Después de nuestro primer encuentro, Azul y yo seguimos hablando por Whats App. Nuestras conversaciones se concentraban en lo cotidiano, aunque de un momento a otro podían tornarse algo hot, y ella enviarme fotos suyas abriendo las puertas del morbo. Por el otro lado, mi relación con Kiari fluía en forma relajada. Ella continuaba saboreando la libertad de estar de vacaciones sin nuestros padres, y yo tenía mis pensamientos puestos en Azul. Mis deseos sobre ella se acrecentaban y escapaban de su cauce. Nuestra relación virtual ya no era suficiente, necesitaba culminar lo que habíamos iniciado semanas atrás. Por ello decidí invitarla a casa, más allá de si Kiara estuviera de acuerdo o no.
Finalmente pude concertar el tan ansiado encuentro. Vendría un viernes por la noche. Como era usual, mi hermanita saldría.
Fue un día de calor disparatado. Aquella tarde pude escaparme del trabajo unas dos horas antes. Necesitaba bañarme, ordenar la casa y hacer compras, por lo cual quería que el reloj jugase a mi favor. Igualmente ya no podía concentrarme en la labor que tenía que hacer; utilizaba la computadora sólo para ver su perfil de Instagram una y otra vez.
Completas las tareas, me arrojé en el sillón a relajarme y esperar. Mientras, tomaba una cerveza y escuchaba un poco de música. De un momento a otro el timbre sonó. Azul ya había llegado, y con ella, todos los deseos que no podía pronunciar. Nuevamente vestía un minishort de jean que permitía deleitarse con su diminuta cintura, además de una entalladísima pupera sin mangas de color rosa chicle.
La velada fue encantadora. Entre besos y risas, nos divertimos muchísimo. Cocinamos codo a codo, cenamos en el balcón, y rematamos la noche al aire libre con un poco de Fernet y faso. Yo me encontraba en un estado muy agradable, y la excitación comenzaba a ganar terreno. No puedo decir que Azul estaba mal, pero la piel de su cara blanca se había tornado algo pálida, y noté que quizás estuviese mareada. Cancelé el alcohol, el porro, le di de beber agua en abundancia y le indiqué que se duchara. Algo preocupado, esperé a que terminase. Tomé una diminuta bata de Kiara, y la dejé colgada en la puerta del baño, apenas entre abriéndola. Salió a los pocos minutos, vistiéndola, y con un aspecto notablemente mejor. Me sonreí y me dispuse a prepararle un té. Ambos nos encontrábamos en la cocina, envueltos por nuestro silencio y dialogando con nuestras miradas y sonrisas. Pude resistirme hasta que la vi beber de su taza: sus pequeñas manos, sus labios, sus ojos observando la noche por la ventana. Gentilmente aparté la taza de sus dedos, la apoyé sobre la mesada, tomé su cara entre mis manos, y lentamente me dirigí a su boca, para comerla con total consciencia sobre ello. Nuestras lenguas recubiertas de saliva se entrelazaban firmemente, mientras el ruido de nuestros furiosos besos alimentaba mis oídos. Poco a poco fui tomando su cola y sus pechos. Desaté su bata, observé en detalle el mandala tatuado desde el nacimiento de su abdomen, y la abrí un poco más para deleitarme con sus tetas adolescentes. Eran de un tamaño y textura perfecta, además de unos prístinos pezones rosados. Comencé por lamerlos suavemente, notando su erección. Luego los sorbí. Perdiendo el control poco a poco, engullí sus gomas, las comía con fruición, mientras Azul jadeaba en forma entrecortada y acariciaba mi cabeza. La levanté, me enredó con sus piernas, y mientras comíamos nuestras bocas como caníbales, la llevé a mi habitación. La arrojé sobre la cama, abrí sus piernas, y me abalancé sobre su capullo. Su aroma era irracional. Apoyé mi nariz en su bombacha, y con la punta de mi lengua lamí ese algodón blanco y mojado. La bajé hasta por debajo de sus rodillas y bebí sus jugos, tensando mi lengua para descarnar su concha. Se asemejaba a un manjar de labios hinchados sólo accesible para los dioses de la vida y la muerte, de la lluvia y del trueno. Luego la di vuelta, y le ordené que se colocase en cuatro patas, con intención de que me ofreciese su maravilloso culo en pompa. Lo tomé con ambas manos y hundí mi cara en él, oliéndolo, adorándolo. Comencé a lamer su ano como si fuese un pequeño y delicioso chocolate, mientras masajeaba sus grandes nalgas. Mientras Azul se encontraba extasiada, sentí ya era hora de arremeter mi falo urgente en la caverna de su cuerpo. Tomé uno de los brazos sobre el que se apoyaba, y volví a tirarla sobre la cama, para luego ponerla frente a mí. La observé un instante, y se lo pregunté suavemente al oído. Respondió:
-Desvirgame.
Allí fui a introducirme, a experimentar lo latente de sus paredes y lo húmedo de sus secretos. Mi pene se encontraba regocijado, mi glande en un carnaval de roces y cosquillas, mientras que todo mi cuerpo sentía el suyo como una enredadera impertinente. El acto rutinario de la excavación su vagina era sin dudas algo mágico. Sentir la apertura incesante de esa flor tan apetecible, la transpiración de su piel, la entrega de su alma. Esa decidida penetración ya había generado un surco por donde mi pija subrayaba una y otra vez. Comencé a estimular su clítoris con mi dedo mayor derecho, y ella comenzó a transitar el tramo final hacia lo cúlmine. Su cuerpo comenzaba a contorsionarse, como arrojando descargas eléctricas. También continué lamiendo sus pezones, y habitando su boca con mis dedos, como si fuesen otros penes babeantes resbalando y cayendo lentamente por sus labios. Finalmente, Azul me obsequió la contracción de su pelvis, en exhalaciones breves y concisas, mientras yo apaciguaba mi ritmo, me retiraba poco a poco de su clítoris y sus pezones, y daba muy pequeños besos en su cuello.
Aún hoy recuerdo su cabeza hundida cómodamente en la almohada, su pelo largo, y su mirada dulce y somnolienta.
Finalmente pude concertar el tan ansiado encuentro. Vendría un viernes por la noche. Como era usual, mi hermanita saldría.
Fue un día de calor disparatado. Aquella tarde pude escaparme del trabajo unas dos horas antes. Necesitaba bañarme, ordenar la casa y hacer compras, por lo cual quería que el reloj jugase a mi favor. Igualmente ya no podía concentrarme en la labor que tenía que hacer; utilizaba la computadora sólo para ver su perfil de Instagram una y otra vez.
Completas las tareas, me arrojé en el sillón a relajarme y esperar. Mientras, tomaba una cerveza y escuchaba un poco de música. De un momento a otro el timbre sonó. Azul ya había llegado, y con ella, todos los deseos que no podía pronunciar. Nuevamente vestía un minishort de jean que permitía deleitarse con su diminuta cintura, además de una entalladísima pupera sin mangas de color rosa chicle.
La velada fue encantadora. Entre besos y risas, nos divertimos muchísimo. Cocinamos codo a codo, cenamos en el balcón, y rematamos la noche al aire libre con un poco de Fernet y faso. Yo me encontraba en un estado muy agradable, y la excitación comenzaba a ganar terreno. No puedo decir que Azul estaba mal, pero la piel de su cara blanca se había tornado algo pálida, y noté que quizás estuviese mareada. Cancelé el alcohol, el porro, le di de beber agua en abundancia y le indiqué que se duchara. Algo preocupado, esperé a que terminase. Tomé una diminuta bata de Kiara, y la dejé colgada en la puerta del baño, apenas entre abriéndola. Salió a los pocos minutos, vistiéndola, y con un aspecto notablemente mejor. Me sonreí y me dispuse a prepararle un té. Ambos nos encontrábamos en la cocina, envueltos por nuestro silencio y dialogando con nuestras miradas y sonrisas. Pude resistirme hasta que la vi beber de su taza: sus pequeñas manos, sus labios, sus ojos observando la noche por la ventana. Gentilmente aparté la taza de sus dedos, la apoyé sobre la mesada, tomé su cara entre mis manos, y lentamente me dirigí a su boca, para comerla con total consciencia sobre ello. Nuestras lenguas recubiertas de saliva se entrelazaban firmemente, mientras el ruido de nuestros furiosos besos alimentaba mis oídos. Poco a poco fui tomando su cola y sus pechos. Desaté su bata, observé en detalle el mandala tatuado desde el nacimiento de su abdomen, y la abrí un poco más para deleitarme con sus tetas adolescentes. Eran de un tamaño y textura perfecta, además de unos prístinos pezones rosados. Comencé por lamerlos suavemente, notando su erección. Luego los sorbí. Perdiendo el control poco a poco, engullí sus gomas, las comía con fruición, mientras Azul jadeaba en forma entrecortada y acariciaba mi cabeza. La levanté, me enredó con sus piernas, y mientras comíamos nuestras bocas como caníbales, la llevé a mi habitación. La arrojé sobre la cama, abrí sus piernas, y me abalancé sobre su capullo. Su aroma era irracional. Apoyé mi nariz en su bombacha, y con la punta de mi lengua lamí ese algodón blanco y mojado. La bajé hasta por debajo de sus rodillas y bebí sus jugos, tensando mi lengua para descarnar su concha. Se asemejaba a un manjar de labios hinchados sólo accesible para los dioses de la vida y la muerte, de la lluvia y del trueno. Luego la di vuelta, y le ordené que se colocase en cuatro patas, con intención de que me ofreciese su maravilloso culo en pompa. Lo tomé con ambas manos y hundí mi cara en él, oliéndolo, adorándolo. Comencé a lamer su ano como si fuese un pequeño y delicioso chocolate, mientras masajeaba sus grandes nalgas. Mientras Azul se encontraba extasiada, sentí ya era hora de arremeter mi falo urgente en la caverna de su cuerpo. Tomé uno de los brazos sobre el que se apoyaba, y volví a tirarla sobre la cama, para luego ponerla frente a mí. La observé un instante, y se lo pregunté suavemente al oído. Respondió:
-Desvirgame.
Allí fui a introducirme, a experimentar lo latente de sus paredes y lo húmedo de sus secretos. Mi pene se encontraba regocijado, mi glande en un carnaval de roces y cosquillas, mientras que todo mi cuerpo sentía el suyo como una enredadera impertinente. El acto rutinario de la excavación su vagina era sin dudas algo mágico. Sentir la apertura incesante de esa flor tan apetecible, la transpiración de su piel, la entrega de su alma. Esa decidida penetración ya había generado un surco por donde mi pija subrayaba una y otra vez. Comencé a estimular su clítoris con mi dedo mayor derecho, y ella comenzó a transitar el tramo final hacia lo cúlmine. Su cuerpo comenzaba a contorsionarse, como arrojando descargas eléctricas. También continué lamiendo sus pezones, y habitando su boca con mis dedos, como si fuesen otros penes babeantes resbalando y cayendo lentamente por sus labios. Finalmente, Azul me obsequió la contracción de su pelvis, en exhalaciones breves y concisas, mientras yo apaciguaba mi ritmo, me retiraba poco a poco de su clítoris y sus pezones, y daba muy pequeños besos en su cuello.
Aún hoy recuerdo su cabeza hundida cómodamente en la almohada, su pelo largo, y su mirada dulce y somnolienta.
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