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Voluntaria en el asilo para vagabundos

Hola, me llamo Teresa, tengo veintidós años recién cumplidos, y aunque trato de ser algo modesta, debo rendirme a la evidencia y admitir que soy una mujer muy atractiva. Heredé el cabello rubio de mi madre, así como sus ojos verde esmeralda, y de las mujeres de la familia de mi padre obtuve la bendición –o maldición, según sea el caso- de un par de pechos bastante grandes, redondos y –exageradamente, como descubriría aquella noche de diciembre- sensitivos, casi cualquiera que lograra poner sus manos sobre mis meloncitos y fuera hábil con sus dedos, tenía muchas probabilidades de conseguir de mí lo que fuera que deseara.
Mi piel aún lucía un buen bronceado, obtenido durante el verano pasado, mi altura y mi figura me agenciaron mucha atención masculina, de todas las edades, en las playas del norte de mi país, incluso de algunas damas. Me dieron tarjetas de agencia de modelaje e incluso un gringo me dio una tarjeta que días después, tras leerla con más detenimiento, porque aún no soy muy ducha con el inglés (éeeexito!) caí en la cuenta que era para una agencia californiana que producía “entretenimiento para adultos”, o sea, pues, pornografía. Nunca tuve valor de escribir al correo electrónico que aparecía en la esquina inferior derecha de ese trocito de cartón rosado.
Actualmente, curso el tercer año de la carrera de Medicina, así que ni hablar de carreras cinematográficas dudosas en tierras del Tío Sam. Y durante mi tiempo libre, trato de vivir de acuerdo a mis valores morales, inculcados por mis padres, especialmente la caridad y solidaridad humana. Es así que siempre que puedo, me apunto para labores de voluntariado, como desatascar cunetas, donar ropa y alimentos para damnificados por desastres naturales, impartir clases a niños de escasos recursos, y desempeñarme en el asilo para vagabundos de mi ciudad, administrado por los jesuitas.
Tenía varios meses de llegar ocasionalmente, sea para cocinar, ayudar con la limpieza del lugar, de la ropa de cama, ropa para los inquilinos, decoraciones, o para servir la comida a los usuarios del albergue, que también, en casos de calamidades naturales, solía recibir a las personas damnificadas. Creo que no es necesario recalcar el hecho de que yo era muy popular entre los concurrentes, me sonreían, me piropeaban, algunos dichos eran muy bonitos y dulces, y de vez en cuando recibía alguna obscenidad, pero como me decían otras voluntarias, son gajes del oficio.
La mayoría de las personas que recibían nuestros servicios mostraban en sus aspectos físicos los estragos de la vida bajo la intemperie, las huellas de haber sobrevivido largas temporadas sin techo alguno sobre sus cabezas. Los había ancianos, de edad mediana, jóvenes, hombres, mujeres, blancos, negros, niños, etc. Ese día se encontraba presente un vagabundo algo problemático, era arrestado en repetidas ocasiones, se decía que guardó prisión varios años por robo, y una de las voluntarias con más tiempo que yo en el albergue, Alexia, cuya figura y cuerpo nada tenían que envidiar al mío, me comentó esa misma tarde que ese hombre, Carlos, alias el Choto, la intentó manosear una vez, y que por esa razón fue echado. Pero ahora, la situación era diferente, un frente frío azotaba la región y el padre Gus accedió a acoger al Choto únicamente en tanto durase dicho fenómeno climatológico. La verdad, a mí me quedaba viendo demasiado, y es que debido al calor que causa la aglomeración, me había quitado mi chumpa y ejercía mi labor de servir alimentos a la hora de la cena con mi blusa violeta pálido de algodón, sin mangas, que se adhería a mi sinuoso torso y casi no dejaba nada a la especulación en cuanto a las dimensiones de mis senos, según podía verificarlo en las miradas de la mayoría de los hombres presentes.
Mi novio, Erasmo, estaba en la cocina, y mientras los inquilinos cenaban, me llamó aparte, hacia unas bodegas, no muy alejadas de la cocina y del gigantesco comedor. “Creo que éste no es el lugar adecuado”, musité, con poco convencimiento, mientras mi atlético y fornido novio me apretaba contra él, besándome el cuello, mis mejillas, mis labios, introduciendo su lengua en mi boca y yo correspondiéndole de igual manera. Sus manos aviesas acariciaban mis nalgas redondas, y poco a poco, iban tocando mis melones, acariciándolos, manoseándolos, apretándolos, arrancándome suspiros y mugiditos. Finalmente, conseguí sentar cabeza y lo aparté suavemente.
-Es muy rico todo esto, mi amor, pero éste no es el lugar adecuado. Espérame en tu apartamento, cuando salga de aquí iré a quedarme contigo, ya veré qué excusa invento para mi familia –le dije, con voz seductora, acariciándole el bulto en el pantalón. Nos besamos con lengua un ratito más y luego volvimos a la cocina. Varios minutos después reparé en que mis pezones erectos se marcaban demasiado en mi blusa. Decidí quedarme en la cocina, colaborando en la limpieza de los trastos.
No alcancé a verlo durante el fugaz y candente escarceo con mi novio, pero lo deduje a partir de los hechos acaecidos posteriormente, que tuvimos un testigo indeseado: el Choto, desde las sombras. Podría culpar a mi novio por los sucesos, por no haberse controlado en el asilo, pero yo no me esforcé demasiado por detenerlo durante algunos minutos. Desde entonces, el Choto entró a la cocina, ofreciéndose a ayudar, especialmente con las cosas pesadas. Junto a un inquilino de tez oscura, mero fenotipo de indio, precisamente apodado así, el Indio, estuvieron colaborando.
Sentía la mirada del Choto en mi trasero y mis pechos todo el tiempo, en los espacios estrechos siempre se cruzaba conmigo “casualmente”, a veces pasábamos de lado y mi busto debía restregarse contra él, luego evité hacerlo y le di la espalda, lo que el truhán aprovechó para arrimarme su paquete en la mera división de mis nalgas, me tocaba fugazmente el talle, los brazos, sus feromonas se esforzaban al máximo por congeniar con las mías, supongo. El tipo tendría unos treinta y dos años, por ahí, se le notaba curtido por su vida callejera, sus ojos tenían el resplandor del adicto a los alucinógenos, aunque ese día parecía estar limpio. Muchos le temían, por su tiempo en prisión y su semblante malencarado, su torpe sonrisa cuando me veía, cuando nuestros ojos se encontraban. Esa noche lucía una barba de unos cinco días. El Indio tampoco desaprovechaba oportunidades para acercarse a mí, sólo una vez logró arrimarme su paquete, en el estrecho espacio entre la línea de lavaplatos y la mesa metálica en el centro de la angosta y rectangular cocina.
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Alexia se despidió de mí, mientras yo seguía lavando platos y vasos. No lo hice sola, claro, muchas voluntarias colaboraron. Me di cuenta de que me quedaba de última cuando doña Margarita, la ama de llaves del lugar, me pidió que apagara la luz de la cocina antes de marcharme, y que me asegurara que los grifos quedaran bien cerrados. La expectativa de una noche de pasión y sexo desenfrenado me mantenía caliente, por estar pensando en el cuerpo terso y juvenil de mi novio, no sentí al Choto hasta que lo tuve a pocos centímetros de mí. Eran las 8:45 pm. En la soledad de la inmensa cocina grisácea, pude escuchar su respiración estragada por las enfermedades respiratorias y su aliento muy caliente, como de un buey.
-¿Se te ofrece algo, Choto? Deberías estar en tu catre descansando –le dije, intentando usar mi tono de voz de profesora. Debo decir que me recorrió un escalofrío, recordando lo que Alexia me había dicho de él.
-Lo que se me ofrece es estar cerca de usté, ricura –me dijo él, sibilante, hasta ese momento pude escuchar su voz de maleante, artera, y al mismo tiempo conocedora del dolor auténtico.
-Aquí ya no hay nada qué hacer, Choto –le dije, cerrando el grifo de la llave y tomando un trapo para secarme las manos-. Gracias por habernos ayudado.
-Aquí sí hay mucho qué hacer, mamacita, porque el maricón de tu novio sólo calentó el plato y se fue sin comérselo –me dijo, sonriendo. Sentí que me ruborizaba, entonces deduje que el Choto nos había espiado, o quizás otra persona que se lo contó a él. Varios pasos detrás de donde el Choto y yo estábamos, pude ver al Indio, sonriendo como idiota, a un individuo que rondaba la cincuentena, borracho empedernido, llamado Nicéforo, con su típica nariz enrojecida por años de empinar el codo, de baja estatura, abdomen algo prominente y mirada perdida. De su brazo colgaba una mujer, también asidua del albergue, alcohólica como Nicéforo, algo más alta que él, su nombre era Petrona, si mal no recuerdo, le calculo unos cuarenta a cuarenta y cinco años.
Quizás fueron sus habilidades como ladrón o carterista, el caso es que, por estar observando a las otras tres personas que les detallé, las manos hábiles del Choto se deslizaron debajo de mi blusa. Un nuevo escalofrío me recorrió la espalda, pero la fuerza de mis manos no fue suficiente para que sus zarpas se apoderaran de mis enormes frutos, que no le cabían en una sola mano.
-¿Qué le pasa? ¡Suélteme! –forcejeé con él, sin mayor victoria, ya que su fuerza física era incomparablemente mayor. Tal vez para impedir que gritar, me besó. Mis labios se mantuvieron tenazmente cerrados, mientras el Choto pugnaba con su lengua para introducirse en mi boquita, mientras sus manos masajeaban y estrujaban mis senos. Mis pezones traidores aún mostraban algo de la firmeza que les habían provocado las caricias de mi Erasmo, mi pobre venado.
De reojo pude ver cómo me rodeaban los demás, el Indio, Nicéforo y Petrona, tres pares de manos que colaboraron junto a las del Choto para levantarme la blusita y dejar a merced de aquellas personas mi impresionante busto, que hasta entonces sólo habían gozado dos novios, un primo y un amigo con derechos que tengo por ahí. Abrí la boca para protestar, grave error. El Choto me metió su lengua, salivosa y gruesa, su sabor al estofado de la cena y un tenue resabio de licor. El Choto mugió triunfal, atrapó mi lengua entre sus labios y empezó a chupármela.
Me tenían arrinconada contra un refrigerador. Me estorbaban la ingente cantidad de manos que me tocaban sin descaro mis senos, mis brazos, cintura espalda, incluso me pellizcaban las mejillas.
-Qué buena está esta puta, toda bronceadita –escuché decir al Indio, con su voz cavernosa, mientras me succionaba el pezón izquierdo.
-Y qué tetotas se carga esta perra, aquí la vamos a despachar preñada –dijo Nicéforo, con su voz resquebrajada, mientras daba un trago a su botecito de licor, inseparable.
Nunca había sostenido relaciones sexuales con otra mujer, pero he ahí, a doña Petrona, no muy gorda, de cabello desarreglado que le daba apariencia de bruja, mamándole el pecho derecho, como nunca antes alguien lo había hecho. Los pillos se aprovecharon de la calentura incipiente que había tenido con mi novio momentos antes. Ignoro cuál de ellos nos habrá espiado, en ese instante, mientras el Choto y Nicéforo se turnaban para meterme sus dedos en la boca y yo los succionaba, mugiendo.
Todavía en ese instante pude habérmelos sacudido, aún era dueña de mí misma, aunque Petrona me tenía en el séptimo cielo mamándome la teta. Tal vez el taimado Choto vio en mis ojos verdes algún reflejo de estos razonamientos porque arrebató la botellita a Nicéforo y me la metió en la boca. Tragué una buena cantidad de un alcohol que más parecía destinado a fines médicos que otra cosa, en esos días no era buena bebedora, y sólo ocasional y socialmente, degustaba una cerveza fina, o vino o un trago de ron diluido en soda. Ese licor me mareó casi de inmediato, pero aún así, no puedo decir que nubló mi entendimiento. ¿Por qué motivo no escapé? ¿Por qué no grité, mientras el Indio me besaba y cedía me seno izquierdo al borracho para que me lo chupara? ¿Por qué guardé silencio mientras el Choto me sacaba mis pantalones jeans, bien ceñidos a mis esculturales piernas?
Ahí estaba yo, respirando entrecortadamente, algo mareada por el misterioso trago de Nicéforo, vistiendo únicamente mis aretes dorados, mi collar dorado, mi reloj, mi pulsera, mi esclava dorada en el tobillo derecho, y un simpático tatuaje pequeñito debajo de mi ombligo, ante aquellos extraños que hasta ese momento apenas había tratado.
-¡Qué cuerpo de ramera! –exclamó Nicéforo, echándose un trago por ello.
Fue Petrona la que se arrodilló ante mí para hundir su cara de bruja en mi vagina depilada. Su boca desdentada y su lengua aviesa saborearon mi intimidad de una manera que ningún hombre lo había hecho jamás. Me estremecí y por fin, clavando mis uñas, mis finas manos en la cabellera de loca de aquella vieja lesbiana, comencé a gemir a causa de verdadero placer. El Indio y los demás se abalanzaron sobre mí. Esta vez el Choto y el Indio me mamaron los pechos, sobándome también mis nalgas indefensas, no menos sensibles –traicioneramente sensibles- que mis melones. Nicéforo se paraba de puntillar para darme un beso, pero debido a su corta estatura no podía alcanzarme. Incliné mi cabeza para ayudarle, no me pregunten por qué, no tengo respuesta para ello, simplemente lo hice, presa de mis instintos vertiginosamente desatados por aquellas personas. Estiré mi lengua y se encontró con la del borrachín, apestosa a alcohol, nuestras lenguas se restregaron igual como se ve en las películas porno. Finalmente, me incliné más y pude besarlo en los labios, chuparle su lengua y él la mía.
La incredulidad y la calentura se apoderaban de mí, rodeada y travesada sin problemas por cuatro personas, ninguna de las cuales presumía de atractivo físico, en especial Petrona y Nicéforo eran muy feos. Petrona se puso de pie, sus labios rezumando mis jugos sexuales. Pude ver cómo le faltaban algunos dientes y su expresión de poca inteligencia. Adiviné lo que deseaba de mí y se lo concedí. Atrapé con mis manos la cabeza de la bruja y la besé apasionadamente, tuve que bajar mi cabeza un poco, y la lengua de aquella mujer, junto a las caricias de los otros tres hombres me estaba volviendo loca.
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En medio de la sarta de obscenidades que el Choto profirió, pude entender que quería que nos arrodilláramos, Petrona y yo. Así lo hicimos, y adiviné de inmediato lo que se aproximaba. Los tres sujetos ya estaban desnudos. Petrona se metió en la boca la pinga de Nicéforo, muy corta pero sin duda, la más gruesa que había visto en mi vida. Mis manos se apoderaron de los penes del Choto y del Indio. La del Choto era más larga que la de mi novio, pero más delgada; la del Indio en cambio, era impresionante, gorda, venosa, casi tan larga como la del Choto. No recuerdo cuál de las dos empecé a mamar, pero me turnaba para lamerlas y metérmelas en la boca; el Indio y el Choto proferían bufidos de gusto, y supe que les estaba haciendo un buen trabajo. El Indio estaba más aseado, se había bañado ese día antes de cenar. En tanto el Choto apareció esa tarde, y podía sentir el matiz de mugre en su verga tiesa. Petrona me besó lascivamente y me ofreció la rechoncha pija de Nicéforo, abrí mi boca y la recibí hasta que mi nariz se hundió en el vello púbico del borrachín callejero. También me exigieron que usara mis abundantes pechos para estimularles sus virilidades, a veces ellos se movían en mi ranura, a veces atrapaba sus virilidades entre mis melones, frotándolos con mis manos, gesto que les fascinaba.
Mientras atendía a aquellos tres vagabundos arrechos, Petrona se desvistió, y pude ver su cuerpo abotagado, tan barrigona como Nicéforo, y sus pechos caídos pero aún carnosos. Me puse de pie y nos besamos con Petrona, yo ya había anulado mi razón y entregado mi ser a la más primitiva lujuria. El Choto me tomó de una mano y me apoyó sobre la larga mesa rectangular y metálica que ocupaba casi todo el espacio central de la cocina colectiva. “Oh, sí”, gemí cuando el Choto me penetró con su largo instrumento, me la dejó ir de golpe, hasta el fondo, aferrado de mis glúteos no menos turgentes que mis senos ahora bamboleantes a causa de las arremetidas del ratero más afortunado del mundo. “Qué socada tiene la pepa esta perra fresona”, gruñó el Choto, con una cara de felicidad de los dioses, según pude ver de reojo, antes de cerrar mis ojitos y dedicarme a gemir y a lloriquear por la dicha que me causa su aparato entrando y saliendo de mí. Al otro lado de la mesa, Petrona estaba en mi misma situación, recibiendo lo que Nicéforo –también con un rostro de alegría infinita- tenía a bien darle. A veces estirábamos nuestras lenguas, de tácito acuerdo, para rozar nuestras puntas, mientras que los dos recibíamos verga.
El Indio me manoseaba mis pechos que rebotaban y me besaba, condujo mi mano derecha hacia su pene tieso y poderoso, y se lo pajeaba en la medida de lo posible, porque la cogida que me estaba recetando el Choto me tenía imbécil de placer, cosa que pude deducir a partir del modo en que ellos se reían de mis caras de placer, en especial cuando el Choto me regaló mi primer orgasmo de la noche, en tanto el caco me rellenaba de semen caliente, resoplando satisfecho. Me volví hacia él y nos besamos. Me puso la mano en la cabeza, forzándome a hincarme frente a él. Le limpié su palpitante trozo con mi lengua, lamiendo los restos de su semen mezclados con mi propio néctar sexual.
El Indio colocó un mantel cruzado sobre un área de la mesa, sin duda por lo frío que dicho mueble estaba. Se acostó sobre la prenda blanca y me invitó a montarlo. Me subí sobre la mesa y me quedé de pie, un pie a cada lado del ancho tronco del Indio. Nicéforo y Petrona suspendieron su coito para ver cómo yo iba agachándome lentamente, colocándome a horcajadas sobre el Indio, apoyando mis delicadas manos sobre su pecho amplio de hombre maduro, se ubicaron, junto al Choto, detrás de mí para ver cómo mi húmedo conejo se iba tragando la serpiente del Indio. Puedo decir que disfruté muchísimo con ese sujeto, cada centímetro de pija morena que me iba entrando, empecé a gemir y a suspirar desde que su glande hinchado y redondo desapareció en el interior de mi cuerpo. En un inicio no pude metérmela toda, y comencé a moverme, mis caderas bajaban y subían a lo largo de ese magnífico estilete de carne. “Ay, sí, que sabroso, papi, ésta si es verga!”, me escuché decir, junto a las risas de los demás. El Indio apretó mi torso contra el suyo, mis pechos apretándose contra su piel, transmitiéndole mi calor. Nos besábamos salvajemente, como si fuéramos los únicos amantes en ese recinto. Creo que eran las manos de Petrona las que se apoderaron de mis nalgas para hacerme bajar más en cada arremetida, hasta que finalmente, en medio de un paroxismo, orgasmo intenso y un alarido de mi parte, mi vientre se juntó con el del Indio, su pene de gigante tragado totalmente por mi vagina, alcanzando profundidades no visitadas anteriormente, podría decir que el Indio me terminó de desvirgar.
Caí rendida sobre él, sudorosos los dos, resoplando como bestias. Petrona, o la verdad, no lo sé porque no tengo ojos en mi culo, alguien nos lamía, al Indio los huevos y a mí los glúteos y mi sensitivo asterisco. El Indio se apeó de la mesa y me dejó tendida sobre el mantel empapado de fluidos, apestoso a sexo; me quedé boca arriba, todo mi cuerpo perlado de sudor. Me llevé las manos a mi vagina perturbada por tanto sexo, embadurné mis dedos con el semen grumoso del Indio que chorreaba de mi túnel.
Nicéforo se trepó encima de mí, lo apreté contra mi cuerpo, su cabeza hundida en mis pechos. Su gorda pija pronto hizo su aparición. Rodeé sus caderas con mis piernas de modelo y el borrachín empezó a bombearme frenéticamente, arrancándome lloriqueos y lamentos, su gordo instrumento estimulando fuertemente mi clítoris. Petrona dio vuelta a la mesa para callar mi griterío con su boca. Luego la relevó el Choto con su pija, subiéndose a la mesa de modo que su pene colgaba sobre mi rostro, y mientras devoraba su carne, mi nariz era golpeada por su escroto colgante.
Nicéforo duró poco y eyaculó dentro de mí, gritando de alegría inenarrable. Nicéforo fue sustituido por la vieja Petrona, nos besamos un rato, me ofreció sus pechos para darles cariño, y así lo hice. Luego hicimos un morboso y caliente sesenta y nueve, la cuarentona y la veinteañera universitaria, mientras nuestros tres amantes varones se pajeaban, recuperan sus miembros viriles la entereza necesaria para que siguiera la orgía.
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El Choto me ayudó a bajar de la mesa. Me besó un rato, mientras los demás me tocaban. Ya le había agarrado gusto a ser el centro de atención en una sesión de sexo grupal, aunque debo reconocer que fue algo forzado en un inicio. Yo ya les pertenecía para que hicieran conmigo lo que les viniera en gana. El Choto sacó otro mantel y lo extendió en el piso. Me indicó que me colocara en cuatro patas, y lo obedecí. Creo que ya había transcurrido una hora de haber estado teniendo sexo con aquellas cuatro personas.
Petrona se hincó detrás de mí para comerme el culo. Qué cosa tan divina es sentir una lengua en el ano, lamiendo, chupando, pugnarse por meterse, Petrona con su lengua me hacía chillar, ululando como dicen las historias que hacen los fantasmas o ánimas en pena. Después, el Choto se arrodilló y tomándome una vez más de mis nalgas, se dispuso a penetrarme por segunda vez aquella noche, pero no por mi vagina, sino por el culo. Ya había tenido sexo anal con anterioridad, pero no había sido de mi agrado, quizás mi primo y mi ex novio no sabían hacérmelo, pero en esta ocasión, la lengua habilidosa de Petrona me había dejado bien dispuesta para recibir incluso un cuerpo de bomberos en mi culo, si así lo hubiera deseado el maestro de ceremonias, el Choto.
Empecé a gemir y quejarme como animal herido mientras el Choto iba taladrándome el orto con su pija tiesa, hasta que su pubis chocó contra mis nalgas redondas y bronceadas. El Indio silenció mi escándalo introduciendo su monumental pinga en mi boquita. Luego se colocó Nicéforo, arrodillado junto a él, y me turnaba para mamarles sus mazos mientras Petrona, echada debajo de mí, me chupaba y estrujaba mis cocos colgantes y expuestos. El Choto gruñía más y más, a medida que se incrementaba la velocidad de sus embates, su carne chocando contra la mía, resonando como aplausos. El Choto salió de mi culo y me sujetó del cabello, apuntando su pene hacia mi rostro, quería acabar en mi cara, como se estilaba en los films porno, nunca nadie había eyaculado en mi rostro, y nunca imaginé que un ratero vagabundo sería el primer hombre en ver su lefa embadurnando mi faz. Cerré mis ojos y entreabrí mis labios, el primer chorro de semen hirviente me cruzó la cara, el segundo me untó el párpado derecho, y los últimos terminaron de mancharme, y así, con mis ojos cerrados y mi cara cubierta de la sustancia grumosa y tibia, le limpié el pene hasta dejarlo seco, importándome poco donde había estado ese apéndice unos momentos antes. Petrona me ayudó a limpiarme el rostro, sorbiendo y lamiendo el semen del Choto, besándonos y paladeando conjuntamente el néctar varonil.
Nicéforo se acostó sobre el mantel, pajeándose el miembro. Petrona y yo se lo empezamos a chupar, lamiéndole su glande hinchado, recorriéndolo con nuestros labios, turnándonos para tragarnos la rechoncha torre de carne del borrachín que se retorcía presa del mayor placer. Luego me coloqué a horcajadas sobre él y me clavé su pija, esta vez la sentí más, y di inicio a mi cabalgata. Las manos del Indio acariciando mis nalgas junto al olor del aceite vegetal me hicieron suponer lo que se avecinaba. Me abracé Nicéforo, quien una vez más aprovechó para mamarme las tetas, mientras mi culo aceitoso esperaba el ingreso del Indio, también lubricado con aceite vegetal. Caí en la cuenta que aquélla sería mi primera penetración doble. La pinga del Indio se deslizó de golpe hasta el fondo de mis entrañas, grité de sorpresa, miedo y dicha. La boca siempre solícita de Petrona y la semifláccida pija del Choto se esforzaban en acallar mi bullicio mientras Nicéforo y el Indio me daban duro y me tenían en la gloria, sintiendo sus penes deslizándose en mis dos nichos amorosos. Creo que me corrí de entrada, y varias veces durante los minutos que mantuve alojados en mi interior a Nicéforo y al Indio.
Finalmente, me vi hincada de nuevo, mis últimos dos amantes pajeándose velozmente, sus órganos viriles apuntados a mí, el Indio acabó en mi cara y Nicéforo en mis pechos. Los dos se quejaron ruidosamente, como hacen los actores porno. Entre Petrona y yo les limpiamos sus vergas con nuestras bocas. Después, Petrona me ayudó de nuevo a limpiar mi cara y mi busto de la lefa de sus amigos. Me quedé sola con el Indio, quien recogió mi ropa y me prometió que se encargaría de dejar los dos manteles accidentados en la lavadora. Me ayudó a vestirme, ya que apenas podía tenerme en pie, sin perder ocasión de tocarme y acariciarme, a veces nos dábamos besos, y me fue a dejar al carro. Cuando cerré la puerta, se acercó a la ventana y sacó su verga de sus pantalones. Se la chupé de nuevo antes de irme. No volví a aparecer en el asilo de vagabundos hasta el siguiente año. Y jamás volví a comprometerme a quedarme de última. Me excusé con mi novio aquella noche y fue a ducharme a casa. A Petrona no la volví a ver jamás. Nicéforo amaneció sin vida en una vía pública, finalmente, su vicio acabó con él, fui de las pocas personas que acudió a su entierro. El Choto, aparentemente, se metió con quien no debía y huyó, desapareciendo del mapa. Años más tarde, en un diario por la mañana, vería una notica sobre un ajuste de cuentas, tres ejecutados con bolsas cubriéndoles la cabeza. Uno de ellos fue identificado como Carlos, alias “El Choto”, supuesto ratero y vendedor de droga en varios barrios. El Indio se metió a trabajar en un taller de metalurgia y así pueden inferir cuál es mi empresa favorita para trabajos con metal. Aunque él ya tiene un hijo casi de mi edad, de vez en cuando nos enmotelamos para rememorar aquella noche candente, y a veces lleva nuevos amigos. Quizás deba escribir a la empresa de “entretenimiento adulto” que me dio aquél gringo en la playa, quizás sean otros mis talentos…

6 comentarios - Voluntaria en el asilo para vagabundos

moondion
“Qué socada tiene la pepa esta perra fresona",😍😍😍
Ahorai
me voy a buscar voluntarias nomas jajaja