualara a alguien del servicio e intentó pegarme, pero como me lo esperaba, le sujeté la mano y retorciéndole el brazo, la besé en los labios de forma posesiva antes de empujarla al sofá.
― ¡Hoy! No cenas― le espeté y mirando a su hermana le dije: ― Natalia haz comida solo para dos porque tu hermana quiere irse a dormir.
Llorando me dejaron solo en la biblioteca, cada una se marchó a donde les había ordenado. Satisfecho, me terminé la copa degustando el amargo sabor de la venganza.
Capítulo 2
Poco acostumbrada a cocinar y menos a trabajar, Natalia rompió un par de platos mientras preparaba la bazofia que sin lugar a duda esa noche íbamos a degustar. Pude haberle recriminado su torpeza, pero me abstuve recordando que la venganza era un plato que se tomaba frio. Cuando la cena estuvo lista, me senté en la mesa disfrutando de cómo la odiosa muchacha me servía. Era una delicia el observarla, con su top de niña bien y su minifalda parecía hasta humana, pero sabiendo que esa belleza de cuerpo encerraba a una arpía. Arpía cuyo padre me había pedido que la educase y eso era lo que iba a hacer.
Me había preparado unos huevos con jamón mientras ella se iba a tomar un sándwich. Su actitud servil no me cuadraba por ello cuando con el tenedor cogí un poco de comida en su mirada descubrí la traición.
― ¿Qué has hecho? ― dije cabreadísimo.
―Nada― contestó ella nerviosa.
Sin perder la compostura, extendiéndole el plato, le ordené que se lo comiera. Intentó negarse aludiendo una supuesta falta de apetito.
―Serás puta― repliqué y cogiéndola de la cintura la puse en mis piernas, para acto seguido de subirle la falda, empezar a azotarla.
Esa niña bien que se creía inmune a todo, gritó y lloró como loca al sentir los golpes en su trasero, e más por la humillación que sentía que por el dolor mismo. Para su desgracia, no tuve piedad de ella y como llevaba un minúsculo tanga pude notar como su culo se enrojecía con cada azote.
―Por favor― me rogó al comprobar que le era imposible escapar del castigo.
Obviando sus lloros, alargué el castigo y no paré hasta que todo su trasero tenía el color de un tomate. Entonces y solo entonces la liberé.
― ¿Qué has hecho? ― volví a preguntar.
―Te he echado un laxante― contestó llorando.
―Comételo― ordené nuevamente.
Esta vez, sin dejar de sollozar se metió un trozo en la boca.
―Todo, ¡que no quede nada en el plato!
Sabiendo que si no lo hacía le iba a ir como en feria, se lo acabó sin rechistar. Al terminar me pidió permiso para irse a su cuarto, pero no la dejé diciendo:
―No, bonita. Si te vas, iras al baño a vomitar y lo que quiero es que te haga efecto.
Tardó tres minutos en hacerlo, los tres minutos más duros de su vida ya que como si fuera un condenado a muerte, tuvo que estar sentada mientras su estómago digería el laxante. Al sentir que se venía por la pata abajo, me rogó que la dejara ir al baño, ni siquiera tuve que negarme porque como si fuera una explosión, por su esfínter se vació totalmente, manchando de mierda sus piernas, la silla y la alfombra.
―Quítate la ropa y limpia lo que has manchado.
― ¿Aquí? ― preguntó asustada ante la perspectiva de tener que hacerlo en mi presencia.
―No, en el baño― y actuando con una caballerosidad que no se esperaba, comenté: ―Vete que ya te llevo yo lo que debes ponerte.
Mientras la zorra se quitaba el estropicio, fui al cuarto donde dormía el servicio y buscando un uniforme de criada, abrí el armario. Había varios modelos, algunos más formales que otros, pero como no encontré nada de mi gusto, cogí uno al azar y con unas tijeras corté lo que le sobraba.
«Así está bien», me dije al ver mi obra y tocando la puerta del baño donde se había refugiado, se lo entregué. La morena palideció al comprobar lo que le había hecho entrega por la puerta entreabierta:
― ¡Cabrón! ― alcancé a oír antes de que la cerrara.
Muerto de risa, me senté a comerme el sándwich mientras ella se cambiaba. Fue una espera corta pero el resultado resultó mejor de lo que me esperaba. Le quedaba estupendamente el uniforme, la poca tela que dejé en la falda no podía más que esconder una parte de sus nalgas, dejando al aire todas sus piernas y el pronunciado escote hacía resaltar la rotundidad de sus formas. Pero fue al agacharse a limpiar la alfombra cuando caí en la cuenta de que al tenerlo embarrado de mierda se había quitado el tanga. Fijando mi mirada en ella, descubrí que lucía un sexo lampiño, sin rastro de vello púbico y que, gracias a esos cuidados, se mostraba glorioso junto con un rosado agujero entre sus nalgas.
No me pude aguantar y acariciando su maltratada piel, le pregunté si le dolía. Ella reaccionó a mis caricias poniéndose tensa, pero sin retirarse siguió con su labor. Su actitud sumisa me envalentonó y con la yema de mis dedos, empecé a jugar cerca de sus labios. Ella se dejaba hacer y yo totalmente excitado lo hacía.
Sus piernas se entreabrieron para facilitar mis maniobras y bruscamente le introduje dos dedos en su sexo. La que hasta hace unos minutos creía una mojigata estaba disfrutando. Su cueva manaba flujo mientras su dueña se retorcía buscando su placer. Mi pene, ya me pedía acción, cuando ella se dio la vuelta diciendo:
―Si me acuesto contigo, ¿me devuelves mis tarjetas?
―No, pero te liberaría de las labores en la casa.
―Con eso basta― respondió y abriéndome la bragueta, liberó mi extensión de su encierro.
Mofándome de ella, me senté nuevamente en la silla y abriendo las piernas facilité su labor. Se acercó a mí y cuando ya se había puesto de rodillas, en su mirada descubrí a la puta que tenía dentro aún antes de sentir como su boca engullía todo mi pene. Era una verdadera experta. Su lengua se entretuvo un instante divirtiéndose con el orificio de mi glande antes de lanzarse como una posesa a chupar y morder mi capullo mientras sus manos me acariciaban los testículos.
Mi reacción no se hizo esperar y alzándola de los brazos, la senté en mis piernas dejando que fuera ella quien se empalara gustosa. Su cueva me recibió fácilmente. La guarra estaba totalmente lubricada por la excitación que sentía en su interior. Pero fue cuando llamándola puta la ordené que se moviera el momento en que se volvió loca, pidiéndome que la insultar mientras sus caderas se movían rítmicamente. En sintonía, sus músculos interiores se contrajeron de forma que parecía que me estaba ordeñando. Ya sobrecalentado desgarré su vestido descubriendo unos magníficos pechos, cuyos pezones me miraban inhiestos deseando ser besados. Cruelmente tomé posesión de ellos, mordiéndolos hasta hacerle daño mientras que con un azote la obligaba a acelerar sus movimientos.
― ¿Te gusta, putita? ― dije en su oído.
Su rebeldía había desaparecido, todo en ella me pertenecía ahora. Su sexo era todo líquido y su respiración entrecortada presagiaba su placer.
―No me has contestado si te gusta― insistí mientras mis dedos pellizcaban cruelmente uno de sus pezones.
―Me encanta― contestó.
Satisfecho por su respuesta, la premié con una tanda de azotes en el trasero mientras ella no dejaba de gritar de dolor y excitación. Pero fue cuando le susurré al oído que esa noche le iba a romper el culo, el momento en que sin poder evitar que brutalmente y reptando por mi cuerpo, esa pija se corriera a manos de su ahora peor enemigo.
Todavía con mi pene erecto, la levanté de mis rodillas y tirando los platos de la mesa, la puse dándome la espalda. Tenía unas nalgas poderosas, duras por su juventud y enrojecidas por el maltrato sufrido. Solo podía pensar en la forma que me había tratado, en cómo me habían humillado su hermana y ella con esa broma cruel. Tenía que hacerla ver quién era el jefe y cogiendo la aceitera, vertí una buena cantidad sobre el canalillo que formaba la unión de sus dos cachetes.
― ¡No! ¡Por favor! ¡Nunca lo he hecho! ― sollozó al sentir como un dedo se introducía en su intacto agujero.
― ¡Dios! ― gimió desesperada al notar como un segundo se unía en la tortura. Y finalmente cuando de un solo embiste, la penetré brutalmente, me gritó que la sacara que la estaba partiendo por la mitad.
Vano intento, toda mi extensión ya estaba en su interior y no pensaba parar. Con lágrimas en los ojos, tuvo que soportar que me empezara a mover. Siguió berreando cuando tomando sus pechos como asa comencé a cabalgarla. Lejos de compadecerme, su actitud me estimulaba. Me excitaba la idea de estar follándome a la hija pequeña de mi jefe, pero más el saber que tenía seis meses para usarla a mi antojo.
Al sentir como mi propio orgasmo se aproximaba, incrementé la velocidad de mis penetraciones e inundando todo su intestino, eyaculé dentro de ella. Mis gemidos de placer y sus gritos de dolor se unieron en una sinfonía perfecta que anticipaba el trato que iba a recibir.
Al sacar mi miembro, mi semen y su sangre recorrieron sus pantorrillas.
―Dile a tu hermana que quiero que me lleve el desayuno a la cama, me levanto a las ocho de la mañana― ordené mientras salía del comedor, dejándola a ella llorando desplomada sobre la mesa.
CONTINUARÁ
Parte_2
4 comentarios - Educando a las hijas de mi jefe.