Las ausencias de mi marido, cada vez más frecuentes y largas, por temas de negocios, la soledad y las ganas de sentirme “querida” por alguien, me decidieron a poner un contacto. Tuve muchísimas contestaciones, y al final llamé a un hombre que me pareció interesante. Hablamos durante varios días y nuestras conversaciones, poco a poco, subieron de tono.
Conocía sus preferencias en cuanto a la indumentaria femenina que más le gustaban, por lo que llevé vestido rojo, corto, escotado, sin sujetador, ajustado arriba y holgado abajo, medias con liguero, tacón alto y un abrigo corto ideal para protegerme del frío y para ayudarme a no parecer lo que no era.
Habíamos quedado a las 9 de la noche, pero mi ansiedad por conocerle me había impulsado a llegar minutos antes. Cada hombre que entraba en el lugar era analizado por mi mente, tratando de compararlo con la descripción que él me había dado de sí mismo. De súbito, mis oídos oyeron mi nombre detrás de mí. Mi corazón se aceleró, y mi estómago pareció encogerse de pánico. ¿Había tendido tan mala suerte como para toparme con algún conocido justo en ese momento? Instintivamente me giré con rapidez y me encontré con un rostro amable, una mano tendida y una sonrisa franca. Entendí entonces que era él.
Tomamos asiento y comenzamos a charlar. Mientras procuraba escucharle, mi mente, en franca rebeldía, se empeñaba en recordarme nuestras conversaciones llenas de sensualidad, en cambio ahora me hablaba del clima o del caos vial. Imaginaba también lo que él estaría pensando en esos momentos, después de todo tenía frente a sí a una mujer que veía por primera vez, pero de la cual conocía sus más íntimos secretos.
Su cara y su trato no eran como lo había imaginado, pero igualmente me agradaban. Por razones lógicas nuestra charla permaneció, entre copa y copa, en terrenos muy distintos a los de nuestras conversaciones, pero finalmente apareció la frase que deseosa esperaba:
– ¿Te gustaria que vayamos a dar una vuelta?- me dijo con cautivadora sonrisa y guiño de complicidad.
No pude pronunciar respuesta alguna. Por una larga hora había sido bombardeada sin misericordia por las feromonas de mi acompañante, y mi cuerpo anhelante había tomado por asalto mi voluntad. No cabían reflexiones morales ni sentimientos de fidelidad conyugal. Solo sonreí de forma tal que no tuvo duda de mi respuesta, pidió la cuenta y abandonamos el lugar tan rápido como nuestra excitación lo exigía.
Iríamos a un hotel que él conocía y dejaríamos mi coche en el parking del bar, así que nos fuimos hacia su coche.
Subimos a él y arropados por la tenue oscuridad del lugar, nuestros cuerpos se fundieron en un apasionado beso iniciando así la materialización de las múltiples fantasías que, por semanas, nuestras mentes se habían alimentado mutuamente.
Lejos de calmar nuestra excitación, aquel beso solo nos encendió más. Acaricié su pecho como implorando reciprocidad, que no tardó en llegar. Tras quitarme mi pequeño abrigo, retiró de mis hombros las frágiles cintas que aguantaban mi vestido, dejando al descubierto mis tetas que, listas y anhelantes por sentir el roce de sus manos, se erguían haciendo innegable mi extremo estado de deseo. Por fin, sentía sobre mí aquellas manos que muchas noches había imaginado recorriendo mi cuerpo. La parcial oscuridad del estacionamiento no hacía necesario cerrar los ojos para intensificar las sensaciones. Sus manos daban un cálido masaje a mis pechos, mientras su aliento recorría mi cuello llenándome de placer.
Mis manos, agradecidas, buscaron su entrepierna para sentir aquella maravillosa carnosidad y fuente inagotable de placer que todas las mujeres deseamos. Como pude recorrí su cierre para abrirme paso hacia el delicioso destino mientras él, cada vez más ansioso, recorría mi vestido para finalmente despojarme por completo de él. Aunque afuera hacía frío, no me importaba ya que dentro del coche el fuego del placer amenazaba con incendiarnos.
Deseosa de él, acariciaba su sexo por encima de su ropa interior, mientras mi temporal amante besaba mis senos con entrega animal. Al mismo tiempo, sus diligentes manos buscaban con codicia mis orificios erógenos como ignorando la presencia de mi tanga las cuales, ansiosa, tuve que retirar yo misma para sentirlos sin obstáculo alguno. Por su parte, desabrochó su pantalón para soltar aquel majestuoso semental que imponente, se levantaba orgulloso para que mis manos lo apresaran y sometieran a delirante vaivén.
Enfrascados en este maravilloso encuentro, hacíamos pausa solo de vez en vez, cuando algunos inoportunos trasnochadores circulaban cerca de nuestro improvisado nido de placer. Incapaces en la práctica de ocultar lo que verdaderamente hacíamos, teníamos que conformarnos con la prudencia, a veces exigua, de nuestros fortuitos observantes que, de reojo o descaradamente, echaban una mirada al auto cuyos pasajeros parecían pasarlo de lo lindo.
Ya no había marcha atrás. Si planeaba llevarme a un telo , lo haría después de terminar lo que había comenzado. Me sentía incapaz de suspender esta deliciosa manoseada y chupada así que desplacé el respaldo de mi asiento hacia atrás haciéndole entender lo que quería. Entusiasta, se abalanzó sobre mí separando con ambición mis piernas, y tras detenerse momentáneamente para protegerse con un condón, me penetró con incontenible vehemencia.
La furia de sus acometidas no hacía sino elevar mi deleite a niveles mágicos, imposibles de plasmar en palabras. Su enérgico accionar, hábil y prolongado, era el de un amante diestro y experimentado. Mis pies hacia arriba, impúdicos y llamativos, no hacían el menor esfuerzo por proteger nuestra intimidad. En ese momento ya no nos importaban disimulos o convencionalismos sociales, éramos su cuerpo y el mío entregados al máximo disfrute que mutuamente pudieran darse, lo demás no interesaba. Finalmente ocurrió. Como si nuestros cuerpos fueran uno, alcanzamos el momento sublime al unísono, estallando nuestras almas en el más sublime placer.
Con cierta pena, pero sin arrepentimiento, mientras nos vestíamos observamos los rostros de varias personas que al parecer habían presenciado cada instante de aquellos momentos culminantes, atraídos quizá por el indiscreto movimiento que todo auto exhibe en circunstancias como las que acababan de darse.
Visiblemente preocupado por protegerme de aquella bochornosa situación, Fernando se apresuró a sacarme de aquel lugar y encaminó el coche hacia el sitio que precavidamente había reservado para nuestro encuentro. El corto viaje se llenó, ahora sí, de las sensuales conversaciones que habían prevalecido en los emails que nos habían llevado a ese momento.
Refugiados por fin en la privacidad del acogedor cuarto del hotel nos dispusimos a poner en práctica todas aquellas actividades que sabíamos que el otro disfrutaría: bebí su semen mirándole a los ojos, sentí su sexo en mi culo o, le entregué mi cuerpo en todas las posiciones , nos arrebatamos placer hasta el cansancio, para finalmente tumbarnos, agotados pero profundamente satisfechos.
Conocía sus preferencias en cuanto a la indumentaria femenina que más le gustaban, por lo que llevé vestido rojo, corto, escotado, sin sujetador, ajustado arriba y holgado abajo, medias con liguero, tacón alto y un abrigo corto ideal para protegerme del frío y para ayudarme a no parecer lo que no era.
Habíamos quedado a las 9 de la noche, pero mi ansiedad por conocerle me había impulsado a llegar minutos antes. Cada hombre que entraba en el lugar era analizado por mi mente, tratando de compararlo con la descripción que él me había dado de sí mismo. De súbito, mis oídos oyeron mi nombre detrás de mí. Mi corazón se aceleró, y mi estómago pareció encogerse de pánico. ¿Había tendido tan mala suerte como para toparme con algún conocido justo en ese momento? Instintivamente me giré con rapidez y me encontré con un rostro amable, una mano tendida y una sonrisa franca. Entendí entonces que era él.
Tomamos asiento y comenzamos a charlar. Mientras procuraba escucharle, mi mente, en franca rebeldía, se empeñaba en recordarme nuestras conversaciones llenas de sensualidad, en cambio ahora me hablaba del clima o del caos vial. Imaginaba también lo que él estaría pensando en esos momentos, después de todo tenía frente a sí a una mujer que veía por primera vez, pero de la cual conocía sus más íntimos secretos.
Su cara y su trato no eran como lo había imaginado, pero igualmente me agradaban. Por razones lógicas nuestra charla permaneció, entre copa y copa, en terrenos muy distintos a los de nuestras conversaciones, pero finalmente apareció la frase que deseosa esperaba:
– ¿Te gustaria que vayamos a dar una vuelta?- me dijo con cautivadora sonrisa y guiño de complicidad.
No pude pronunciar respuesta alguna. Por una larga hora había sido bombardeada sin misericordia por las feromonas de mi acompañante, y mi cuerpo anhelante había tomado por asalto mi voluntad. No cabían reflexiones morales ni sentimientos de fidelidad conyugal. Solo sonreí de forma tal que no tuvo duda de mi respuesta, pidió la cuenta y abandonamos el lugar tan rápido como nuestra excitación lo exigía.
Iríamos a un hotel que él conocía y dejaríamos mi coche en el parking del bar, así que nos fuimos hacia su coche.
Subimos a él y arropados por la tenue oscuridad del lugar, nuestros cuerpos se fundieron en un apasionado beso iniciando así la materialización de las múltiples fantasías que, por semanas, nuestras mentes se habían alimentado mutuamente.
Lejos de calmar nuestra excitación, aquel beso solo nos encendió más. Acaricié su pecho como implorando reciprocidad, que no tardó en llegar. Tras quitarme mi pequeño abrigo, retiró de mis hombros las frágiles cintas que aguantaban mi vestido, dejando al descubierto mis tetas que, listas y anhelantes por sentir el roce de sus manos, se erguían haciendo innegable mi extremo estado de deseo. Por fin, sentía sobre mí aquellas manos que muchas noches había imaginado recorriendo mi cuerpo. La parcial oscuridad del estacionamiento no hacía necesario cerrar los ojos para intensificar las sensaciones. Sus manos daban un cálido masaje a mis pechos, mientras su aliento recorría mi cuello llenándome de placer.
Mis manos, agradecidas, buscaron su entrepierna para sentir aquella maravillosa carnosidad y fuente inagotable de placer que todas las mujeres deseamos. Como pude recorrí su cierre para abrirme paso hacia el delicioso destino mientras él, cada vez más ansioso, recorría mi vestido para finalmente despojarme por completo de él. Aunque afuera hacía frío, no me importaba ya que dentro del coche el fuego del placer amenazaba con incendiarnos.
Deseosa de él, acariciaba su sexo por encima de su ropa interior, mientras mi temporal amante besaba mis senos con entrega animal. Al mismo tiempo, sus diligentes manos buscaban con codicia mis orificios erógenos como ignorando la presencia de mi tanga las cuales, ansiosa, tuve que retirar yo misma para sentirlos sin obstáculo alguno. Por su parte, desabrochó su pantalón para soltar aquel majestuoso semental que imponente, se levantaba orgulloso para que mis manos lo apresaran y sometieran a delirante vaivén.
Enfrascados en este maravilloso encuentro, hacíamos pausa solo de vez en vez, cuando algunos inoportunos trasnochadores circulaban cerca de nuestro improvisado nido de placer. Incapaces en la práctica de ocultar lo que verdaderamente hacíamos, teníamos que conformarnos con la prudencia, a veces exigua, de nuestros fortuitos observantes que, de reojo o descaradamente, echaban una mirada al auto cuyos pasajeros parecían pasarlo de lo lindo.
Ya no había marcha atrás. Si planeaba llevarme a un telo , lo haría después de terminar lo que había comenzado. Me sentía incapaz de suspender esta deliciosa manoseada y chupada así que desplacé el respaldo de mi asiento hacia atrás haciéndole entender lo que quería. Entusiasta, se abalanzó sobre mí separando con ambición mis piernas, y tras detenerse momentáneamente para protegerse con un condón, me penetró con incontenible vehemencia.
La furia de sus acometidas no hacía sino elevar mi deleite a niveles mágicos, imposibles de plasmar en palabras. Su enérgico accionar, hábil y prolongado, era el de un amante diestro y experimentado. Mis pies hacia arriba, impúdicos y llamativos, no hacían el menor esfuerzo por proteger nuestra intimidad. En ese momento ya no nos importaban disimulos o convencionalismos sociales, éramos su cuerpo y el mío entregados al máximo disfrute que mutuamente pudieran darse, lo demás no interesaba. Finalmente ocurrió. Como si nuestros cuerpos fueran uno, alcanzamos el momento sublime al unísono, estallando nuestras almas en el más sublime placer.
Con cierta pena, pero sin arrepentimiento, mientras nos vestíamos observamos los rostros de varias personas que al parecer habían presenciado cada instante de aquellos momentos culminantes, atraídos quizá por el indiscreto movimiento que todo auto exhibe en circunstancias como las que acababan de darse.
Visiblemente preocupado por protegerme de aquella bochornosa situación, Fernando se apresuró a sacarme de aquel lugar y encaminó el coche hacia el sitio que precavidamente había reservado para nuestro encuentro. El corto viaje se llenó, ahora sí, de las sensuales conversaciones que habían prevalecido en los emails que nos habían llevado a ese momento.
Refugiados por fin en la privacidad del acogedor cuarto del hotel nos dispusimos a poner en práctica todas aquellas actividades que sabíamos que el otro disfrutaría: bebí su semen mirándole a los ojos, sentí su sexo en mi culo o, le entregué mi cuerpo en todas las posiciones , nos arrebatamos placer hasta el cansancio, para finalmente tumbarnos, agotados pero profundamente satisfechos.
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