Me lo había insinuado varias veces, y yo a veces me hacía el que no había entendido, otras las dejé pasar, pero después de tanto tiempo de estar en pareja, empecé a prestar un poco más de atención a las fantasías de mi mujercita, que, transitando los cuarenta, empezaba a tener esas inquietudes que suelen despertarse de repente.
Ya está, ya criamos a los chicos, y ahora, ya es tiempo de recuperar el tiempo perdido en el territorio de los juegos sexuales.
Así que después de un intenso y breve recorrido, aquí estamos.
No voy a negar que estaba nervioso. Simulaba tranquilidad, porque sabía que ella también estaba nerviosa. Pero habíamos pactado ese juego y aquí estábamos, en una casa quinta de Parque Leloir, al atardecer, y una mujer muy hermosa, más o menos de nuestra edad, nos recibe con un beso en la boca. Uno para cada uno. Y una copa de champán. Una para cada uno.
Y entramos a la casa, y la música suave, Erika Badhu era acorde con el momento, ella, la luz envolvente, las burbujas, creaban todo un mundo de ensoñación, acorde con lo que empezó a ocurrir, cuando tomaron a mi esposa de la mano, y se la llevaron.
Me quedé solo unos instantes, en los que no llegué ni siquiera a pensar, porque apenas terminé la copa, dos mujeres muy jóvenes, envueltas en cueros, me tomaron de la mano, sin dirigirme ni la palabra ni la mirada, abrieron una puerta, y me sentaron en un sillón mullido.
El rincón estaba en penumbras, era como una platea. Me susurraron al oído que la clave para que todo funcione bien, es que guarde silencio, que me reprima las ganas de meterme, que los celos los deje para otra oportunidad y que disfrute mucho de lo que iba a ver.
Y ahí estaba yo, sentado en un sillón, con otra copa en la mano, pero esta vez su contenido no tenía burbujas, sino dos hielos, en penumbras, y de repente… luz!, un reflector esparció una luz cálida sobre todo el territorio de una cama enorme, y la puerta se abrió.
Allí estaba mi esposa, con lencería negra, atrevida… medias de red, ligas, liguero, una tanga diminuta, bien metida entre sus nalgas, medio corcet, y los pechos erguidos, rebosando la prisión de la estructura.
Y sus ojos bien abiertos, sintiendo como ese hombre la tomaba de la cintura e invadía su boca con su lengua, mientras una mujer, no menos hermosa que el hombre, besaba su cuello.
Mi mujer estaba en manos de una pareja, y se dejaba llevar por las caricias.
Al sentir la boca de la rubia en su cuello, tiró la cabeza hacia atrás, en un gesto que yo conocía bien. Estaba entregada.
Y yo sentado, viendo como un hombre le metía una mano dentro de la bombacha, como una mujer acariciaba sus nalgas, y ella, dejándose llevar, arrastrada, al borde de la cama.
Yo estaba muy confundido. Por el alcohol, por los celos, por las ganas que tenía de unirme a la fiesta. La sangre me bullía. Decidí disfrutar del juego tal cual había sido diseñado.
Se sentó en el borde y abrió sus piernas. Y miró para donde estaba yo. Estoy seguro de que me vio. O al menos que vio que alguien estaba allí, mirando. Y eso pareció gustarle también.
Hoy era el centro de todos los placeres. Hoy iba a recibir.
Y la mujer se arrodilló frente a ella, y empezó a lamerla, primero suavemente, recorriendo con la punta de la lengua los bordes del clítoris. Después ya sin conmiseración alguna, hundiendo toda su lengua dentro suyo. Él, en cambio, en un rol más pasivo, ofreciéndole la monstruosidad de su miembro viril para que ella lo mire, lo toque, lo bese, lo recorra con su boca.
Yo sabía lo que mi esposa estaba sintiendo… una enorme contradicción que, mentalmente, ya había resuelto. Lo supe cuando se escapó un gemido gutural, y cuando apoyó las manos en la nuca de su amante, para que no cesara de darle esos besos en el centro de su vientre, y como suspendida en el aire, empezó a golpear sobre su cara con su pelvis.
Ella ya había decidido a dónde dejar su primer orgasmo. Pero también había decidido qué hacer inmediatamente después.
La conocía de memoria, y yo ya no sentía celos. Estaba ardiendo. Si bien sentía que entre mis piernas había una erección muy intensa, solo rozaba con mis manos por sobre el pantalón. Me podría haber tocado. Nadie me hubiera dicho nada. Sin embargo quería sostener mi excitación hasta incluso mi regreso a casa.
El cuerpo de mi mujer se tensó. Y como cada vez que le viene un orgasmo rico, sonrió con esa boca hermosa, única, que tiene.
El gozo le invadió todo su cuerpo, y lentamente, la fue abandonando, y su cuerpo, que segundos antes estaba tenso, volvía a la calma, igual que su respiración.
Pero un brillo le cruzó su mirada, y cuando parecía que se dejaría llevar por la laxitud de su placer, se incorporó de un brinco y le apoyó sus dos manos en el pecho del hombre, y lo tumbó en la cama, encaramándose arriba de esa pija enorme, nueva, firme, venosa, dejándose caer sobre ella, y un nuevo gemido, y un movimiento cadencioso, disfrutando cada estocada, cada movimiento de él, cada respuesta de ella, cada caricia en su espalda.
Empezó a moverse con frenesí. Yo sabía lo que ella estaba sintiendo, pero también sentía lo que él recibía, porque lo había recibido infinidades de veces.
Sabía, además, que en dos o tres estocadas más, ella tendría un segundo, devastador orgasmo, que provocaría el final del juego, y así fue tal como ocurrió.
Gritó, y debo reconocerlo, como nunca la había escuchado. Un gemido fuerte, profundo, felino, de animal satisfecho.
Y se derrumbó sobre el pecho de su amante, mientras seguía recibiendo caricias de la rubia.
Y lo que pasó a partir de allí no lo olvidaré jamás.
Se incorporó nuevamente, y con su mano, empezó a menearle la pija a su hombre, mientras le pasaba la lengua a la cabeza, sin detenerse, intensamente, y recibió en su cara los lechazos de placer del muchacho, y allí nomás, de un salto, se subió a horcajadas de la muchacha, y le empezó a dar el mismo tratamiento de lengua y dedos, hasta que también le arrancó un rico orgasmo.
Unos segundos tirados en la cama, los tres rieron, y ella se levantó y vino directamente hacia mi.
Me besó la boca, mientras apoyó muy adrede la mano en mi bragueta, preguntándome con su mejor pose de hembra en celo si me había gustado el espectáculo.
La respuesta era tan obvia, que no emití sonido alguno.
Ya está, ya criamos a los chicos, y ahora, ya es tiempo de recuperar el tiempo perdido en el territorio de los juegos sexuales.
Así que después de un intenso y breve recorrido, aquí estamos.
No voy a negar que estaba nervioso. Simulaba tranquilidad, porque sabía que ella también estaba nerviosa. Pero habíamos pactado ese juego y aquí estábamos, en una casa quinta de Parque Leloir, al atardecer, y una mujer muy hermosa, más o menos de nuestra edad, nos recibe con un beso en la boca. Uno para cada uno. Y una copa de champán. Una para cada uno.
Y entramos a la casa, y la música suave, Erika Badhu era acorde con el momento, ella, la luz envolvente, las burbujas, creaban todo un mundo de ensoñación, acorde con lo que empezó a ocurrir, cuando tomaron a mi esposa de la mano, y se la llevaron.
Me quedé solo unos instantes, en los que no llegué ni siquiera a pensar, porque apenas terminé la copa, dos mujeres muy jóvenes, envueltas en cueros, me tomaron de la mano, sin dirigirme ni la palabra ni la mirada, abrieron una puerta, y me sentaron en un sillón mullido.
El rincón estaba en penumbras, era como una platea. Me susurraron al oído que la clave para que todo funcione bien, es que guarde silencio, que me reprima las ganas de meterme, que los celos los deje para otra oportunidad y que disfrute mucho de lo que iba a ver.
Y ahí estaba yo, sentado en un sillón, con otra copa en la mano, pero esta vez su contenido no tenía burbujas, sino dos hielos, en penumbras, y de repente… luz!, un reflector esparció una luz cálida sobre todo el territorio de una cama enorme, y la puerta se abrió.
Allí estaba mi esposa, con lencería negra, atrevida… medias de red, ligas, liguero, una tanga diminuta, bien metida entre sus nalgas, medio corcet, y los pechos erguidos, rebosando la prisión de la estructura.
Y sus ojos bien abiertos, sintiendo como ese hombre la tomaba de la cintura e invadía su boca con su lengua, mientras una mujer, no menos hermosa que el hombre, besaba su cuello.
Mi mujer estaba en manos de una pareja, y se dejaba llevar por las caricias.
Al sentir la boca de la rubia en su cuello, tiró la cabeza hacia atrás, en un gesto que yo conocía bien. Estaba entregada.
Y yo sentado, viendo como un hombre le metía una mano dentro de la bombacha, como una mujer acariciaba sus nalgas, y ella, dejándose llevar, arrastrada, al borde de la cama.
Yo estaba muy confundido. Por el alcohol, por los celos, por las ganas que tenía de unirme a la fiesta. La sangre me bullía. Decidí disfrutar del juego tal cual había sido diseñado.
Se sentó en el borde y abrió sus piernas. Y miró para donde estaba yo. Estoy seguro de que me vio. O al menos que vio que alguien estaba allí, mirando. Y eso pareció gustarle también.
Hoy era el centro de todos los placeres. Hoy iba a recibir.
Y la mujer se arrodilló frente a ella, y empezó a lamerla, primero suavemente, recorriendo con la punta de la lengua los bordes del clítoris. Después ya sin conmiseración alguna, hundiendo toda su lengua dentro suyo. Él, en cambio, en un rol más pasivo, ofreciéndole la monstruosidad de su miembro viril para que ella lo mire, lo toque, lo bese, lo recorra con su boca.
Yo sabía lo que mi esposa estaba sintiendo… una enorme contradicción que, mentalmente, ya había resuelto. Lo supe cuando se escapó un gemido gutural, y cuando apoyó las manos en la nuca de su amante, para que no cesara de darle esos besos en el centro de su vientre, y como suspendida en el aire, empezó a golpear sobre su cara con su pelvis.
Ella ya había decidido a dónde dejar su primer orgasmo. Pero también había decidido qué hacer inmediatamente después.
La conocía de memoria, y yo ya no sentía celos. Estaba ardiendo. Si bien sentía que entre mis piernas había una erección muy intensa, solo rozaba con mis manos por sobre el pantalón. Me podría haber tocado. Nadie me hubiera dicho nada. Sin embargo quería sostener mi excitación hasta incluso mi regreso a casa.
El cuerpo de mi mujer se tensó. Y como cada vez que le viene un orgasmo rico, sonrió con esa boca hermosa, única, que tiene.
El gozo le invadió todo su cuerpo, y lentamente, la fue abandonando, y su cuerpo, que segundos antes estaba tenso, volvía a la calma, igual que su respiración.
Pero un brillo le cruzó su mirada, y cuando parecía que se dejaría llevar por la laxitud de su placer, se incorporó de un brinco y le apoyó sus dos manos en el pecho del hombre, y lo tumbó en la cama, encaramándose arriba de esa pija enorme, nueva, firme, venosa, dejándose caer sobre ella, y un nuevo gemido, y un movimiento cadencioso, disfrutando cada estocada, cada movimiento de él, cada respuesta de ella, cada caricia en su espalda.
Empezó a moverse con frenesí. Yo sabía lo que ella estaba sintiendo, pero también sentía lo que él recibía, porque lo había recibido infinidades de veces.
Sabía, además, que en dos o tres estocadas más, ella tendría un segundo, devastador orgasmo, que provocaría el final del juego, y así fue tal como ocurrió.
Gritó, y debo reconocerlo, como nunca la había escuchado. Un gemido fuerte, profundo, felino, de animal satisfecho.
Y se derrumbó sobre el pecho de su amante, mientras seguía recibiendo caricias de la rubia.
Y lo que pasó a partir de allí no lo olvidaré jamás.
Se incorporó nuevamente, y con su mano, empezó a menearle la pija a su hombre, mientras le pasaba la lengua a la cabeza, sin detenerse, intensamente, y recibió en su cara los lechazos de placer del muchacho, y allí nomás, de un salto, se subió a horcajadas de la muchacha, y le empezó a dar el mismo tratamiento de lengua y dedos, hasta que también le arrancó un rico orgasmo.
Unos segundos tirados en la cama, los tres rieron, y ella se levantó y vino directamente hacia mi.
Me besó la boca, mientras apoyó muy adrede la mano en mi bragueta, preguntándome con su mejor pose de hembra en celo si me había gustado el espectáculo.
La respuesta era tan obvia, que no emití sonido alguno.
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