Mientras volvíamos esa noche en el taxi, luego de haberse acostado con dos tipos delante mío, Ceci estaba súper cariñosa y me susurró al oído que no me preocupara porque no hizo ni haría nada con los compañeros de oficina sin que yo estuviera presente. La besé y le dije que confiaba completamente en ella, que la amaba y que lo único que yo quería era verla gozar. Entonces tomó confianza y me dijo que se había quedado con muchas ganas de ver a Paul. Me sorprendió pero la verdad es que a mí también me había reventado la cabeza la aventura playera, así que le dije que dejara todo en mis manos. Dormimos abrazados como bebés.
Al día siguiente le pedí el contacto a Ceci, le escribí a él y le saqué pasaje para un fin de semana completo. Quedamos en que lo buscaría en el Buquebus mientras ella dejaba a los chicos en casa de los primos e iba al salón de belleza a maquillarse, peinarse y hacerse las uñas. Le dije que quería que estuviera especialmente linda. Habíamos comprado juntos unos portaligas negros muy sexies que estrenaría con unos stilettos italianos negros de taco alto. Una tanguita tipo hilo dental y nada más. Fino, austero, elegante pero sexy: ya sabíamos a qué venía él. Y nos habíamos puesto locos de sólo preparar el encuentro.
Apenas llegó Paul y acomodaba su corpachón en el auto confirmé lo que venía meditando. Mientras charlábamos de trivialidades, pensaba que amaba a mi esposa y que quería lo mejor para ella. Y este tipo era, efectivamente, lo mejor. Además de interesante, educado y cortés era también un amante imaginativo, sutil o morboso según la ocasión lo requiriera, pero por sobre todo era un auténtico portento físico junto al cual yo me sentía una hormiga. Y sabía perfectamente que era capaz de llevarla al éxtasis como yo jamás podría. Creo que Paul no se dio cuenta de que se me iba parando de sólo pensarlo, o si lo hizo, como era su costumbre, no dio señales de hacerlo: porque lo que más seducía de él era que jamás dejaba de ser gentil y amable, y no necesitaba de ningún exceso para imponer su superioridad natural.
Llegamos al garaje de casa e iba a bajarme cuando él me detuvo y me dijo en calma y sin levantar la voz: “Este fin de semana voy a destruir sexualmente a tu esposa. ¿Entendés? La voy a llevar al límite. La voy a quebrar”. Aunque sabía que era cierto, la seguridad con la que lo decía daba un poco de miedo. Le dije que comprendía completamente, que ella había sido suya desde el primer momento en Uruguay y que yo sabía bien cuál era mi lugar. Ceci era mi esposa pero era su puta. Haría con ella lo que quisiera. Sonrió: “No sólo eso, Fer. Ya sé que es mía. Y que voy a hacer lo que quiera con ella. Pero no sólo quiero que lo aceptes: quiero que vos quieras que tu esposa sea mi puta”. Temblando, dolorido por la erección incontenible en mi pantalón, más molesto aún porque suponía que se notaba, le contesté que sí. Que eso era lo que quería.
Entonces sonrió, se desabrochó el pantalón y sacó su verga enorme: “Mostrame”.
Para qué voy a mentir: no tardé ni un segundo en bajar y comenzara devorarme esa pija gigantesca. La sentía crecer saboreándola, paladeándola, mientras yo trataba de no apurarme y de darle el máximo placer. Gentil pero firmemente él me empujaba la cabeza hacia abajo y me obligaba a tragarme ese monstruo que se endurecía y se erguía hasta que apenas entraba en mi boca. Me volvía loco su erección, que parecía de hierro, pero a la vez disfrutaba qué pensaría Ceci, esperando arriba, y toda la situación en sí: después de todo estaba en el garaje de mi casa haciéndole sexo oral al amante de mi mujer. “¿Esto es lo que quiere tu esposa, no?”, preguntó, y yo asentí sin emitir palabra de tan llena que tenía la boca. Sentí una gota de líquido preseminal y se la mamé desesperado. Lo quería todo para mí: no me contuve más y comencé a masturbarlo mientras le devoraba la cabeza y sentí que comenzaba a agitarse. Ahí me paró: “No es para vos”. Se bajó del auto y me pidió que le llevara la valija mientras saludaba a Ceci. Y, por más que me daba vueltas la cabeza y apenas podía mantenerme en pie, lo hice feliz.
Al día siguiente le pedí el contacto a Ceci, le escribí a él y le saqué pasaje para un fin de semana completo. Quedamos en que lo buscaría en el Buquebus mientras ella dejaba a los chicos en casa de los primos e iba al salón de belleza a maquillarse, peinarse y hacerse las uñas. Le dije que quería que estuviera especialmente linda. Habíamos comprado juntos unos portaligas negros muy sexies que estrenaría con unos stilettos italianos negros de taco alto. Una tanguita tipo hilo dental y nada más. Fino, austero, elegante pero sexy: ya sabíamos a qué venía él. Y nos habíamos puesto locos de sólo preparar el encuentro.
Apenas llegó Paul y acomodaba su corpachón en el auto confirmé lo que venía meditando. Mientras charlábamos de trivialidades, pensaba que amaba a mi esposa y que quería lo mejor para ella. Y este tipo era, efectivamente, lo mejor. Además de interesante, educado y cortés era también un amante imaginativo, sutil o morboso según la ocasión lo requiriera, pero por sobre todo era un auténtico portento físico junto al cual yo me sentía una hormiga. Y sabía perfectamente que era capaz de llevarla al éxtasis como yo jamás podría. Creo que Paul no se dio cuenta de que se me iba parando de sólo pensarlo, o si lo hizo, como era su costumbre, no dio señales de hacerlo: porque lo que más seducía de él era que jamás dejaba de ser gentil y amable, y no necesitaba de ningún exceso para imponer su superioridad natural.
Llegamos al garaje de casa e iba a bajarme cuando él me detuvo y me dijo en calma y sin levantar la voz: “Este fin de semana voy a destruir sexualmente a tu esposa. ¿Entendés? La voy a llevar al límite. La voy a quebrar”. Aunque sabía que era cierto, la seguridad con la que lo decía daba un poco de miedo. Le dije que comprendía completamente, que ella había sido suya desde el primer momento en Uruguay y que yo sabía bien cuál era mi lugar. Ceci era mi esposa pero era su puta. Haría con ella lo que quisiera. Sonrió: “No sólo eso, Fer. Ya sé que es mía. Y que voy a hacer lo que quiera con ella. Pero no sólo quiero que lo aceptes: quiero que vos quieras que tu esposa sea mi puta”. Temblando, dolorido por la erección incontenible en mi pantalón, más molesto aún porque suponía que se notaba, le contesté que sí. Que eso era lo que quería.
Entonces sonrió, se desabrochó el pantalón y sacó su verga enorme: “Mostrame”.
Para qué voy a mentir: no tardé ni un segundo en bajar y comenzara devorarme esa pija gigantesca. La sentía crecer saboreándola, paladeándola, mientras yo trataba de no apurarme y de darle el máximo placer. Gentil pero firmemente él me empujaba la cabeza hacia abajo y me obligaba a tragarme ese monstruo que se endurecía y se erguía hasta que apenas entraba en mi boca. Me volvía loco su erección, que parecía de hierro, pero a la vez disfrutaba qué pensaría Ceci, esperando arriba, y toda la situación en sí: después de todo estaba en el garaje de mi casa haciéndole sexo oral al amante de mi mujer. “¿Esto es lo que quiere tu esposa, no?”, preguntó, y yo asentí sin emitir palabra de tan llena que tenía la boca. Sentí una gota de líquido preseminal y se la mamé desesperado. Lo quería todo para mí: no me contuve más y comencé a masturbarlo mientras le devoraba la cabeza y sentí que comenzaba a agitarse. Ahí me paró: “No es para vos”. Se bajó del auto y me pidió que le llevara la valija mientras saludaba a Ceci. Y, por más que me daba vueltas la cabeza y apenas podía mantenerme en pie, lo hice feliz.
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