Todavía agitado, con el corazón en la boca, seguí a Paul con su valija mientras entraba al living de casa. Contra la pared del otro lado de la sala lo esperaba mi mujer. La iluminación tenue no me impidió captar (y gozar) cada detalle: en topless, sólo con la tanga, el portaligas y las medias negras, Ceci estaba parada contra la pared sobre esos stilettos altos que le tensaban cada músculo de sus piernas y le realzaban la cola; con un aire ambiguo, entre tímidoy desafiante, le brillaban los ojos. Noté que estaba un poco nerviosa.
Paul le hizo apenas una seña y ella se le fue encima como una perra alamo. Lo besó directo en la boca y él la dejó, pero de inmediato la dominó, la tomó del cuello y la manejó como a una muñeca. Percibí la oleada de electricidad que recorrió instantáneamente el cuerpo de mi esposa: disfruté los pezones erectos, cómo se aceleraba su respiración, cómo se le erizabala piel. “¿Cómo estás, bebé?”, dijo él. Ella susurró: “Te extrañé tanto, amor…”y trató de besarlo de nuevo, pero Paul la contuvo mirándola a los ojos: “Ya lo sé”. Y la dio vuelta, le tapó los ojos con una venda que no sé de dónde salió, con otra le ató las manos y en dos pasos la encadenó en cuatro patas al extremo del sofá. Le hizo una rápida caricia por la cola y dijo que se iba a duchar.
Mientras escuchaba el ruido del agua yo estaba medio sorprendido, cada vez más excitado, viendo a Ceci maniatada, inmóvil, en silencio, completamente entregada esperando a un macho que la volvía loca sin siquiera tocarla, por pura fuerza de la expectativa. La oía agitarse pero no me atreví a hablarle, ni mucho menos, a acercarme. Mientras la escuchaba respirar entrecortadamente la verdad es que lo único que atiné a hacer fue a masturbarme. Oímos que Paul salía de la ducha y Ceci tembló, nerviosa, esperando el contacto, pero él pasó de largo, desnudo, y se fue aservir un trago. Le colgaba la verga gigantesca, más grande en reposo que la mía erecta. Avergonzado me cerré la bragueta mientras él se sentaba ignorando a Ceci, que se ponía loca al no saber qué pasaba. Comenzó a charlar pavadas conmigo sobre el tiempo y el viaje mientras ella, en cuatro patas, inmovilizada, humillada, se derretía de tan sólo escuchar su voz. “Por f…”, dijo en voz apenas audible. “¿Qué dijiste?”, preguntó él. “Por favor”, murmuró Ceci como para sí, casi sin atreverse a hablar. “Shhhh”, respondió, y siguió hablando con total sangre fría sobre el clima mientras yo estaba al borde del ataque de nervios.
Luego se levantó y, sin dejar de hablar trivialidades, casi como si no le importara o lo hiciera por puro compromiso, se paró al lado de Ceci y comenzó a pasarle una media por la espalda y por la cola. Mi esposa se agitaba, jadeaba y se retorcía ofreciéndose, presentándole la cola, tratando de maximizar el contacto; pero él la seguía enloqueciendo retirando la media, apoyándola y rozándola hasta que pensé que ella se iba a poner a llorar. Entonces dijo “Qué putita es, eh”, sacó un cubito de hielo del vaso y se lo pasó por la entrepierna: Ceci gimió, abriendo las piernas, y luego él sacó el cubito y la lamió un poco, y luego comenzó a alternar el hielo y los lengüetazos hasta desquiciarla. Desesperada, histérica, toda sudada, ella se retorcía y de los gemidos pronto pasó a los gritos roncos. Implacable, Paul le pasaba el hielo y luego le pegaba chirlos suaves, volviéndola loca, y yo veía el pecho de mi mujer subir y bajar agitado como si le faltara el aire: “Cogeme. Por favor cogeme”, murmuraba. Pero él seguía llevándola del goce al sufrimiento mientras ella se contorsionaba temblando. Pensé realmente que le iba a dar un infarto: le dije que la montara de una vez. Me miró sonriente: “¿Qué dijiste? No entendí”. Caí de rodillas y le supliqué: “Te pido que le rompas el culo a mi mujer. Te pido, te ruego por favor que le llenes el culo de leche”. La verga enorme comenzó a erguirse. Me acerqué, la tomé con una mano y me la metí en la boca mientras que con la otra le acariciaba los huevos que se iban poniendo duros. En pocos segundos quedó tieso, palpitante y de golpe, sin lubricarla, se alejó y se la metió en el culo a Ceci. Ella gritó y vi sus manos retorciendo el cuero del sillón para soportar el dolor pero, luego de darle unos segundos para que su recto se acostumbrara, Paul comenzó a bombear y en la medida en que se sincronizaron ella pasó de la agonía al éxtasis aullando como una perra en celo mientras el semental la tomaba de la cintura y la montaba rasgándole el culo cada vez más rápido hasta hacerla gritar “¡sí, sí, sí!” y explotar de placer.
Paul se sentó a su lado a descansar un poco y, como si nada, siguió con su trago. Jadeando afónica, sin poder moverse, recuperando el aliento y creo que hasta llorando, mi esposa quedó atada en cuatro patas, con un hilo de leche blanca que le caía por la cola.
Paul le hizo apenas una seña y ella se le fue encima como una perra alamo. Lo besó directo en la boca y él la dejó, pero de inmediato la dominó, la tomó del cuello y la manejó como a una muñeca. Percibí la oleada de electricidad que recorrió instantáneamente el cuerpo de mi esposa: disfruté los pezones erectos, cómo se aceleraba su respiración, cómo se le erizabala piel. “¿Cómo estás, bebé?”, dijo él. Ella susurró: “Te extrañé tanto, amor…”y trató de besarlo de nuevo, pero Paul la contuvo mirándola a los ojos: “Ya lo sé”. Y la dio vuelta, le tapó los ojos con una venda que no sé de dónde salió, con otra le ató las manos y en dos pasos la encadenó en cuatro patas al extremo del sofá. Le hizo una rápida caricia por la cola y dijo que se iba a duchar.
Mientras escuchaba el ruido del agua yo estaba medio sorprendido, cada vez más excitado, viendo a Ceci maniatada, inmóvil, en silencio, completamente entregada esperando a un macho que la volvía loca sin siquiera tocarla, por pura fuerza de la expectativa. La oía agitarse pero no me atreví a hablarle, ni mucho menos, a acercarme. Mientras la escuchaba respirar entrecortadamente la verdad es que lo único que atiné a hacer fue a masturbarme. Oímos que Paul salía de la ducha y Ceci tembló, nerviosa, esperando el contacto, pero él pasó de largo, desnudo, y se fue aservir un trago. Le colgaba la verga gigantesca, más grande en reposo que la mía erecta. Avergonzado me cerré la bragueta mientras él se sentaba ignorando a Ceci, que se ponía loca al no saber qué pasaba. Comenzó a charlar pavadas conmigo sobre el tiempo y el viaje mientras ella, en cuatro patas, inmovilizada, humillada, se derretía de tan sólo escuchar su voz. “Por f…”, dijo en voz apenas audible. “¿Qué dijiste?”, preguntó él. “Por favor”, murmuró Ceci como para sí, casi sin atreverse a hablar. “Shhhh”, respondió, y siguió hablando con total sangre fría sobre el clima mientras yo estaba al borde del ataque de nervios.
Luego se levantó y, sin dejar de hablar trivialidades, casi como si no le importara o lo hiciera por puro compromiso, se paró al lado de Ceci y comenzó a pasarle una media por la espalda y por la cola. Mi esposa se agitaba, jadeaba y se retorcía ofreciéndose, presentándole la cola, tratando de maximizar el contacto; pero él la seguía enloqueciendo retirando la media, apoyándola y rozándola hasta que pensé que ella se iba a poner a llorar. Entonces dijo “Qué putita es, eh”, sacó un cubito de hielo del vaso y se lo pasó por la entrepierna: Ceci gimió, abriendo las piernas, y luego él sacó el cubito y la lamió un poco, y luego comenzó a alternar el hielo y los lengüetazos hasta desquiciarla. Desesperada, histérica, toda sudada, ella se retorcía y de los gemidos pronto pasó a los gritos roncos. Implacable, Paul le pasaba el hielo y luego le pegaba chirlos suaves, volviéndola loca, y yo veía el pecho de mi mujer subir y bajar agitado como si le faltara el aire: “Cogeme. Por favor cogeme”, murmuraba. Pero él seguía llevándola del goce al sufrimiento mientras ella se contorsionaba temblando. Pensé realmente que le iba a dar un infarto: le dije que la montara de una vez. Me miró sonriente: “¿Qué dijiste? No entendí”. Caí de rodillas y le supliqué: “Te pido que le rompas el culo a mi mujer. Te pido, te ruego por favor que le llenes el culo de leche”. La verga enorme comenzó a erguirse. Me acerqué, la tomé con una mano y me la metí en la boca mientras que con la otra le acariciaba los huevos que se iban poniendo duros. En pocos segundos quedó tieso, palpitante y de golpe, sin lubricarla, se alejó y se la metió en el culo a Ceci. Ella gritó y vi sus manos retorciendo el cuero del sillón para soportar el dolor pero, luego de darle unos segundos para que su recto se acostumbrara, Paul comenzó a bombear y en la medida en que se sincronizaron ella pasó de la agonía al éxtasis aullando como una perra en celo mientras el semental la tomaba de la cintura y la montaba rasgándole el culo cada vez más rápido hasta hacerla gritar “¡sí, sí, sí!” y explotar de placer.
Paul se sentó a su lado a descansar un poco y, como si nada, siguió con su trago. Jadeando afónica, sin poder moverse, recuperando el aliento y creo que hasta llorando, mi esposa quedó atada en cuatro patas, con un hilo de leche blanca que le caía por la cola.
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