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Capitulo 1

Me llamo Cristina, tengo veinticinco años, y estoy casada desde hace uno con un hombre maravilloso. Conocí a Pablo en la universidad; él estudiaba arquitectura y yo derecho. Lo nuestro fue algo así como amor a primera vista, Pablo era muy atractivo, y tenía a muchas alumnas babeando por él. Yo también causaba sensación entre mis compañeros, y más de alguna flor o poema apareció sobre mi pupitre en aquella época.
Uno de esos pretendientes cometió el error de presentarme a mi futuro esposo; todavía es amigo nuestro, y no es raro que reciba una que otra broma al respecto cuando nos juntamos con nuestros antiguos compañeros, aunque se defiende atribuyendo a mi belleza sus “errores tácticos”. Los demás terminan dándole la razón; incluso Pablo se suma a ellos cuando elogian mi rostro juvenil, “adornado con un par de rubíes azules”, agrega galantemente. Y siempre que se echan al cuerpo un par de copas demás, comentan mi increíble delantera, mi cintura, mis redondas pompis y mis largas y bien formadas piernas. Esa admiración es una de las razones por las que me gusta tanto el ejercicio; no puedo negar que cuido esmeradamente mi apariencia física. Pablo me dice que soy su Barbie.
Aunque ambos procedemos de familias de buen nivel económico, cuando nos comprometimos —Pablo recién titulado y yo a punto de recibirme—, decidimos empezar desde abajo, sin ninguna ayuda de nuestros padres. Así, después de casarnos, nos fuimos a vivir en un barrio común y corriente, donde habían casas bonitas y otras bastante feas. Esa misma heterogeneidad se daba en la calidad humana de la gente que las habitaba.
Por ese motivo, evitamos entablar vínculos de amistad con nuestros vecinos. Incluso a Pablo le caía bastante mal nuestro vecino de enfrente, don Tito. Decía que me miraba demasiado y que ni siquiera lo disimulaba como los demás; más de un encontrón habían tenido por esa causa. Yo pensaba que el tal don Tito, con sus cincuenta y tantos años a cuestas, su barriga cervecera y su cara de malas pulgas, nunca había tenido la oportunidad de admirar tan de cerca a una mujer tan atractiva como yo. Cuando le decía eso a mi marido, se relajaba y me devolvía una sonrisa. Por otra parte, la esposa del viejo, doña Raquel, era bastante amorosa, y me entretenía conversando con ella cuando venía a pedirme algo de vez en cuando; así que le rogaba a Pablo que no fuera tan antipático con su marido.
Al margen de esa molestia externa, que me parecía insignificante, nuestra intimidad era bastante relajada. Nunca había estado en la cama con otro hombre que no fuera Pablo, y él, aunque tenía más experiencia, me trataba con mucho respeto. Quién sabe, quizás no quería hacerme sentir incómoda. Sin embargo, de una u otra manera, yo intuía que no me satisfacía completamente en la cama, o tal vez que yo no lo complacía del todo como hombre, y eso me inhibía como mujer. Pero no le daba mayor importancia, pensando que se trataba de azares propios del matrimonio, y que el nuestro era razonablemente normal.   
Por eso mismo, si me hubieran dicho lo que iba a pasar, no lo habría creído.
Todo empezó hace unos seis meses. Pablo trabajaba en una empresa constructora y le pagaban bien, mientras yo preparaba mi memoria para recibirme de abogada. Teníamos fe en que pronto me titularía y empezaría a aportar para adquirir la casa que soñábamos.
Una tarde de verano hacía tanto calor que me puse unos jeans ajustados y una blusa bastante ligera para salir a comprar unos refrescos. En la calle advertí que varias miradas masculinas se dirigían descaradamente a mi trasero o a mis pechos. Lo más sorprendente fue que me di cuenta de que eso me provocaba extrañas sensaciones; cuando veía a algún viejo verde o a algún chiquillo mirando mi cuerpo, instintivamente caminaba de forma sensual, para provocar más miradas. Cuando empezaron los piropos ―“Adiós, preciosa”, “¿Quiere que la lleve, mi reina?”―, me sentí halagada… y también excitada.
De vuelta en mi casa, no pude aguantar. Me encerré en el baño, me toqué, metí los dedos entre mis piernas, me acaricié los pechos…  Tenía los pezones duros, me sonrojé de sólo pensar que se me notaban en la calle. Estuve masturbándome cerca de una hora, experimentando orgasmo tras orgasmo… Fue un día que nunca olvidaré: los placeres que yo misma provocaba en mi cuerpo, y el recuerdo de las miradas candentes de tantos hombres desconocidos, me dejaron relajadamente satisfecha, como si hubiera descubierto un insospechado acceso a niveles de experiencia erótica mucho más intensos.
A la mañana siguiente, después que Pablo se fue a trabajar,  me quedé sola con esas extrañas sensaciones que se sucedían como oleadas de deseo, ansiosas de repetir lo sucedido el día anterior. No tardé mucho en ponerme los mismos jeans, una blusa aun más ajustada, y salir a caminar… Sólo a caminar, a provocar, a absorber estremecida las miradas que se encendían y las voces que se levantaban a mi paso. Los elogios eran a veces impertinentes, a veces incluso groseros, pero me escoltaban por las calles como un nimbo embriagador, generándome misteriosos impulsos.
Al otro día volví a salir… Lo repetí al siguiente… y al siguiente. Empecé a hacer más ejercicio para verme mejor. Compré maquillajes más provocativos, e incluso me hice tiempo para practicar formas más sensuales de caminar. Estaba encantada con mi nuevo hobby. Las miradas y sobre todo los dichos callejeros me llenaban de satisfacción erótica, me hacían sentir mujer, y en un barrio de esas características era frecuente encontrar algún sujeto que me mirara descaradamente y me dijera alguna grosería. “¡Tremendo culo, mi reina! “¡Con esa delantera, cosita, le pongo el pelao que quiera al arco!” Incluso la diferencia de estatus social me provocaba ideas locas y suspiros llenos de excitación. Era como una bella princesa entre plebeyos ávidos de mi cuerpo… sucios y malolientes plebeyos.
Una mañana estaba muy inquieta, con la temperatura por las nubes, y decidí que esa salida debía ser especial. Me puse una falda a medio muslo, tan ceñida que destacaba insolentemente mis nalgas; una delgada blusa dejaba mi cintura al aire libre, marcando gloriosamente mis pechos y mis pezones; unas sandalias de taco alto completaban mi increíble atuendo.
 Salí de casa dispuesta a llamar la atención de cualquier hombre que se me cruzara por delante. Recorrí innumerables calles y escuché muchos comentarios asquerosos. Cuando cruzaba el Parque Central, vi de lejos a un viejo indigente sentado en un banco; supe que me iba a decir algo fuerte, e incluso sentí cierta emoción mientras me acercaba con mi contoneo mejor ensayado. Pasé junto a él... y no se me borra de la memoria lo que me dijo, con una voz carrasposa y hasta podría decir malévola: “Quiero lamer tu coño, puta”. Una descarga eléctrica recorrió mi cuerpo, y me sentí empapada en un instante; fue como un orgasmo instantáneo. Me detuve un segundo, y luego seguí caminando como pude, asustada, emocionada, sobrecogida. Nunca me habían llamado así; de pronto todo era tan claro: me gustaba sentirme sucia, provocativa, rastrera…. ¡toda una puta! Sólo quería volver a casa, para masturbarme largamente. Me di cuenta de que estaba lejos, había caminado mucho, y tomé un taxi para llegar cuanto antes.
Apenas estuve en casa hice los preparativos para darme un voluptuoso baño de tina. Pensaba quedarme ahí por un par de horas, tocándome, excitándome, autosatisfaciéndome. “Quiero lamer tu coño, puta”; esas palabras sonaban una y otra vez en mi cabeza, produciéndome incontrolables estremecimientos.
La tina estaba casi llena cuando oí el timbre de la puerta de calle. “Mierda, ¿quién puede ser?”, pensé fastidiada. Mientras dudaba entre atender o no, el timbre sonó por segunda vez. Cerré la llave de la tina y fui a ver quién tocaba; seguramente era un típico vendedor inoportuno; lo despacharía en dos segundos con una rotunda negativa, y después me dedicaría a disfrutar mi sesión privada de erotismo. Incluso pensé desconectar el timbre, para que nadie me molestara en el resto de la mañana.     
Abrí la puerta, y ahí estaba don Tito. Apenas me vio aparecer, sus ojos se clavaron en mi escote, y eso me excitó, no lo puedo negar. Primero me pidió disculpas por la molestia, y luego, recorriéndome el cuerpo con la mirada, me pidió un poco de azúcar. No me extrañó, nuestros vecinos siempre nos estaban pidiendo algo, pero hasta entonces sólo lo había hecho doña Raquel, así que le pregunté por ella. Me contestó en tono de broma que ella estaba enferma, y que por eso era él quien tenía el agrado de encontrarse conmigo. Observé disimuladamente cómo me devoraba con los ojos… y confieso que me gustó. Le dije que pasara y que me acompañara mientras llenaba el tazón que traía para llevarse el azúcar. Caminé hacia la cocina sabiendo que él me seguía deslumbrado por el sensual bamboleo que yo le imprimía a mi trasero. En el trayecto me di cuenta además de que el agua de la tina me había salpicado la blusa, de modo que estaba pegada a mis pechos, y mis pezones casi al desnudo, para deleite del afortunado vejete. Me preocupó por un momento la impresión que podía darle; quizás pensaría que yo era una provocadora. Esto último me excitó, y descarté toda posibilidad de que lo comentara con mi marido, ya que ambos sólo se dirigían la palabra para pelear.
Un extraño impulso me incitaba a jugar con don Tito; quería verlo deseándome, me estremecía al pensar que estaba sola en la casa con un viejo verde ansioso de probar mi cuerpo. Instintivamente mi cola se paró, mis hombros se fueron hacia atrás y mi caminar se volvió exquisitamente sexy pero casual a la vez. Cuando llegamos a la cocina, me incliné en ángulo recto para coger el azúcar de un  compartimiento situado en la parte inferior de la estantería; me demoré simulando que no la encontraba. Cuando decidí que la había encontrado, me di vuelta, y vi cómo el viejo se enderezaba, advirtiendo al mismo tiempo la tremenda erección que se le notaba bajo los pantalones. Seguramente se dio cuenta de que le miraba el bulto, pero no dijo nada, así como yo tampoco dije nada al sorprenderlo  admirando mi trasero. Estaba muy nerviosa, pero no de la forma común y corriente, sino de esa forma que sólo la excitación extrema puede provocar… Le pedí que pasara el tazón que traía, y lo puso a mi alcance, sobre la cubierta del mesón. Empecé a llenarlo, pero de a poco; quería que ese momento durara lo más posible. Sus ojos llegaban a la altura de mi cuello, pues era más bajo que yo; lo tenía a treinta centímetros de mí, y miraba descaradamente mi blusita pegada a mis pechos casi desnudos. Más que excitación, lo que vi en su cara era calentura. Ese viejo me quería comer los senos, y yo lo sabía… Lo sabía, y también me excitaba… Y lo que me excitaba más era el hecho de que yo se los estaba mostrando. Era una puta calentando a un viejo verde, al mismo que mi marido detestaba por sólo unas miradas indiscretas. ¿Qué diría si lo viera comiéndose con los ojos las ubres de su hermosa mujer? 
Terminé de llenar el tazón de azúcar y me volví dándole la espalda; cerré los ojos y suspiré sin que él me viera, tratando de recobrar el control. Simulé que ordenaba algo en el mueble de la cocina; estaba consciente de que él me miraba por detrás, y el hecho de no saber dónde me clavaba la vista me generaba ideas demasiado turbulentas.
—¿Sabes, Cristina?, tienes unas piernas preciosas ―dijo de pronto. Me quedé helada―. Espero que no te moleste que te lo diga —añadió.
―No ―respondí. Estaba inmóvil; supongo que le parecí un poco sumisa, porque prosiguió:
―Y esa cintura… es de película. ¿Estás yendo al gimnasio?
Asentí con la cabeza; si le hubiera respondido con un “sí”, se habría escuchado más como un gemido que como una palabra.
 ―Y esa cola… nunca he visto nada más fantástico―. Sentí que daba un paso hacia mí, y luego posó suavemente sus manos en mis caderas―. Guauu...  y tu piel es suave como la seda.
 ―Gracias, don Tito ―dije nerviosa, casi tartamudeando.
 Sus manos empezaron a presionarme, impulsándome a mover mi trasero hacia uno y otro lado. El hecho de estar así con un viejo que me hacía menearle las nalgas voluptuosamente, acrecentaba cada vez más mi deseo. Me limité a obedecer lo que me indicaban sus manos, y a tratar de disimular mi turbación lo mejor posible. Fue un error, debí detenerlo cuando todavía era tiempo; pero las mismas cosas que me decían en la calle tenían un sabor especial dichas por él, y dichas con mi consentimiento, a solas bajo mi techo, en la casa que compartía con mi marido.
―Tienes un cuerpazo, y desde hace un tiempo lo estás mostrando descaradamente... —susurró cerca de mi oído—. Seguramente te dicen muchas groserías en la calle; deberías cuidarte, podría pasarte algo…
 Dios, eso no estaba bien, me dije vagamente.
 Oprimió su bulto contra mi trasero. Pude sentir en mis nalgas su palpitante erección; el maldito me estaba punteando desvergonzadamente. Nunca había sentido entre mis piernas un bulto que no fuera el de Pablo, y ese viejo podía ser mi padre, pero no hice nada para impedírselo. Quería, pero no podía.
―No debería estar tan cerca, don Tito, alguien podría vernos ―dije casi en un murmullo. Era un reclamo estúpido; ¿quién iba a vernos, si estábamos solos? No me hizo caso, y eso me excitó más; sus avances eran insolentes, no consentidos, pero no le importaba un comino. No pude evitarlo: empecé a frotar mi culo contra sus pantalones… tratando de atrapar suavemente con mis nalgas ese miembro palpitante. Era un movimiento sutil, pero era obvio que el bribón lo sentía, porque empezó a puntearme con más fuerza; no mucha, pero fue notorio. Estaba haciendo realidad los sucios deseos de aquel viejo, y no tenía fuerzas para evitar que abusara de mi cuerpo.
Sus manos subieron poco a poco, hasta que atraparon mis pechos. Me daba cuenta de que todo aquello era morboso e insano, de que iba a perpetrar una horrible traición a mi marido. Pero mi cuerpo no me obedecía, y mi voz apenas se mantenía fiel a mi cordura.
―Suélteme, don Tito ―exclamé, en un arranque que sonó entre súplica y gemido. Pero mi cuerpo seguía restregándose en el del maldito.
―Qué buenas tetas… ―susurró, respirándome en el cuello.
¡Se había referido vulgarmente a mis senos! Esas groserías que escuchaba en la calle, ahora me las decía al oído. Le tomé fuertemente las manos que sobajeaban mis pezones.
―Ya basta, don Tito ―supliqué. Pero mi cuerpo no sabía resistirse, y me di cuenta de que me excitaba pedir un alto y no obtenerlo, que aquel viejo no me hiciera caso, que su calentura fuera más fuerte. Me sentía deseada y abusada, pero sobre todo ardiendo de deseo.
Me manoseaba los pechos desenfrenadamente, murmurándome que estaban grandes y firmes. Me empezó a puntear con más fuerza; tuve que apoyarme en el mueble de la cocina para no perder el equilibrio. A fin de poner mis nalgas a la altura de su bulto, me incliné y flecté ligeramente las piernas; entonces empecé a restregar mi cola bajo su barriga, dejando que me embistiera a su gusto. Estaba fuera de mí, aunque no dejaba de pensar en lo morboso de la situación: ese viejo que todas las noches compartía la cama con una mujer de su misma edad, ahora estaba disfrutando un cuerpo joven y espléndidamente formado, y ese cuerpo era el mío, el de la esposa de su intachable vecino, que se dejaba poseer y lo disfrutaba tanto como él, porque le gustaba sentirse una perra, ¡sentirse puta!
Estuvo un rato masajeándome los pechos y restregando su paquete contra mi trasero. A mí me parecía tener un orgasmo atorado en mi interior; cualquiera podría pensar que la escasa sensatez que me quedaba me impediría entregarle el placer del triunfo a aquel viejo maldito; pero no, yo sólo ansiaba que ese magma estallara en una erupción final; la idea de ser dominada hasta el límite me estremecía.
Don Tito puso una mano en la parte superior de mi muslo derecho, y fue subiéndome la falda hasta que pudo acariciar mi pierna desnuda. Hizo lo mismo con mi muslo izquierdo, y de ahí en adelante sus manos se pasearon cada vez más violentamente sobre mis piernas. Me volví un momento, y vi que miraba todo lo que me estaba haciendo con el rostro desfigurado por un placer insano. De repente tomo la falda y la dio vuelta sobre mi espalda, y una mueca de deleite le crispó la cara al contemplar  mi pequeña tanga atrapada entre mis nalgas desnudas. Instintivamente, paré aún más la cola, para mostrársela en todo su esplendor.
―¿Le gusta? ―pregunté, como una niña exhibiéndole una muñeca a un adulto.
―¡Eso es, párame el culo como debe ser! ―replicó, mientras me asestaba una fuerte palmada en el trasero. Ese inesperado golpe, que sentí como un ultraje, me hizo entender que ya no había vuelta atrás; me había provocado una excitación tan grande, que no podía resistirme a ella. Estaba a merced de esas viejas y asquerosas manos.
Mientras seguía admirando mis nalgas, me las separó y sobre el delgado hilo de mi ropa interior empezó a embestirme una y otra vez con el duro bulto que hinchaba sus pantalones. Yo sentía las palpitaciones de su excitado miembro, oía los roncos bufidos que soltaba a cada empuje, y respondí clavando también mi cola, a la vez que me salían ruegos de niña que sonaban como gemidos de mujer.
―Noooo… Déjeme, don Tito… No siga, por favor…
―¡Menea el culo, Cristina! ¡Menéalo más, como le gusta a tu macho! —acezaba el viejo canalla. Había cogido con sus manos mis caderas, y las guiaba en su frenético vaivén—. ¡Sacude tu rico culo, vecina!
No podía dejar obedecerle, y empecé a mover furiosamente mi cola de lado a lado. Me volvía de vez en cuando a mirarlo: el viejo estaba en la gloria, y el morbo de la situación me tenía también a mí al borde del éxtasis. Cada vez me daba más palmadas en el trasero, yo sentía dolor y placer al mismo tiempo, y el dolor me hacía sentir más gustosamente abusada, a merced de ese vejestorio deseoso de carne joven que me había atrapado.
Don Tito se apartó un momento, y empezó a hurgar bajo mi tanga buscando con sus dedos mi orificio anal y mi vagina. Yo dejé de moverme, en espera de lo que iba a seguir haciendo, cuando de pronto sentí una palmada mucho más violenta en las nalgas.
―¿Qué te pasa? ¡No te he dicho que pares, sigue meneando el culo, puta! ―vociferó el viejo, y me asestó en la cola una segunda palmada igualmente violenta.
―¿Cómo me llamó, don Tito…? —balbuceé, mientras reanudaba descontroladamente el meneo de mi trasero.
―¡Te llamé puta! ¡No eres más que una puta calentona! ¡Y además con un cuerpazo de diosa, putona! ¡Ya verás cómo voy a clavarte, y en la cama de tu lindo marido!
El dolor, mezclado con la increíble excitación que me provocó haberlo oído llamarme puta, desencadenó un orgasmo que se desbordó en fuertes gemidos y el estremecimientos de todo mi cuerpo. Mientras me recorrían esas múltiples sensaciones, la idea de que aquel viejo hablara mal de Pablo me excitaba aun más… Así mi primer orgasmo de ese día fue doblemente largo e intenso.
―¡Ahhhhhh!... Déjeme, don Tito... Uuuuyyyy... ¡Suélteme, por favor…! —gemía y suplicaba, mientras aquel descomunal orgasmo anulaba toda mi cordura. Además, el maldito seguía castigando mis nalgas con deliciosos palmazos.
Exhausta y adolorida, me quedé quieta sobre el mueble de cocina. Don Tito se había dado cuenta de que acababa de tener un orgasmo, y ya no me exigía que meneara el trasero; se limitó a manosearme mientras recobraba el aliento. Yo tenía los ojos cerrados, y mi entrecortada respiración revelaba  mi pasividad. El viejo se acercó y metió su lengua en mi boca, jugó un momento ahí adentro y luego lamió mis labios y mis mejillas. De repente me arrancó la falda de un solo tirón y la tiró al suelo; yo reaccioné y me alejé un metro de él.
Ahí estaba yo, frente a mi vecino, casi desnuda de la cintura hacia abajo, con una blusa mojada que se pegaba a mis pechos, y parada sobre unas sandalias de altísimos tacos. De seguro me veía increíble, porque la sonrisa del viejo era enfermizamente caliente. Empezó a acariciarse su bulto ante mí; el hecho de que ese viejo se estuviera masturbando mientras miraba mi cuerpo me provocó el regreso de esos cosquilleos que creía extintos después del orgasmo.
―Estás bien buena, Cristina, qué suerte tiene el hijo de puta de tu marido.
―Por favor, no se refiera a Pablo de esa forma ―le pedí, sin mucha convicción.
―Ja ja… ¿Cómo quieres que lo llame?... Ah sí, cornudo, esa es la palabra; es un hijo de puta cornudo ―se burló, mientras seguía masturbándose y me miraba a los ojos―. Acabo de manosear como se me antojó a su linda esposa, incluso le metí la lengua en la boca, y ahora la tengo a poto pelado ante mí mientras me corro una rica paja... Mírate ese culo, esas piernas… ¡Estás de lujo!... Ahora quiero que desfiles para mí, que me muestres ese cuerpazo... ¡Anda, camina como una puta! ¡Caliéntame!
Dudé. Me decía cada vez peores groserías, pero a mí me sonaban como estallidos de lujuria. Me sentía realmente una puta, una perra que quería seguir jugando, o que jugaran con ella. “Perdóname, Pablo”, dije mentalmente, “perdóname por no poder evitar entregarme como una cualquiera”.
Caminé lentamente frente a él. Le exhibí mis pasos mejor ensayados, mientras le miraba el bulto en sus pantalones. Sabía que le gustaba que se lo mirara, y a mí me gustaba calentarlo; calentar a ese viejo que nunca había tenido una mujer como yo. Cuando pasaba casi rozándolo, el miserable no perdía la oportunidad de asestarme una nalgada o manosearme los pechos, a la vez que me insultaba llamándome puta, perra, culona… Yo estaba en el cielo.
―Eso, señora Cristina, menéele el culo a este viejo caliente... Muéstreme lo arrastrada que puede ser la esposa de mi vecino... Qué maraca más rica... ¡Y va a ser mía! ¡Cómo se me antoje! ¿No es así, putona?... ¡Vamos, respóndeme!―. El viejo se cruzó en mi camino, me tomó de las caderas y me clavó su bulto en la pelvis, mirándome a los ojos con una perversa mueca de satisfacción estampada en la cara.
―Sí, sí… don Tito... Mi cuerpo será suyo... y como a usted le plazca ―respondí, sumisa ante el avance de sus manos, que metió bajo mi blusa para sobajearme los pechos.
―¿Te gusta que te manoseen las tetas, putinga? —preguntaba apretándome los pezones, que estaban increíblemente duros.
 ―Sí, don Tito, me gusta mucho que me manoseen las tetas―. Llamar tetas a mis propios senos me excitó aún más.
―¿Y te gusta que te las chupen? ¿Quieres ser mi vaca lechera? —siguió, atrapando uno de mis pezones con la boca y dándole veloces lengüetazos.
—Me encanta, don Tito… Quiero ser su vaca, y ver cómo se traga mi leche...
Al oír mi respuesta, el viejo empezó a succionármelos con tanta fuerza que parecía  una ventosa.
―Que lindas tetas Cristina, seguro a tu estúpido marido también le gustan― farfulló de repente en medio de su faena―¿le gustan?, ¿Cuánto le gustan?.
―Si, a él le gustan mucho Don Tito―respondí sin perder de vista su lengua, ofreciéndole mis senos para que los gozara alternativamente―se siente orgulloso de ser el único que las ha besado.
Al escuchar esto, abrió la boca hasta un grado increíble, y empezó a succionármelos como si quisiera tragárselos enteros. Yo me sentía ascender a un nuevo orgasmo, Pablo jamás había llegado a eso, me sentía muy deseada y sucia a la vez por permitirle a aquel viejo asqueroso manosearme de esa manera.
Al cabo de unos minutos, soltó mis tetas y puso sus manos en mi trasero.
―Ahora tu culo, yegua… Tienes un culo de ensueño, putona... y soy yo el que te lo va meter hasta el fondo, no el marica de tu marido... ¿Te gusta que te perforen el culo, perra?
―Me encanta, don Tito... me encanta que me abusen por el culo… y me encanta calentar a viejos como usted…
En eso sentí que metía un dedo en mi orificio anal, y solté un grito de dolor.
—¡Ayyyyy! ¡No, eso no...! ¡Por favor, suélteme don Tito, duele mucho! —gemí como una bebita asustada. El viejo retiró su mano, pero volvió a asestarme sus violentas y adorables palmadas en las nalgas.
―Qué puta eres, Cristina... —me decía—. Te quejas pero te encanta, como a todas las perras… Aunque tú eres una puta preciosa… Mira esa carita de ángel... qué labios más carnosos... perfectos para chupar… ¿Te gustaría chupar un rico dulce como premio?―. Se desabrochó el cinturón, y cuando iba a hacer lo mismo con el pantalón, se detuvo.
—Mejor no, búscalo tú, putita... Y cuando lo encuentres, demuéstrame cuándo te gusta comértelo.
Hasta ese instante no me había dado cuenta cabalmente de lo ansiosa que estaba por portarme como una verdadera puta. Ahora había llegado el momento, el momento de actuar en vez de dejarme hacer, y mi excitación iba en franco aumento.
―Adelante, señora Cristina, busque lo que les gusta a las perras como usted. Le aseguro que está bien duro y muy caliente… como usted se merece… ¡Anda, putona, sácalo  y lámemelo bien!―. El viejo había percibido el morbo que me provocaba que me dijera puta, y lo aprovechaba diestramente.
Yo estaba asustada. Sabía que era muy diferente dejarme usar pasivamente por un hombre que asumir un rol activo para causarle placer, y más si se trataba de ese canalla a quien mi marido detestaba. Pero un impulso más fuerte que yo me impelía a seguir adelante, y la idea de tomar ahora la iniciativa me producía una tremenda efervescencia. Palpé lentamente el bulto que palpitaba bajo sus pantalones. El viejo soltó un suspiro lascivo cuando descorrí la cremallera e introduje mi mano hasta tocar su miembro desnudo. Era largo y  grueso, duro como un músculo en máxima tensión. Lo recorrí con mis dedos; el viejo me miraba con una mueca enferma, que sin saber por qué me hacía sentir más hembra que nunca.
Le bajé el calzoncillo y dejé todo el paquete a la vista. Cogí con una mano sus peludos testículos y los acaricié suavemente; apreté con la otra su verga y empecé a masturbarlo lo mejor que podía. Nunca lo había hecho con Pablo, así que actuaba por instinto; tampoco había tocado otro pene fuera del suyo, y el del viejo me impresionaba enormemente. “Un  macho bien dotado”, me dije, y decidí disfrutarlo sin reservas.
Mientras lo masturbaba me cogió de los hombros, me atrajo hacia él y volvió a meter su lengua en mi boca. Me beso con hambre, buscando frenéticamente mi lengua con la suya y chupándome los labios. Era asqueroso pero excitante, y dejé que el viejo me lamiera como un cachorro ansioso.
La piel de su verga estaba tan tensa que la sentía casi tersa; su glande goteaba un líquido viscoso que se me escurría entre los dedos. Parecía que su miembro crecía cada vez más, a tal punto que el de Pablo me parecía cada vez más insignificante.
Don Tito suavemente me oriento hacia la mesa de la cocina. Yo, sin soltar su miembro, lo seguí; ya estaba perdida, estaba hambrienta.
―Ahora me lo vas a chupar perra... le vas a chupar el pico a tu vecino― anunció Don Tito cuando me obligaba a inclinarme sobre la mesa. Me dejo apoyada en un vértice de esta, dejando mi cabeza a la altura de su miembro y mi cola en pompas por el otro lado.
 —No te impacientes, ya te voy a dar tu dulce —me dijo—. Pero antes tienes que ponerte en pose para recibirlo como se merece —y me asestó una fuerte palmada en la cola. ―¡Párame bien el culo, perra, bien parado, para mostrarme lo ansiosa que estás de comértelo!
Obedecí automáticamente, y paré mi cola lo más que pude. Imaginé la posición en que estaba y en la que el viejo me veía: mi espléndido cuerpo ofrecido por completo a su deseo, suplicando ser usado como el viejo quisiera. Era una imagen abyecta, servil, y sin embargo embriagadora.
―¿Qué diría el imbécil de tu marido si te viera así, rogándome con el culo que haga contigo lo que se me dé la gana? ¿Qué diría si te viera con mi verga en la boca, putinga?
 Yo estaba sumida en el delirio, y contesté sin saber lo que decía.
―Pablo nunca me ha pedido que se la chupe, don Tito ―dije, lamiéndole el glande y absorbiendo con mi lengua unas gotas de aquel fluido destinado a lubricar―. Su verga será la primera que saboree mi boca... y su semen el primero que me trague…
No podía creer lo que acababan de pronunciar mis labios; me asombraba haberlo dicho con esa mezcla de inocencia y sensualidad.
No me explico como pude sentirme tan tentada, pero no pude evitarlo; mi lengua recogió el viscoso fluido acumulado en el hinchado y palpitante glande del viejo. Estaba delicioso, era elixir de macho y supe que jamás dejaría de degustarlo, tragándome todo lo que aquel carnoso recipiente estuviera dispuesto a regalarme por mis cariñosos besos y lamidas. Después de limpiar su morada cabeza repase su miembro con la lengua, recorrí de la base de su gruesa verga hasta su protuberante glande, tenía sabor a sudor de hombre; me gustaba, el sabor a calentura de viejo me gustaba. Bañe su mástil con saliva y sus enormes testículos también, que me sumergiera entre su vello para alcanzar sus testículos con mi lengua le encantaba, podía sentirlo en los apretones o palmadas en mi cola. Cuando volví sobre su brillante cabeza, buscando cazarla con mis labios, cada una de sus manos apretó la respectiva nalga que tenía atrapada.
―¿Qué te parece tu dulcecito, putilla, te gusta? —decía el viejo, emitiendo quejidos de placer. De vez en cuando me lo sacaba de la boca y me daba sonoros golpes con el glande por toda la cara. O me cogía la cabeza con las manos y me lo hundía una y otra vez hasta la garganta, como si me estuviera follando.
—¡Chupa con más ganas, perra, suplícame que te culee por la boca! —bufaba el viejo, embistiéndome con su descomunal miembro. ¡Cuando te tenga bien enseñada me lo vas a hacer delante de tu estúpido marido!
Le chupé la verga como un animal hambriento. Me la metía en la boca hasta donde podía, y masturbaba con la mano lo que quedaba fuera. Mi lengua le lamía el glande sin descanso, deseosa del fluido que emitía con cada palpitación. Estaba delicioso, era elixir de macho, y me dije que quería disfrutarlo muchas veces, que nunca me cansaría de tragar esa sustancia fálica que transfiguraba mi condición de hembra.
Después de un rato, disminuí deliberadamente el ritmo, para ver cómo reaccionaba.
―¿Qué pasa, perra? —exclamó irritado, golpeándome violentamente las nalgas con un estruendoso palmazo—. ¿Quién te dijo que pararas? ¡Sigue chupándome el pico, y hazlo mejor que antes, es tu oficio, puta de mierda!
Obedecí. Había logrado lo que esperaba: era una puta, y merecía que me trataran como tal.
Al insultarme así, al mandarme como si fuera mi amo, me hacía sentir más deseable… más rastrera… más ansiosa de servidumbre sexual… Mientras chupaba no podía evitar emitir sonidos de gemidos atrapados en mi garganta. Mi calentura se notaba; y más crecía cuando disminuía el masaje en su verga, con la intención de que me volviera a gritar, a insulta y a darme palmazos como a una niña que no cumple con su tarea. Entretanto, el viejo proseguía su obsesivo monólogo contra Pablo.
—Pronto veré al tarado de tu marido mirando cómo se lo chupas a su odiado vecino… Cómo  me culeo a su rica esposa por la chucha y por el culo… ¡Eso es, cómete tu dulce, putona!— gritó, sabiendo que yo me calentaba más con sus insultos.
De pronto aparto su delicioso miembro y se paró detrás de mí. Me arranco la tanga de un tirón. Di vuelta la cabeza y lo miré; estaba contemplando mi culo desnudo, y se lo ofrecí meneándolo descaradamente. El soltó un bufido de satisfacción y metió una mano en mi húmeda vagina.
—Cómo te gusta provocar, culona —masculló―. Y estás toda mojada, como perra en celo… —agregó, introduciendo la punta de su verga en mis labios vaginales.
Un morboso impulso me incitó a fingir que no quería.
―¡No, don Tito, no me la meta, por favor, no me viole! —imploré, sabiendo que no me haría caso; me encantaba que no le importara si yo quería o no.
―Estás desesperada por que te la meta, putilla… Pero no creas que lo voy a hacer así no más... Tendrás que pedírmelo, suplicarme que te penetre… Anda, pídeme que te atraviese, no te la voy a meter hasta que me lo ruegues…—dijo el desgraciado, mientras paseaba su glande por la entrada de mi vagina.
Estuvo un rato así, provocándome con el glande y diciéndome obscenidades. Yo ya no aguantaba las ganas de que me lo metiera. Me volví a mirarlo; su sonrisa perversa me sumía en un absoluto descontrol.
―Por favor, don Tito... Uuuyyy qué rico… —balbuceé—… Desquítese de Pablo follando a su mujer... Quiero sentir cómo abusa de mí... Uuuyyyyy... Quiero sentir su gruesa verga adentro... Por favor, don Tito, hágame gozar y seré suya para siempre... Desahogue su calentura en mi cuerpo... ―y lo miré a los ojos en forma suplicante, mientras me acariciaba el culo y lo meneaba como sabía que a él le gustaba.
El viejo esperó hasta que terminó mi súplica; se agasajó contemplando mi excitado rostro mientras le rogaba que me clavara su verga. Me tomó de las caderas, y entonces, como si no fuera suficiente, le solté:
―La suya es mucho más grande que la de Pablo, mucho más sabrosa que la de mi marido. Humíllelo metiéndomela hasta el fondo.
Oí su risa malsana. Aseguró la punta de su miembro en la entrada de mi vagina, y de una sola embestida me lo clavó entero. Sentí que se abría paso hacia adentro como un taladro implacable, y lancé un grito desgarrador. Se quedo así un momento, con todo ese pedazo de carne dentro de mí. Nunca me había sentido poseída a tal extremo; el dolor y el placer se confundían en una exquisita experiencia.
De pronto inició un violento mete y saca: me tenia cogida de las caderas y me atraía hacia él con la misma furia con que me estaba clavando. Pude sentir que su barriga oprimía mi cintura cuando se inclinó para agarrarme las tetas. Estaba sobre mí, follándome salvajemente. Yo tenía las piernas juntas, los codos apoyados sobre la mesa, dándole espacio para que manoseara a su gusto mis pechos. Me tenía montada como a una potranca, y volví a experimentar el tortuoso impulso de fingir desagrado y dolor.
―¡Aaayyyyyy!... ¡Me duele!... ¡Me está partiendo, don Tito!... ¡Deténgase, déjeme! ¡No puedo hacerle esto a Pablo! ¡Viejo asqueroso, deje de violarme!
—¡Cállate, maldita puta, apenas estoy empezando! —vociferó—. ¡Qué rico metértela entera! ¡No dijiste que serías mía si te la metía así? ¡Ahora eres mía para siempre! ¡Mañana, cuando el pelotudo de tu marido esté trabajando, yo vendré a culiarte otra vez! ¡Y me estarás esperando! ¡Me esperarás porque estarás hambrienta, hambrienta de mi pico y de mi semen!
―Sí, don Tito... ¡Aaaayyyyyy!... Lo voy a esperar... ¡dispuesta a todo!... Voy a ser su perrita... Uuuuyyyyy... La mujer de Pablo… ¡va ser su perraaaa!... ¡Aaahhhh!... ¡Aaaaahhhhh!...
Entonces estalló mi segundo orgasmo. Fue largo e intenso, pero no me dejó satisfecha. Necesitaba más.
El viejo se detuvo. Sin embargo, no me lo sacó; se quedó quieto detrás de mí, con su enorme miembro clavado hasta mis entrañas. Yo sentía palpitar adentro aquella monstruosa culebra que parecía tener vida propia, y no tardé en empezar a moverme con un suave vaivén; ahora era yo la que me estaba comiendo su falo. Un momento después, el viejo respondió con nuevos ímpetus, invadiéndome hasta que mis nalgas se pegaban a su ingle, angustiadas por no poder seguir engullendo más allá. Sentía el áspero roce de su miembro al salir de mí y al volver a entrar, y también el de su peludo cuerpo en mis muslos y en mi cola.
―Eso, puta calentona... Comételo con la chucha... Muéstrame que mi pico te vuelve loca… ―murmuraba el viejo mientras me manoseaba las tetas―. Ahora más rápido... Aaaahhhhh… ¡Más rápido, te dije!―. Y volvió a castigarme las nalgas con violentas palmadas.
Aceleré mis movimientos. Ahora él no se movía; era yo la que, bajo el yugo de sus golpes, devoraba su verga en un mete y saca descontrolado, mete y saca, mete y saca, mete y saca… como una yegua complaciendo a su jinete. Me daba cuenta de que le encantaba mirar cómo yo misma me daba placer recorriendo de entrada y salida su enorme miembro con mi vagina. Sabía que gozaba viendo cómo me dejaba golpear para que siguiera penetrándome, manteniendo su falo dentro de mí. Sentirme su puta, oírlo insultarme e insultar a mi marido, me inundaba de una histeria mórbida y gloriosa. Mi único control se reducía a dejar que abusara de mi cuerpo, con tal de que siguiera usándome como quisiera.
De repente me lo sacó y se apartó de mí. Sentí un gran vacío entre las piernas, me volví para saber qué hacía, y me asusté al verlo subiéndose los pantalones.
―Siga, don Tito, por favor… siga abusando de mí… ―supliqué jadeante.
Me asestó una mirada malévola, mientras me apuntaba con su monstruoso miembro reluciente de nuestros fluidos y lo hacía girar, para hacerme sentir que ahora yo estaba completamente sometida a las órdenes de ese falo.
―Voy a seguir culiándote en tu cama, puta, ahí donde duermes con tu tonto maridito ―dijo, como si fuera el dueño de un harén dirigiéndose a una de sus esclavas.
 ―Por favor, don Tito, no nos humille así… Haga lo que quiera conmigo, ¡pero no humille a Pablo! ―rogué, haciendo ademán de arrodillarme ante él, así como estaba.
—¡No te arrodilles, puta! —me gritó―. ¡Ya lo harás, cuando yo te lo mande!—. Me alzó hasta él, me cogió el rostro, y con dos dedos me torcíó la boca.
 —Sólo por el placer de humillarlo me voy a culiar a su esposa en su propia cama —me dijo con voz sibilante—. Y la voy a hacer feliz mientras la penetro, porque está hambrienta de mi pico. Así que la muy perra me seguirá ansiosa a su dormitorio. Y no te demores, yegua, o la leche que tengo guardada para ti la voy a regar en tu almohada.
En tres segundos su desgarbado cuerpo desapareció por el pasillo.
No podía creer que aquel viejo me hubiera dejado botada en la cocina, seguro de que yo no podría aguantar el deseo de seguirlo. Quería humillar a Pablo follandome en nuestra cama matrimonial. Mi blusa estaba pegada a mi cuerpo, empapada con mi propio sudor. Recogí mi minifalda y pensé ponérmela, ir a buscar al maldito viejo y sacarlo de mi casa. Pero me dije que podría molestarse y hacerme algo peor; pese a su edad, era mucho más fuerte que yo. Pese a todo, la situación no dejaba de calentarme. Parecía una drogadicta privada de droga, dispuesta a hacer cualquier cosa para obtenerla. Al fin reconocí que necesitaba esa gran verga, y decidí ir por ella sin que importaran las consecuencias.
Cuando entré en el dormitorio me sentí como una niña que asiste por primera vez a clases. Estaba nerviosa y asustada, pero aun así adopté una actitud sensual y provocativa. Él viejo se hallaba desnudo sobre la cama; sólo conservaba puestos, como un detalle revelador de su irremediable vulgaridad, unos horribles calcetines que al parecer no pensaba sacarse.
―Aaaaahhhh… —exclamó al verme aparecer—. Parece que la señora no era tan decente como pretendía. Le importa un carajo ponerle los cuernos a su lindo esposo mientras ella se pueda comer un buen pedazo de pico bien parado, revolcándose en su propia cama—. Hablaba en tono burlesco y malévolo, mientras blandía su enorme miembro apuntándome con él—. Ven acá, putona, ven a saludar a tu nuevo dueño —y se lo señaló con un dedo, mientras seguía blandiéndolo—. De ahora en adelante vas a hacer todo lo que te ordene, tu mayor deseo será complacerlo y hacerlo gozar como te lo mande cada vez. Así que acércate meneándole el culo y las tetas, porque quiere calentarse bien contigo antes de perforarte hasta hacerte aullar de placer.
Me acerqué como me lo había ordenado. Cuando estuve parada ante él, se incorporó y me arrancó de un tirón los botones de mi blusa, dejando a la vista mis anhelantes pechos. Lucían más soberbios que nunca, coronados por preciosos y erectos pezones; yo misma admiré su perfección, y la idea de ofrendárselos a aquel perverso viejo me inundó de rabia, pero después de morboso ardor. Los atrapó con sus manos y empezó chuparlos como un becerro hambriento. Iba de uno a otro, alternando la succión con feroces lengüetazos y chorros de saliva que esparcía por mi piel, y que pronto usó para embadurnarme la cara. De repente se le ocurrió una grotesca maniobra: me chupaba un pezón haciendo toda clase de ruidos obscenos; luego me chupaba el otro y los repetía; por último, me metía desaforada-mente la lengua en la boca, descargándome dentro sonidos que sonaban como expulsiones acústicas de su propio cuerpo.
Yo respondía a todo en un estado de envilecido aturdimiento. Estaba completamente a su merced, casi deseando que me hiciera cosas peores todavía. Endurecía mi lengua para sentir más ásperamente la suya, que entraba hasta mi garganta tan rígida como su miembro; me tragaba ávidamente su saliva rancia y salobre, me estremecía al restregarme contra su piel peluda y húmeda, al percibir el extraño olor que despedía su cuerpo. Me parecía que estábamos pegados de frente, como desesperados por fusionarnos, por hacernos uno.
—¡Me cansé de chuparte las ubres! —gritó de súbito, y se apartó bruscamente. Me tomó de un brazo y me tiró sobre la cama. Caí de espaldas, dominada e indefensa. Se quedó inmóvil, mirando mi cuerpo con esa mueca enfermiza que tanto morbo me provocaba.
―Abre bien las piernas, puta, y muéstrame toda tu chucha…—me ordenó con voz ronca—. Ahora me vas a rogar… Me vas a implorar que te culee como a una perra de la calle en esta misma cama donde duermes con tu marido.
Yo sabía ya que le encantaba verme suplicándole como una hembra desesperada. Había aprendido a fingir a la perfección, así que repetí las palabras y los gestos rituales,  que ahora me salían automáticamente.
—Por favor, don Tito… Poséame aquí... en esta cama que comparto con Pablo… ―. Abrí las piernas y flecté las rodillas, exponiendo por completo mi sexo—. Vamos, viejo, culéeme... viólese a la hembra de su vecino... Desquítese conmigo... yo respondo por mi marido…― cerré los ojos y voltee mi rostro, con eso me sumergí en las lujuriosas sensaciones que provocaran mis propias palabras, y le di a entender que el exuberante cuerpo desnudo sobre la cama: el cuerpo de la mujer del cabrón de su vecino, era suyo.
Basto sentir que subía a la cama, para que yo empezara a gemir delicadamente. Metió su glande en mi vagina, y se me escapó una exclamación agónica; me pareció que me perforaba una barra de acero candente, abriéndose paso con ferocidad de tiburón ahí donde el disminuido pene de mi marido entraba fácilmente. Solté el aire retenido en una explosión de angustia ante el voluptuoso dolor que me infligía el poderoso armatoste que me acometía. Su fofa barriga aplastaba mi vientre, haciendo patente nuestra diferencia de edad, su respiración era pesada y espasmódica, el mete saca cada vez más rabioso…  Estaba recibiendo una follada descomunal, y mi tercer orgasmo no tardó en llegar.
Seguí respondiendo a las clavadas del viejo, que buscaba su propio clímax. Tenía los ojos cerrados y el rostro horriblemente contraído, como el de una gárgola. Miré hacia el velador, y vi la fotografía de mi boda: yo de novia, y Pablo sonriente junto a mí, como si fuera testigo de mi traición, de mi voluntario y total sometimiento a su odiado vecino. Me quedé pegada en esa imagen; sentí lágrimas que brotaban de mis ojos y corrían por mis mejillas. Lágrimas de culpa, de culpa por no poder decirle que no a aquel viejo que se saciaba conmigo. Le pedí perdón a Pablo, pero volví a incitar a ese desgraciado que me estaba convirtiendo en lo que yo secretamente deseaba.
―Más fuerte, viejo asqueroso… Perfórame más duro, viejo maldito ―lo apremié, gimiendo y sollozando, mientras las lágrimas inundaban mi cara y mi cuello. Se dio cuenta de que ahora no fingía,  y eso le provocó una risa burlona.
―No sacas nada con llorar, putinga —me dijo—. Es demasiado tarde, y ya no hay vuelta atrás. Ahora no eres más que una perra sumisa a los deseos de cualquiera... de cualquiera que quiera montarte donde sea…
El muy maldito me beso, presionando mi cuerpo contra el suyo, lamiendo mi boca como un poseso.
―Toma puta... ¡¿Así te gusta que te la claven?!... aaaarrrrgggg... eres una niña mala que merece que le destrocen el culo a cachetazos―balbuceaba ―. ¡Eso perra!... me encanta ver como te saltan las lágrimas... grita puta, sigue gritando... llora todo lo que quieras… muéstrame como te duele que te parta con mi buena vergota… como te gusta que te la meta toda.
Sus insultos, sus golpes y sus miradas de desprecio me tenían en éxtasis. Arremetía contra mi cuerpo con ansias atravesadas de deseo y de odio. De súbito me escupió en el rostro, y yo lo incentivé recogiendo con un dedo los restos de esa humillación, poniéndolos en mi lengua y tragándomelos ávidamente. Era su perra, y con tal de que me siguiera follando era capaz de eso y más.
De pronto se detuvo deliberadamente, y contempló cómo yo seguía moviéndome al ritmo de sus embistes, transportada de lujuria.
―Siga, don Tito, por favor... ―le rogué entre jadeos.
―¿Quién te entiende, puta loca? —me increpó incrédulo—.  Hace un momento llorabas a moco tendido, y ahora me  pides más castigo.
Miré la foto de mi matrimonio.
―No lloraba por mí, don Tito… sino por Pablo…
―¿Te da pena tu cornudo hijo de puta?
―Me dio pena lo que le estoy haciendo. Pero lo que más me dolió fue darme cuenta de que él nunca podrá darme lo que usted me ha dado.
―¿Ah sí?―. El viejo agarró su portentoso miembro, aún erecto―. No tiene uno como éste, ¿verdad?
―No, don Tito, ni de cerca…
―Pues ahora vas a probar lo mejor, perra…—. Me dio vuelta, me tomó de las caderas, me hizo parar la cola y me introdujo la punta de su índice en el ano.
―¿Alguna vez tu marido te lo metió por el culo? —preguntó, haciendo girar su dedo en mi orificio anal y provocándome deliciosas sensaciones.
―No, don Tito ―respondí, imaginando anhelante lo prodigiosa que podía ser esa experiencia—. Me lo pidió dos veces, pero me negué. Quizás me estaba guardando para usted… —añadí, sabiendo que eso le iba a hacer subir a las nubes su enorme vanidad. ―Así que te guardabas para tu dueño, culona, ¡así me gusta! —profirió con infantil regocijo—.  Entonces te voy a premiar. Prepárate para el trancazo final…—  y empezó a acomodar su glande en mi ano.
―¡No! ¡No lo haga, don Tito, por favor, tengo miedo!— supliqué, envuelta en deseo.
Estaba asustada de verdad. Aunque sabía ya por experiencia que el dolor podía causar un inmenso placer, me atemorizaba la idea de intentar una experiencia desconocida, que podía ser terrible, y causarme daños inimaginables. Pero el viejo, como siempre, no me hizo ningún caso. Me aferró firmemente de las caderas, para que no pudiera escapar, y empezó a hundirme su verga en el culo. En cuestión de segundos sentí cómo su miembro rompía la resistencia de mi anillo rectal y seguía su inexorable avance hacia adentro. Me quedé inmóvil ante el empalamiento que me estaba infligiendo, sintiendo crecer en mis entrañas un oscuro dolor, cuyos alcances ignoraba. En el momento en que el viejo terminó de enterrármelo y sus peludos testículos se pegaron a mis nalgas, me atravesó una descarga de indecible sufrimiento que me hizo emitir un alarido de horror. Pero esa horrible tortura duró dos segundos, y luego empezó a ceder, mezclándose con un flujo de voluptuosidad que aumentaba progresivamente, hasta que todo se convirtió en una experiencia híbrida increíblemente intensa. El viejo se dio cuenta de lo que me estaba ocurriendo, y fue acelerando sus embestidas hasta convertirlas en tremendas estocadas. Mis gritos recogían alternativamente las sensaciones de sufrimiento  y éxtasis que me recorrían  entera.
—¡Aaayyyyy, Aaahhhh!... ¡Qué dolor más ricoooo! ¡Me estás partiendo el culo, viejo de mierda!... ¡Pero sigue, sigue!… ¡Culéame más fuerte, más fuerteeeee, viejo cabrón!
  Me quedé exhausta sobre la cama. Sus últimas nalgadas me ardían en el trasero, la foto de mi matrimonio me decía que había sido ultrajada hasta el grado extremo del envilecimiento. Ese maldito viejo me había poseído a su gusto, y ahora se vestía para dejarme tirada como un desperdicio, envanecido de su aplastante triunfo y de la tremenda afrenta que le había infligido a mi marido.
Recogió las llaves de mi casa, que estaban sobre el velador. Miró mi foto de matrimonio, la levantó para verla mejor. La mueca perversa volvió a cruzarle la cara.
―Nada me gustaría más que mirar la cara que pondría tu marido si te viera bañada en mi semen como una perra asquerosa ―dijo guardándose las llaves―. Pero prefiero que por ahora no se entere, que siga manteniendo esta casa, alimentándote, vistiéndote y pagando tus emperifollamientos… para que me complazcas a  mí.
Me senté en la cama  y me cubrí con las sábanas. Se acercó, me tomó de la barbilla y levantó mi rostro para que lo mirara.
―Me llevo las llaves porque en adelante voy a entrar en esta casa cuando me dé la gana ―dijo con su voz carrasposa―. Volveré después de almorzar; quiero que te des un baño y me esperes en esta misma cama... con tu ajuar de novia puesto. ¿Oíste, puta? ―Se quedó mirándome, esperando una respuesta―. ¿Oíste, puta de mierda? —volvió a preguntar.
―Sí, don Tito…
Me lanzo un beso y salió del dormitorio. Escuché cerrarse la puerta de la calle.  Me llevé las manos a la cara y lloré; de vergüenza, de rabia, de impotencia, no lo sé; sólo sé que lloré desnuda sobre la cama. Sentía secarse el semen sobre mi piel, y mi ano me ardía.
Me levanté, me di una ducha y me dispuse a hacer mis maletas. Era pasado el mediodía, y el viejo había dicho que volvería después de almorzar. Tenía por lo menos dos horas para empacar e irme de ahí. Llamaría a Pablo desde la casa de mis padres para que me fuera a buscar allá, y le pediría que nos fuéramos lejos, sin explicaciones de por medio, o dándole la primera que se me ocurriera. Él lo haría por mí, me amaba y se iría conmigo sin mayores preguntas; sería un gesto romántico muy propio de él.
Mientras empacaba encontré mi ajuar de novia; las palabras del viejo resonaban en mi memoria. Sin saber cómo, mi apuro se fue desvaneciendo; ahí estaban las blancas prendas que habían cubierto mi cuerpo en mi noche de bodas: mi portaligas, mi brassier de encaje y el diminuto colaless se deslizaron por entre mis dedos; estaban suaves, y recordé lo mucho que le gustaban a Pablo. Decía que me veía preciosa, que podía estar muy cansado, pero que al verme con esas prendas adornando mi cuerpo, no aguantaba las ganas de hacerme el amor. Cuando me di cuenta ya las tenía puestas, y estaba frente al espejo. Mi fina cintura se prolongaba en unas fabulosas caderas, mi portaligas ceñía mis nalgas y aseguraba mis medias en mis muslos. El brassier juntaba mis pechos, generando una gloriosa vista del escote. Me extrañaba no haberme detenido nunca a admirarme en mi tenida nupcial, y seguí unos momentos contemplándome en el espejo.
Cambié las sábanas y me introduje en la cama. Sentía mi ajuar ciñendo mi cuerpo. Me recosté de lado, dando la espalda a la entrada del dormitorio, y esperé. Sabía que Pablo no llegaría hasta las siete; estaba trabajando, y nunca sospecharía lo que su mujer estaba haciendo en su ausencia.
De pronto oí sonar la cerradura de la puerta de entrada. Después unos pasos avanzaron por el pasillo y entraron en el dormitorio, hasta detenerse junto a la cama. Por último, la sábana que me cubría fue arrancada de un tirón y  quedó a mis pies. Un sonoro y burlón “guauuu” resonó en la habitación. Sentí el peso de otro cuerpo en la cama, y luego una áspera mano me cogió de la cintura.
─Ven acá, putona…
No voy a detallar lo que don Tito me hizo esa tarde. Me penetró, me insultó, me golpeó, me perforó por delante y por detrás. “Te voy a hacer un hijo macho como yo, puta”, me gritó cuando me inundaba con su semen. Después me obligó a chupárselo durante cerca de una hora, hasta que acabó en mi boca y en mi cara, haciéndome sentir más puta que nunca.
Así me convertí en una sumisa y obediente perra para el viejo. Me hizo hacer muchas cosas que ni en mis peores sueños había imaginado. Quizás otro día relate algunas; ahora debo arreglarme para cumplir lo que me ordenó hacer hoy: ayer le conté sobre el vejete indigente del parque y sobre lo que había despertado en mí. “Vas a premiar a ese iluminado”, fueron sus palabras.
FIN CAPÍTULO 1.

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