Pasamos la tarde preparando a Ceci para la noche. La bañé (no me dejó acariciarla) y luego, como de costumbre, la maquillé, la peiné y le pinté las uñas. También, como de costumbre, ella me azuzaba diciéndome cosas como “¿Te gusta esto? Quiero estar linda para él”. Yo me ponía loco. Finalmente elegimos unas sandalias negras de taco súper alto, una mini al tono que le reventaba y un top suelto, con lentejuelas, sin corpiño, que le dejaba colgar casi guarangamente sus grandes pechos. Para disimular un poco le pusimos encima una camperita de jean que apenas lograba contenerlos, y noté que estaba radiante. Yo le había elegido una tanguita de encaje blanca, preciosa, pero con una sonrisa pícara me dijo que esa noche no quería ropa interior. Y luego agregó un detalle que me pareció encantador: una cinta de terciopelo negro como collar. Yo me maravillaba viéndola completamente liberada, sensual, despreocupada, y tan sólo de mirarla caminando nerviosa esperando a su macho me daban ganas de correr albaño a masturbarme.
Cuando llegó Paul también se fue a duchar y lo esperamos nerviosos. Luego fuimos en taxi a comer afuera. Desde que salimos él la llevaba de la mano como si fuera suya y, de hecho, era suya y yo era un mero acompañante de la pareja. En el boliche la llevaba de lacintura, o hasta por momentos de la cola, y ella y yo (por qué mentir) lo disfrutábamos. Cuando mi esposa se sacó la campera un par de personas cercanas no pudieron evitar mirarle de reojo los pechos, pero lo hacían disimuladamente, sin duda por temor al machazo que tenía al lado. Luego de comer él la llevó a bailar y yo disfruté del espectáculo desde la mesa: Ceci se contoneaba rítmicamente rodeándolo, frotándole la cola, besándolo en la boca, desatada, totalmente desinhibida, y él la hacía girar alrededor suyo luciéndola mientras ella se soltaba, movía cada vez más las caderas y los pechos que se escapaban del top. De a poco él comenzó a besarle las orejas y el cuello y ella se volvió loca, y más todavía cuando comenzó a acariciarle los muslos, las caderas y, de vez encuando, casi como sin querer, los pechos increíbles que se bamboleaban al ritmode la música. Cada contacto del macho la electrizaba y ella levantaba los brazos al bailar para que la manoseara mejor. Yo miraba fascinado a mi esposa, que hasta hacía unos meses no se atrevía a usar bikini o a tener la luz prendida durante el sexo, vuelta una verdadera hotwife. Y gozaba cada segundo.
Paul me hizo una seña de que tenía sed. Compré unos tragos y se los acerqué. Me agradeció y, tomando de la mano a Ceci, me dijo guiñándome un ojo que lo siguiera. Lo hice. Fuimos hasta el pasillo en penumbras que daba al guardarropas y a los baños. Nos ubicamos en un recodo y Paul la colocó contra la pared, la tomó de la cara con su manaza gigante y la inmovilizó. No sé si Ceci podía respirar bien pero me coloqué como si estuviera charlando con ellos mientras él la tenía del cuello, contra la pared, y la besaba descaradamente. Luego, con la otra mano, comenzó a pasarle el trago helado por todo el cuerpo. Mi esposa estaba entregada, enloquecida por la mezcla de sensaciones: la excitación, el sudor, el contacto con el vaso helado. “Dios…”, jadeó, mientras yo no lograba emitir sonido, completamente azorado, con una erección tremenda, mientras Paul le pasaba el vaso por las tetas y luego se lo metía sonriendo debajo de la falda. Ceci gimió. Resoplaba, me retorcía la mano y con la piel erizada trataba de zafarse de esa mano de hierro, pero apenas podía respirar y sostenerse mientras él le seguía pasando el vaso y ella se dejaba llevar y tiraba la cabeza hacia atrás para gozar. Y más nos calentaba que, pese a que yo tapaba un poco lo que hacían, el espectáculo era bastante evidente para todos los que pasaban por el pasillo.
“No sabés lo mojada que está”, sonrió Paul, y siguió frotándola mientras ella se desesperaba tratando de besarlo y susurrarle algo al oído que no llegué a oír por la música. “No escucho”, dijo él, y le seguía pasando implacable el vaso por los muslos, mirándola a los ojos, inmutable, y ella se arqueaba tratando de hilvanar una palabra pero se agitaba tanto que no lo lograba: “No escucho”, insistió maliciosamente él, hasta que mi mujer aulló: “¡Hacéme acabar, por favor!”. Y élla volvió a tomar del cuello, aplastándola contra la pared, y le pasó el vaso aún más fuerte haciéndola temblar de placer, hasta que de repente tiró el vaso, le pegó un cachetazo en la entrepierna mientras ella gritaba y le metió la mano hasta el fondo, buscando con los dedos el punto G mientras con la palma le frotaba el clítoris y en pocos segundos la hacía explotar: la tenía del cuello mirándola a los ojos, sosteniéndola, porque sabía que a Ceci se le aflojaban las piernas con ese orgasmo interminable, brutal, mientras ella jadeaba y él sacaba lentamente la mano, me la daba a probar y yo le lamía los dedos mojados, desesperadamente, mientras se besaban.
Cuando llegó Paul también se fue a duchar y lo esperamos nerviosos. Luego fuimos en taxi a comer afuera. Desde que salimos él la llevaba de la mano como si fuera suya y, de hecho, era suya y yo era un mero acompañante de la pareja. En el boliche la llevaba de lacintura, o hasta por momentos de la cola, y ella y yo (por qué mentir) lo disfrutábamos. Cuando mi esposa se sacó la campera un par de personas cercanas no pudieron evitar mirarle de reojo los pechos, pero lo hacían disimuladamente, sin duda por temor al machazo que tenía al lado. Luego de comer él la llevó a bailar y yo disfruté del espectáculo desde la mesa: Ceci se contoneaba rítmicamente rodeándolo, frotándole la cola, besándolo en la boca, desatada, totalmente desinhibida, y él la hacía girar alrededor suyo luciéndola mientras ella se soltaba, movía cada vez más las caderas y los pechos que se escapaban del top. De a poco él comenzó a besarle las orejas y el cuello y ella se volvió loca, y más todavía cuando comenzó a acariciarle los muslos, las caderas y, de vez encuando, casi como sin querer, los pechos increíbles que se bamboleaban al ritmode la música. Cada contacto del macho la electrizaba y ella levantaba los brazos al bailar para que la manoseara mejor. Yo miraba fascinado a mi esposa, que hasta hacía unos meses no se atrevía a usar bikini o a tener la luz prendida durante el sexo, vuelta una verdadera hotwife. Y gozaba cada segundo.
Paul me hizo una seña de que tenía sed. Compré unos tragos y se los acerqué. Me agradeció y, tomando de la mano a Ceci, me dijo guiñándome un ojo que lo siguiera. Lo hice. Fuimos hasta el pasillo en penumbras que daba al guardarropas y a los baños. Nos ubicamos en un recodo y Paul la colocó contra la pared, la tomó de la cara con su manaza gigante y la inmovilizó. No sé si Ceci podía respirar bien pero me coloqué como si estuviera charlando con ellos mientras él la tenía del cuello, contra la pared, y la besaba descaradamente. Luego, con la otra mano, comenzó a pasarle el trago helado por todo el cuerpo. Mi esposa estaba entregada, enloquecida por la mezcla de sensaciones: la excitación, el sudor, el contacto con el vaso helado. “Dios…”, jadeó, mientras yo no lograba emitir sonido, completamente azorado, con una erección tremenda, mientras Paul le pasaba el vaso por las tetas y luego se lo metía sonriendo debajo de la falda. Ceci gimió. Resoplaba, me retorcía la mano y con la piel erizada trataba de zafarse de esa mano de hierro, pero apenas podía respirar y sostenerse mientras él le seguía pasando el vaso y ella se dejaba llevar y tiraba la cabeza hacia atrás para gozar. Y más nos calentaba que, pese a que yo tapaba un poco lo que hacían, el espectáculo era bastante evidente para todos los que pasaban por el pasillo.
“No sabés lo mojada que está”, sonrió Paul, y siguió frotándola mientras ella se desesperaba tratando de besarlo y susurrarle algo al oído que no llegué a oír por la música. “No escucho”, dijo él, y le seguía pasando implacable el vaso por los muslos, mirándola a los ojos, inmutable, y ella se arqueaba tratando de hilvanar una palabra pero se agitaba tanto que no lo lograba: “No escucho”, insistió maliciosamente él, hasta que mi mujer aulló: “¡Hacéme acabar, por favor!”. Y élla volvió a tomar del cuello, aplastándola contra la pared, y le pasó el vaso aún más fuerte haciéndola temblar de placer, hasta que de repente tiró el vaso, le pegó un cachetazo en la entrepierna mientras ella gritaba y le metió la mano hasta el fondo, buscando con los dedos el punto G mientras con la palma le frotaba el clítoris y en pocos segundos la hacía explotar: la tenía del cuello mirándola a los ojos, sosteniéndola, porque sabía que a Ceci se le aflojaban las piernas con ese orgasmo interminable, brutal, mientras ella jadeaba y él sacaba lentamente la mano, me la daba a probar y yo le lamía los dedos mojados, desesperadamente, mientras se besaban.
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