Capítulo IV
Los tres días hasta el lunes se me hicieron largos. Intenté hablar con mi madre en varias ocasiones, convencerla, que recapacitara sobre aquella loca y poco profesional idea, pero fue inútil. Tampoco sirvió de nada hablar con mi padre, manipularlo para que razonara con su esposa, era, es y será siempre un calzonazos. A las cinco de la tarde del lunes, tal y como se me había ordenado, volvía a estar en aquel piso, atendido por la sensual recepcionista que en esta ocasión me acompañaba hasta la consulta de mi madre. Doctora Pajas González, rezaba el cartel de su puerta. Ni si quiera recordaba en que se había doctorado mi madre, probablemente en torturar a los hijos.
Me abrió la puerta y me estrechó la mano, señaló el sillón donde debía sentarme y a continuación se acomodó ella en el de enfrente.
—Buenas tardes, tan solo recordarte que hoy no soy tu madre, soy la doctora Pajas y para que esto funcione necesito que los roles estén bien definidos desde el principio. Lo que hablemos aquí nunca saldrá de estas cuatro paredes ni se mencionará fuera de la consulta, ni siquiera entre nosotros.
—Sí mamá —respondí desafiante, pensando si era consciente de lo ridículo que había sonado lo de “doctora Pajas”.
Ella me mantuvo la mirada, como aceptando el desafío, mostrando seguridad en sí misma.
—Bien, estamos aquí por un tema muy simple, la gente de tu entorno opina que eres demasiado reservado y esto puede llegar a ser un problema en nuestra sociedad.
—La gente no, tú y esa estúpida de la profesora de literatura. No tengo ningún problema y me importa muy poco la opinión de esto que tú llamas nuestra sociedad.
—¿Entonces me estás diciendo que eres plenamente feliz?
La conversación había empezado fuerte, enseguida me di cuenta de que no sería tan fácil librarme de mi madre como de Miguel.
—La felicidad es un estado de ánimo transitorio, nadie es plenamente feliz —respondí con amargura.
—Pero la misión de cada persona es esa, intentar ser feliz, lo máximo que se pueda y la vida te permita.
—Salud, dinero y amor, me conozco la canción, lo siento pero no soy de los que se hace adepto a una secta para llenar su corazón, no necesito ninguna religión para alimentar mi espíritu, lo único que me hace infeliz es que se me trate por problemas que no tengo. Si me dejarais todos en paz, ¡entonces sí que sería feliz!
—¿Eso es lo que buscas en la vida, tranquilidad?, ¿vivir de una manera asocial?, ¿convertirte en un ermitaño?
—Sí.
—Sé que eres ateo, pero todos tenemos unas pautas, algo que guía nuestra vida. Unos límites. Incluso la gente que se cree completamente libre los tiene, ya sea por la consciencia, la justicia o sus propios medios.
—Claro, sé que si mato a alguien iré a la cárcel, no soy tan estúpido. Mis reglas son muy fáciles, tu libertad termina donde empieza la de tu vecino, no te metas con nadie y no dejes que nadie se meta contigo, podría citarte algunas frases hechas más, medio refranero español, uno de los más ricos del mundo, si eso te hace entenderme.
—Sí, el problema, David, es que no te entiendo.
—¿Qué no entiendes?, ¿qué sea un individualista?, ¿practico?, ¿pragmático?
—Eso lo entiendo perfectamente, incluso que te aburran los convencionalismos, lo que no comprendo es que alguien como tú, que intenta mantener un perfil bajo a los ojos de los demás, que se enorgullece de no caer en las trampas de esta sociedad, acabe por hacerle bullyng, por así decirlo, a su propia hermana.
Aquello cayó como un mazazo sobre mí, me había preparado para muchas cosas pero no para la afirmación que tan serenamente había hecho mi madre. Por primera vez en mucho tiempo me sentí cazado.
—¿De qué hablas? —balbuceé incómodo, demostrando debilidad mucho más de lo que me gustaría reconocer.
—Lo has oído perfectamente, no necesito un detector de mentiras ni a la policía para saberlo. Reconozco que tardé un par de días en darme cuenta, eres astuto, pero luego fue tan fácil como atar cabos. Hazme un favor y no pierdas el tiempo negándolo, nadie más lo sabrá nunca, ni tu padre, ni tu colegio ni por supuesto Paula, pero por favor, no me insultes otra vez haciéndote el idiota.
Me quedé completamente en silencio, incapaz de reaccionar, aquella mujer que tenía delante era mucho más inteligente de lo que esperaba. Me obligué a no bajar la cabeza aunque el cuerpo era lo único que me pedía.
—¿Por qué, David?
—Causa efecto, te lo he dicho, no te metas con nadie si no quieres que se metan contigo. Tu querida hija se pasa el día metiéndose conmigo.
—Es cierto, tan cierto como que a ti te importa menos que cero, yo lo sé y tú lo sabes. Entonces, repito, ¿por qué, David?
—No lo sé.
—¿Por qué, David? —insistió por tercera vez mi madre, subiendo el tono de su voz en contraste con la mía, que cada vez era más débil.
—Porque me aburría.
—¿Te parece eso una razón?
—¡Claro qué me lo parece!, lo hice porque puedo, porque este puto mundo es un auténtico coñazo y porque Paula es el estereotipo perfecto de niñata convencional sosa y superficial, con la única virtud de haber heredado unos buenos genes que ponen cachondo a más de uno y porque es lo suficientemente estúpida como para dejar que le hagan fotos a sus tetas, ¡por eso!
—Paula quizás no tendrá un coeficiente intelectual de ciento treinta y ocho como el tuyo pero por lo menos no le hace daño a nadie.
—¡Le hace daño a todo el mundo!, le hace daño al progreso, las pijas estúpidas como ella son peores que la Iglesia Católica, niñatas como ella nos recuerdan cada día la sociedad de clones bobalicones que hemos construido.
—¿Entonces simplemente la castigaste?, ¿eso es lo que quieres que me crea?, ¿eres el típico genio incomprendido que se aburre en clase?
—Ya te he contestado, lo hice porque puedo.
—Sí, es cierto, eso has dicho, pero el tema es que no puedes. El problema aquí es que te crees superior a todos y te equivocas, no ha sido demasiado difícil para mí quitarte la máscara.
Touché, me tenía contra las cuerdas y lo peor de todo es que no tenía ningún plan para zafarme.
—Pensaba que estábamos aquí para ayudarme, no para echarme la bronca —me defendí a la desesperada.
—Y yo que no tenías ningún problema que tratar —contestó ella sarcásticamente —por cierto, buena estrategia la empleada con Miguel, reconozco que el tema del complejo de Edipo ha sido brillante.
—¡Ese puto abrazafarolas se va a enterar!, ¿y esa mierda del código deontológico?, ¿de la privacidad médico paciente?
—Demándale —me recomendó mi madre mostrando una sonrisa irónica.
—Os creéis muy listos los comecocos. ¿Cómo sabes que era una estrategia?, quizás le estaba contando la verdad.
—Claro, complejo de Edipo, lo más típico en un joven de dieciocho años.
—No solo los niños sufren de este mal, parece mentira que seas psicóloga.
—Veamos, examinemos tu caso. No tienes entre tres y siete años, no sientes ningún tipo de sentimiento posesivo hacia mí, no rivalizas con tu padre en nada hasta el punto que es con el que mejor relación tienes, sí, claramente lo tuyo es complejo de Edipo —volvió a contestar con sarcasmo mi madre.
—¿No te quejas de que no tengo amigos?, ¿de que no os presento a ninguna chica?, quizás sea porque estoy obsesionado contigo. Deberías saber que no todos los conflictos emocionales siguen las pautas preestablecidas.
En ese punto de la sesión ni yo mismo sabía que buscaba, una huida hacia adelante, incomodarla, darle pena, disparaba sin apuntar, intentando rehacerme de aquel noqueo intelectual al que me había sometido mi progenitora, mostrándose mucho más brillante de lo que pensaba. La miré de arriba abajo, sentada en aquel sillón con su expresión de satisfacción, de victoria. Mi madre realmente era una mujer muy atractiva, con cuarenta y un años estoy seguro de que mis amigos, de haberlos tenido, la habrían calificado de MILF.
Siempre intentaron incordiarme con lo buena que estaba mi hermana, pero nadie se fijó nunca en mi madre. Debería medir alrededor del metro setenta, yo diría que un par de centímetros más que Paula. Llevaba el pelo algo corto desde hacía algunos años y rubio oscuro teñido, con alguna que otra ondulación. Sus ojos eran marrón miel y casi siempre iban acompañados de unas gafas de montura muy delicada. Sus rasgos eran finos, con un mentón afilado y los pómulos marcados. Tenía un cuello muy elegante y unos hombros bonitos y juveniles que solía lucir orgullosa. El busto era claramente generoso, mínimo de la talla noventa y cinco o incluso cien, cubierto siempre con ropa poco escotada acorde con su personalidad discreta. Tenía el vientre delgado, no como una modelo anoréxica ni una veinteañera pero se mantenía bastante plano teniendo en cuenta que apenas practicaba deporte. A su cintura le seguían unas marcadas caderas, con nalgas firmes que convertían su trasero en algo muy apetecible y sus piernas eran largas y bien formadas. Me preguntaba que cuantos pacientes habrían fantaseado con seducirla en medio de una sesión.
Aquella tarde vestía con un vestido negro, bastante cerrado por la parte del canalillo pero algo corto a la altura de los muslos, dejando al descubierto aquellas fibrosas piernas que cruzaba elegantemente, sosteniéndose tan solo en uno de sus zapatos de tacón.
—¿Has acabado con la tontería? —me preguntó mi madre, arrancándome de golpe de aquel repaso con la vista de la que estaba siendo víctima.
—¿Qué me dices de la atracción sexual genética? —insistí.
—Bueno, creo que ha quedado claro que a mí no vas a manipularme tan fácilmente como a los demás, el miércoles te espero aquí a las cinco otra vez, medita sobre todo lo que hemos hablado. Ya sabes dónde está la puerta, discúlpame si no me levanto.
Salí de la consulta a paso de caracol, abatido. Había perdido la primera batalla, y detestaba perder.
Capítulo V
La noche de mi primera sesión con mi madre apenas pude dormir, me afectó como pocas cosas en mi vida. Yo que me consideraba una especie de estoico vengativo estaba fracasando en los dos aspectos, ni conseguía abstraerme ni sabía cómo devolver el golpe. Ella mantuvo su palabra, no solo no hablamos de lo ocurrido en su despacho, sino que apenas hablamos en general. Me esquivaba, o quizás yo a ella, lo cierto es que la situación era algo incómoda. Llego el miércoles por la tarde y me presenté puntual a la cita, una vez sentados uno frente al otro el silencio iba más allá de lo incómodo.
—¿Y bien? —preguntó ella al fin.
—Y bien, ¿qué? —respondí yo.
—¿Has pensado en todo lo que hablamos el lunes?
—Sí.
—¿Y bien? —repitió suspirando.
—Sigo pensando que lo que me pasa es que me siento atraído por ti —contesté sintiéndome extraño al momento, la primera vez me lo tomé como una provocación, esta vez sentí algo revolverse dentro de mí.
—¿Me vas a hacer perder el tiempo así, Dani?
—Eres mi psicóloga no mi madre, recuerda.
—Sería inapropiado de ambas maneras, ¿quieres parar de llamar la atención con eso?, ya tienes mis cinco sentidos clavados en ti, ¿qué te pasa?
—¿Por qué no me crees?
—Porque soy psicóloga, conozco a las personas, especialmente si son mí hijo.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije con voz tierna, mostrándome vulnerable.
—De acuerdo —respondió ella después de pensárselo unos segundos.
Decidí poner toda la carne en el asador, ella misma se vanagloriaba de haberme “desenmascarado”, pues a partir de ahora iba a hablar sin reservas, fin del perfil bajo.
—-¿Papá y tú aún hacéis el amor?, ¿consigues llegar al orgasmo?
—Si crees que voy a ponerme las manos a la cabeza y salir corriendo, asustada y ofendida, te equivocas de persona.
—¿Alguna vez le has sido infiel?, ¿alguno de tus pacientes te ha tirado la caña?
Me miraba fijamente, impasible, como si mis preguntas rebotasen contra una especie de escudo invisible. Decidí insistir:
—¿Alguna vez has follado con Miguel?, ¿alguna vez has cabalgado encima de un jovencito?, ¿quizás de algún menor?. ¿No te pone el sexo prohibido, tabú? ¿Crees que las relaciones entre integrantes de la misma familia son disfuncionales?
—¿Has terminado con las preguntas?
—Me has dado permiso para hacértelas.
—Te he dado permiso para que me hicieras una pregunta —dijo ella recalcando el “una”.
—De acuerdo, pues elije la que quieras. No, no, espera, mejor respóndeme a la primera.
Ella volvió a suspirar, dejó los ojos en blanco y finalmente contestó:
—¡Sí, claro que tu padre y yo tenemos aún relaciones!
—¿Y llegas al orgasmo?
—Esa era la segunda pregunta, y siento decirte que ya no está autorizada.
—¿Por qué tu puedes preguntarme cualquier cosa y yo no?
—Porque yo soy terapeuta doctorada y tú eres un niñato engreído que se cree muy listo, un falso transgresor, un predicador de púlpito rancio del sur de Mississippi.
—¿De qué sirve que me abra si no me haces caso? —me quejé casi teatralmente.
—De acuerdo, eso es lo que quieres, ¿verdad? —dijo mi madre poniéndose en pie —muy bien, pues juguemos a tu jueguecito.
Teniéndola frente a mí me di cuenta de que el conjunto elegido para aquella tarde le quedaba bien, muy bien. Llevaba una blusa blanca ceñida pero abotonada hasta el cuello y arremetida por dentro de una falda gris más bien corta como era habitual en ella. Sus piernas estaban forradas por unas finas medias y su pelo recogido en un pequeño moño. Se quitó las gafas y las dejó encima del escritorio que tenía a su derecha, se despojó de la pinza de pelo que sujetaba su media melena y liberándola la movió salvajemente.
—¿Qué haces? —pregunté realmente sorprendido.
—¿No dices que te atraigo?, pues bien, tómatelo como un regalo.
Supongo que pretendía abochornarme, había hecho una apuesta y ella la había visto y la había doblado, ahora debía decidir si también la veía o me plantaba.
—Sigue.
Se deshizo de los zapatos de tacón y mirándome directamente a los ojos empezó a desabrocharse los botones de la blusa, muy lentamente, retándome con cada gesto. Tragué saliva, tan atento que apenas parpadeaba y repetí:
—Sigue.
Terminó con los botones, agarró la camisa por el centro y lentamente la abrió, deslizándola despacio por los hombros hasta finalmente dejarla caer al suelo, mostrándome unos carnosos senos cubiertos tan solo por un sujetador blanco. Era tan voluptuosa que sus pechos sufrían aprisionados dentro de aquella prenda interior, tan apretados que parecían intentar huir por la parte de arriba. Definitivamente su talla estaba mucho más cerca de la cien que de la noventa y cinco. Viendo que seguía sin reaccionar y sin dejar de mirarme ni por un segundo repitió la acción con la falda, desabrochando un botón y bajando la cremallera para después dejarla caer sobre el suelo. Con un simpático movimiento de pies salió de la prenda y la empujó hacia un lado, quedándose ante mí casi desnuda, pudiendo ver como sus medias se ajustaban en la parte inferior de su cintura.
—Sigue —dije con un hilo de voz.
Mi madre empezaba a sorprenderse con mi actitud, las líneas rojas se iban pasando continuamente y yo no parecía estar dispuesto a pararlo, con un pequeño esfuerzo empezó a deslizar sus medias hacia abajo, llegando dificultosamente hasta los tobillos y liberándose también de éstas. Delante de mí y en ropa interior su mirada parecía más insegura que desafiante, las tornas estaban empezando a cambiar.
—¿Y ahora qué? —me preguntó algo inquieta, obligándose a no cubrirse sus partes, mostrándome su sensacional figura cubierta tan solo por aquella ropa interior blanca a juego.
Si con ropa ya parecía una secretaria cachonda su imagen en paños menores era difícilmente superable, con peligrosas curvas y sin rastro de celulitis ni de grasa. Luciendo un cuerpo mejor formado que el de cualquier veinteañera, absolutamente deseable. Ahora sí que tenía envidia de mi padre, notaba el calor dentro de mí, la pasión de lo prohibido.
—Aún quedan prendas por quitarte —le dije con voz firme, imponiéndome.
—¿Tan orgulloso eres que eres incapaz de aprender la lección?, ¿dejarías que siguiera desvistiéndome tan solo para no darme la razón?
—Eres tú la que has empezado un juego que no estabas dispuesta a acabar, yo simplemente soy consecuente con lo que te he contado.
Me levanté y enseguida lo noté, estaba excitado, aquella estrategia diseñada para ruborizar y provocar se me había girado en contra sin darme ni cuenta, el farol se había convertido en un póker de ases. Me acerqué lentamente hasta ella, parándome a pocos pasos y mirándola de arriba abajo.
—Qué buena que estás, mamá. Cuando quieras puedes quitarte el sostén y las bragas, no dejes mi regalito a medias.
Inevitablemente, casi en un acto reflejo, se tapó los pechos con el brazo y colocó la otra mano justo encima de su sexo mientras exclamaba:
—¡Estás peor de lo que me pensaba!
Le cogí la mano y la acerqué con decisión hasta el bulto de mi pantalón, restregándola contra lo que era una considerable erección y le susurré:
—¿Me crees ahora?
Se liberó de mí con un movimiento tan rápido que su brazo pareció convertirse en un látigo, se agachó ágilmente y después de agarrar su blusa del suelo se sentó en la silla con ruedas que había detrás de su escritorio, tapándose el busto con la blusa y la parte de abajo con la madera de la mesa, me miro casi asustada y me ordenó:
—Vete de aquí, hemos terminado por hoy.
—¿Cuándo es la siguiente sesión?, ¿viernes o vengo directamente el lunes?
—¡Lárgate de aquí David!, es increíble lo lejos que puedes llegar, no respetas nada.
Me acerqué a la puerta de salida dando un errático paseo, la abrí y un segundo antes de atravesarla le dije:
—Recuerda que la que le acaba de hacer un striptease a tu hijo eres tú.
Capítulo VI
La noche fue más divertida de lo normal, la cena familiar estaba cerca de convertirse en un esperpento. Mi hermana no hablaba deprimida aún por su humillación pública, mi padre le contaba cualquier estupidez del trabajo a mi madre que se limitaba a contestar con monosílabos, claramente angustiada por lo sucedido aquella misma tarde. Mientras tanto yo miraba fijamente a la Doctora Pajas, apellido que muy pronto cobraría sentido en mis fantasías. Terminó la cena y como era habitual en mí di las buenas noches, ansioso por encerrarme en mi cuarto, necesitaba descargar toda la excitación que había sentido horas antes, me masturbé con una furia que no recordaba desde los trece años, haciéndome incluso dos pajas seguidas, hecho que no sucedía desde que vi Eyes Wide Shut. Las imágenes de mi madre eran cada vez más depravadas, lejos de sentirme culpable se había convertido en el motor de mi vida.
Aquella noche dormí como un bebé de cuna, feliz por haber recuperado el control, orgulloso de mi contraataque y emocionado por mi nueva motivación. Ni yo mismo sabía hasta dónde era capaz de llegar, lo único que me importaba era liberarme del mortal aburrimiento que significaba para mí mi existencia.
Me desperté el primero, me gustaba madrugar cuando tenía un propósito. Ataviado solamente con un pantalón corto del pijama fui a la cocina y desayuné con calma, saboreando unos cereales con leche y una tostada con mantequilla y mermelada de melocotón. Todo me sabía mejor aquella mañana de jueves. Mi hermana llevaba días sin ir a la universidad o a lo sumo yendo las últimas horas y mi padre siempre era el último en despertarse, aprovechando que su trabajo se lo permitía. Camino de mi habitación oí como la ducha del cuarto de baño de mis padres se detenía, me imaginé a mi madre desnuda, secándose después de haber aclarado su cuerpo lleno de espuma. Aquella imagen fue suficiente para que mi falo creciera dentro del pijama, me sorprendí a mí mismo acariciándome por encima de la ropa, cada vez más cerca de la puerta del baño.
Mi corazón se aceleró, tanto que nunca habría imaginado que fuera posible, rozando la taquicardia. Supongo que me sentía vivo, degustaba cada segundo de aquella desconocida sensación. Estuve un par de minutos frotándome por encima del pantaloncito hasta que no pude evitarlo, abrí la puerta del lavabo y entré casi como un ninja, sin hacer ruido y cerrándola tras de mí. Mi madre enseguida se dio la vuelta, asustada por aquella intromisión. Ya había tenido tiempo de ponerse la ropa interior, esta vez un modelo de sujetador y braguita negro muy sensual, lamenté no ver nada nuevo respecto al día anterior.
—¿Se puede saber qué haces? —me preguntó ella enfadada.
—Vengo a terminar lo que empezamos ayer —respondí abalanzándome sobre ella, sin darle tiempo a reaccionar.
En un abrir y cerrar de ojos había conseguido colarme entre sus muslos, clavando la erección contra su sexo separados tan solo por la ropa, presionándola con fuerza contra el mármol de la pila. Mientras restregaba mis partes contra las suyas la abrazaba con mis fibrosos brazos y comenzaba a besarla por el cuello.
—Como me pones mamá —le susurré cerca del oído notando como ella forcejeaba para liberarse de mí.
—Suéltame, ¡estás loco!
Seguí sobándole todo lo que pude, apretujando sus enormes mamas por encima del sostén mientras la retenía contra la pila y le advertía:
—No grites, ¿qué pensarían de nosotros papá y Paula?
Mientras mi calentura aumentaba por momentos mi madre consiguió empujarme y darse la vuelta pero yo insistí con aquel ataque. Tenía ahora mi polla apretada contra sus nalgas y con mis dedos pulgar e índice le sujetaba su muñeca derecha, retorciéndole el brazo en la espalda con una simple pero efectiva llave.
—¡Ahh!
—¿Te gusta el dolor mami?, no hablo de maltrato, hablo de pequeños juegos a la hora de follar, controladas y sutiles técnicas de dominación —le dije forzando ligeramente su brazo.
—¡Ahhh, suéltame ahora mismo degenerado!
El tono de voz de mi madre había alcanzado unos decibelios peligrosos, ese pequeño grito hizo que volviera en sí y enseguida la solté, quedando ella apoyada encima de la encimera recuperando el aliento y yo con el cuerpo ligeramente inclinado, dolorido por la descomunal erección que tenía. Me bajé como pude el pantalón hasta las rodillas y comencé a masturbarme con fuerza, intentando acariciar alguna parte de la anatomía de mi madre con la otra mano, ahuyentada a manotazos y movimientos evasivos por ella.
—Mamá por favor no me dejes así, tócame un poquito, o déjame que te toque —le supliqué casi con la voz de un niño pequeño.
Ella consiguió escaparse pasando entre mi cuerpo y la pared y un segundo antes de salir por la puerta añadió:
—Estás enfermo.
Seguí pajeándome brutalmente hasta que eyaculé, salpicando el suelo y la pared a cada espasmo, alcanzando un orgasmo tan fuerte que hizo que me temblaran las piernas. Me recompuse como pude, me limpié el miembro con una toalla de manos y volví a mi habitación dispuesto a vestirme para ir al colegio. Las clases me daban una pereza indescriptible, pero no quería llamar aún más la atención.
Como era de esperar las horas en clase transcurrieron lentas y aburridas. Después del recreo tuve literatura española, aún no le había perdonado a aquella entrometida que hablase de mí a mis espaldas. Con mi pequeña bromita del papel, digamos, inseminado, había conseguido desquitarme un poco, pero seguía guardándole rencor.
—Chicos hoy vamos a dedicar la clase a hacer una redacción, tenéis una hora para escribir sobre el tema que prefiráis, lo único que debéis tener en cuenta es utilizar el máximo posible de recursos estilísticos.
Una hora, aquello era más que suficiente para mi siguiente acción, iba a seguir arriesgando, estaba dispuesto a sacrificar la Reina para acercarme a las posiciones enemigas, el tablero era mi hogar.
El día siguió igual de insulso, horas y horas de aburrimiento, mi mente en constante viaje astral buscando un mínimo de diversión. La comida en casa fue entre sosa y surrealista, con tres miembros de la familia perdidos entre sus pensamientos y mi padre intentando mantener una conversación medianamente normal. Por la tarde trabajé en mi trabajo de investigación un par de horas y luego hice deporte, sudar siempre me hacía ver las cosas con claridad. Me sobraron un par de horas para ducharme y leer un poco antes de que mi madre nos llamara nuevamente, esta vez para la cena.
—Cariño, ¿no te apetece la vichyssoise? —le preguntaba mi padre a mi madre, observando que llevaba un rato jugando con la cuchara pero sin ingerir nada.
—Hoy estoy sin demasiado apetito —contestaba ella haciendo círculos con la cuchara en la crema.
—A ver si habrás cogido un virus o algo así.
—No, no, no te preocupes, estoy llegando al final de la semana algo cansada, eso es todo.
El resto de la cena pareció un velatorio, con mi hermana acercándose cada día más peligrosamente a la anorexia y mi madre completamente en babia. Mi padre y Paula se retiraron los primeros, yendo al salón como autómatas a distraer su mente con cualquier programa basura, momento que aprovechó mi madre para increparme:
—¿Tú estás loco?, ¿has perdido la cabeza? —mientras me decía aquello me agarraba la mano con fuerza, su expresión había pasado del trance al odio en un segundo. Me miró amenazantemente y prosiguió:
—Me ha llamado tu profesora de literatura. ¿Has escrito una redacción sobre una relación incestuosa entre una madre y un hijo?, ¡¿en serio eres tan tonto?!, ¡¿es que quieres mandarlo todo al garete los últimos meses de colegio?!
No me imaginaba que la chivata de literatura corrigiera las redacciones el mismo día, y mucho menos que actuara con tanta diligencia, pero aquello formaba parte del plan.
—Lo siento mamá, necesitaba desahogarme.
Seguía sosteniendo mi mano con fuerza, apretándola cada vez más, se inclinó por encima de la mesa acercando su cara hasta dejarla a un palmo de la mía y me dijo:
—Escúchame bien, niñato, este juego acaba aquí y ahora. Una cosa es que estés pasando por un mal momento interior y la otra es que me abordes en el baño y escribas locuras en clase, tú no tienes complejo de Edipo, tú eres un sociópata. No voy a permitir que envíes tu futuro al traste por una chiquillada adolescente, ¿me oyes?
Intenté soltarme pero la fuerza que sacaba de sus entrañas era casi paranormal.
—Te he preguntado si te ha quedado claro.
—Sí —respondí casi asustado.
—La próxima broma de mal gusto que hagas, sea a quién sea, te pongo de patitas en la calle. La culpa es nuestra por consentiros, por intentar ser unos padres abiertos, sois un par de descerebrados.
Después de terminar la advertencia se levantó casi de un salto y se fue directa a la encimera de la cocina, dispuesta a fregar los platos de la cena. Yo estaba casi en shock, jamás había visto a mi madre hablarle a nadie así, tenía que estar realmente enojada para hacerlo. Mi mundo se hizo añicos durante unos interminables minutos, tenía la vista clavada en el plato del postre y me sentía incapaz de reaccionar. Finalmente, alcé la vista y pude observarla de espaldas a mí, concentrada en la pila. Con lo que había pasado en escasas veinticuatro horas no podía dejar de sorprenderme que mi madre vistiera de esa manera para estar por casa. En la parte de arriba llevaba puesta una camisa azul ancha y grande de mi padre, y abajo tan solo unas braguitas de color blanquecino. Al ser tan larga la camisa hacía efecto de mini vestido, pero ahora sus nalgas se movían al ritmo de los platos, teniéndose que poner de puntillas para acceder mejor a ellos y mostrándome una deliciosa visión de su trasero casi perfecto. ¿Por qué me castigaba de esa manera?, ¿cómo podía ser normal que me despreciara y a la vez fuera vestida tan provocativa?
Una mezcla de rabia, impotencia y excitación se apoderó de mí, maldiciéndola mientras que notaba mi rabo creciendo dentro del pantalón del pijama. Noté como todos mis músculos se contraían por el efecto de la adrenalina, con el estómago cerrado y los sentidos alerta, imitando a un homo sapiens que ha oído acercarse a un dientes de sable. Me acerqué a ella por la espalda, con el mástil tan tieso que me dificultaba incluso andar, me quité el pantalón del pijama y lo tiré con fuerza, pasando éste rozando una oreja de mi madre y cayendo en el fregadero después de impactar contra la pared. Ella se quedó completamente quieta unos segundos, entendiendo aquella advertencia, momento que aproveché para colocarme detrás y apretar mi miembro desnudo contra sus increíbles nalgas, presionando con tanta fuerza que podía notar mi glande casi atravesar sus bragas, restregándose en la raja de su trasero. Hábilmente adentré mis manos por dentro de su camisa y le apreté aquellos increíbles pechos casi con violencia mientras le dije:
—Ahora vas a escucharme tú a mí. No puedes rechazarme de esta manera y pasearte en paños menores por casa, provocándome. A eso se le llama ser una calienta pollas, menuda psicóloga de mierda eres si ésta es tu manera de tratar un problema como el mío. Ahora mismo me importa una mierda mi futuro, el qué dirán y la familia, por mi podrían entrar en la cocina ahora mismo papá o Paula que seguiría metiéndote mano.
—Quítame las manos de encima —dijo ella con voz firme pero susurrante, completamente inmóvil mientras mis manos seguían magreando sus senos y jugando con sus pezones.
—Tienes razón mamá, quizás lo mío no es complejo de Edipo, nunca he estado enamorado de ti, simplemente me pones cachondo.
Sus mamas eran tan grandes entre mis dedos que incluso eran difíciles de manipular, notaba mi polla manchando su ropa interior de líquido pre seminal mientras deslizaba una de mis manos hasta su sexo, colándolo entre la madera del mueble de la cocina y ella, frotando sus partes con auténtica excitación.
—David…suéltame ahora mismo —me ordenó intentando parecer autoritaria, pero con la voz quebradiza y temblando por la situación.
Seguí sobándola, aprisionándola contra la encimera, aprovechando que aquello le había pillado tan de sorpresa que apenas era capaz de resistirse. Estaba tan cachondo que notaba mi falo moverse solo, buscando algún orificio por el que meterse. Bajé la mano que disfrutaba de sus tetas hasta su cadera, alineándola con la otra que se dedicaba a su sexo, le agarré la goma de la ropa interior y conseguí bajársela hasta medio muslo. Notar el tacto de sus nalgas directamente contra mi glande hizo estremecerme de placer, coloqué mi miembro en la parte de abajo, buscando una penetración vaginal desde atrás.
—¡David!
Acerqué su cuerpo aún más al mío, acaricié la entrada de su vagina con la punta del pene y justo cuando estaba dispuesto a penetrarla mi madre salió del shock, liberándose de mí con un movimiento serpenteante y dándose la vuelta girando sobre sí misma, incapaz de librarse de aquella trampa que era mi cuerpo y el mueble de la cocina.
—¡Déjame ahora mismo enfermo! —dijo a la vez que me abofeteaba como nunca había hecho.
Ahora estábamos cara a cara, pude verle por primera vez el sexo, perfectamente rasurado, con el vello púbico en forma de triangulito, aquello me puso aún más caliente. Me abalancé nuevamente sobre ella, frotando mis partes contra las suyas y suplicando:
—Por favor mamá solo una vez, solo necesito sentirte una vez.
Ella intentó librarse de mí, golpeándome repetidas veces en el pecho y los hombros inútilmente mientras yo seguía metiéndole mano excitadísimo. Conseguí abrirle ligeramente las piernas, colocándome entre ellas y acercándome nuevamente a mi objetivo.
—¡Estás loco!
—Joder mamá no me dejes así, ¡voy a explotar!, ¡nos van a acabar oyendo!
Noté a mi madre cada vez más nerviosa hasta que finalmente una de sus pequeñas y delicadas manos me agarró la polla, retirándola de su sus partes mientras me decía:
—Vale, vale, tranquilo, no hagas ruido —aquello sonaba a súplica, a derrota.
Sin decir nada más comenzó a subir y bajar el prepucio, despacio, con suavidad, proporcionándome un placer indescriptible.
—¡Ohh!, ¡Ohhh!, ¡ohhhhh síiiii!
Mientras que con una mano me masturbaba con la otra aprovechaba para subirse las bragas. Yo me dejaba hacer a la vez que le magreaba los senos por encima de la arrugada camisa, sintiéndome cerca del nirvana.
—Shhhhh, baja la voz.
—¡Mmm!, ¡mmmmm!, ¡ohhhhhhh! —gemía y respiraba desacompasadamente, intentando controlar el volumen de mis grititos pero ajeno a casi todo.
Ahora sobaba su espectacular culo por encima de la ropa interior, notando como mi madre aumentaba súbitamente el ritmo de la paja, dispuesta a terminar conmigo lo antes posible.
—¡Ohhh!, ¡ohhh!, mamáaa, mamá que bien lo haces, me encanta, ¡ohhhhh!
—Shhhh —insistía ella llegando casi a la velocidad de centrifugado.
Aquello duró mucho menos de lo que me habría gustado, los forcejeos me habían excitado demasiado y pronto noté como mi polla estalló, lanzando chorros de semen con cada espasmo mientras yo agarraba por el trasero a mi madre y me acercaba a ella lo máximo posible, notando mi glande expulsar todos mis fluidos en contacto directo con su pierna e ingle.
—¡Ohhhh!, ¡ohhh!, ¡ohh!, ohhhhh.
El orgasmo fue bestial, observaba a mi progenitora aún excitado, disfrutando con la imagen de pequeños riachuelos de leche deslizándose por su muslo, recuperando el aliento después de la batalla. Mi madre miró su cuerpo mancillado, luego mis ojos y por segunda vez me propinó un sonoro bofetón, huyendo de la cocina con tanta prisa que ni siquiera se limpió.
Capítulo VII
Empezó el viernes como cada mañana, yo no podía sacarme de la cabeza lo sucedido en la cocina. La alegría de sentir que tenía un objetivo se había evaporado, consciente de que aquello iba a acabarse pronto, sintiendo que el fin de semana iba a terminar con mis travesuras. También estaba acomplejado, todo había empezado como una provocación, evolucionado a una razón de vivir para finalmente hacerme víctima de mis más bajos instintos. Ahora era un ser primitivo, obsesionado, irracional y vulgar. Dieciocho años de lucha para acabar perdiendo el control de mí mismo y de mi entorno.
Desayuné un buen rato solo en la cocina hasta que mi padre entró por la puerta.
—¿Todavía estás aquí?, ¿no llegas tarde al colegio?
—Hoy comienzo a las diez, la primera hora es tutoría. ¿Mamá se está duchando?
—Se ha ido a primera hora, por lo visto un paciente le cambió la hora y si no lo atendía debían esperar hasta el lunes.
Obviamente no me creí la explicación, pero estaba convencido de que mi padre sí. La mañana fue absolutamente soporífera, transcurriendo entre interminables clases y bromitas de los compañeros cada vez menos graciosas. Ya ni las menciones a mi hermana me reconfortaban. Llegué a la hora de comer a casa, fui directo a la cocina y me encontré con una nota:
Paula, Daniel, tenéis lasaña en el microondas solo tenéis que calentarla. Papá y yo estamos comiendo por el centro.
Segundo intento de ver a mi madre frustrado, ambos hacían jornada intensiva el viernes, no era extraño que comieran juntos al margen de nosotros, pero era obvio que aquello no era más que otra maniobra evasiva. Pasé otra tarde insoportable, leyendo, escuchando música, nervioso, con los minutos que parecían horas y las horas que arecían días. Se acercaban las ocho de la tarde cuando recibí un whatsapp de mi padre.
Hijo hemos aprovechado para ir al cine y cenar por aquí, tenéis cosas en la despensa para cenar o sino llamad una pizza y os la pago al regresar.
Fantástico, el acoso al que había sometido a mi madre no solo me había dejado insatisfecho, estaba refloreciendo el amor entre mis padres. Yendo de aquí para allá, recordando sus años de juventud y noviazgo. Me parecía increíble que mi padre fuera tan simple como para no notar nada extraño, también que una psicóloga como mi madre hubiera decidido que la mejor manera de afrontar el problema era no cruzándose conmigo. ¿Creía que podría evitarme para siempre?
Ni siquiera cené, comí un par de madalenas y me encerré en mi habitación. Lo último que me apetecía era cocinar y menos aún compartir rato con mi hermana en plena metamorfosis, mutando de guarrilla popular a pusilánime zombi. Sobre las once oí cerrarse la puerta de casa, mis padres habían vuelto, podía escucharlos susurrar por los pasillos, discretos por si alguno de sus hijos ya dormía. Hicieron las típicas visitas al cuarto de baño antes de irse a dormir y pronto se recluyeron en su habitación. Por un momento me los imaginé fornicando, liberando sus cuerpos sudorosos al placer de la carne. Eso me provocó una mezcla de náuseas y celos. A las doce y media de la noche la casa ya estaba completamente en silencio, tan solo podía oír el latido irregular de mi corazón, tenía los ojos abiertos como platos, la vista clavada en el techo, diseccionándolo entre la penumbra.
Me levanté y anduve por la habitación en círculos, angustiado, cerca de tener un ataque de ansiedad. No tenía ningún plan, ninguna teoría, nada. Sabía que era muy difícil repetir algo parecido a lo de la pasada noche, seguramente mi inteligente madre sí que tenía un plan de contención, después de ganar un par de batallas estaba cerca de perder la guerra. Si mi vida fuera una partida de ajedrez ya solo aspiraba a las tablas, ahogar el Rey era mi mejor opción. Me quité la parte superior del pijama, notaba el ambiente denso, caluroso, casi claustrofóbico. Sin saber muy bien la razón salí de mi habitación, ampliando mis paseos por el pasillo. Un rato después me planté justo frente la puerta del dormitorio de mis padres, escuchando a través de la madera, parecía estar todo en calma.
Decidí entrar, a hurtadillas, probablemente guiado nuevamente por el instinto, sin saber ni siquiera que excusa dar si alguno de mis padres se despertaba y me veía allí. Mis ojos veían con bastante claridad, tantas horas deambulando por la noche los había acostumbrado a la oscuridad. Vi a mi padre profundamente dormido, de lado, cercano al final de la cama. Mi madre también dormía, recta como si estuviera en un ataúd. Mi corazón volvió a desbocarse, sentía el latido en el pecho, en el oído, en el párpado e incluso en la nuca.
Qué coño haces aquí, David, pensé.
Me acerqué lentamente al lateral de la cama donde dormía mi madre, agarré la sábana con sumo cuidado y la destapé, recogiéndola en el hueco que había entre la espalda de mi padre y ella. Verla delante de mí, indefensa, ajena a aquella mirada lasciva que la observaban hizo que mi miembro reaccionara casi al instante, notando como se erguía simulando el movimiento de un mortero. Vestía con un camisón negro con transparencias, sin sujetador, tan solo con unas finas braguitas en la parte de abajo. Sus pechos se apreciaban perfectamente a través de la fina tela, enormes, caídos ligeramente hacia los lados debido al volumen. Se movió por un instante, pero no llegó a despertarse.
Mientras que con una mano empezaba a frotarme el bulto por encima del pijama la otra se acercaba sigilosamente hacia su busto, rozándolo casi imperceptiblemente, recorriendo uno de sus senos hasta toparse con el pezón, erecto como un misil debajo del camisón. Coloqué la palma de mi mano en la parte interior de su muslo, sintiendo casi un escalofrío al notar su piel y abriéndole las piernas ligeramente, consiguiendo que no se despertara aún con la acción. Apoyé mi rodilla en el hueco de sus piernas, conteniendo incluso la respiración para hacer el menor ruido posible, apoyé la otra y con suavidad me tumbé encima de ella, clavándole mi erección en aquella delicada ropa interior. Se despertó en el acto, mirándome con ojos confundidos y asustados. Le tapé la boca y susurré:
—Cuidado mami, papá podría oírnos.
Si la noche anterior en la cocina mi comportamiento la había superado ahora directamente estaba a punto de entrar en pánico, mientras asimilaba la información yo movía mi polla tiesa restregándola contra su sexo, separados tan solo por la ropa mientras que mis manos magreaban sus pechos por encima del camisón.
—No te preocupes, desde que toma diazepan por los dolores de espalda duerme como un tronco —volví a susurrar haciendo mención al pesado sueño de mi padre.
Su respiración se aceleró a pasos agigantados y yo seguía disfrutando de su cuerpo impunemente, subiéndole el camisón y colando mis juguetonas manos por dentro, entrando en contacto directo con sus senos, agarrándolos y moviéndolos en generosos círculos. Ella permanecía completamente quieta, desbordada, emitiendo pequeñísimos gemidos de incomodidad. Deslicé mis dedos por su vientre hasta llegar a la goma de la ropa interior, lentamente los introduje y entré en contacto directo con su clítoris, masajeándolo mientras notaba mi rabo tieso como un bate de baseball.
—Mmm, mm.
—Shhh, tranquila mami no voy a hacerte ningún daño.
Cuando me disponía a bajarle las bragas mi padre se movió bruscamente, balbuceando algo entre sueños, probablemente percibiendo el anormal movimiento del colchón.
—Estás loco, si se despierta te matará —dijo ella con un hilo de voz.
—No puedo parar, me pones demasiado, te juro que solo necesito sentirte una vez y nunca más volveré a intentarlo.
Seguí sobándola hasta que un nuevo movimiento de mi padre nos petrificó a ambos.
—Sal de la habitación, espérame en el pasillo —me propuso ella.
Yo lo medité unos segundos y advertí:
—Te juro que como no vengas…
—Sal ya antes de que se despierte —me ordenó interrumpiéndome.
Con suma cautela conseguí salir de la cama y casi gateando salí del dormitorio obediente. Ya en el pasillo me deshice del pantalón del pijama, observando lo que probablemente era la erección más intensa de mi vida. Esperé durante unos interminables segundos y justo cuando estaba a punto de entrar en cólera mi madre salió a hurtadillas, cerrando la puerta tras de sí. Se acercó a mí y sin darle tiempo a decir nada la empotré casi con violencia contra la pared, metiendo nuevamente mi falo entre sus muslos y prácticamente arrancándole el camisón por arriba, lanzándolo lejos de nuestra posición. Empecé a besarla apasionadamente, ella simplemente dejaba la boca entreabierta pero yo le metía la lengua casi hasta la campanilla, morreándola con lujuria mientras que notaba sus despampanantes tetas presionadas contra mi pecho.
—¡Te deseo! —le dije sin dejar de toquetearla ni por un instante.
La atacaba con tanta fuerza que oía los pequeños golpes de nuestros cuerpos contra la pared, mi madre no se resistía, simplemente accedía resignada a mis caprichos. Agarrándola por el culo la llevé hasta el suelo, tumbándola y abalanzándome sobre ella. Le quité las bragas patosamente, viendo por primera vez a mi madre completamente desnuda, le agarré los muslos por la parte posterior, colocándola en posición similar a la de una parturienta y sin previo aviso puse mi glande en la entrada de su coño y la penetré con decisión, utilizando sus tetazas como amortiguador del resto de mi cuerpo.
—¡Ohhhh, ohhhh, ohhhh, ahhhhhhh!
No pude evitar gemir con fuerza, notando al instante la mano de mi madre sobre mis labios, intentando amortiguar el sonido de mis berridos. La embestí tres veces con virulencia, ensartándola hasta el fondo, notando mis testículos rebotar contra su vello púbico, le solté las piernas y seguí follándomela en la posición del misionero, sacudiéndola contra la alfombra del pasillo.
—¡Mmmm, mmm, ohhhh, ohhhhhhh! —gemía yo entre sus dedos, viendo rebotar sus enormes mamas al ritmo de mis penetraciones.
Por fin era mía, habría dado lo que fuera para que ese momento nunca terminara, con gusto habría dedicado mi vida a estudiar y perfeccionar el sexo tántrico tan solo para prolongar unos minutos más aquella situación.
—Estás buenísima mamá, eres una diosa, ohhh, ¡ohhhh!, ¡ohhhhhhhh!
El papel de la psicóloga se había convertido en totalmente secundario, más preocupada por el ruido que por lo que su cuerpo estaba experimentando su estado era de sumisión, convirtiéndose casi en una muñeca hinchable, en un recipiente. Noté que no podría aguantar mucho más y pensé que un cambio sería una buena idea. Saqué mi miembro de su interior, agarré el cuerpo de mi madre y colocándolo a cuatro patas le dije:
—Déjame follarte a lo perrito, sé buena chica, ya casi estoy.
Ella obedeció casi por inercia mientras que yo la sujeté con fuerza por las caderas, me coloqué detrás de rodillas, metí mi rabo nuevamente en la entrada de su vagina y la penetré casi con violencia.
—¡¡Ahhhh!!, ¡¡ahhhhhh!!, ¡¡¡ohhhhhhhhh!!!
Gemía libremente, sin impedimentos, dejándome llevar por el placer de notar mi aparato comprimido dentro de aquel angelical conducto. Seguí penetrándola con furor, sintiendo ahora mis huevos rebotando contra sus nalgas y observando como sus impresionantes melones se balanceaban al ritmo de las acometidas.
—¡Mmmm, mmm, ohhhh, ohhhhhhh!
La embestía con tanta fuerza que me daba miedo incluso tirarla contra el suelo, ajeno a todo el placer que sentía era indescriptible. Continué un rato disfrutando de su anatomía hasta que finalmente noté que la eyaculación era inminente, coloqué mi cuerpo sobre el suyo y agarrándole los senos desde atrás, apretujándolos con fuerza me corrí, liberando toda mi leche dentro de su cuerpo entre poderosos espasmos, alcanzando el orgasmo más bestial de mi vida.
—¡¡Ahhhh!!, ¡¡ahhhhhh!!, ¡¡¡ohhhhhhhhh!!!, ¡¡ahhhhhhhh!!, ¡mmmmmmm!, mmmmm.
Me sentía completamente exhausto, ambos jadeábamos como animales. Saqué mi falo de su interior y me dejé caer a un lado, intentando recuperar el aliento, el control de mi respiración. Ella quedó tumbada en el suelo, desnuda y en posición fetal, completamente agotada. Pensaba qué podía decir después de aquello cuando un crujido llamó mi atención, provenía de la parte del parqué que estaba libre de alfombra. Dirigí hacia allí mi mirada y pude verla, era mi hermana, asomada desde su habitación, con la cara desencajada por lo que acababa de presenciar.
Sonreí.
Los tres días hasta el lunes se me hicieron largos. Intenté hablar con mi madre en varias ocasiones, convencerla, que recapacitara sobre aquella loca y poco profesional idea, pero fue inútil. Tampoco sirvió de nada hablar con mi padre, manipularlo para que razonara con su esposa, era, es y será siempre un calzonazos. A las cinco de la tarde del lunes, tal y como se me había ordenado, volvía a estar en aquel piso, atendido por la sensual recepcionista que en esta ocasión me acompañaba hasta la consulta de mi madre. Doctora Pajas González, rezaba el cartel de su puerta. Ni si quiera recordaba en que se había doctorado mi madre, probablemente en torturar a los hijos.
Me abrió la puerta y me estrechó la mano, señaló el sillón donde debía sentarme y a continuación se acomodó ella en el de enfrente.
—Buenas tardes, tan solo recordarte que hoy no soy tu madre, soy la doctora Pajas y para que esto funcione necesito que los roles estén bien definidos desde el principio. Lo que hablemos aquí nunca saldrá de estas cuatro paredes ni se mencionará fuera de la consulta, ni siquiera entre nosotros.
—Sí mamá —respondí desafiante, pensando si era consciente de lo ridículo que había sonado lo de “doctora Pajas”.
Ella me mantuvo la mirada, como aceptando el desafío, mostrando seguridad en sí misma.
—Bien, estamos aquí por un tema muy simple, la gente de tu entorno opina que eres demasiado reservado y esto puede llegar a ser un problema en nuestra sociedad.
—La gente no, tú y esa estúpida de la profesora de literatura. No tengo ningún problema y me importa muy poco la opinión de esto que tú llamas nuestra sociedad.
—¿Entonces me estás diciendo que eres plenamente feliz?
La conversación había empezado fuerte, enseguida me di cuenta de que no sería tan fácil librarme de mi madre como de Miguel.
—La felicidad es un estado de ánimo transitorio, nadie es plenamente feliz —respondí con amargura.
—Pero la misión de cada persona es esa, intentar ser feliz, lo máximo que se pueda y la vida te permita.
—Salud, dinero y amor, me conozco la canción, lo siento pero no soy de los que se hace adepto a una secta para llenar su corazón, no necesito ninguna religión para alimentar mi espíritu, lo único que me hace infeliz es que se me trate por problemas que no tengo. Si me dejarais todos en paz, ¡entonces sí que sería feliz!
—¿Eso es lo que buscas en la vida, tranquilidad?, ¿vivir de una manera asocial?, ¿convertirte en un ermitaño?
—Sí.
—Sé que eres ateo, pero todos tenemos unas pautas, algo que guía nuestra vida. Unos límites. Incluso la gente que se cree completamente libre los tiene, ya sea por la consciencia, la justicia o sus propios medios.
—Claro, sé que si mato a alguien iré a la cárcel, no soy tan estúpido. Mis reglas son muy fáciles, tu libertad termina donde empieza la de tu vecino, no te metas con nadie y no dejes que nadie se meta contigo, podría citarte algunas frases hechas más, medio refranero español, uno de los más ricos del mundo, si eso te hace entenderme.
—Sí, el problema, David, es que no te entiendo.
—¿Qué no entiendes?, ¿qué sea un individualista?, ¿practico?, ¿pragmático?
—Eso lo entiendo perfectamente, incluso que te aburran los convencionalismos, lo que no comprendo es que alguien como tú, que intenta mantener un perfil bajo a los ojos de los demás, que se enorgullece de no caer en las trampas de esta sociedad, acabe por hacerle bullyng, por así decirlo, a su propia hermana.
Aquello cayó como un mazazo sobre mí, me había preparado para muchas cosas pero no para la afirmación que tan serenamente había hecho mi madre. Por primera vez en mucho tiempo me sentí cazado.
—¿De qué hablas? —balbuceé incómodo, demostrando debilidad mucho más de lo que me gustaría reconocer.
—Lo has oído perfectamente, no necesito un detector de mentiras ni a la policía para saberlo. Reconozco que tardé un par de días en darme cuenta, eres astuto, pero luego fue tan fácil como atar cabos. Hazme un favor y no pierdas el tiempo negándolo, nadie más lo sabrá nunca, ni tu padre, ni tu colegio ni por supuesto Paula, pero por favor, no me insultes otra vez haciéndote el idiota.
Me quedé completamente en silencio, incapaz de reaccionar, aquella mujer que tenía delante era mucho más inteligente de lo que esperaba. Me obligué a no bajar la cabeza aunque el cuerpo era lo único que me pedía.
—¿Por qué, David?
—Causa efecto, te lo he dicho, no te metas con nadie si no quieres que se metan contigo. Tu querida hija se pasa el día metiéndose conmigo.
—Es cierto, tan cierto como que a ti te importa menos que cero, yo lo sé y tú lo sabes. Entonces, repito, ¿por qué, David?
—No lo sé.
—¿Por qué, David? —insistió por tercera vez mi madre, subiendo el tono de su voz en contraste con la mía, que cada vez era más débil.
—Porque me aburría.
—¿Te parece eso una razón?
—¡Claro qué me lo parece!, lo hice porque puedo, porque este puto mundo es un auténtico coñazo y porque Paula es el estereotipo perfecto de niñata convencional sosa y superficial, con la única virtud de haber heredado unos buenos genes que ponen cachondo a más de uno y porque es lo suficientemente estúpida como para dejar que le hagan fotos a sus tetas, ¡por eso!
—Paula quizás no tendrá un coeficiente intelectual de ciento treinta y ocho como el tuyo pero por lo menos no le hace daño a nadie.
—¡Le hace daño a todo el mundo!, le hace daño al progreso, las pijas estúpidas como ella son peores que la Iglesia Católica, niñatas como ella nos recuerdan cada día la sociedad de clones bobalicones que hemos construido.
—¿Entonces simplemente la castigaste?, ¿eso es lo que quieres que me crea?, ¿eres el típico genio incomprendido que se aburre en clase?
—Ya te he contestado, lo hice porque puedo.
—Sí, es cierto, eso has dicho, pero el tema es que no puedes. El problema aquí es que te crees superior a todos y te equivocas, no ha sido demasiado difícil para mí quitarte la máscara.
Touché, me tenía contra las cuerdas y lo peor de todo es que no tenía ningún plan para zafarme.
—Pensaba que estábamos aquí para ayudarme, no para echarme la bronca —me defendí a la desesperada.
—Y yo que no tenías ningún problema que tratar —contestó ella sarcásticamente —por cierto, buena estrategia la empleada con Miguel, reconozco que el tema del complejo de Edipo ha sido brillante.
—¡Ese puto abrazafarolas se va a enterar!, ¿y esa mierda del código deontológico?, ¿de la privacidad médico paciente?
—Demándale —me recomendó mi madre mostrando una sonrisa irónica.
—Os creéis muy listos los comecocos. ¿Cómo sabes que era una estrategia?, quizás le estaba contando la verdad.
—Claro, complejo de Edipo, lo más típico en un joven de dieciocho años.
—No solo los niños sufren de este mal, parece mentira que seas psicóloga.
—Veamos, examinemos tu caso. No tienes entre tres y siete años, no sientes ningún tipo de sentimiento posesivo hacia mí, no rivalizas con tu padre en nada hasta el punto que es con el que mejor relación tienes, sí, claramente lo tuyo es complejo de Edipo —volvió a contestar con sarcasmo mi madre.
—¿No te quejas de que no tengo amigos?, ¿de que no os presento a ninguna chica?, quizás sea porque estoy obsesionado contigo. Deberías saber que no todos los conflictos emocionales siguen las pautas preestablecidas.
En ese punto de la sesión ni yo mismo sabía que buscaba, una huida hacia adelante, incomodarla, darle pena, disparaba sin apuntar, intentando rehacerme de aquel noqueo intelectual al que me había sometido mi progenitora, mostrándose mucho más brillante de lo que pensaba. La miré de arriba abajo, sentada en aquel sillón con su expresión de satisfacción, de victoria. Mi madre realmente era una mujer muy atractiva, con cuarenta y un años estoy seguro de que mis amigos, de haberlos tenido, la habrían calificado de MILF.
Siempre intentaron incordiarme con lo buena que estaba mi hermana, pero nadie se fijó nunca en mi madre. Debería medir alrededor del metro setenta, yo diría que un par de centímetros más que Paula. Llevaba el pelo algo corto desde hacía algunos años y rubio oscuro teñido, con alguna que otra ondulación. Sus ojos eran marrón miel y casi siempre iban acompañados de unas gafas de montura muy delicada. Sus rasgos eran finos, con un mentón afilado y los pómulos marcados. Tenía un cuello muy elegante y unos hombros bonitos y juveniles que solía lucir orgullosa. El busto era claramente generoso, mínimo de la talla noventa y cinco o incluso cien, cubierto siempre con ropa poco escotada acorde con su personalidad discreta. Tenía el vientre delgado, no como una modelo anoréxica ni una veinteañera pero se mantenía bastante plano teniendo en cuenta que apenas practicaba deporte. A su cintura le seguían unas marcadas caderas, con nalgas firmes que convertían su trasero en algo muy apetecible y sus piernas eran largas y bien formadas. Me preguntaba que cuantos pacientes habrían fantaseado con seducirla en medio de una sesión.
Aquella tarde vestía con un vestido negro, bastante cerrado por la parte del canalillo pero algo corto a la altura de los muslos, dejando al descubierto aquellas fibrosas piernas que cruzaba elegantemente, sosteniéndose tan solo en uno de sus zapatos de tacón.
—¿Has acabado con la tontería? —me preguntó mi madre, arrancándome de golpe de aquel repaso con la vista de la que estaba siendo víctima.
—¿Qué me dices de la atracción sexual genética? —insistí.
—Bueno, creo que ha quedado claro que a mí no vas a manipularme tan fácilmente como a los demás, el miércoles te espero aquí a las cinco otra vez, medita sobre todo lo que hemos hablado. Ya sabes dónde está la puerta, discúlpame si no me levanto.
Salí de la consulta a paso de caracol, abatido. Había perdido la primera batalla, y detestaba perder.
Capítulo V
La noche de mi primera sesión con mi madre apenas pude dormir, me afectó como pocas cosas en mi vida. Yo que me consideraba una especie de estoico vengativo estaba fracasando en los dos aspectos, ni conseguía abstraerme ni sabía cómo devolver el golpe. Ella mantuvo su palabra, no solo no hablamos de lo ocurrido en su despacho, sino que apenas hablamos en general. Me esquivaba, o quizás yo a ella, lo cierto es que la situación era algo incómoda. Llego el miércoles por la tarde y me presenté puntual a la cita, una vez sentados uno frente al otro el silencio iba más allá de lo incómodo.
—¿Y bien? —preguntó ella al fin.
—Y bien, ¿qué? —respondí yo.
—¿Has pensado en todo lo que hablamos el lunes?
—Sí.
—¿Y bien? —repitió suspirando.
—Sigo pensando que lo que me pasa es que me siento atraído por ti —contesté sintiéndome extraño al momento, la primera vez me lo tomé como una provocación, esta vez sentí algo revolverse dentro de mí.
—¿Me vas a hacer perder el tiempo así, Dani?
—Eres mi psicóloga no mi madre, recuerda.
—Sería inapropiado de ambas maneras, ¿quieres parar de llamar la atención con eso?, ya tienes mis cinco sentidos clavados en ti, ¿qué te pasa?
—¿Por qué no me crees?
—Porque soy psicóloga, conozco a las personas, especialmente si son mí hijo.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije con voz tierna, mostrándome vulnerable.
—De acuerdo —respondió ella después de pensárselo unos segundos.
Decidí poner toda la carne en el asador, ella misma se vanagloriaba de haberme “desenmascarado”, pues a partir de ahora iba a hablar sin reservas, fin del perfil bajo.
—-¿Papá y tú aún hacéis el amor?, ¿consigues llegar al orgasmo?
—Si crees que voy a ponerme las manos a la cabeza y salir corriendo, asustada y ofendida, te equivocas de persona.
—¿Alguna vez le has sido infiel?, ¿alguno de tus pacientes te ha tirado la caña?
Me miraba fijamente, impasible, como si mis preguntas rebotasen contra una especie de escudo invisible. Decidí insistir:
—¿Alguna vez has follado con Miguel?, ¿alguna vez has cabalgado encima de un jovencito?, ¿quizás de algún menor?. ¿No te pone el sexo prohibido, tabú? ¿Crees que las relaciones entre integrantes de la misma familia son disfuncionales?
—¿Has terminado con las preguntas?
—Me has dado permiso para hacértelas.
—Te he dado permiso para que me hicieras una pregunta —dijo ella recalcando el “una”.
—De acuerdo, pues elije la que quieras. No, no, espera, mejor respóndeme a la primera.
Ella volvió a suspirar, dejó los ojos en blanco y finalmente contestó:
—¡Sí, claro que tu padre y yo tenemos aún relaciones!
—¿Y llegas al orgasmo?
—Esa era la segunda pregunta, y siento decirte que ya no está autorizada.
—¿Por qué tu puedes preguntarme cualquier cosa y yo no?
—Porque yo soy terapeuta doctorada y tú eres un niñato engreído que se cree muy listo, un falso transgresor, un predicador de púlpito rancio del sur de Mississippi.
—¿De qué sirve que me abra si no me haces caso? —me quejé casi teatralmente.
—De acuerdo, eso es lo que quieres, ¿verdad? —dijo mi madre poniéndose en pie —muy bien, pues juguemos a tu jueguecito.
Teniéndola frente a mí me di cuenta de que el conjunto elegido para aquella tarde le quedaba bien, muy bien. Llevaba una blusa blanca ceñida pero abotonada hasta el cuello y arremetida por dentro de una falda gris más bien corta como era habitual en ella. Sus piernas estaban forradas por unas finas medias y su pelo recogido en un pequeño moño. Se quitó las gafas y las dejó encima del escritorio que tenía a su derecha, se despojó de la pinza de pelo que sujetaba su media melena y liberándola la movió salvajemente.
—¿Qué haces? —pregunté realmente sorprendido.
—¿No dices que te atraigo?, pues bien, tómatelo como un regalo.
Supongo que pretendía abochornarme, había hecho una apuesta y ella la había visto y la había doblado, ahora debía decidir si también la veía o me plantaba.
—Sigue.
Se deshizo de los zapatos de tacón y mirándome directamente a los ojos empezó a desabrocharse los botones de la blusa, muy lentamente, retándome con cada gesto. Tragué saliva, tan atento que apenas parpadeaba y repetí:
—Sigue.
Terminó con los botones, agarró la camisa por el centro y lentamente la abrió, deslizándola despacio por los hombros hasta finalmente dejarla caer al suelo, mostrándome unos carnosos senos cubiertos tan solo por un sujetador blanco. Era tan voluptuosa que sus pechos sufrían aprisionados dentro de aquella prenda interior, tan apretados que parecían intentar huir por la parte de arriba. Definitivamente su talla estaba mucho más cerca de la cien que de la noventa y cinco. Viendo que seguía sin reaccionar y sin dejar de mirarme ni por un segundo repitió la acción con la falda, desabrochando un botón y bajando la cremallera para después dejarla caer sobre el suelo. Con un simpático movimiento de pies salió de la prenda y la empujó hacia un lado, quedándose ante mí casi desnuda, pudiendo ver como sus medias se ajustaban en la parte inferior de su cintura.
—Sigue —dije con un hilo de voz.
Mi madre empezaba a sorprenderse con mi actitud, las líneas rojas se iban pasando continuamente y yo no parecía estar dispuesto a pararlo, con un pequeño esfuerzo empezó a deslizar sus medias hacia abajo, llegando dificultosamente hasta los tobillos y liberándose también de éstas. Delante de mí y en ropa interior su mirada parecía más insegura que desafiante, las tornas estaban empezando a cambiar.
—¿Y ahora qué? —me preguntó algo inquieta, obligándose a no cubrirse sus partes, mostrándome su sensacional figura cubierta tan solo por aquella ropa interior blanca a juego.
Si con ropa ya parecía una secretaria cachonda su imagen en paños menores era difícilmente superable, con peligrosas curvas y sin rastro de celulitis ni de grasa. Luciendo un cuerpo mejor formado que el de cualquier veinteañera, absolutamente deseable. Ahora sí que tenía envidia de mi padre, notaba el calor dentro de mí, la pasión de lo prohibido.
—Aún quedan prendas por quitarte —le dije con voz firme, imponiéndome.
—¿Tan orgulloso eres que eres incapaz de aprender la lección?, ¿dejarías que siguiera desvistiéndome tan solo para no darme la razón?
—Eres tú la que has empezado un juego que no estabas dispuesta a acabar, yo simplemente soy consecuente con lo que te he contado.
Me levanté y enseguida lo noté, estaba excitado, aquella estrategia diseñada para ruborizar y provocar se me había girado en contra sin darme ni cuenta, el farol se había convertido en un póker de ases. Me acerqué lentamente hasta ella, parándome a pocos pasos y mirándola de arriba abajo.
—Qué buena que estás, mamá. Cuando quieras puedes quitarte el sostén y las bragas, no dejes mi regalito a medias.
Inevitablemente, casi en un acto reflejo, se tapó los pechos con el brazo y colocó la otra mano justo encima de su sexo mientras exclamaba:
—¡Estás peor de lo que me pensaba!
Le cogí la mano y la acerqué con decisión hasta el bulto de mi pantalón, restregándola contra lo que era una considerable erección y le susurré:
—¿Me crees ahora?
Se liberó de mí con un movimiento tan rápido que su brazo pareció convertirse en un látigo, se agachó ágilmente y después de agarrar su blusa del suelo se sentó en la silla con ruedas que había detrás de su escritorio, tapándose el busto con la blusa y la parte de abajo con la madera de la mesa, me miro casi asustada y me ordenó:
—Vete de aquí, hemos terminado por hoy.
—¿Cuándo es la siguiente sesión?, ¿viernes o vengo directamente el lunes?
—¡Lárgate de aquí David!, es increíble lo lejos que puedes llegar, no respetas nada.
Me acerqué a la puerta de salida dando un errático paseo, la abrí y un segundo antes de atravesarla le dije:
—Recuerda que la que le acaba de hacer un striptease a tu hijo eres tú.
Capítulo VI
La noche fue más divertida de lo normal, la cena familiar estaba cerca de convertirse en un esperpento. Mi hermana no hablaba deprimida aún por su humillación pública, mi padre le contaba cualquier estupidez del trabajo a mi madre que se limitaba a contestar con monosílabos, claramente angustiada por lo sucedido aquella misma tarde. Mientras tanto yo miraba fijamente a la Doctora Pajas, apellido que muy pronto cobraría sentido en mis fantasías. Terminó la cena y como era habitual en mí di las buenas noches, ansioso por encerrarme en mi cuarto, necesitaba descargar toda la excitación que había sentido horas antes, me masturbé con una furia que no recordaba desde los trece años, haciéndome incluso dos pajas seguidas, hecho que no sucedía desde que vi Eyes Wide Shut. Las imágenes de mi madre eran cada vez más depravadas, lejos de sentirme culpable se había convertido en el motor de mi vida.
Aquella noche dormí como un bebé de cuna, feliz por haber recuperado el control, orgulloso de mi contraataque y emocionado por mi nueva motivación. Ni yo mismo sabía hasta dónde era capaz de llegar, lo único que me importaba era liberarme del mortal aburrimiento que significaba para mí mi existencia.
Me desperté el primero, me gustaba madrugar cuando tenía un propósito. Ataviado solamente con un pantalón corto del pijama fui a la cocina y desayuné con calma, saboreando unos cereales con leche y una tostada con mantequilla y mermelada de melocotón. Todo me sabía mejor aquella mañana de jueves. Mi hermana llevaba días sin ir a la universidad o a lo sumo yendo las últimas horas y mi padre siempre era el último en despertarse, aprovechando que su trabajo se lo permitía. Camino de mi habitación oí como la ducha del cuarto de baño de mis padres se detenía, me imaginé a mi madre desnuda, secándose después de haber aclarado su cuerpo lleno de espuma. Aquella imagen fue suficiente para que mi falo creciera dentro del pijama, me sorprendí a mí mismo acariciándome por encima de la ropa, cada vez más cerca de la puerta del baño.
Mi corazón se aceleró, tanto que nunca habría imaginado que fuera posible, rozando la taquicardia. Supongo que me sentía vivo, degustaba cada segundo de aquella desconocida sensación. Estuve un par de minutos frotándome por encima del pantaloncito hasta que no pude evitarlo, abrí la puerta del lavabo y entré casi como un ninja, sin hacer ruido y cerrándola tras de mí. Mi madre enseguida se dio la vuelta, asustada por aquella intromisión. Ya había tenido tiempo de ponerse la ropa interior, esta vez un modelo de sujetador y braguita negro muy sensual, lamenté no ver nada nuevo respecto al día anterior.
—¿Se puede saber qué haces? —me preguntó ella enfadada.
—Vengo a terminar lo que empezamos ayer —respondí abalanzándome sobre ella, sin darle tiempo a reaccionar.
En un abrir y cerrar de ojos había conseguido colarme entre sus muslos, clavando la erección contra su sexo separados tan solo por la ropa, presionándola con fuerza contra el mármol de la pila. Mientras restregaba mis partes contra las suyas la abrazaba con mis fibrosos brazos y comenzaba a besarla por el cuello.
—Como me pones mamá —le susurré cerca del oído notando como ella forcejeaba para liberarse de mí.
—Suéltame, ¡estás loco!
Seguí sobándole todo lo que pude, apretujando sus enormes mamas por encima del sostén mientras la retenía contra la pila y le advertía:
—No grites, ¿qué pensarían de nosotros papá y Paula?
Mientras mi calentura aumentaba por momentos mi madre consiguió empujarme y darse la vuelta pero yo insistí con aquel ataque. Tenía ahora mi polla apretada contra sus nalgas y con mis dedos pulgar e índice le sujetaba su muñeca derecha, retorciéndole el brazo en la espalda con una simple pero efectiva llave.
—¡Ahh!
—¿Te gusta el dolor mami?, no hablo de maltrato, hablo de pequeños juegos a la hora de follar, controladas y sutiles técnicas de dominación —le dije forzando ligeramente su brazo.
—¡Ahhh, suéltame ahora mismo degenerado!
El tono de voz de mi madre había alcanzado unos decibelios peligrosos, ese pequeño grito hizo que volviera en sí y enseguida la solté, quedando ella apoyada encima de la encimera recuperando el aliento y yo con el cuerpo ligeramente inclinado, dolorido por la descomunal erección que tenía. Me bajé como pude el pantalón hasta las rodillas y comencé a masturbarme con fuerza, intentando acariciar alguna parte de la anatomía de mi madre con la otra mano, ahuyentada a manotazos y movimientos evasivos por ella.
—Mamá por favor no me dejes así, tócame un poquito, o déjame que te toque —le supliqué casi con la voz de un niño pequeño.
Ella consiguió escaparse pasando entre mi cuerpo y la pared y un segundo antes de salir por la puerta añadió:
—Estás enfermo.
Seguí pajeándome brutalmente hasta que eyaculé, salpicando el suelo y la pared a cada espasmo, alcanzando un orgasmo tan fuerte que hizo que me temblaran las piernas. Me recompuse como pude, me limpié el miembro con una toalla de manos y volví a mi habitación dispuesto a vestirme para ir al colegio. Las clases me daban una pereza indescriptible, pero no quería llamar aún más la atención.
Como era de esperar las horas en clase transcurrieron lentas y aburridas. Después del recreo tuve literatura española, aún no le había perdonado a aquella entrometida que hablase de mí a mis espaldas. Con mi pequeña bromita del papel, digamos, inseminado, había conseguido desquitarme un poco, pero seguía guardándole rencor.
—Chicos hoy vamos a dedicar la clase a hacer una redacción, tenéis una hora para escribir sobre el tema que prefiráis, lo único que debéis tener en cuenta es utilizar el máximo posible de recursos estilísticos.
Una hora, aquello era más que suficiente para mi siguiente acción, iba a seguir arriesgando, estaba dispuesto a sacrificar la Reina para acercarme a las posiciones enemigas, el tablero era mi hogar.
El día siguió igual de insulso, horas y horas de aburrimiento, mi mente en constante viaje astral buscando un mínimo de diversión. La comida en casa fue entre sosa y surrealista, con tres miembros de la familia perdidos entre sus pensamientos y mi padre intentando mantener una conversación medianamente normal. Por la tarde trabajé en mi trabajo de investigación un par de horas y luego hice deporte, sudar siempre me hacía ver las cosas con claridad. Me sobraron un par de horas para ducharme y leer un poco antes de que mi madre nos llamara nuevamente, esta vez para la cena.
—Cariño, ¿no te apetece la vichyssoise? —le preguntaba mi padre a mi madre, observando que llevaba un rato jugando con la cuchara pero sin ingerir nada.
—Hoy estoy sin demasiado apetito —contestaba ella haciendo círculos con la cuchara en la crema.
—A ver si habrás cogido un virus o algo así.
—No, no, no te preocupes, estoy llegando al final de la semana algo cansada, eso es todo.
El resto de la cena pareció un velatorio, con mi hermana acercándose cada día más peligrosamente a la anorexia y mi madre completamente en babia. Mi padre y Paula se retiraron los primeros, yendo al salón como autómatas a distraer su mente con cualquier programa basura, momento que aprovechó mi madre para increparme:
—¿Tú estás loco?, ¿has perdido la cabeza? —mientras me decía aquello me agarraba la mano con fuerza, su expresión había pasado del trance al odio en un segundo. Me miró amenazantemente y prosiguió:
—Me ha llamado tu profesora de literatura. ¿Has escrito una redacción sobre una relación incestuosa entre una madre y un hijo?, ¡¿en serio eres tan tonto?!, ¡¿es que quieres mandarlo todo al garete los últimos meses de colegio?!
No me imaginaba que la chivata de literatura corrigiera las redacciones el mismo día, y mucho menos que actuara con tanta diligencia, pero aquello formaba parte del plan.
—Lo siento mamá, necesitaba desahogarme.
Seguía sosteniendo mi mano con fuerza, apretándola cada vez más, se inclinó por encima de la mesa acercando su cara hasta dejarla a un palmo de la mía y me dijo:
—Escúchame bien, niñato, este juego acaba aquí y ahora. Una cosa es que estés pasando por un mal momento interior y la otra es que me abordes en el baño y escribas locuras en clase, tú no tienes complejo de Edipo, tú eres un sociópata. No voy a permitir que envíes tu futuro al traste por una chiquillada adolescente, ¿me oyes?
Intenté soltarme pero la fuerza que sacaba de sus entrañas era casi paranormal.
—Te he preguntado si te ha quedado claro.
—Sí —respondí casi asustado.
—La próxima broma de mal gusto que hagas, sea a quién sea, te pongo de patitas en la calle. La culpa es nuestra por consentiros, por intentar ser unos padres abiertos, sois un par de descerebrados.
Después de terminar la advertencia se levantó casi de un salto y se fue directa a la encimera de la cocina, dispuesta a fregar los platos de la cena. Yo estaba casi en shock, jamás había visto a mi madre hablarle a nadie así, tenía que estar realmente enojada para hacerlo. Mi mundo se hizo añicos durante unos interminables minutos, tenía la vista clavada en el plato del postre y me sentía incapaz de reaccionar. Finalmente, alcé la vista y pude observarla de espaldas a mí, concentrada en la pila. Con lo que había pasado en escasas veinticuatro horas no podía dejar de sorprenderme que mi madre vistiera de esa manera para estar por casa. En la parte de arriba llevaba puesta una camisa azul ancha y grande de mi padre, y abajo tan solo unas braguitas de color blanquecino. Al ser tan larga la camisa hacía efecto de mini vestido, pero ahora sus nalgas se movían al ritmo de los platos, teniéndose que poner de puntillas para acceder mejor a ellos y mostrándome una deliciosa visión de su trasero casi perfecto. ¿Por qué me castigaba de esa manera?, ¿cómo podía ser normal que me despreciara y a la vez fuera vestida tan provocativa?
Una mezcla de rabia, impotencia y excitación se apoderó de mí, maldiciéndola mientras que notaba mi rabo creciendo dentro del pantalón del pijama. Noté como todos mis músculos se contraían por el efecto de la adrenalina, con el estómago cerrado y los sentidos alerta, imitando a un homo sapiens que ha oído acercarse a un dientes de sable. Me acerqué a ella por la espalda, con el mástil tan tieso que me dificultaba incluso andar, me quité el pantalón del pijama y lo tiré con fuerza, pasando éste rozando una oreja de mi madre y cayendo en el fregadero después de impactar contra la pared. Ella se quedó completamente quieta unos segundos, entendiendo aquella advertencia, momento que aproveché para colocarme detrás y apretar mi miembro desnudo contra sus increíbles nalgas, presionando con tanta fuerza que podía notar mi glande casi atravesar sus bragas, restregándose en la raja de su trasero. Hábilmente adentré mis manos por dentro de su camisa y le apreté aquellos increíbles pechos casi con violencia mientras le dije:
—Ahora vas a escucharme tú a mí. No puedes rechazarme de esta manera y pasearte en paños menores por casa, provocándome. A eso se le llama ser una calienta pollas, menuda psicóloga de mierda eres si ésta es tu manera de tratar un problema como el mío. Ahora mismo me importa una mierda mi futuro, el qué dirán y la familia, por mi podrían entrar en la cocina ahora mismo papá o Paula que seguiría metiéndote mano.
—Quítame las manos de encima —dijo ella con voz firme pero susurrante, completamente inmóvil mientras mis manos seguían magreando sus senos y jugando con sus pezones.
—Tienes razón mamá, quizás lo mío no es complejo de Edipo, nunca he estado enamorado de ti, simplemente me pones cachondo.
Sus mamas eran tan grandes entre mis dedos que incluso eran difíciles de manipular, notaba mi polla manchando su ropa interior de líquido pre seminal mientras deslizaba una de mis manos hasta su sexo, colándolo entre la madera del mueble de la cocina y ella, frotando sus partes con auténtica excitación.
—David…suéltame ahora mismo —me ordenó intentando parecer autoritaria, pero con la voz quebradiza y temblando por la situación.
Seguí sobándola, aprisionándola contra la encimera, aprovechando que aquello le había pillado tan de sorpresa que apenas era capaz de resistirse. Estaba tan cachondo que notaba mi falo moverse solo, buscando algún orificio por el que meterse. Bajé la mano que disfrutaba de sus tetas hasta su cadera, alineándola con la otra que se dedicaba a su sexo, le agarré la goma de la ropa interior y conseguí bajársela hasta medio muslo. Notar el tacto de sus nalgas directamente contra mi glande hizo estremecerme de placer, coloqué mi miembro en la parte de abajo, buscando una penetración vaginal desde atrás.
—¡David!
Acerqué su cuerpo aún más al mío, acaricié la entrada de su vagina con la punta del pene y justo cuando estaba dispuesto a penetrarla mi madre salió del shock, liberándose de mí con un movimiento serpenteante y dándose la vuelta girando sobre sí misma, incapaz de librarse de aquella trampa que era mi cuerpo y el mueble de la cocina.
—¡Déjame ahora mismo enfermo! —dijo a la vez que me abofeteaba como nunca había hecho.
Ahora estábamos cara a cara, pude verle por primera vez el sexo, perfectamente rasurado, con el vello púbico en forma de triangulito, aquello me puso aún más caliente. Me abalancé nuevamente sobre ella, frotando mis partes contra las suyas y suplicando:
—Por favor mamá solo una vez, solo necesito sentirte una vez.
Ella intentó librarse de mí, golpeándome repetidas veces en el pecho y los hombros inútilmente mientras yo seguía metiéndole mano excitadísimo. Conseguí abrirle ligeramente las piernas, colocándome entre ellas y acercándome nuevamente a mi objetivo.
—¡Estás loco!
—Joder mamá no me dejes así, ¡voy a explotar!, ¡nos van a acabar oyendo!
Noté a mi madre cada vez más nerviosa hasta que finalmente una de sus pequeñas y delicadas manos me agarró la polla, retirándola de su sus partes mientras me decía:
—Vale, vale, tranquilo, no hagas ruido —aquello sonaba a súplica, a derrota.
Sin decir nada más comenzó a subir y bajar el prepucio, despacio, con suavidad, proporcionándome un placer indescriptible.
—¡Ohh!, ¡Ohhh!, ¡ohhhhh síiiii!
Mientras que con una mano me masturbaba con la otra aprovechaba para subirse las bragas. Yo me dejaba hacer a la vez que le magreaba los senos por encima de la arrugada camisa, sintiéndome cerca del nirvana.
—Shhhhh, baja la voz.
—¡Mmm!, ¡mmmmm!, ¡ohhhhhhh! —gemía y respiraba desacompasadamente, intentando controlar el volumen de mis grititos pero ajeno a casi todo.
Ahora sobaba su espectacular culo por encima de la ropa interior, notando como mi madre aumentaba súbitamente el ritmo de la paja, dispuesta a terminar conmigo lo antes posible.
—¡Ohhh!, ¡ohhh!, mamáaa, mamá que bien lo haces, me encanta, ¡ohhhhh!
—Shhhh —insistía ella llegando casi a la velocidad de centrifugado.
Aquello duró mucho menos de lo que me habría gustado, los forcejeos me habían excitado demasiado y pronto noté como mi polla estalló, lanzando chorros de semen con cada espasmo mientras yo agarraba por el trasero a mi madre y me acercaba a ella lo máximo posible, notando mi glande expulsar todos mis fluidos en contacto directo con su pierna e ingle.
—¡Ohhhh!, ¡ohhh!, ¡ohh!, ohhhhh.
El orgasmo fue bestial, observaba a mi progenitora aún excitado, disfrutando con la imagen de pequeños riachuelos de leche deslizándose por su muslo, recuperando el aliento después de la batalla. Mi madre miró su cuerpo mancillado, luego mis ojos y por segunda vez me propinó un sonoro bofetón, huyendo de la cocina con tanta prisa que ni siquiera se limpió.
Capítulo VII
Empezó el viernes como cada mañana, yo no podía sacarme de la cabeza lo sucedido en la cocina. La alegría de sentir que tenía un objetivo se había evaporado, consciente de que aquello iba a acabarse pronto, sintiendo que el fin de semana iba a terminar con mis travesuras. También estaba acomplejado, todo había empezado como una provocación, evolucionado a una razón de vivir para finalmente hacerme víctima de mis más bajos instintos. Ahora era un ser primitivo, obsesionado, irracional y vulgar. Dieciocho años de lucha para acabar perdiendo el control de mí mismo y de mi entorno.
Desayuné un buen rato solo en la cocina hasta que mi padre entró por la puerta.
—¿Todavía estás aquí?, ¿no llegas tarde al colegio?
—Hoy comienzo a las diez, la primera hora es tutoría. ¿Mamá se está duchando?
—Se ha ido a primera hora, por lo visto un paciente le cambió la hora y si no lo atendía debían esperar hasta el lunes.
Obviamente no me creí la explicación, pero estaba convencido de que mi padre sí. La mañana fue absolutamente soporífera, transcurriendo entre interminables clases y bromitas de los compañeros cada vez menos graciosas. Ya ni las menciones a mi hermana me reconfortaban. Llegué a la hora de comer a casa, fui directo a la cocina y me encontré con una nota:
Paula, Daniel, tenéis lasaña en el microondas solo tenéis que calentarla. Papá y yo estamos comiendo por el centro.
Segundo intento de ver a mi madre frustrado, ambos hacían jornada intensiva el viernes, no era extraño que comieran juntos al margen de nosotros, pero era obvio que aquello no era más que otra maniobra evasiva. Pasé otra tarde insoportable, leyendo, escuchando música, nervioso, con los minutos que parecían horas y las horas que arecían días. Se acercaban las ocho de la tarde cuando recibí un whatsapp de mi padre.
Hijo hemos aprovechado para ir al cine y cenar por aquí, tenéis cosas en la despensa para cenar o sino llamad una pizza y os la pago al regresar.
Fantástico, el acoso al que había sometido a mi madre no solo me había dejado insatisfecho, estaba refloreciendo el amor entre mis padres. Yendo de aquí para allá, recordando sus años de juventud y noviazgo. Me parecía increíble que mi padre fuera tan simple como para no notar nada extraño, también que una psicóloga como mi madre hubiera decidido que la mejor manera de afrontar el problema era no cruzándose conmigo. ¿Creía que podría evitarme para siempre?
Ni siquiera cené, comí un par de madalenas y me encerré en mi habitación. Lo último que me apetecía era cocinar y menos aún compartir rato con mi hermana en plena metamorfosis, mutando de guarrilla popular a pusilánime zombi. Sobre las once oí cerrarse la puerta de casa, mis padres habían vuelto, podía escucharlos susurrar por los pasillos, discretos por si alguno de sus hijos ya dormía. Hicieron las típicas visitas al cuarto de baño antes de irse a dormir y pronto se recluyeron en su habitación. Por un momento me los imaginé fornicando, liberando sus cuerpos sudorosos al placer de la carne. Eso me provocó una mezcla de náuseas y celos. A las doce y media de la noche la casa ya estaba completamente en silencio, tan solo podía oír el latido irregular de mi corazón, tenía los ojos abiertos como platos, la vista clavada en el techo, diseccionándolo entre la penumbra.
Me levanté y anduve por la habitación en círculos, angustiado, cerca de tener un ataque de ansiedad. No tenía ningún plan, ninguna teoría, nada. Sabía que era muy difícil repetir algo parecido a lo de la pasada noche, seguramente mi inteligente madre sí que tenía un plan de contención, después de ganar un par de batallas estaba cerca de perder la guerra. Si mi vida fuera una partida de ajedrez ya solo aspiraba a las tablas, ahogar el Rey era mi mejor opción. Me quité la parte superior del pijama, notaba el ambiente denso, caluroso, casi claustrofóbico. Sin saber muy bien la razón salí de mi habitación, ampliando mis paseos por el pasillo. Un rato después me planté justo frente la puerta del dormitorio de mis padres, escuchando a través de la madera, parecía estar todo en calma.
Decidí entrar, a hurtadillas, probablemente guiado nuevamente por el instinto, sin saber ni siquiera que excusa dar si alguno de mis padres se despertaba y me veía allí. Mis ojos veían con bastante claridad, tantas horas deambulando por la noche los había acostumbrado a la oscuridad. Vi a mi padre profundamente dormido, de lado, cercano al final de la cama. Mi madre también dormía, recta como si estuviera en un ataúd. Mi corazón volvió a desbocarse, sentía el latido en el pecho, en el oído, en el párpado e incluso en la nuca.
Qué coño haces aquí, David, pensé.
Me acerqué lentamente al lateral de la cama donde dormía mi madre, agarré la sábana con sumo cuidado y la destapé, recogiéndola en el hueco que había entre la espalda de mi padre y ella. Verla delante de mí, indefensa, ajena a aquella mirada lasciva que la observaban hizo que mi miembro reaccionara casi al instante, notando como se erguía simulando el movimiento de un mortero. Vestía con un camisón negro con transparencias, sin sujetador, tan solo con unas finas braguitas en la parte de abajo. Sus pechos se apreciaban perfectamente a través de la fina tela, enormes, caídos ligeramente hacia los lados debido al volumen. Se movió por un instante, pero no llegó a despertarse.
Mientras que con una mano empezaba a frotarme el bulto por encima del pijama la otra se acercaba sigilosamente hacia su busto, rozándolo casi imperceptiblemente, recorriendo uno de sus senos hasta toparse con el pezón, erecto como un misil debajo del camisón. Coloqué la palma de mi mano en la parte interior de su muslo, sintiendo casi un escalofrío al notar su piel y abriéndole las piernas ligeramente, consiguiendo que no se despertara aún con la acción. Apoyé mi rodilla en el hueco de sus piernas, conteniendo incluso la respiración para hacer el menor ruido posible, apoyé la otra y con suavidad me tumbé encima de ella, clavándole mi erección en aquella delicada ropa interior. Se despertó en el acto, mirándome con ojos confundidos y asustados. Le tapé la boca y susurré:
—Cuidado mami, papá podría oírnos.
Si la noche anterior en la cocina mi comportamiento la había superado ahora directamente estaba a punto de entrar en pánico, mientras asimilaba la información yo movía mi polla tiesa restregándola contra su sexo, separados tan solo por la ropa mientras que mis manos magreaban sus pechos por encima del camisón.
—No te preocupes, desde que toma diazepan por los dolores de espalda duerme como un tronco —volví a susurrar haciendo mención al pesado sueño de mi padre.
Su respiración se aceleró a pasos agigantados y yo seguía disfrutando de su cuerpo impunemente, subiéndole el camisón y colando mis juguetonas manos por dentro, entrando en contacto directo con sus senos, agarrándolos y moviéndolos en generosos círculos. Ella permanecía completamente quieta, desbordada, emitiendo pequeñísimos gemidos de incomodidad. Deslicé mis dedos por su vientre hasta llegar a la goma de la ropa interior, lentamente los introduje y entré en contacto directo con su clítoris, masajeándolo mientras notaba mi rabo tieso como un bate de baseball.
—Mmm, mm.
—Shhh, tranquila mami no voy a hacerte ningún daño.
Cuando me disponía a bajarle las bragas mi padre se movió bruscamente, balbuceando algo entre sueños, probablemente percibiendo el anormal movimiento del colchón.
—Estás loco, si se despierta te matará —dijo ella con un hilo de voz.
—No puedo parar, me pones demasiado, te juro que solo necesito sentirte una vez y nunca más volveré a intentarlo.
Seguí sobándola hasta que un nuevo movimiento de mi padre nos petrificó a ambos.
—Sal de la habitación, espérame en el pasillo —me propuso ella.
Yo lo medité unos segundos y advertí:
—Te juro que como no vengas…
—Sal ya antes de que se despierte —me ordenó interrumpiéndome.
Con suma cautela conseguí salir de la cama y casi gateando salí del dormitorio obediente. Ya en el pasillo me deshice del pantalón del pijama, observando lo que probablemente era la erección más intensa de mi vida. Esperé durante unos interminables segundos y justo cuando estaba a punto de entrar en cólera mi madre salió a hurtadillas, cerrando la puerta tras de sí. Se acercó a mí y sin darle tiempo a decir nada la empotré casi con violencia contra la pared, metiendo nuevamente mi falo entre sus muslos y prácticamente arrancándole el camisón por arriba, lanzándolo lejos de nuestra posición. Empecé a besarla apasionadamente, ella simplemente dejaba la boca entreabierta pero yo le metía la lengua casi hasta la campanilla, morreándola con lujuria mientras que notaba sus despampanantes tetas presionadas contra mi pecho.
—¡Te deseo! —le dije sin dejar de toquetearla ni por un instante.
La atacaba con tanta fuerza que oía los pequeños golpes de nuestros cuerpos contra la pared, mi madre no se resistía, simplemente accedía resignada a mis caprichos. Agarrándola por el culo la llevé hasta el suelo, tumbándola y abalanzándome sobre ella. Le quité las bragas patosamente, viendo por primera vez a mi madre completamente desnuda, le agarré los muslos por la parte posterior, colocándola en posición similar a la de una parturienta y sin previo aviso puse mi glande en la entrada de su coño y la penetré con decisión, utilizando sus tetazas como amortiguador del resto de mi cuerpo.
—¡Ohhhh, ohhhh, ohhhh, ahhhhhhh!
No pude evitar gemir con fuerza, notando al instante la mano de mi madre sobre mis labios, intentando amortiguar el sonido de mis berridos. La embestí tres veces con virulencia, ensartándola hasta el fondo, notando mis testículos rebotar contra su vello púbico, le solté las piernas y seguí follándomela en la posición del misionero, sacudiéndola contra la alfombra del pasillo.
—¡Mmmm, mmm, ohhhh, ohhhhhhh! —gemía yo entre sus dedos, viendo rebotar sus enormes mamas al ritmo de mis penetraciones.
Por fin era mía, habría dado lo que fuera para que ese momento nunca terminara, con gusto habría dedicado mi vida a estudiar y perfeccionar el sexo tántrico tan solo para prolongar unos minutos más aquella situación.
—Estás buenísima mamá, eres una diosa, ohhh, ¡ohhhh!, ¡ohhhhhhhh!
El papel de la psicóloga se había convertido en totalmente secundario, más preocupada por el ruido que por lo que su cuerpo estaba experimentando su estado era de sumisión, convirtiéndose casi en una muñeca hinchable, en un recipiente. Noté que no podría aguantar mucho más y pensé que un cambio sería una buena idea. Saqué mi miembro de su interior, agarré el cuerpo de mi madre y colocándolo a cuatro patas le dije:
—Déjame follarte a lo perrito, sé buena chica, ya casi estoy.
Ella obedeció casi por inercia mientras que yo la sujeté con fuerza por las caderas, me coloqué detrás de rodillas, metí mi rabo nuevamente en la entrada de su vagina y la penetré casi con violencia.
—¡¡Ahhhh!!, ¡¡ahhhhhh!!, ¡¡¡ohhhhhhhhh!!!
Gemía libremente, sin impedimentos, dejándome llevar por el placer de notar mi aparato comprimido dentro de aquel angelical conducto. Seguí penetrándola con furor, sintiendo ahora mis huevos rebotando contra sus nalgas y observando como sus impresionantes melones se balanceaban al ritmo de las acometidas.
—¡Mmmm, mmm, ohhhh, ohhhhhhh!
La embestía con tanta fuerza que me daba miedo incluso tirarla contra el suelo, ajeno a todo el placer que sentía era indescriptible. Continué un rato disfrutando de su anatomía hasta que finalmente noté que la eyaculación era inminente, coloqué mi cuerpo sobre el suyo y agarrándole los senos desde atrás, apretujándolos con fuerza me corrí, liberando toda mi leche dentro de su cuerpo entre poderosos espasmos, alcanzando el orgasmo más bestial de mi vida.
—¡¡Ahhhh!!, ¡¡ahhhhhh!!, ¡¡¡ohhhhhhhhh!!!, ¡¡ahhhhhhhh!!, ¡mmmmmmm!, mmmmm.
Me sentía completamente exhausto, ambos jadeábamos como animales. Saqué mi falo de su interior y me dejé caer a un lado, intentando recuperar el aliento, el control de mi respiración. Ella quedó tumbada en el suelo, desnuda y en posición fetal, completamente agotada. Pensaba qué podía decir después de aquello cuando un crujido llamó mi atención, provenía de la parte del parqué que estaba libre de alfombra. Dirigí hacia allí mi mirada y pude verla, era mi hermana, asomada desde su habitación, con la cara desencajada por lo que acababa de presenciar.
Sonreí.
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