Los términos del contrato fueron muy simples, y a la vez, engañosos. Pero los dos sabíamos perfectamente que era lo que estábamos buscando.
Los dos teníamos una vida activa, agotadora, de trabajos, proyectos, parejas. Y ambos estábamos conformes con lo que teníamos. En ningún momento se nos cruzó por la cabeza poner en riesgo todo lo que habíamos construido con tanto esfuerzo.
Los dos traíamos una valija repleta de experiencias.
Vos ya habías pasado etapas de atragantarte de pijas. Tuviste todas las que quisiste, cuando y donde las quisiste.
Yo, un cazador, que gustaba del juego de la seducción y que tuve mis etapas de juego permanente, que se acercaron al infierno. Casi al hartazgo.
Pero nos encontramos en ese lugar oscuro, y nos atrajimos varias veces. De un modo extraño, porque ninguno de los dos era novato.
Yo solo buscaba historias para volcar en los relatos mis experiencias y fantasías. Me gusta escribir, y, cazador al fin, me gusta provocar.
Y a vos esas historias te encendían, desde un lugar distinto. Por fuera de los cuerpos. O mejor dicho, desde la pura intelectualidad, prescindiendo de los cuerpos.
Y una cosa, trae la otra.
Los dos, satisfechos con nuestras vidas. Pero a vos las historias te encendían y me lo hacias saber, y el viejo cazador despertaba. Y el ida y vuelta nos prendía fuego.
Hasta que llegamos a un acuerdo. Un contrato muy simple.
Dos horas por semana, para explorarnos, para hacer en los quince metros cuadrados de intimidad, todo lo que no hacíamos con nuestras apacibles parejas.
Un espacio de libertad, donde nunca nadie pudiera penetrar. Sólo nosotros, para penetrarnos, con todo el cuerpo, en todos los intersticios.
El juego tenía un solo requisito: el secreto, la discreción. Que ponga a salvo nuestras vidas, a las que suspenderíamos por dos horas, para entregarnos.
Y fue engañoso, porque, claro, no se limitó a las dos horas semanales de encuentro.
También había un antes, y un después.
Los tres momentos más importantes del sexo: antes, durante y después.
Y todos eran satisfactorios.
Durante la semana, un intercambio de chats ya eran suficientes para encendernos. Alcanzaba con decir, por ejemplo… aun siento escozor en la espalda… y los dos sabíamos que se trataba de las uñas que ella había atravesado por mi espalda, y que yo tuve toda la semana que ocultar en mi casa.
Habíamos construido algo interesante. Un lugar para los encuentros furtivos, de dos horas, en una habitación oscura y céntrica, a salvo de miradas indiscretas, donde nuestra intimidad estaba a salvo, pero también todo el mundo apacible que habíamos logrado construir estaba protegido por nuestra discreción.
Cerrar la puerta de la habitación, poner las luces en el punto adecuado. Y matarnos.
Porque eso es lo que hacíamos en la cama.
Manos, bocas, dedos, lengua, pija, todo entraba y salía de todos los lugares.
Tu culo y el mio no se salvaron de la depredación de cada encuentro.
Mi lengua se satisfizo de tus jugos, y de trepanarte el ano. Pero eso no evitó que me privara de besarte la boca.
Mi boca se aprovechó de la entrega y te besó toda la boca. Y todas tus cavidades.
Y éramos dos cuerpos fundidos, dispuestos a encontrar orgasmos en cada rincón, en cada estertor.
Y te dejaste atar. Y me dejé atar.
Y te dejaste chirlear. Y me chirleaste.
Y me vendaste los ojos. Y te vendé los ojos.
Y sin guiones previos, cada encuentro era una sorpresa distinta.
Porque la cosa fluía. Y no era difícil de entender. Fluia porque no era más que un hombre y una mujer entregándose, explorándose. Sin tabúes. Sin otras intenciones más que disfrutarse.
Los juegos no se limitaban a usar el cuerpo.
Hubo velas. Hubo hielo. Hubo cremas. Hubo consoladores. Hubo broches. Y sogas.
Cada elementos que incorporábamos a nuestro juegos nos llevaba a otro estamento.
Y voy a decir la verdad.
Cada miércoles -normalmente los encuentros eran los miércoles- era especial. Y lo esperaba con ansias. Casi con ansias adolescente. Porque no había obligaciones.
¿Vendrá? ¿Y si hoy no viene?
Pero siempre viniste.
Y cada miércoles todo volvia a renovarse.
Solo había tres rutinas.
La sonrisa cómplice al momento de trabar la puerta; el beso profundo y largo de bienvenida; y el beso dulce del final, a modo de despedida.
En el medio, dos cuerpos fundiéndose en el fuego del sexo. Porque nunca hubo nada más que sexo. Puro y duro.
Nuestros quince metros cuadrados semanales de secreto y placer son nuestra terapia.
Es un lugar que nos permite afrontar la dura vida cotidiana desde un lugar de, digamos las cosas como son, supremacía.
Desde que existen este lugar discreto, todo se tolera, todo se destraba, todo es más fácil de llevar a cabo.
Porque sabemos que, en apenas siete días, volveremos a tener, en formas distintas, la fiesta del sudor, del gemido, del orgasmo, del encuentro real, único, de dos cuerpos. El de un hombre y una mujer que son libres de todas las ataduras conocidas.
Los dos teníamos una vida activa, agotadora, de trabajos, proyectos, parejas. Y ambos estábamos conformes con lo que teníamos. En ningún momento se nos cruzó por la cabeza poner en riesgo todo lo que habíamos construido con tanto esfuerzo.
Los dos traíamos una valija repleta de experiencias.
Vos ya habías pasado etapas de atragantarte de pijas. Tuviste todas las que quisiste, cuando y donde las quisiste.
Yo, un cazador, que gustaba del juego de la seducción y que tuve mis etapas de juego permanente, que se acercaron al infierno. Casi al hartazgo.
Pero nos encontramos en ese lugar oscuro, y nos atrajimos varias veces. De un modo extraño, porque ninguno de los dos era novato.
Yo solo buscaba historias para volcar en los relatos mis experiencias y fantasías. Me gusta escribir, y, cazador al fin, me gusta provocar.
Y a vos esas historias te encendían, desde un lugar distinto. Por fuera de los cuerpos. O mejor dicho, desde la pura intelectualidad, prescindiendo de los cuerpos.
Y una cosa, trae la otra.
Los dos, satisfechos con nuestras vidas. Pero a vos las historias te encendían y me lo hacias saber, y el viejo cazador despertaba. Y el ida y vuelta nos prendía fuego.
Hasta que llegamos a un acuerdo. Un contrato muy simple.
Dos horas por semana, para explorarnos, para hacer en los quince metros cuadrados de intimidad, todo lo que no hacíamos con nuestras apacibles parejas.
Un espacio de libertad, donde nunca nadie pudiera penetrar. Sólo nosotros, para penetrarnos, con todo el cuerpo, en todos los intersticios.
El juego tenía un solo requisito: el secreto, la discreción. Que ponga a salvo nuestras vidas, a las que suspenderíamos por dos horas, para entregarnos.
Y fue engañoso, porque, claro, no se limitó a las dos horas semanales de encuentro.
También había un antes, y un después.
Los tres momentos más importantes del sexo: antes, durante y después.
Y todos eran satisfactorios.
Durante la semana, un intercambio de chats ya eran suficientes para encendernos. Alcanzaba con decir, por ejemplo… aun siento escozor en la espalda… y los dos sabíamos que se trataba de las uñas que ella había atravesado por mi espalda, y que yo tuve toda la semana que ocultar en mi casa.
Habíamos construido algo interesante. Un lugar para los encuentros furtivos, de dos horas, en una habitación oscura y céntrica, a salvo de miradas indiscretas, donde nuestra intimidad estaba a salvo, pero también todo el mundo apacible que habíamos logrado construir estaba protegido por nuestra discreción.
Cerrar la puerta de la habitación, poner las luces en el punto adecuado. Y matarnos.
Porque eso es lo que hacíamos en la cama.
Manos, bocas, dedos, lengua, pija, todo entraba y salía de todos los lugares.
Tu culo y el mio no se salvaron de la depredación de cada encuentro.
Mi lengua se satisfizo de tus jugos, y de trepanarte el ano. Pero eso no evitó que me privara de besarte la boca.
Mi boca se aprovechó de la entrega y te besó toda la boca. Y todas tus cavidades.
Y éramos dos cuerpos fundidos, dispuestos a encontrar orgasmos en cada rincón, en cada estertor.
Y te dejaste atar. Y me dejé atar.
Y te dejaste chirlear. Y me chirleaste.
Y me vendaste los ojos. Y te vendé los ojos.
Y sin guiones previos, cada encuentro era una sorpresa distinta.
Porque la cosa fluía. Y no era difícil de entender. Fluia porque no era más que un hombre y una mujer entregándose, explorándose. Sin tabúes. Sin otras intenciones más que disfrutarse.
Los juegos no se limitaban a usar el cuerpo.
Hubo velas. Hubo hielo. Hubo cremas. Hubo consoladores. Hubo broches. Y sogas.
Cada elementos que incorporábamos a nuestro juegos nos llevaba a otro estamento.
Y voy a decir la verdad.
Cada miércoles -normalmente los encuentros eran los miércoles- era especial. Y lo esperaba con ansias. Casi con ansias adolescente. Porque no había obligaciones.
¿Vendrá? ¿Y si hoy no viene?
Pero siempre viniste.
Y cada miércoles todo volvia a renovarse.
Solo había tres rutinas.
La sonrisa cómplice al momento de trabar la puerta; el beso profundo y largo de bienvenida; y el beso dulce del final, a modo de despedida.
En el medio, dos cuerpos fundiéndose en el fuego del sexo. Porque nunca hubo nada más que sexo. Puro y duro.
Nuestros quince metros cuadrados semanales de secreto y placer son nuestra terapia.
Es un lugar que nos permite afrontar la dura vida cotidiana desde un lugar de, digamos las cosas como son, supremacía.
Desde que existen este lugar discreto, todo se tolera, todo se destraba, todo es más fácil de llevar a cabo.
Porque sabemos que, en apenas siete días, volveremos a tener, en formas distintas, la fiesta del sudor, del gemido, del orgasmo, del encuentro real, único, de dos cuerpos. El de un hombre y una mujer que son libres de todas las ataduras conocidas.
5 comentarios - Quince metros cuadrados
-todos deberían tener 15 metros cuadrados!-