No se conocían, pero se deseaban. Con la intensidad de un deseo verdadero, de esos que se construyen con palabras, audios, fotos y promesas. La última charla antes del encuentro había sido, directamente, incendiaria, y acabó como debía acabar: con dos acabadas, una de cada lado de la llamada.
Y ese deseo tan grande de penetrar y de sentirse penetrada, es lo que acallaba las voces de la conciencia que sugería peligros, defectos, sucesos desagradables, o incluso delictivos.
Pero nada de eso.
La estaba esperando en el lugar indicado. Y ella llegó a los pocos minutos.
Se miraron y no intercambiaron ni una palabra. Ni siquiera un beso. Fue una mirada. Directa. A los ojos. Para confirmar que todo lo que se habían dicho había sido real.
Es que las cosas deben decirse tal cual son: en P! hay de todo: voyeurs, histéricos, charlatanes, enfermos, pajeros, mentirosos. Y todos sus correlatos femeninos: voyeurs, histéricas, charlatanas, enfermas, pajeras, mentirosas.
Pero también hay, justo es reconocerlo, encuentros explosivos entre poringueros. Y suelen ser increíbles.
Y es lógico: el encuentro entre poringueros ocurre cuando se encuentran dos personas que no son histéricos, charlatanes, enfermos, voyeurs… quizás algún que otro mentiroso, y siempre, indefectiblemente, pajeros.
Las cosas malas se van descartando con las charlas… las buenas se pueden ir confirmando paso a paso.
Y así fue cómo ellos dos se encontraron frente a frente, con una copa de vino en los labios, y debieron reconocer que hasta ese momento, todo lo que podría salir mal, estaba saliendo bien.
Lo confirmaba el brillo en los ojos de él, como animal en celo, hablándole de lo lindo que se veía el centro de la ciudad desde la habitación enorme que había tomado en el piso 11 de ese hotel, y sin importarle que el mozo les estaba sirviendo y quizás escuchando lo que era una propuesta directa, para pasar del dicho al hecho.
Ella, también lo confirmaba por sus mejillas, que estaban encendidas. La charla iba y venía por temas intrascendentes, y sin embargo, una clara tensión flotaba sobre la mesa.
Los dos querían huir raudos del salón comedor, pero jugaban a seguir midiéndose, hasta que él pidió la cuenta, y caminaron por el pasillo, y ascensor, piso 11 y una lengua brusca penetrando la boca de ella, que respondió con un abrazo y todo su cuerpo, y que solo se separaron cuando hacía un instante el aparato había abierto sus puertas.
Caminaron hasta la habitación, y era cierto, era hermosa. Sillones, alfombra, una cama enorme, un ventanal que daba al centro de la ciudad, todo era un preludio ineludible de imágenes y lugares donde iban a fundirse.
Había tiempo, tenían toda la tarde para ellos, pero eso no impidió ir tirando la ropa en el piso. Tampoco impidió descubrir que ella había cumplido con su palabra de no traer puesta ropa interior. Él también había cumplido con su promesa de regalarle un jueguito de lencería que después del primer polvo desesperados, ella lució audaz. La tanga le quedaba pentada: cavada, bien metida en el orto. Las medias negras enfundaban sus piernas y coronaban la presentación de una diosa dispuesta a todo.
Él hundió la cabeza entre sus piernas, y empezó a rozar su lengua haciendo círculos que provocó un largo gemido de ella, y una frase gutural, animal, que salió desde su centro “partime el culo” dijo y lo conquistó.
Ya habría tiempo para todo.
Poringueros al fin, se sacaron algunas fotos. Obvio que con la calentura que tenían olvidaron certificarlas, y dejaron las poses de lado cuando empezaron a darse pijazos y conchazos contra la ventana, deseando que alguien los estuviera mirando allá, en el bulevar.
Se besaron, se lamieron, se probaron, se gustaron, se tocaron, se penetraron, se tragaron, se miraron, se frotaron, se garcharon, se masturbaron, se mordieron, se rasguñaron, se alborotaron, se disfrutaron, se rozaron, se chuparon, se despatarraron, se acabaron y volvieron a empezar todo otra vez.
La tarde caía sobre la habitación, y ellos no se habían dado cuenta que hacía cuatro horas que se estaban cogiendo sin parar.
Ella tenía sus ojos claros, inyectados en sangre. Quería seguir, porque era una viciosa, pero estaba cansada.
Él decidió entonces darle su mejor ofrenda: dejó que mirara como se ultimaba con la mano, y como brotaba de su cuerpo el manantial de leche que ella había provocado.
Pero aun así, lo mejor vino después.
Cayó la noche y decidieron ir a comer algo para recuperar energías.
En el encuentro entre un hombre y una mujer hay tres momentos, y los tres momentos deben ser iguales de satisfactorios, para que se desee una segunda vuelta en la historia.
Esos tres momentos son el antes, el durante y el después.
El antes, el cortejo, ya sabían que había sido bueno. Una palabra de ella entusiasmaba a él, que devolvía otra frase que incendiaba a ella, y provocaba así un ida y vuelta infernal, en el que los dos eran devorados por las llamas.
El durante, fue tan intenso, que el tiempo se les esfumó. Una sesión de sexo frenético donde ocurrió de todo -él hasta se animó a explorar en este primer encuentro, cómo le quedaban atadas las muñecas de ella en una media de seda-, y que de tan placentero se escurrió en un abrir y cerrar de ojos.
Pero lo que siempre es definitivo, es el después. Usualmente, él o ella, en esto es indistinto, desea, una vez satisfechos los deseos de la carne, que la persona que está a su lado se convierta en cenicero, o en pizza. Otras veces no. Y esas veces, son especiales.
Y allí estaban, comiéndose una hamburguesa, hablando de otras cosas, y se descubrieron en una mirada. Ella volvió a sonrojarse. Y él, puso su sonrisa de hijo de puta. Los dos supieron que, a pesar de haber estado toda una tarde, perdiendo la cuenta de la cantidad de orgasmos que se habían provocado, seguían deseándose.
Todo lo que pudo salir mal, salió bien. Y se despidieron sabiendo que habrá más.
Y ese deseo tan grande de penetrar y de sentirse penetrada, es lo que acallaba las voces de la conciencia que sugería peligros, defectos, sucesos desagradables, o incluso delictivos.
Pero nada de eso.
La estaba esperando en el lugar indicado. Y ella llegó a los pocos minutos.
Se miraron y no intercambiaron ni una palabra. Ni siquiera un beso. Fue una mirada. Directa. A los ojos. Para confirmar que todo lo que se habían dicho había sido real.
Es que las cosas deben decirse tal cual son: en P! hay de todo: voyeurs, histéricos, charlatanes, enfermos, pajeros, mentirosos. Y todos sus correlatos femeninos: voyeurs, histéricas, charlatanas, enfermas, pajeras, mentirosas.
Pero también hay, justo es reconocerlo, encuentros explosivos entre poringueros. Y suelen ser increíbles.
Y es lógico: el encuentro entre poringueros ocurre cuando se encuentran dos personas que no son histéricos, charlatanes, enfermos, voyeurs… quizás algún que otro mentiroso, y siempre, indefectiblemente, pajeros.
Las cosas malas se van descartando con las charlas… las buenas se pueden ir confirmando paso a paso.
Y así fue cómo ellos dos se encontraron frente a frente, con una copa de vino en los labios, y debieron reconocer que hasta ese momento, todo lo que podría salir mal, estaba saliendo bien.
Lo confirmaba el brillo en los ojos de él, como animal en celo, hablándole de lo lindo que se veía el centro de la ciudad desde la habitación enorme que había tomado en el piso 11 de ese hotel, y sin importarle que el mozo les estaba sirviendo y quizás escuchando lo que era una propuesta directa, para pasar del dicho al hecho.
Ella, también lo confirmaba por sus mejillas, que estaban encendidas. La charla iba y venía por temas intrascendentes, y sin embargo, una clara tensión flotaba sobre la mesa.
Los dos querían huir raudos del salón comedor, pero jugaban a seguir midiéndose, hasta que él pidió la cuenta, y caminaron por el pasillo, y ascensor, piso 11 y una lengua brusca penetrando la boca de ella, que respondió con un abrazo y todo su cuerpo, y que solo se separaron cuando hacía un instante el aparato había abierto sus puertas.
Caminaron hasta la habitación, y era cierto, era hermosa. Sillones, alfombra, una cama enorme, un ventanal que daba al centro de la ciudad, todo era un preludio ineludible de imágenes y lugares donde iban a fundirse.
Había tiempo, tenían toda la tarde para ellos, pero eso no impidió ir tirando la ropa en el piso. Tampoco impidió descubrir que ella había cumplido con su palabra de no traer puesta ropa interior. Él también había cumplido con su promesa de regalarle un jueguito de lencería que después del primer polvo desesperados, ella lució audaz. La tanga le quedaba pentada: cavada, bien metida en el orto. Las medias negras enfundaban sus piernas y coronaban la presentación de una diosa dispuesta a todo.
Él hundió la cabeza entre sus piernas, y empezó a rozar su lengua haciendo círculos que provocó un largo gemido de ella, y una frase gutural, animal, que salió desde su centro “partime el culo” dijo y lo conquistó.
Ya habría tiempo para todo.
Poringueros al fin, se sacaron algunas fotos. Obvio que con la calentura que tenían olvidaron certificarlas, y dejaron las poses de lado cuando empezaron a darse pijazos y conchazos contra la ventana, deseando que alguien los estuviera mirando allá, en el bulevar.
Se besaron, se lamieron, se probaron, se gustaron, se tocaron, se penetraron, se tragaron, se miraron, se frotaron, se garcharon, se masturbaron, se mordieron, se rasguñaron, se alborotaron, se disfrutaron, se rozaron, se chuparon, se despatarraron, se acabaron y volvieron a empezar todo otra vez.
La tarde caía sobre la habitación, y ellos no se habían dado cuenta que hacía cuatro horas que se estaban cogiendo sin parar.
Ella tenía sus ojos claros, inyectados en sangre. Quería seguir, porque era una viciosa, pero estaba cansada.
Él decidió entonces darle su mejor ofrenda: dejó que mirara como se ultimaba con la mano, y como brotaba de su cuerpo el manantial de leche que ella había provocado.
Pero aun así, lo mejor vino después.
Cayó la noche y decidieron ir a comer algo para recuperar energías.
En el encuentro entre un hombre y una mujer hay tres momentos, y los tres momentos deben ser iguales de satisfactorios, para que se desee una segunda vuelta en la historia.
Esos tres momentos son el antes, el durante y el después.
El antes, el cortejo, ya sabían que había sido bueno. Una palabra de ella entusiasmaba a él, que devolvía otra frase que incendiaba a ella, y provocaba así un ida y vuelta infernal, en el que los dos eran devorados por las llamas.
El durante, fue tan intenso, que el tiempo se les esfumó. Una sesión de sexo frenético donde ocurrió de todo -él hasta se animó a explorar en este primer encuentro, cómo le quedaban atadas las muñecas de ella en una media de seda-, y que de tan placentero se escurrió en un abrir y cerrar de ojos.
Pero lo que siempre es definitivo, es el después. Usualmente, él o ella, en esto es indistinto, desea, una vez satisfechos los deseos de la carne, que la persona que está a su lado se convierta en cenicero, o en pizza. Otras veces no. Y esas veces, son especiales.
Y allí estaban, comiéndose una hamburguesa, hablando de otras cosas, y se descubrieron en una mirada. Ella volvió a sonrojarse. Y él, puso su sonrisa de hijo de puta. Los dos supieron que, a pesar de haber estado toda una tarde, perdiendo la cuenta de la cantidad de orgasmos que se habían provocado, seguían deseándose.
Todo lo que pudo salir mal, salió bien. Y se despidieron sabiendo que habrá más.
5 comentarios - Todo lo que podía salir mal, salió bien -Relato-
Como siempre, un placer leerte 👏🔥
o usted la protagonista de uno?
Por más encuentros así...
Que lindo regalo de domingo
💋
gracias por compartir!