Voy a decir en mi defensa que esa pendeja me tenía loco desde que empezó el cuatrimestre. Desde que ingresé al aula en la primera clase, levanté la vista y la vi, ahí al fondo, la mirada clavada, como penetrándome. Estoy acostumbrado, por supuesto, soy profesor hace muchos años. Sé controlar mis impulsos (o la mayoría de ellos, al menos), y sin detenerme demasiado seguí con lo mío sin prestarle más atención.
El cuatrimestre avanzó, las clases siguieron, mis perversiones y yo nos mantuvimos alejados de las aulas, por obvias razones. Pero la pendeja seguía clavándome la mirada desde el fondo del aula. Estaba ahí, como un imán; con la soberbia que sólo puede tener una pendeja recién salida del horno. Hermosa pendeja, tengo que admitirlo. Pero me empezaba a molestar que creyera que mirándome así iba a lograr algo.
Un día entré al aula y no estaba. Siendo normal que los alumnos abandonen a mitad de período, no me llamó la atención. Estaba lloviendo fuerte y el aula estaba oscura. Media hora después de iniciar la clase, con lo que me molesta que me interrumpan, se abrió la puerta del aula y apareció, calada hasta los huesos, el pelo largo y suelto, chorreando agua como Tetis recién salida del mar. Mi mirada de reproche de descargó sobre ella con toda su intensidad, pero trastabilló al encontrarse con ese par de ojos, que normalmente pretendían taladrarme la cabeza desde el fondo del aula, esta vez con mirada sumisa, casi suplicante. Con un gesto seco de la cabeza, le indiqué en silencio que tomara asiento, que para mi desgracia fue en la fila de bancos frontal.
Admito que no pude contenerme y la miré toda la clase. Ella se acomodó y sacó sus cosas, y a medida que fue entrando en calor, esa mirada sumisa suya se fue desvaneciendo. Pero yo seguía mirándola.
A partir de ahí se generó una complicidad de la que sólo nosotros éramos conscientes. Siempre que entraba al aula ella estaba ahí, encendiéndome clase a clase. Yo desde mi figurativo estrado de profesor, le regalaba miradas intensas, que la hacían removerse en la silla. Era un juego de a dos, sutil pero enervante. Nos mirábamos con insistencia pero mucho disimulo. En retrospectiva, la pendeja entendió qué era lo que me calentaba, y se amoldó cómodamente a eso. Yo, encantado.
No cruzamos palabra, el cuatrimestre terminó, y se perdió en ese océano de alumnos que transitan la universidad más concurrida del país, y a pesar de que mis derroteros siguieron por otros lares, de vez en cuando me sorprendía a mí mismo pensando en la pendeja. Hasta el 16 de marzo.
Ya había estallado la pandemia, y vaticinando la cuarentena que finalmente se dictó, caminaba por los pasillos casi desiertos de la facultad pensando en qué culito me podía comer antes del claustro impuesto por el gobierno nacional, con la mirada perdida, encendida de calentura, cuando la vi: caminaba sola con poca ropa, mirando la pantalla de su celular, y al oír que se detenían los pasos que la enfrentaban levantó la cabeza. Me vio mirándola. Y la muy puta entendió todo.
Giró sobre sus talones y parsimoniosamente, como una gata, volvió sobre sus pasos hasta una puerta que hasta ese momento me había sido indiferente, me miró por última vez por sobre su hombro, y desapareció tras el umbral. Como un poseso la seguí, y al llegar me vi bajo el cartel "BAÑO DE DAMAS", y me encantó la ironía.
Al entrar la vi, junto a la puerta de un cubículo, su mochila y otras cosas en una esquina en el suelo, y sus manos desabrochando su short de jean, de esos que tan bien quedan sobre jóvenes caderas. Clavándome esa mirada que yo conocía tan bien, entró al cubículo y no cerró la puerta.
Ya no puedo seguir defendiéndome; llegué al punto en que no puedo seguir justificando mis acciones. Entré al cubículo detrás de ella, y sin pensarlo un instante pero plenamente consciente de mis actos, cerré la puerta y me desabroché el pantalón. Mi pija se estaba despertando, pero al verme a pocos centímetros de esa cola pseudo-adolescente hermosa, paradita y redonda, se terminó de endurecer. Le apoyé mi falo en esa tanga de lycra roja que tan bien le sentaba, y me pajee por un instante entre los cachetes de su culo. La pendeja estaba más caliente que yo y empezó con unos quejiditos suaves que rápidamente quise convertir en gemidos. La agarré del cuello y la pegué a mí, para que sienta cerca de su oído la respiración de un macho, mientras seguía fregándole mi pija en la cola. "Mirá lo que me haces hacerte" le susurré mientras le corría la tanga; "Esto es lo que provocas con esa mirada" le dije mientras me mojaba la pija con sus flujos, "Es ésto lo que buscabas, putita?". Ábrete sésamo, dijo Alí Babá, y la pendeja paró el culo y me dejó escuchar un pequeño gemido. Perdí totalmente el control, la penetré con desesperación, me llené la verga de su lubricidad, y la pendeja que me culeaba para que la coja más. Yo hacía fuerza para romperla, llegar al fondo de sus entrañas, y ella se inclinaba para dejarme entrar. Solté a la mierda mi portafolios, y con un dedo lubricado empecé a abrirle el ojete. Noté que la incomodó, pero yo había llegado al punto de no retorno: ese culo iba a ser mío y nada ni nadie iba a impedírmelo. Solté su cuello y busqué su clítoris: la pendeja tenía un mini (no micro) pene ahí abajo, así que mucho no tuve que buscar. Empecé con unos roces suaves al compás de mi pulgar en su culo, mientras con la pija le daba bomba sin parar. La sentí relajarse un poco y no pude resistir pellizcarle un poquito ese pequeño falo que estaba cada vez más hinchado. Ella volvió a gemir y yo ya no sabía dónde me encontraba, sólo que mi poronga la invadía y que quería cada vez más.
Mientras peor trataba a su clítoris más fuerte gemía la pendeja, y el culo cedía de a poco. Me recompuse un momento porque me di cuenta que sólo así iba a obtener mi premio. Estaqueada como la tenía levanté un poco mi pelvis para que la gravedad colabore con la penetración, y tener mayor dominio sobre ella. Me escupí la mano, y entre mi saliva y sus jugos que ya andaban por todos lados, lubriqué bien ese agujerito de la felicidad. Ya no encontré resistencia: la pendeja gemía como si no le importara que la oyeran, y esa entrega me puso loco. Sentía el chapoteo de su concha contra mis huevos, y al momento de meter el segundo dedo se largó un orgasmo que nos empapó a los dos. Le di unos segundos para recuperarse, y cuando lo hizo le susurré nuevamente "Ahora le toca al otro".
La cogí un poquito más para disipar la tensión que surgió a raíz de mi promesa, y cuando volvió a entregarse, se la saqué de una, y con la cabeza de mi pija en llamas puerteé ese orto que me tenía loco. Y más loco me volvió cuando en vez de recular, la hija de mil putas se recostó sobre mí para facilitar la penetración. Abrimos ese culo entre los dos, con paciencia y cuidado, recorriendo ese esfínter milímetro a milímetro, ella gimiendo desesperadamente y yo jadeando toda mi calentura, y cuando mis huevos tocaron nuevamente su concha, y se relajó completamente.
Me cogí ese culo como si fuera el último culo de mi vida. Con la mano libre la agarré de las tetas y sin clemencia le retorcí el pito ese que tenía, mientras con mi pija como roca la castigaba con todas mis fuerzas. Ella había dejado de gemir para emitir unos sonidos guturales que me calentaban aún más, y cuando subieron de tono y supe que estaba llegando al orgasmo, pensé en mi leche llenando ese orto hermoso y no me pude contener. Ahogué un grito mientras acababa en ese culo joven, paradito, mientras ensuciaba sin penas esa tanga de lycra roja, mientras la pendeja se acababa con un squirt increíble sobre la pared del baño; terminé la calentura generada en ese aula hacía ya tantos meses el el culo de los ojitos que desde el fondo, me llamaban continuamente.
El cuatrimestre avanzó, las clases siguieron, mis perversiones y yo nos mantuvimos alejados de las aulas, por obvias razones. Pero la pendeja seguía clavándome la mirada desde el fondo del aula. Estaba ahí, como un imán; con la soberbia que sólo puede tener una pendeja recién salida del horno. Hermosa pendeja, tengo que admitirlo. Pero me empezaba a molestar que creyera que mirándome así iba a lograr algo.
Un día entré al aula y no estaba. Siendo normal que los alumnos abandonen a mitad de período, no me llamó la atención. Estaba lloviendo fuerte y el aula estaba oscura. Media hora después de iniciar la clase, con lo que me molesta que me interrumpan, se abrió la puerta del aula y apareció, calada hasta los huesos, el pelo largo y suelto, chorreando agua como Tetis recién salida del mar. Mi mirada de reproche de descargó sobre ella con toda su intensidad, pero trastabilló al encontrarse con ese par de ojos, que normalmente pretendían taladrarme la cabeza desde el fondo del aula, esta vez con mirada sumisa, casi suplicante. Con un gesto seco de la cabeza, le indiqué en silencio que tomara asiento, que para mi desgracia fue en la fila de bancos frontal.
Admito que no pude contenerme y la miré toda la clase. Ella se acomodó y sacó sus cosas, y a medida que fue entrando en calor, esa mirada sumisa suya se fue desvaneciendo. Pero yo seguía mirándola.
A partir de ahí se generó una complicidad de la que sólo nosotros éramos conscientes. Siempre que entraba al aula ella estaba ahí, encendiéndome clase a clase. Yo desde mi figurativo estrado de profesor, le regalaba miradas intensas, que la hacían removerse en la silla. Era un juego de a dos, sutil pero enervante. Nos mirábamos con insistencia pero mucho disimulo. En retrospectiva, la pendeja entendió qué era lo que me calentaba, y se amoldó cómodamente a eso. Yo, encantado.
No cruzamos palabra, el cuatrimestre terminó, y se perdió en ese océano de alumnos que transitan la universidad más concurrida del país, y a pesar de que mis derroteros siguieron por otros lares, de vez en cuando me sorprendía a mí mismo pensando en la pendeja. Hasta el 16 de marzo.
Ya había estallado la pandemia, y vaticinando la cuarentena que finalmente se dictó, caminaba por los pasillos casi desiertos de la facultad pensando en qué culito me podía comer antes del claustro impuesto por el gobierno nacional, con la mirada perdida, encendida de calentura, cuando la vi: caminaba sola con poca ropa, mirando la pantalla de su celular, y al oír que se detenían los pasos que la enfrentaban levantó la cabeza. Me vio mirándola. Y la muy puta entendió todo.
Giró sobre sus talones y parsimoniosamente, como una gata, volvió sobre sus pasos hasta una puerta que hasta ese momento me había sido indiferente, me miró por última vez por sobre su hombro, y desapareció tras el umbral. Como un poseso la seguí, y al llegar me vi bajo el cartel "BAÑO DE DAMAS", y me encantó la ironía.
Al entrar la vi, junto a la puerta de un cubículo, su mochila y otras cosas en una esquina en el suelo, y sus manos desabrochando su short de jean, de esos que tan bien quedan sobre jóvenes caderas. Clavándome esa mirada que yo conocía tan bien, entró al cubículo y no cerró la puerta.
Ya no puedo seguir defendiéndome; llegué al punto en que no puedo seguir justificando mis acciones. Entré al cubículo detrás de ella, y sin pensarlo un instante pero plenamente consciente de mis actos, cerré la puerta y me desabroché el pantalón. Mi pija se estaba despertando, pero al verme a pocos centímetros de esa cola pseudo-adolescente hermosa, paradita y redonda, se terminó de endurecer. Le apoyé mi falo en esa tanga de lycra roja que tan bien le sentaba, y me pajee por un instante entre los cachetes de su culo. La pendeja estaba más caliente que yo y empezó con unos quejiditos suaves que rápidamente quise convertir en gemidos. La agarré del cuello y la pegué a mí, para que sienta cerca de su oído la respiración de un macho, mientras seguía fregándole mi pija en la cola. "Mirá lo que me haces hacerte" le susurré mientras le corría la tanga; "Esto es lo que provocas con esa mirada" le dije mientras me mojaba la pija con sus flujos, "Es ésto lo que buscabas, putita?". Ábrete sésamo, dijo Alí Babá, y la pendeja paró el culo y me dejó escuchar un pequeño gemido. Perdí totalmente el control, la penetré con desesperación, me llené la verga de su lubricidad, y la pendeja que me culeaba para que la coja más. Yo hacía fuerza para romperla, llegar al fondo de sus entrañas, y ella se inclinaba para dejarme entrar. Solté a la mierda mi portafolios, y con un dedo lubricado empecé a abrirle el ojete. Noté que la incomodó, pero yo había llegado al punto de no retorno: ese culo iba a ser mío y nada ni nadie iba a impedírmelo. Solté su cuello y busqué su clítoris: la pendeja tenía un mini (no micro) pene ahí abajo, así que mucho no tuve que buscar. Empecé con unos roces suaves al compás de mi pulgar en su culo, mientras con la pija le daba bomba sin parar. La sentí relajarse un poco y no pude resistir pellizcarle un poquito ese pequeño falo que estaba cada vez más hinchado. Ella volvió a gemir y yo ya no sabía dónde me encontraba, sólo que mi poronga la invadía y que quería cada vez más.
Mientras peor trataba a su clítoris más fuerte gemía la pendeja, y el culo cedía de a poco. Me recompuse un momento porque me di cuenta que sólo así iba a obtener mi premio. Estaqueada como la tenía levanté un poco mi pelvis para que la gravedad colabore con la penetración, y tener mayor dominio sobre ella. Me escupí la mano, y entre mi saliva y sus jugos que ya andaban por todos lados, lubriqué bien ese agujerito de la felicidad. Ya no encontré resistencia: la pendeja gemía como si no le importara que la oyeran, y esa entrega me puso loco. Sentía el chapoteo de su concha contra mis huevos, y al momento de meter el segundo dedo se largó un orgasmo que nos empapó a los dos. Le di unos segundos para recuperarse, y cuando lo hizo le susurré nuevamente "Ahora le toca al otro".
La cogí un poquito más para disipar la tensión que surgió a raíz de mi promesa, y cuando volvió a entregarse, se la saqué de una, y con la cabeza de mi pija en llamas puerteé ese orto que me tenía loco. Y más loco me volvió cuando en vez de recular, la hija de mil putas se recostó sobre mí para facilitar la penetración. Abrimos ese culo entre los dos, con paciencia y cuidado, recorriendo ese esfínter milímetro a milímetro, ella gimiendo desesperadamente y yo jadeando toda mi calentura, y cuando mis huevos tocaron nuevamente su concha, y se relajó completamente.
Me cogí ese culo como si fuera el último culo de mi vida. Con la mano libre la agarré de las tetas y sin clemencia le retorcí el pito ese que tenía, mientras con mi pija como roca la castigaba con todas mis fuerzas. Ella había dejado de gemir para emitir unos sonidos guturales que me calentaban aún más, y cuando subieron de tono y supe que estaba llegando al orgasmo, pensé en mi leche llenando ese orto hermoso y no me pude contener. Ahogué un grito mientras acababa en ese culo joven, paradito, mientras ensuciaba sin penas esa tanga de lycra roja, mientras la pendeja se acababa con un squirt increíble sobre la pared del baño; terminé la calentura generada en ese aula hacía ya tantos meses el el culo de los ojitos que desde el fondo, me llamaban continuamente.
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