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Rojo y negro I: Los traidores (parte 1)

Probablemente este va a ser uno de los relatos que más tiempo me llevará desarrollar desde que ingresé a P! allá por enero de 2015. Son dos historias que ya fueron trazadas en mi mente, pero que no fueron finalizadas por completo. En este caso, es un anticipo de algo que espero concluir pronto, llamado Rojo y negro, que narra la historia de un hombre en dos instancias importantes de su corta vida: la adultez seria (en 2018/19) y un flashback a su adolescencia (1998), ambas con sus respectivos problemas. ¡Ojalá que este adelanto les guste!

LOS TRAIDORES (PARTE I)
Mi nombre es Matías y tengo 39 años. Estoy casado con Fernanda y soy papá de dos chicos adolescentes: Nicolás de 19 y Carla de 17. Hoy voy a comentarles un asunto íntimo, del cual he mantenido en secreto por dos décadas… hasta ahora. Poco después de cumplir 18 años, en el mes de mayo de 1998, conocí a la chica que logró que de alguna forma saliese del cascarón y que me animara a traspasar mis propios límites. Se llamaba Natalia y fue mi profesora de tango durante casi todo un año: a ella le entregué mi virginidad y mis besos más apasionados. Tuvimos un brevísimo romance y nos separamos de mutuo acuerdo. Al año siguiente apareció Fernanda, el amor de mi vida, y nunca más pudimos dejar de estar juntos. Nuestros hijos fueron sorpresas (no fueron planeados) y tratamos de ser responsables y atentos con ellos, a pesar de nuestra extrema juventud: Fernanda es 6 años mayor que yo. Ella tuvo que dejar atrás su pasado de revolear la chancleta para concentrarse en su rol de madre. Afortunadamente, ambos continuamos con nuestras respectivas carreras laborales y priorizamos el bienestar de los chicos antes que todo, incluso en los momentos más difíciles. Debo admitirlo: quise tirar la toalla, pero pensé las cosas varias veces antes de reaccionar mal. Cuando los nenes eran bebés, sufría por no poder estar con ellos todo el tiempo y le temía al “qué dirán”, sobre todo del que provenía de la familia de Fernanda. Estaba terminando la carrera de contador público a la mañana y realizaba prácticas profesionales en un estudio a la tarde. Apenas podía verlos y jugar un poco con ellos, bañarlos o leerles un cuento, pero, aunque nunca fui punido por Fernanda, la culpa me carcomía por dentro.

En diciembre del 2001 me recibí e inmediatamente comencé a trabajar full-time, redimiéndome así del supuesto pecado de “padre ausente”, algo con lo cual jamás se me podrá ensuciar. Pero la imagen de femme fatale de la ardiente y hermosa Natalia emergía de lo más profundo de mí: en los momentos de angustia y miedo sentí que sus fantasmas me acechaban, que penetraban mis sueños y que clamaban por un pedazo de carne. Luché contra mi conciencia para poder removerla de la mente y proseguir con esta vida responsable que Dios puso en este camino para que la afronte. Recuerdo aún todas las veces que la observé en la calle y me guiñaba el ojo, buscando provocarme, incluso sabiendo que Fernanda, su mejor amiga, había dado a luz: en una ocasión estábamos volviendo del hospital con Nicolás, de no más de un mes de vida, no importándole que mi esposa aún tenía problemas para desplazarse por la cesárea. Lo peor de todo es que Natalia es responsable de que Fernanda y yo estemos juntos. Ella le sugirió que salga conmigo tras comentarle de nuestro breve affaire, y a las semanas de esa maravillosa fiesta, comenzamos a frecuentar boliches y bares, donde nuestro amor se consolidó. Nos casamos a las apuradas cuando el primer bebé estaba en camino. Llevamos 20 años en esta relación y todo anduvo muy bien… hasta que supe que mi amada me estaba cagando con otro hombre. Eso aconteció hace unos 6 años, allá por 2012, cuando una vez sonó el teléfono de Fernanda y lo confundí con una llamada: era un mensaje de su amante Carlos, al que alguna vez vi, pero no me le acerqué nunca para evitar que explote de furia. Mis sospechas se dispararon como alarmas y no dije nada a nadie, con excepción de Marcelo, mi amigo y socio, a quien conozco desde la facultad. Él es mi confidente y conoce toda mi vida sin necesidad de que deba decírsela.
Lloré a escondidas de los chicos durante un largo tiempo y aguanté toda la furia sin reventar, casi una proeza.
Fernanda no sabe qué sé sobre sus trampas. No se lo voy a comunicar, no le tengo odio ni rencor: nunca fui promiscuo y me hago cargo de ello. Tuvimos sexo muy pocas veces, y dos de ellas fueron apenas para engendrar a nuestros hijos. Ella es fogosa por naturaleza (lo opuesto a mí), pero sin querer fui matando su libido: comprendo por qué quiso pecar y no la juzgo por ello. El sexo siempre me causó culpa y repulsión, aunque Natalia fue la única que me enseñó lo que era un buen polvo. Ya ha transcurrido más de un lustro y pude aprender a vivir con los cuernos encima: seguramente pensarán que soy un ingrato por no querer mejorar mi performance sexual para poder complacer a Fernanda y que se olvide de su amante, pero tras saber qué tipo de sexo le gusta (el duro, que requiere de una gran potencia física), sé que voy directo a la tumba. Nunca fui deportista ni me gusta hacer ejercicio: a veces soy un eyaculador precoz, algo absolutamente perjudicial para cualquier coito. He sido alguien que disocia sus asuntos íntimos desde temprana edad: nunca tuve ganas de tener sexo con una chica de la que me enamoré y no hubo pulsión sexual previa. Con Natalia aconteció lo opuesto: cada vez que la veía tenía una erección fuerte, que intentaba ocultar como sea, pero jamás le hubiera propuesto casamiento conociendo su estilo de vida. Mejor dicho, se lo hubiera propuesto, pero recordé que no estaba listo para semejante responsabilidad. Hace poco tiempo me la crucé en un bar de Liniers en el cual estaba de paso antes de ir a ver a un cliente al que tenía que llevarle unos informes. Me senté del lado de la ventana y observaba los trenes pasar hasta que su magnética voz me hizo pegar un flor de susto.
“Hola lindo…”, susurró suavemente, poniendo su mano en mi hombro.
“Natalia… ¿Qué hacés acá?”, respondí temblando, una reacción de la cual no estoy exento cada vez que la veo, no solamente yo, sino cualquier otro mortal que ha tenido la dicha de tratar con ella. Los años le sientan bien: ya sobrepasó las 4 décadas y su hermosura y sex appeal están intactos. Su sonrisa angelical me cautiva y me hace sonrojar, aún sabiendo que temo que me vean con ella. Uno nunca sabe quién se esconde detrás de las mesas…
“Vine a tomar un café antes de ir para la oficina. Hace mucho que no sé nada de vos”, afirmó, en un tono sensual y con una sonrisa socarrona. Desde que me casé con Fernanda la evité lo más que pude y sobre todo en los lugares en los que coincidíamos: las fiestas de cumpleaños de los chicos o alguna reunión de las amigas de mi mujer que se realizara en casa. Allí era apenas “hola” y “chau” de ambas partes, con la más absoluta frialdad y distancia del mundo, pero solía escabullirse y tirarme algún lance, y le rogaba para que no se lo diga a Fernanda.
“¿Qué contás de tu vida?”, pregunta intrigada, mordiéndose el labio inferior.
“Sigo como siempre: el estudio contable anda bárbaro, los chicos están bien y Fernanda también. Por suerte, no nos falta nada”, respondí con extrema brevedad, mientras la muy sinvergüenza se retoca el maquillaje (¡y me vuela la cabeza de fiebre!). No puedo sacar mis ojos de su boca chiquita y carnosa, pintada de rojo. Estoy alterado y angustiado. Quiero irme, pero ella me capturó con sus faroles verdes. Inhalo y exhalo con discreción, tal como me fue sugerido en las clases de yoga.
“¿Cómo andan las cosas con Fernanda?” Quedé en knock-out. Natalia es la confidente de mi esposa y sabe muy bien que tengo los cuernos puestos. “¿No te dijo que se encama con un chabón?” Era innecesario que lo recordara.
“No me lo dijo, pero lo sé. Ella no sabe que lo sé. Igual, se nota que la pasa muy bien con él… y no tengo ganas de hablar más del tema”, aseguré seriamente mientras ella bebía su café con leche. ¡Qué ironía! La única persona que sacaba mi lado primitivo era ella: ahí florecían las más inmundas guarangadas que ni siquiera Marcelo ni algún otro de los muchachos que me conocen alguna vez imaginaron sobre mí.
“¿No te querés vengar?”, interrogó la muy interesada, con su típica voz baja.
“No. La amo demasiado y tengo que dejarla ser feliz. Nuestra vida sexual es más falsa que un billete de 3 pesos”, dije, presionado, sintiendo cómo me apuñalab acon sus ojos y lamía suavemente un chorro del café que lentamente caía de su taza. Parecía una gata. Su pelo castaño y frondoso caía por los costados del saco rojo que llevaba puesto.
“Te dejo mi número… Mandame un mensaje si querés que hablemos, no es para otra cosa”, prometía esta muñequita diplomada en las artes del dormitorio. No sé si iba a confiarle las desgracias que me aquejan. Hace 20 años que no tengo un trato fluido con ella y nada ni nadie pueden tentarme a cometer un pecado.
“Lo voy a conservar”, respondí, circunspecto, guardando el papel que escribió de puño y letra. Cambiamos de tema y el foco pasó a ser ella: es empleada administrativa de una oficina en el Microcentro desde que terminó la secundaria, está soltera y no tiene relaciones estables después de que varios hombres destrozaran su pobre corazón. Me sorprendí cuando dijo que piensa adoptar una criatura.
“No puedo darle un padre, pero al menos quiero poder dejar un poco de amor de verdad antes de irme de esta tierra”, confesó con sus dientes brillantes expuestos en una sonrisa genuina. “Maduré tardíamente, pero espero poder lograrlo para el año que viene. No me puedo ver más entrando tipos en mi casa para garchar: me cansó mucho esa vida”, continuó, en cuanto le di mi apoyo para que se cumpla su deseo.
Quiso alcanzarme hasta la casa de mi cliente pero le dije que no era necesario. Nos levantamos y pagué por ambos cafés. Le abrí la puerta del bar y me abrazó. No me sentí para nada incómodo, y mucho menos tras oír sus hermosos planes. La saludé y fui con el auto hasta Mataderos: debía retornar a las 13 para buscar a Carla al colegio.


Aún falta más de esta historia: ¡es el inicio de un largo camino!

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