Si las horas se midieran por el placer, podría asegurar que estuve encerrado en esa habitación durante toda mi vida.
Allí, donde las semejanzas del alma se reflejan en las vidrieras de los anaqueles y los reflejos extraños encuentran el refugio de un cuerpo amigo.
Quizás no fuesen más de cinco minutos, o tal vez diez, lo cierto es que para mi, un momento de placer vale una vida.
¿Se entiende? Algo tan moldeable, volátil, arriesgado, frágil y complejo, como una vida, contrastada en el espejo del placer.
Lo entenderían si hubieran sido yo. Si hubiesen estado allí, cuando sentí esas manos acariciar mi torso. Nunca me consideré una persona con demasiados vellos, pero ahí estaba ella, jugueteando con su lengua enraizada en mis pezones. El contacto húmedo, estremeció mi cuerpo, irguiendo suavemente mi espalda con cada placentera lamida.
Era evidente, ella quería tomar el control. Más bien, ella había tomado el control. Siempre me sorprende la entereza con la cual disfruto guiando a mi pareja en la cama, y ahora me sorprendía la pasión escondida de permitirse ser guiado por las caricias ajenas.
Su mano descendía suavemente sobre mi abdomen, acariciando con las yemas de sus dedos las marcas de mis músculos y la rugosidad de mi piel, haciéndome sentir ese escalofrío suave y único que nace en la cabeza y se pierde en la pelvis.
Desde las pequeñas rendijas que son ahora mis ojos, puedo ver tu boca. Sonríe, perversa, consciente del pavor que causas a mis nervios.
Lo se, mi respiración se entrecorta, se entrega a las mieles que nacen de la cercanía de tu cuerpo sobre el mío, mientras me agito nervioso en la cama.
Pienso “hacelo, por favor”, en un ruego inconsciente y tu, que conoces tan bien mis pensamientos, vuelves a sonreír, deslizando tu mano triunfal y estrujando mis huevos con un amor furioso.
Entonces me descubro sobre mi cama, con el estremecimiento guiando mis movimientos, jugando con mi propia mano, descendiendo solo con el dedo índice desde el tallo de mi pene y deslizándolo suavemente hasta el glande, el cual froto instintivamente con todos mis dedos formando una corona.
Los dedos de mis pies se contraen y relajan, acompañando los jadeos de mi boca, mientras me regodeo en el placer de recordar su húmeda lengua imitando mi movimiento.
Me doy cuenta, lo se, “no puedo esperar más o moriré”, gimo, en el momento en que cierro mi mano sobre tallo de mi pene, rozándolo apenas con mi contacto, para luego moverla delicadamente hacia arriba y abajo.
Los bordes de mi mano acarician solamente los bordes del glande, subiendo y bajando, haciéndome sentir la premura que se empieza a acumular en mis testículos.
Recuerdo la punta de tu lengua, lamiendo intensamente la base de mi escroto, mientras tu mano guiaba mi pene, que allí se convertía en un himno sacro a la masculinidad.
También recuerdo esa sensación, cuando mi otra mano comienza a imitarte.
Tu mano cada vez más rápida, esa sensación que empieza a inundar mi pecho, cortando mi respiración, estremeciendo la textura de mi piel hasta los dedos del pie, cuando siento esa presión que empuja mi pelvis en una estocada triunfal, mi mano agitándose por momentos frenética, por momentos contenida, ese grito ahogado en la oscuridad y el néctar que empieza a emanar.
Inunda mi mano, salpica mi vientre, mientras mis pulsaciones desquiciadas empiezan a bajar y pienso que no estás ahora aquí para limpiarlo, como solo tu sabes hacerlo.
Allí, donde las semejanzas del alma se reflejan en las vidrieras de los anaqueles y los reflejos extraños encuentran el refugio de un cuerpo amigo.
Quizás no fuesen más de cinco minutos, o tal vez diez, lo cierto es que para mi, un momento de placer vale una vida.
¿Se entiende? Algo tan moldeable, volátil, arriesgado, frágil y complejo, como una vida, contrastada en el espejo del placer.
Lo entenderían si hubieran sido yo. Si hubiesen estado allí, cuando sentí esas manos acariciar mi torso. Nunca me consideré una persona con demasiados vellos, pero ahí estaba ella, jugueteando con su lengua enraizada en mis pezones. El contacto húmedo, estremeció mi cuerpo, irguiendo suavemente mi espalda con cada placentera lamida.
Era evidente, ella quería tomar el control. Más bien, ella había tomado el control. Siempre me sorprende la entereza con la cual disfruto guiando a mi pareja en la cama, y ahora me sorprendía la pasión escondida de permitirse ser guiado por las caricias ajenas.
Su mano descendía suavemente sobre mi abdomen, acariciando con las yemas de sus dedos las marcas de mis músculos y la rugosidad de mi piel, haciéndome sentir ese escalofrío suave y único que nace en la cabeza y se pierde en la pelvis.
Desde las pequeñas rendijas que son ahora mis ojos, puedo ver tu boca. Sonríe, perversa, consciente del pavor que causas a mis nervios.
Lo se, mi respiración se entrecorta, se entrega a las mieles que nacen de la cercanía de tu cuerpo sobre el mío, mientras me agito nervioso en la cama.
Pienso “hacelo, por favor”, en un ruego inconsciente y tu, que conoces tan bien mis pensamientos, vuelves a sonreír, deslizando tu mano triunfal y estrujando mis huevos con un amor furioso.
Entonces me descubro sobre mi cama, con el estremecimiento guiando mis movimientos, jugando con mi propia mano, descendiendo solo con el dedo índice desde el tallo de mi pene y deslizándolo suavemente hasta el glande, el cual froto instintivamente con todos mis dedos formando una corona.
Los dedos de mis pies se contraen y relajan, acompañando los jadeos de mi boca, mientras me regodeo en el placer de recordar su húmeda lengua imitando mi movimiento.
Me doy cuenta, lo se, “no puedo esperar más o moriré”, gimo, en el momento en que cierro mi mano sobre tallo de mi pene, rozándolo apenas con mi contacto, para luego moverla delicadamente hacia arriba y abajo.
Los bordes de mi mano acarician solamente los bordes del glande, subiendo y bajando, haciéndome sentir la premura que se empieza a acumular en mis testículos.
Recuerdo la punta de tu lengua, lamiendo intensamente la base de mi escroto, mientras tu mano guiaba mi pene, que allí se convertía en un himno sacro a la masculinidad.
También recuerdo esa sensación, cuando mi otra mano comienza a imitarte.
Tu mano cada vez más rápida, esa sensación que empieza a inundar mi pecho, cortando mi respiración, estremeciendo la textura de mi piel hasta los dedos del pie, cuando siento esa presión que empuja mi pelvis en una estocada triunfal, mi mano agitándose por momentos frenética, por momentos contenida, ese grito ahogado en la oscuridad y el néctar que empieza a emanar.
Inunda mi mano, salpica mi vientre, mientras mis pulsaciones desquiciadas empiezan a bajar y pienso que no estás ahora aquí para limpiarlo, como solo tu sabes hacerlo.
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