-Estás en tu oficina?
-Si. Me voy a quedar un rato más.
-Quiero pasar a buscarte y llevarte a tu casa, así aprovechamos el viaje para charlar un poco
-En cuánto decís…
-En quince estoy en la zona
-Dale
Ella sólo quería fanfarronear un poco con su nueva adquisición. Al menos eso fue lo que pensé apenas la vi, montada en su auto nuevo, un cero kilómetro alemán, que, evidentemente, quería mostrármelo.
¡Qué tiempos locos! Antes éramos los hombres los que alardeábamos con nuestros carros, acelerábamos en las esquinas, y hacíamos la pasadita por el frente de las casas de nuestras pretendidas… y ahora, ahora son ellas las que… ¡los tiempos que corren!
Lindo coche era, no se privó de poner las balizas para que se vea en toda la cuadra, y cuando me vió, se bajó del auto, levantó un brazo y me llamó por mi nombre.
Era evidente que quería hacerse ver. No nos veíamos muy seguido, pero cuando lo hacíamos era con mucha reserva. Nadie quería que su marido se enterara de que ella se hacía una escapada conmigo. Pero esta vez era distinto.
Me acerqué, y después de estamparme un sorpresivo beso en los labios, me dijo que manejara yo. La miré extrañado. Algo traía entre sus manos, y evidentemente, nada ni nadie le iba a torcer la voluntad, así que hice lo que mejor se hacer: me dejé llevar
Me senté en el asiento del conductor, y vi el tablero luminoso, sobrio. Las butacas recubiertas de suave cuero, que embriagaba con su olor a nuevo, y una música muy suave, muy dulce, que tardé en reconocer, pero que sabía que era propia desde el primer acorde. Hasta el primer alarido, claro, porque era Pink Floyd, y era The Great Gig in The Sky, y era Clare Torry, la que pegaba los gritos desgarrados, de placer, de lujuria.
-¿A donde vamos, señora?
-Quería mostrarte el auto, y llevarte a tu casa, te dije…
Obedecí. Y guardé silencio. El auto era hermoso. Normalmente los autos nuevos son lindos. Todo funciona, todo resplandece, todo huele bien.
Iba concentrado en el tráfico, porque a esa hora de la tarde, por Avenida Rivadavia los autos andan como locos, cuando sentí su mano sobre mi pantalón. Más precisamente sobre mi bragueta.
-parece que me extrañó, porque al primer roce ya se levantó a saludarme
No contesté. La dejé hacer. Bajó el cierre, y empezó a meneármela con un ritmo muy suave, muy cuidadoso, y cuando notó la erección completa, hundió su cabeza entre mis piernas. Por suerte coincidió con un semáforo en rojo. La sorpresa que me provocó, hubiera producido un desastre en el tránsito.
Miré hacia afuera y me di cuenta de que nadie veía que ocurría adentro. Ella se dio cuenta, porque se introdujo todo el miembro, hasta la garganta, y salió de ese lugar para decirme entre murmullos que había pagado un montón por el polarizado.
La dejé hacer, y la seguí dejando hacer. Ya no existía la gente, el tránsito, los semáforos, el auto nuevo, ni el marido… solo su boca jugando con mi centro, con mi pija, lamiéndola como si fuera un helado, o comiéndosela entera, profundamente, haciendo con su boca como una vagina que se contrae, rozando con sus labios todo el glande.
Manejé como pude, sin emitir sonido. Estaba concentrado exclusivamente en no chocar, pero estaba claro, no podía conducir con la prudencia o la seguridad con la que estaba acostumbrado. Pasé la Plaza Almagro, y otro semáforo. Apenas unos segundos para sentir con profundidad los juegos de la boca de la hija de puta que estaba alardeando de su auto nuevo y me estaba chupando la pija de un modo irresistible.
La orden era manejar, y rumbo a mi casa. Tomé una decisión. Quizás la primer decisión de la tarde, y la más inteligente de toda la semana. Yo no podía bajar en la puerta de casa de un auto, y, por ejemplo, cruzarme con el portero y poner cara de nada. O con la vecina. Ni con nadie. No podía correr ese riesgo. Pero me acordé de una historia que me contaron, y puse proa hacia el destino. A la vuelta de mi casa. Ya casi estaba llegando, y ella seguía, prendida de mi falo como si fuera el mástil del que se estaba aferrando, sin darse cuenta que estaba estacionándome en la playa del supermercado que está a la vuelta de mi casa.
Corrí el asiento para atrás.
La agarré del pelo para despegarla de mi pija. Y ahí caí en cuenta que la hija de puta tenía todo calculado. Traía polleras, y le metí mano y no tenía ropa interior.
La subí arriba mío y le apoyé la pija en la puerta de su concha. Apenas rozó su clítoris en mi glande, y sola, enhiesta, resbaló hasta sus profundidades. Estaba mojada. Muy mojada. Tan caliente que le hubiera entrado cualquier cosa. Una pija. O dos. O un puño.
Gimió y empezó a moverse arriba mío. Pasé mi mano por atrás, y aprovechando su lubricidad, unté su culo y le clavé un dedo.
Cambiaron los roles. Ahora el control lo tenía yo. En realidad lo tenía mi dedo. Es increíble como las cosas a veces se salen de su cauce, y a veces un dedo pone todo en su lugar.
Con el dedo mayor ensartado en su ogete, le iba guiando el ritmo. Lento, muy lento, exasperadamente lento, y sus gemidos cada vez más fuertes, más intensos, nacidos desde lo más profundo de su ser.
Yo me movía debajo suyo, y dejaba que me cabalgue. Quería darle mi leche, pero cuando yo quisiera, y donde yo quisiera. Ahora quería su orgasmo. Y yo sabía cómo hacerlo.
Fue simplemente levantar su remera, y besar sus pechos. Cuando encerré un pezón entre mis labios, simulando que lo mordía, pero chupándolo fuerte, ella se aferró a mi cintura, tiró su cuello para atrás, y exhaló un gemido gutural, animal, y con voz entrecortada, gemía
-hi jo de pu ta te estoy a ca ban do toda aaaaaaahhhhhhhggggg!
Cuando recuperó su aliento, la senté otra vez en el lugar del acompañante y le dije que quería que me limpie bien su acabada, que yo no podía volver a casa con el olor de todos sus flujos y la agarré del pelo, y le penetré la boca, como cogiéndomela, y fueron apenas tres o cuatro empujones hasta que la dejé hacer, para derramarle dulce y violentamente todo mi néctar en sus fauces.
-Si. Me voy a quedar un rato más.
-Quiero pasar a buscarte y llevarte a tu casa, así aprovechamos el viaje para charlar un poco
-En cuánto decís…
-En quince estoy en la zona
-Dale
Ella sólo quería fanfarronear un poco con su nueva adquisición. Al menos eso fue lo que pensé apenas la vi, montada en su auto nuevo, un cero kilómetro alemán, que, evidentemente, quería mostrármelo.
¡Qué tiempos locos! Antes éramos los hombres los que alardeábamos con nuestros carros, acelerábamos en las esquinas, y hacíamos la pasadita por el frente de las casas de nuestras pretendidas… y ahora, ahora son ellas las que… ¡los tiempos que corren!
Lindo coche era, no se privó de poner las balizas para que se vea en toda la cuadra, y cuando me vió, se bajó del auto, levantó un brazo y me llamó por mi nombre.
Era evidente que quería hacerse ver. No nos veíamos muy seguido, pero cuando lo hacíamos era con mucha reserva. Nadie quería que su marido se enterara de que ella se hacía una escapada conmigo. Pero esta vez era distinto.
Me acerqué, y después de estamparme un sorpresivo beso en los labios, me dijo que manejara yo. La miré extrañado. Algo traía entre sus manos, y evidentemente, nada ni nadie le iba a torcer la voluntad, así que hice lo que mejor se hacer: me dejé llevar
Me senté en el asiento del conductor, y vi el tablero luminoso, sobrio. Las butacas recubiertas de suave cuero, que embriagaba con su olor a nuevo, y una música muy suave, muy dulce, que tardé en reconocer, pero que sabía que era propia desde el primer acorde. Hasta el primer alarido, claro, porque era Pink Floyd, y era The Great Gig in The Sky, y era Clare Torry, la que pegaba los gritos desgarrados, de placer, de lujuria.
-¿A donde vamos, señora?
-Quería mostrarte el auto, y llevarte a tu casa, te dije…
Obedecí. Y guardé silencio. El auto era hermoso. Normalmente los autos nuevos son lindos. Todo funciona, todo resplandece, todo huele bien.
Iba concentrado en el tráfico, porque a esa hora de la tarde, por Avenida Rivadavia los autos andan como locos, cuando sentí su mano sobre mi pantalón. Más precisamente sobre mi bragueta.
-parece que me extrañó, porque al primer roce ya se levantó a saludarme
No contesté. La dejé hacer. Bajó el cierre, y empezó a meneármela con un ritmo muy suave, muy cuidadoso, y cuando notó la erección completa, hundió su cabeza entre mis piernas. Por suerte coincidió con un semáforo en rojo. La sorpresa que me provocó, hubiera producido un desastre en el tránsito.
Miré hacia afuera y me di cuenta de que nadie veía que ocurría adentro. Ella se dio cuenta, porque se introdujo todo el miembro, hasta la garganta, y salió de ese lugar para decirme entre murmullos que había pagado un montón por el polarizado.
La dejé hacer, y la seguí dejando hacer. Ya no existía la gente, el tránsito, los semáforos, el auto nuevo, ni el marido… solo su boca jugando con mi centro, con mi pija, lamiéndola como si fuera un helado, o comiéndosela entera, profundamente, haciendo con su boca como una vagina que se contrae, rozando con sus labios todo el glande.
Manejé como pude, sin emitir sonido. Estaba concentrado exclusivamente en no chocar, pero estaba claro, no podía conducir con la prudencia o la seguridad con la que estaba acostumbrado. Pasé la Plaza Almagro, y otro semáforo. Apenas unos segundos para sentir con profundidad los juegos de la boca de la hija de puta que estaba alardeando de su auto nuevo y me estaba chupando la pija de un modo irresistible.
La orden era manejar, y rumbo a mi casa. Tomé una decisión. Quizás la primer decisión de la tarde, y la más inteligente de toda la semana. Yo no podía bajar en la puerta de casa de un auto, y, por ejemplo, cruzarme con el portero y poner cara de nada. O con la vecina. Ni con nadie. No podía correr ese riesgo. Pero me acordé de una historia que me contaron, y puse proa hacia el destino. A la vuelta de mi casa. Ya casi estaba llegando, y ella seguía, prendida de mi falo como si fuera el mástil del que se estaba aferrando, sin darse cuenta que estaba estacionándome en la playa del supermercado que está a la vuelta de mi casa.
Corrí el asiento para atrás.
La agarré del pelo para despegarla de mi pija. Y ahí caí en cuenta que la hija de puta tenía todo calculado. Traía polleras, y le metí mano y no tenía ropa interior.
La subí arriba mío y le apoyé la pija en la puerta de su concha. Apenas rozó su clítoris en mi glande, y sola, enhiesta, resbaló hasta sus profundidades. Estaba mojada. Muy mojada. Tan caliente que le hubiera entrado cualquier cosa. Una pija. O dos. O un puño.
Gimió y empezó a moverse arriba mío. Pasé mi mano por atrás, y aprovechando su lubricidad, unté su culo y le clavé un dedo.
Cambiaron los roles. Ahora el control lo tenía yo. En realidad lo tenía mi dedo. Es increíble como las cosas a veces se salen de su cauce, y a veces un dedo pone todo en su lugar.
Con el dedo mayor ensartado en su ogete, le iba guiando el ritmo. Lento, muy lento, exasperadamente lento, y sus gemidos cada vez más fuertes, más intensos, nacidos desde lo más profundo de su ser.
Yo me movía debajo suyo, y dejaba que me cabalgue. Quería darle mi leche, pero cuando yo quisiera, y donde yo quisiera. Ahora quería su orgasmo. Y yo sabía cómo hacerlo.
Fue simplemente levantar su remera, y besar sus pechos. Cuando encerré un pezón entre mis labios, simulando que lo mordía, pero chupándolo fuerte, ella se aferró a mi cintura, tiró su cuello para atrás, y exhaló un gemido gutural, animal, y con voz entrecortada, gemía
-hi jo de pu ta te estoy a ca ban do toda aaaaaaahhhhhhhggggg!
Cuando recuperó su aliento, la senté otra vez en el lugar del acompañante y le dije que quería que me limpie bien su acabada, que yo no podía volver a casa con el olor de todos sus flujos y la agarré del pelo, y le penetré la boca, como cogiéndomela, y fueron apenas tres o cuatro empujones hasta que la dejé hacer, para derramarle dulce y violentamente todo mi néctar en sus fauces.
5 comentarios - Cero Ka Eme
"sexo sobre ruedas"... no le voy a negar que siempre tuve la fantasía
pero me da cosita decirlo en público, y que me traten de degenardo que me quiero garchar alguna chica en silla de ruedas...
Van puntitos
Gracias por compartir.