Hacer las compras en el mercado local es interesante. Sobre todo si es un agradable y cálido día de verano. Es en esta estación del año cuando las frutas y las verduras son más buenas. Y bueno, es cuando a las personas les agrada ir con menos ropa, lo cual es un regalo para la vista en varias ocasiones. El único problema es que después del apabullante sol siempre le sigue la lluvia torrencial, que cuando pega, pega para no dar tregua hasta ya entrada la noche. Iba pensando en ello mientras caminaba por el bullicioso mercado local, haciendo las compras de la semana con mis vendedores de confianza. Me confié bastante en que el sol estaba a pleno, creyendo que la lluvia llegará más allá del atardecer. Pero las nubes son traicioneras y a la una de la tarde el sol ya había sido opacado y el cielo ya se había tornado amenazadoramente gris. Los relámpagos rugían a la distancia. El aire estaba cargado de humedad.
Salí como pude de ruidosa muchedumbre del mercado plagado de cajones de frutas y hierbas olorosas, pasando entre la gente sudorosa y agitada. Puteaba en mi interior al clima esquizofrénico de mi ciudad cuando las primeras gotas comenzaron a caer. Suaves, como rocío. Un preámbulo de lo que se avecinaba. Mis piernas me llevaron por la calle a toda prisa. Las cintas de bolsas de tela en mis hombros se aferraban a mi carne, mordiéndola con saña. Y sí, me dejaron marca.
Sólo faltaban un par de cuadras para llegar a mi casa. Seguí derecho hasta la avenida. Por desgracia, en esa vía los semáforos no funcionan como deberían, pues a veces tardan una eternidad en dejar pasar a los peatones, y justo cuando crees que puedes cruzar el semáforo peatonal se ha vuelto rojo y tienes que correr como un idiota para evitar que los autos te arrollen. Y precisamente cuando creí que podría cruzar, el semáforo dio el siga a los autos, que trataron de dejar atrás la lluvia a toda prisa. Comencé a putear de nuevo en mi mente. La llovizna no cedía. De hecho, las gotas se hacían cada vez más preñadas. Los rayo latigueaban la tierra sádicamente.
“Bueno, puta madre, ya me agarró la lluvia.”
Estaba tan ensimismado que por un rato no noté que a mi lado estaba otra persona, tratando de cubrirse de la lluvia desesperadamente. Me volví a verla. Era una mujer joven. Muy joven para ser exactos. No más de veinte años. Igual que yo cargaba pesadas bolsas de mandado. Pero el problema no era que fuera muy pequeña o muy delgada para cargar tanto. Por supuesto que no. La cuestión era que ella estaba embarazada. Al verla haciendo tal esfuerzo, supe que la estaba pasando peor que yo.
-¡Oye, disculpa!- Le dije volviéndome hacia ella y exclamando para sobreponerme al rugido de la tormenta que ya caía sobre nosotros-. ¿Vas bien? ¿Necesitas ayuda?
Ella se volvió hacia mí, desconcertada en un inicio. Después, un brillo de reconocimiento sutil pero poderoso le llenó los ojos. Y creo que hice la misma expresión, porque, en efecto, yo también la reconocí. Vivíamos en la misma unidad habitacional. Recordé que vivía en el edificio 7G. Sólo nos conocíamos de vista, y a veces nos saludábamos en las mañanas. La veía frecuentemente platicando con otros chicos que viven ahí. Nunca habíamos hablado, pero me agradaba. Pero, mierda, ¿cómo se llamaba?
-Ay, qué amable- me contestó ella mientras sonreía y me pasaba una enorme bolsa cargada de alimentos ya medio mojada. Suspiró aliviada al deshacerse de tal carga, a pesar de que la lluvia se estaba volviendo más torrencial-. ¡Muchas gracias!
No tuvimos que esperar mucho para que cambiara la luz del semáforo. Cuando lo hizo, cruzamos lo más rápido que pudimos. Ya del otro lado de la avenida logramos de guarecernos debajo de las marquesinas de los negocios cercanos. Sin embargo, la tormenta no dio tregua.
-¡Se vino con todo la lluvia!-Exclamó la chica mientras se cruzaba de brazos, temblando-. Precisamente el día que se me olvida la sombrilla. Y luego, esta puta cosa ni tapa bien.
Señalaba a la marquesina y tenía razón. El agua nos siguió cayendo, pues el viento la arrastraba violentamente. Fue una fortuna que no granizara en ese momento.
-¿Y si vamos rápido a la unidad?- le propuse, sin estar seguro si quedarnos a esperar a que la lluvia pasara debajo de nuestro precario refugio nos hiciera bien. Sobre todo a ella, ya que su ropa era muy ligera y veraniega-. Digo, no falta mucho para llegar. Cómo tú quieras.
Ella lo meditó un poco, pero al final asintió.
-Pero vamos rápido, no vaya a ser que nos mojemos. Bueno, que nos mojemos más, todavía, ¿no?
Y así fuimos. El peso de las bolsas era excesivo y se me habían entumido los hombros, pero seguí avanzando. Pensé que entre más rápido llegáramos, mejor para nosotros. Ella no parecía ir mejor que yo, pero de igual manera caminábamos rápidamente por las desiertas y medio inundadas calles. Por suerte la lluvia nos dio una pequeña tregua y cayó con tranquilidad por un momento.
Ella trataba de apartarse las gotas de los ojos con la mano. La tomé de la mano y comencé a guiarla, a pesar de que yo tampoco veía muy bien. De igual forma esquivamos los charcos y después de un par de minutos llegamos a la unidad habitacional, jadeando. Cruzamos rápidamente el patio y nos dirigimos a paso firme al edificio 7G. Ya al llegar a la parte techada de las escaleras del edificio, ella me pidió un descanso. Y sí, estaba de acuerdo. Dejamos las bolsas en el piso y nos dispusimos a reposar un momento. Ella respiraba agitadamente, mientras se sobaba la espalda baja. Yo, por mi parte, moví los hombros, tratando de hacerlos reaccionar, esperando que no tuvieran que cortarme los brazos si se me gangrenaban.
-Muchas gracias, de verdad- dijo ella realmente agradecida. Se lo noté en su rostro joven y bonito-. No sé cómo le hubiera hecho para llegar.
-No te preocupes- le contesté, restándole importancia con una sonrisa. Y era cierto, no había problema- Es que sí traes un chingo de cosas.
-Ja, ja, ya sé- exclamó ella, entre divertida y apenada-. Es que se supone que iba a ir al mercado con mi mamá, pero se le hizo tarde y yo quería ir antes de que lloviera. Pero…
-Vino de la nada, ¿no? La lluvia.
-Sí, exacto- afirmó la chica enérgicamente, a pesar de que había comenzado a temblar de nuevo-. Pinche clima raro.
Ambos reímos. Y quedamos en silencio un rato.
-Oye, disculpa de verdad, ¿pero... podrías ayudarme a subir las bolsas?- me preguntó la chica, apenada-. Es en el último piso, ¿te importa?
-Por supuesto que no, no te preocupes- le dije con una sonrisa para tranquilizarla, a pesar de que me dolió el hecho tener que subir con diez o más kilos aferrados a mis hombros por cuatro pisos. Pero bueno, ella tampoco fue tan cómoda. Subimos, pero en el tercer piso los dos ya no podíamos con nuestras almas. Subimos hasta llegar a la puerta de su departamento, el cual abrió apresuradamente. Me invitó a pasar con un gesto. Para ese entonces, la lluvia ya había retomado su anterior vigor, pero a nosotros ya no nos importó.
-Muchas gracias, de verdad- comenzó a decirme, respirando con dificultad y ni bien entrando al lugar-. No sabes cuánto te lo agradezco.
-No te preocupes- le repetí sinceramente, pero sin aliento-. ¿Dónde quieres que las ponga?
-Aquí, por favor- ella me señaló la mesa de la cocina, que quedaba a nuestra derecha.
Me liberé con trabajo de la carga, pero fue un alivio, de verdad. Ella ya había encendido la luz de la sala, llenando el recinto con una cálida luz amarillenta. Dejé mis bolsas a lado de las de ella. Fue en ese momento en que me di cuenta de lo empapado que estaba. Basta con decir que lo único que estaba más o menos seco eran mis bóxers. Mis zapatos crujían por la humedad con cada paso. Me dirigí a la sala y al ver a la chica saliendo de uno de los cuartos con un par de toallas, me di cuenta que no era el único. Los shorts de mezclilla y la blusa rosa de la chica estaban tan empapados que se le pegaban al cuerpo tembloroso.
-Toma- me dijo ella ofreciéndome una toalla verde pistache-. No vaya a ser que nos enfermemos.
-Ah, claro, muchas gracias. Bueno, y sobre todo tú. No te vayas a enfermar.
Ella sólo pudo sonreír nerviosamente.
-No, esperemos que no.
Nos secamos el cabello en silencio. En medio de la calma me dio tiempo para lanzarle unas miradas subrepticias, para reconocerla mejor. Era una chica morena, de cabello negro y muy largo que le llegaba hasta la espalda baja. Tenía un rostro dulce y lindo, y su nariz aguileña le daba personalidad, así como sus negros ojos soñolientos. Quizás era un poco pequeña para su probable edad. Su vientre de embarazo contrastaba demasiado con su complexión, pues sus piernas y sus brazos eran delgados. Pero sobre todo, lo que más resaltaba de su cuerpo era su enorme busto, agrandado quizás por su estado. Descubrí que me costaba trabajo apartar la mirada de ella y, bueno, de “ellas”. Un gusto culposo me embargó a notar que sus pezones se habían levantado tras la fría y húmeda tela de su blusa. Un escalofrío de satisfacción me inundó y se sobrepuso al frío.
-¿Qué tienes? – me pregunta ella, como extrañada y divertida. Por suerte parecía que estaba viendo hacia el vacío-. ¿Estás bien?
-Sí… perdón. Es que sólo me dio un poco de frío.
-Claro- se limita a decir ella en un principio, como restándole importancia o fingiendo que me creía. Después de unos segundos en silencio, ella agregó con ligera timidez-. Ah… y soy Leila. Muchos gusto.
-Ja, ja, por supuesto. Yo soy R… Igual un gusto.
Reímos y nos miramos. Ella se veía ligeramente más tranquila, aunque un poco ansiosa. Yo, por mi parte, no sabía qué pensar. Sólo estaba seguro que había algo que me atraía de ella poderosamente, como un imán. Claro, aparte de lo obvio.
-Hmmm- gruñó la chica, mientras se secaba los mechones húmedos de su cabello-. Me choca sentir cómo se me pega la ropa de humedad. ¿A ti no?
-No realmente- respondí, conteniendo a mis ojos traicioneros-. Yo estoy bien siempre y cuando no se me mojen los bóxers.
Leila rió, mientras me repasaba con la mirada.
-A mí la verdad es que a mí no me gusta- y después de que lo hubiera meditado un par de segundos, añadió-. Yo creo que me voy a cambiar.
-Sí, mejor. Incluso creo que deberías bañarte.
-Sí, quizás- concedió ella, aunque no parecía dispuesta a hacerlo. Pasaron unos momentos para que finalmente concluyera-… Ah, ¿no quieres cambiarte tú también?
-No, no te preocupes. No me molesta…
-No, de verdad, no hay problema- me contesta ella con una sonrisa amable y nerviosa-. Creo que puedo conseguir algo que te quede.
-¿Segura?- le pregunto con una sonrisa incrédula-. Lo dudo, pero me gustaría ver que lo intentaras.
-Sí, mira. Ahorita verás, ¿eh? Igual para que no andes mojando los muebles de mi mamá, ja, ja.
Dicho y hecho. Leila tardó un par de minutos dentro de lo que parecía el cuarto de su mamá. Al retornar a la sala me entregó un pantalón deportivo viejo y una camiseta blanca.
-¿Ves? Te lo dije- exclamó con un aire triunfal en los ojos.
-Oh, vaya, qué bueno que no apostamos nada- tomé las prendas, y nuestras manos se tocaron-. Gracias.
-Claro, puedes… cambiarte en el baño- me indicó, señalando la puerta-. Y puedes dejar tu ropa mojada cerca del calentador de agua, para que alcance a secarse un poco.
-Por supuesto. Muchas gracias, Leila.
-No hay por qué- la chica estaba ligeramente sonrojada, mientras retrocedía hacia su habitación-. Bueno… creo que yo también, eh, me voy a cambiar.
Y así lo hicimos. Me despojé de la ropa mojada pensando en la tensión que había entre la chica y yo. No era una tensión incómoda. No podía dejar de pensar en su rostro dulce, ni en su cabello, que escurría como un río negro por sus hombros. Una ansiedad agradable pero desconocida se apoderó cuando a mi mente llegó la imagen de su pequeño y delgado cuerpo llegando al clímax de su embarazo. Fue tan sensual para mí. Un escalofrío de satisfacción me recorrió cuando pensé en las sinuosas curvas de sus grandes pechos, plenos. Mis dedos rogaban por poder acariciarlos aunque sólo fuera una vez. Podía morir sólo con tal de poder tocar su piel color bronce, desnuda y tibia.
Terminé de vestirme. La camiseta me quedaba muy holgada y los pantalones muy ceñidos. Era muy evidente la gran poderosa erección que quedaba aplastada contra la tela de estos. No era lo más cómodo, pero al menos estaba seco. Además, tenía la sensación de que no iba a estar vestido así por mucho tiempo.
Al salir del baño me di cuenta de que Leila todavía no salía. Me tomé la libertad de entonces de llevar mi ropa al cuarto de lavado y colgarla en los lazos que quedaban cerca del calentador del agua.
-¿Qué haces?- Exclamó una voz detrás de mí.
Cagado del susto, me volví a mi interlocutora y me sentí tonto, pero no pude evitar sonreír al ver a la chica frente a mí, que igual tenía una sonrisa alegre dibujada en los labios.
-Te asusté, ¿verdad?
-No, para nada- traté de disimular-. Pero, mierda, no hiciste ruido ni nada.
-Lo sé, soy como una gata.
No pude contestar. La contemplé bien y me quedé sin palabras. Se había recogido la negra cabellera con una pinza morada y vestía unos pantalones de pijama de franela rosa y una blusa de tirantes blanca. Esta última estaba muy ceñida y delineaba perfectamente la silueta de su pequeño cuerpo y sus curvas pronunciadas. La presencia de Leila estaba cargada de un aire ingenuo pero sensual. La piel de su cuello y hombros relucía con un atractivo fulgor cobrizo. El tamaño de sus pechos pronunciaba su escote. Un escalofrío placentero me recorrió la espalda cuando noté cómo sus pezones, ligeramente erectos, se traslucían por la tela.
-Y bueno, ¿no quieres algo de tomar?- me preguntó Leila, sonrojada, con una sonrisa nerviosa-. ¿Un té, para que no nos enfermemos?
Acepté con gusto. En la cocina ella puso una olla con agua mientras me pedía que me sentara a la mesa. Mientras esperamos a que hirviera el agua, platicamos de nuestras vidas. Ella tenía diecinueve años recién cumplidos y estaba por entrar a su primer semestre de enfermería. Se encontraba muy emocionada por ello. Vivía sola con su mamá en el departamento.
-Bueno… pronto seremos tres, ja, ja- agregó con pena, pero también alegría.
En resumidas cuentas, fue agradable platicar con ella. Parecía emocionada por empezar su carrera, y no perdía la oportunidad por preguntarme sobre asuntos de mi carrera. Cosas que podrían ayudarle más adelante. Entre las oraciones hacíamos comentarios cómicos, tratando de hacernos reír, y con cada palabra que pronunciábamos sentía crecer la tensión que había entre nuestras miradas. Deseaba tanto probar sus labios.
Sin embargo un borboteo que procedía de la estufa nos interrumpió. Leila se apresuró en apagar la estufa y en servir el agua en dos tazas con dos bolsitas de té de manzanilla. Me ofreció el vaporoso líquido con una amable sonrisa en los labios, pero una enigmática mirada en sus ojos negros. Me acercó el azúcar de la misma manera.
-¿Y si vamos a la sala?- me pregunté ella, con una sonrisa suave, peto nerviosa- Para estar más cómodos, claro.
Me limité a asentir, devolviéndole el gesto.
Nos sentamos en el sofá más grande del lugar, uno al lado del otro. Leila se cubrió con una cobija que había traído de su habitación. Y sin más, seguimos platicando, pero para ser sincero, no recuerdo de qué platicamos, y puedo asegurar que ella tampoco lo recuerda. Sólo nos enfocados en sentir la calidez de nuestros cuerpos, entre roces que fueron el equivalente de encender una cerilla en un depósito de dinamita. Llegó un punto en que ella estaba recargada en mi pecho y yo la rodeaba con mi brazo. El punto crítico que podía volver el ascua en un incendio.
-¿Quieres ver la tele?- Me peguntó la chica de repente, y sin esperar respuesta encendió el aparato con el control remoto que había extraído de entre los cojines. Aun me pregunto si ese movimiento fue porque ella no sabía cómo dar el siguiente paso o sabía muy bien qué iba a pasar y quería disimular el ruido. Fuera como fuese, el aparato tardó más en encenderse que en lo que comencé a besar a Leila.
“¿Qué…?”. La pregunta murió entre sus labios y los míos, aplastada por la fulminante pasión. Empezamos suavemente, tanteando lentamente el terreno que ahora nos pertenecía. Sin embargo no pasó mucho tiempo para que sus besos se suaves se trastornaran ella alocados y ansiosos. Estaba invadida quizá por un fuego que hacía mucho no había sido avivado y que mis manos habían ayudado a alimentar con mis caricias. Caricias que recorrían las caderas de la chica, colándose por entre la tela y acariciando la desesperada piel morena de su espalda. Su piel se hizo carne de gallina una vez más, pero no de frío, sino de algo más cálido y placentero. Un estremecimiento la invadió, acompasado por sus exhalaciones agitadas y desesperadas. A pesar del frío de la humedad, nosotros moríamos de nuevo de calor.
Leila, de repente y descubriéndose de la cobija, se montó sobre mí, con gracia felina. Ante mi rostro se encontró la perfección de sus tetas a penas contenidas por la tela. Nuestros besos se tornaron más largos, más húmedos, más salvajes. Su lengua, antes penosa, ahora se introducía a mi boca deseando encontrar la mía con lascivia inflamada. Mis dedos recorrían el camino que iba de sus caderas hasta debajo de sus pechos, surcando con suavidad su vientre firme y terso. Abruptamente bajaban hasta acariciar sus pequeñas y delicadas nalgas con fruición. Ella se aferraba a mis hombros hasta con las uñas, como si buscara un asidero entre el oleaje de calentura que la embargaba.
No me tomó mucho tiempo para despojarla prácticamente arrancarle la delgada blusa. Sus pechos perfectos se contonearon y quedaron libres por fin y a mi alcance. Leila no habló; sólo se limitó a mirarme, invitándome. Y yo acepté, hartándome de acariciarle la suave carne de sus tetas esculturales, pellizcando levemente la firmeza de sus pezones oscuros, erectos. La chica sólo podía proferir jadeos de aprobación, mientras sus brazos se aferraban a mí como si quisieran fundirnos en un solo ser. Sólo profirió un grito de excitada sorpresa cuando sintió mi lengua surcar sus pezones como si trazaran marcas en el lienzo de su piel. Succioné y mordisqueé con ternura no desprovista de pasión. Ella estaba fuera de sí, pujando ligeramente mientras su respiración se tornaba más acelerada. Su rostro estaba contraído en un gesto de placer. Decidí avanzar más hacia lo inevitable, introduciendo mis manos dentro de su pijama y más allá, acariciando sus pequeñas nalgas con mesurado salvajismo. Besándonos con insania, mis dedos pronto se colaron entre la calidez de su entrepierna, palpando su humedad íntima poco a poco, sin prisas.
-¡Ay, sí…! Sí… Sigue, por favor…- jadeaba inconexamente Leila, mientras se mordisqueaba el labio inferior.
Mis dedos la acariciaban y se introducían en su ser con facilidad, pues estaba completamente empapada y se mojaba cada vez más y más. Por mi parte, yo ya estaba más duro y caliente que un cristal de cueva de Naica. Tenía la imperiosa necesidad de cogérmela ya mismo…
Nos detuvimos abruptamente y nos miramos. Leila me contemplaba con un gesto sereno, pero lascivo, mientras se incorporaba sin prisa hasta quedar de pie. Así, pequeña, casi desnuda, invadida por la lujuria como estaba, la chica me ofreció un espectáculo visual indescriptible. Con una lentitud de ensueño se despojó de su pantalón, quedando vestida sólo con sus calcetines color menta. Se incorporó, y sólo pudimos contemplarnos con una intensidad abrumadora, como de ensueño. Admiré su cuerpo pequeño y delgado, y la extraña armonía que tenía éste con su vientre redondeado y sus enormes tetas. Tuve en ese momento la sensación esquizofrénica de querer acariciarla con la mayor ternura y al mismo tiempo cogerla con la más apasionada brutalidad. En los ojos de Leila vi algo muy parecido, así como una pregunta que era a su vez respuesta: ¿Por qué no hacer las dos?
Me deshice de mi ropa, al igual que ella, liberándome de la incomodidad. Mi deseo por ella estaba encarnado en una poderosa y gran erección entre mis piernas.
-Ven aquí…
La chica volvió a montarme con la misma gracia y nuestras miradas chocaron, así como nuestros sexos inflamados. Ambos jadeamos al sentirnos así de cerca. Leila contoneó sus caderas, deslizando su mojada vulva sobre mi verga, bañándola con sus dulces y abundantes jugos. Sin poder soportar más, tomé mi miembro rígido y comencé a tocar a sus puertas, acariciando su carne íntima, tratando de hallar mi camino dentro de ella. El grito ahogado de placer y sorpresa de Leila llenó la sala de estar cuando comencé a invadirla sin prisa alguna. Ella aferró sus manos como lianas a mi nuca, mientras contoneaban sus caderas despacio, dejándose llevar cada vez más. Su interior estaba deliciosamente apretado. Poco a poco Leila comenzó a agarrar un ritmo lento y acompasado. Sus melifluos gemidos hartos de lujuria invadían mi mente. No podía pensar, sólo quería disfrutar la sensación cálida y primitiva de nuestros sexos unidos. Me aferraba a sus caderas, mientras ella se ensartaba deliciosamente mi verga enhiesta. Prácticamente yo era espectador de cómo ella me cogía con creciente frenesí, mientras sus tetas enormes rebotaban pesadamente sobre su abdomen. Fue un espectáculo tan erótico y las sensaciones fueron tan embriagantes. Nuestros labios y lenguas volvieron a hacer comunión mientras mis manos se aferraban a sus tersas nalgas y las apretaban con fuerza. Varios de nuestros jadeos fueron ahogados por nuestros lascivos besos y legüetazos. Sentí como la chica se derretía y se escurría por mi pene, mojando mi pubis con sus néctares.
-¡Ay, sí! Qué rico… Uy, sí, así…- profería entrecortadamente Leila, gozando de lo lindo.
-Qué rico te mueves mami- le susurré al oído a la chica mientras le mordisqueaba la oreja, con delicadeza-. Así, dale.
Mi mano azotó como látigo una de sus nalgas. La joven gritó de dolor y sorpresa, pero también de placer. A la par, comenzó a montarme desbocadamente, como si estuviéramos a pleno galope, recorriendo las escarpadas laderas de nuestra propia lujuria.
-¡Sí! Dame más…- Jadeó la chica, fuera de sí. Su rostro estaba contraído en una mueca de placer puro- ¡Uy! Dame más duro… apriétame más duro. ¡Ay, sí!
¿Cómo decirle que no a alguien tan adorable como ella? Mis manos latiguearon su tierno culo hasta dejarlo arrebolado. Los chasquidos de su piel azotada se fundieron con sus plañidos embriagados de placer. Yo me aferré con fuerza a sus nalgas, mientras ella me provocaba sensaciones alucinantes. Pero yo quería más. Quería ser yo el que daba, y quería dar muy duro.
-Aguanta…- le susurré nuevamente al oído, sosteniéndola de la espalda, evitando que consumáramos pronto lo que estábamos disfrutando tanto.
Le pedí que parara y ella lo hizo poco a poco, sin rechistar. Nos incorporamos hasta quedar más o menos de pie. A Leila las piernas le temblaban y le traicionaban tanto que prácticamente tuve que sostenerla en vilo de las axila para que no cayera de bruces. Su rostro pasmado era una ventana por la cual se veían todos sus deseos y placeres más ocultos. Se la veía soñolienta, pero llena también de lujuria. Nuestros labios volvieron a unirse con tierna y enloquecedora pasión, saboreando el gusto de nuestra saliva. Sólo nos separamos para que yo pudiera susurrarle “ponte en cuatro”. “Okey”, respondió ella con una sonrisa extasiada. Con un poco de mi ayuda se colocó así sobre el amplio sillón, entregándose completamente a mí.
-¡Ah…!- Fue lo único que pudo expresar Leila cuando hundí mi rostro entre sus nalgas, saboreando sin clemencia los néctares de su intimidad inundada, describiendo suaves trazos con mi legua en el lienzo de su clítoris abultado. Los grititos de la chica resonaban en toda la habitación, haciendo vibrar mis pensamientos. Me prendía tanto escuchar cómo gozaba conmigo. Mi miembro pedía más de ella, inflamándose cada vez más. Dejé los deliciosos aperitivos y en un par de segundos me acomodé detrás de ella, introduciéndome de nuevo en su ajustada y cálida vagina; cogiendo de a perrito.
-¡Aaah! Se… se siente, ¡ay!, mucho… Me… me encanta… uy, así- fragmentos de frases que no tuvieron la necesidad de ser concluidas se escapaban de la boca de Leila. Yo sólo me limitaba a moverme dentro de ella, conservando el ritmo, aferrándome a sus caderas como naufrago se aferraría a la balsa de su salvación. La sensación era tan deliciosa que los dos gemimos desaforadamente, embriagados de placer. El palmeo de nuestros cuerpos impactando con cada embestida mía fue hipnótico. Comencé a penetrarla más duro, más frenético. Leila sólo podía clamar por más y más mientras su cuerpo tiritaba y su piel se enchinaba como invadida por la fiebre. Una de mis manos aprisionó una de sus rebosantes tetas mientras la otra asía su melena negra y tiraba de ella con delicada firmeza. Leila, con cada embestida, fue extendiendo su por el sillón, dejando sólo su dulce culo al aire, el cual seguí gozando y aporreando a caderazos. La chica gemía dulcemente de aprobación, mientras sus manos prensaban los cojines del sillón, como queriéndoles exprimir más placer.
-¡Ay, dios, sí! Sigue, sigue… rápido. Así. Uy, sí… ¡Ah!- Fue lo último que pudo pronunciar la chica antes de que su cuerpo se tensara para después deshacerse en temblores y grititos embargados de lujuria. Sus piernas se estremecieron violentamente mientras el orgasmo invadía su ser-. ¡Ay, dios, sí!
Estaba embelesado, encantado con Leila. Acompasé mis últimos pijazos al paso del huracán orgásmico que pasaba por su pequeño cuerpo. Sólo me detuve hasta que ella dejó de gemir. Poco a poco la chica fue recostándose de lado sobre el sillón, doblando las rodillas para acomodarse mejor, mientras abrazaba un cojín. Respiraba con dificultad, su piel estaba perlada de sudor y su cabello estaba despeinado y revuelto. Bueno, prácticamente los dos estábamos así, pero me encantó verla de esa manera. No pude frenar el impulso de posarme sobre ella y besarle en cuello y las mejillas, mientras le acariciaba las caderas y la espalda.
-Qué… qué rico estuvo, ja, ja- exclamó Leila con los ojos cerrados, respirando todavía agitadamente y sin poder contener una risa juvenil.
-¿Qué rico estuvo?- Le pregunté al oído. Mi verga seguía enhiesta como asta bandera. Mis dedos aprisionaron y amasaron con delicadeza una de sus tetas mientras le besaba el cuello con ternura incitadora-. Todavía no acabamos.
Bastó un poco de saliva para hallar de nuevo el camino dentro de Leila. Seguía estando muy húmeda y cálida. Ella exclamó al sentirse de nuevo penetrada inesperadamente, pero tampoco se opuso. Su cuerpo volvió a encenderse poco a poco, mientras mi verga la invadía con delicadeza. La chica sólo pudo cerrar fuertemente sus ojos morenos, concentrándose de nuevo en el placer que su cuerpo sentía. Yo me limité a seguir cogiéndola, percibiendo las deliciosas sensaciones de su interior húmedo y cálido que me brindaba una placentera bienvenida. Mis dedos acariciaron la piel de Leila con pasión, concentrándose en sus caderas, sus tetas perfectas, su tierno vientre en cinta. Mis dedos terminaron pasando por el cabello hasta acariciar y frotar su cuero cabelludo con cariño. Leila volvía a deshacerse en pequeños pujidos de placer puro. Sólo pudo abrazar el cojín, como si fuera su vida.
-¡Uy!…Te siento…Ah, sí, estás tan adentro… Ay, sí, dios. Sigue, sigue, sigue, por favor-me rogó con voz ahuecada por el relleno del cojín que cubría su boca.
Y bueno, yo le di más. Mucho más, casi hasta el hartazgo. La embestí con la mayor delicadeza que mi excitación me permitía, pero casi no pude contenerme. Su pequeño cuerpo cimbraba con mis embestidas. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que su cuerpo volviera a tensarse de nuevo en un dulce y armónico coro de gemidos. Su vulva derramaba sus jugos sobre mi miembro. Sus pezones oscuros estaban completamente erectos, ansiando ser tocados de nuevo. Sentía mi orgasmo acercarse y no era el único. Le di un poco más duro a Leila, uniéndome a su coro de jadeos. Sin embargo, ella profirió un grito entrecortado que anunció el final. Su pequeño ser se estremeció invadido por una fuerza descomunal. Su piel se erizó y sus piernas temblaron como electrificadas. Mordió la almohada, ahogando otro alarido de placer lujurioso. Sus jugos empaparon mi verga y resbalaban por ella deliciosamente. La próxima estudiante de enfermería había tenido otro colosal orgasmo. Embelesado me acompasé de nuevo a los resquicios de su orgasmo para finalmente salir de ella. Su pecho bajaba y subía profusamente. Sus mejillas estaban arreboladas y en su rostro estaba dibujada una mueca de doloroso placer; en sus labios había una fatigada sonrisa. Se veía hermosa.
-Ahora sí acabamos- le susurré al oído mientras le prodigaba besos en la comisura de los labios y el cuello. Le apreté tiernamente una nalga.
-Qué bueno- se limitó a responder ella en un extenuado susurro-, porque ya… ya no puedo más.
Y de nuevo entonó aquella risa dulce y juvenil tan encantadora. Finalmente, quedó en silencio.
Me senté a su lado en el sillón. Leila permaneció acurrucada, pues se había quedado dormida. La dejé estar y sólo la cubrí con la cobija de antes, esperando que su madre no llegara y nos encontrara así en medio de su siesta. Para pasar el rato me puse a ver la tele, que estaba en sintonizada en un programa de chismes que yo no soportaba.
-¿Cuánto tiempo dormí? – me preguntó una vocecilla soñolienta a mi lado, después de un buen rato. Leila ya había reaccionado. Se posó boca arriba y al estirarse recargó sus piernas en mi regazo.
-Como media hora- le contesté divertido, quitándome su pie de la cara.
-¿Y qué hora es?- inquirió ella con un bostezo.
-Las cinco y algo, parece.
-Hmm- gruñó ella, pensativa-. Mi mamá llega como a las siete.
-Menos mal- suspiró fingiendo alivio-. Creí que en algún momento ella iba a llegar y nos iba a cachar en media movida.
-No, cállate- respondió ella con una risita, aunque también temerosa-. Me corre de la casa.
Ambos reímos como si fuera broma, pero también lo habíamos considerado.
Leila tomó el control y después de darle la vuelta a todos los canales, decidió dejarle en una película que ni ella ni yo habíamos visto. Pero no importó, porque en realidad nos pusimos a platicar. Platicamos de cosas vanas: películas que nos gustaban, cosas universitarias, libros interesantes. Incluso cuando había silencios en los que nos limitábamos a ver la tele, disfrutando de nuestra compañía. Pasaron así como treinta minutos.
-¿No tienes frío?- Me preguntó de repente.
Yo estaba bien así, en realidad, por lo que respondí que no. Ella sólo pudo gruñir como respuesta. Sin embargo, después de unos momentos Leila se incorporó hasta quedar sentada a lado mío. Sin que se lo pidiera, me envolvió junto con ella con el mullido cobertor.
-Por si te llega a dar frío- indicó ella, entre divertida y reprochando-, y para que no me eches la culpa de que te hayas enfermado.
Dentro de la cobija, piel contra piel, compartimos nuestro calor. No pude evitar abrazarla cuando ella se acurrucó al lado mío. De igual forma, no fue una sorpresa para ninguno que las cosas entre nosotros se calentaron de nuevo y velozmente. Los pequeños roces se trastornaron en caricias, y éstas se convirtieron paso a paso en metidas de mano libidinosas. Sin saber cómo, nos estábamos comiendo boca una vez más, enrollados aun por la cobija. Una mano pequeña y tibia asió mi miembro inflamado y endurecido y comenzó a masajearlo con movimientos poco adiestrados, pero no menos placenteros. Leila había decidido tomar las riendas, y entre besos y caricias sentía cómo yo me hacía más grande y duro con su toque mágico.
-¿Te gusta?- Me suspiró con una sonrisa lujuriosa en sus labios.
Me limité a asentir. Más besos lascivos; su mano no me dejaba de pajear. Fueron minutos muy plácidos, pero Leila todavía podía más. Se puso de pie lentamente, sin dejar de mirarme con aquellos ojos cargados de una extraña emoción. No soy el gran experto, pero ahora que lo pienso en retrospectiva, creo que esa es de alguien con un deseo irrefrenable de chupar. Chupar pija, chupar coño, chupar tetas, no importa. Cualquier parte del cuerpo que provocara un placer mutuo. Una mirada salvaje, que estaba en los ojos de la chica. Los segundos me parecieron eternos.
Leila se cubrió los hombros con el cobertor, para después tomar su cojín, el cual depositó a mis pies. Unos segundos eternos entre los cuales ella se posó ante mí sobre sus rodillas. Una explosión en mi mente y cuerpo cuando introdujo mí endurecido miembro en su suave boca, sin ninguna sutileza. Chupadas lentas, sin ritmo, pero profundas. Su lengua lamía mi glande como si una paleta; sus dientes mordisqueaban suave, pero descuidadamente. La sensación casi me volvió loco.
-Qué rico la mamas- exclamé sin pensar mientras mis dedos se escurrían por si larga cabellera y la recogían. Mi pulgar le mimaba la mejilla-. Dale así… cómetela…
La sinfonía de sus chupadas siguió por un par de deliciosos minutos, pero el entusiasmo de Leila tuvo un límite. Sacó abruptamente mi verga de su boca. Hilos de saliva nos recorrieron mientras ella inhalaba y exhalaba agitadamente, recobrando el aliento. Sin embargo estaba lejos de terminar, pues ella continuó pajéandome con ánimo, usando su saliva como lubricante. En el rostro de Leila había una expresión soñadora, embargada por la lujuria. Gemía al igual que yo, incitándome a alcanzar el límite del placer. Se veía que disfrutaba verme así.
Y la historia se repitió. Sus mamadas fueron tomando habilidad, así como velocidad. Sabía ya dónde lamer, dónde morder. Sentí por un momento que la pija me iba a explotar de placer, pero antes de que terminara, Leila se detuvo poco a poco. Al sacarse mi pene de la boca, me dedicó una sonrisa alegre, juvenil. Por la barbilla le corrían hilos de su propia saliva.
-Alguien lo está disfrutando mucho- se limitó a exclamar animadamente mientras se limpiaba con el dorso de la mano. Y en un arranque de excitación, quizás, Leila decidió que era una increíble idea rodear mi pija endurecida con la carne tierna y turgente de sus pechos y terminar el trabajo con ellos. Me embargó la sensación. La chica comenzó a mover sus pesadas tetas de arriba a abajo, mientras gemía. Gruñidos de placer escapaban de mi boca. Ella se pellizcaba sus oscuros y grandes pezones mientras subía y bajaba el pecho agitada, pero sin ánimos de rendirse.
-Ah… m-me vengo…- Fue lo único que pude alcanzar a decir antes de que pasara. El primer lechazo le recorrió a Leila desde el mentón hasta el cuello. Los demás bañaron copiosamente sus tetas perfectas. Incluso yo no salí indemne, pues algunos chorros terminaron sobre mi abdomen. Un volcán de esperma estalló y Leila estuvo en medio del torrente, pero no se retiró. Sólo lo recibió con una risa sorprendida, mientras yo me deshacía en jadeos y convulsos caderazos. Ella me había provocado un orgasmo colosal, del cual tardé varios segundos en recobrarme, pues ella siguió estimulando mi verga con sus deliciosos pechos.
Dejó que me serenara; en seguida de ello se dedicó a observarnos, haciendo el recuento de los daños. Mi leche le había alcanzado hasta su abultado vientre. Se contempló por un momento con una mezcla de incredulidad, sorpresa y diversión. Después volvió su rostro hacia mí con una mueca de risa contenida.
-Wow… Eso fue mucho- y estalló en una ligera carcajada. Acto seguido, volvió a contemplar la pintura abstracta en su torso y comenzó a pasarse los dedos sobre las salpicadas de esperma, enchastrándose las tetas y su amplio vientre con ellas. Lo hizo con divertida y asqueada curiosidad.
-¿Nunca te lo habían tirado encima?- le pregunté con una sonrisa.
Se volvió hacia mí, sorprendida. Me dedicó una sonrisa tímida.
-Ah, bueno… es… la primera vez, de hecho- me confesó, evitando mi mirada. Un arrebol de pena se coloreó en sus mejillas.
-Vaya- le contesté, para después inquirir con ganas de provocarla-. ¿Y qué te pareció? ¿Te gustó?
La pregunta le llegó de golpe, porque sólo fue capaz de ponerse colorada. Sólo asintió brevemente, mientras una sonrisa juvenil le cruzaba por los labios. La observé encantado, carcajeándome, pero ella no lo aguantó por mucho. Me soltó una palmada en el muslo y riendo de pena me dijo-. ¿Qué? ¡Cállate! ¡Deja de verme!
La ayudé a limpiarse mis rastros con las servilletas que habíamos llevado con nuestras tazas de té, que ya estaban frías. No como nosotros.
-¿Qué hora es?- preguntó ella de repente, sentándose en mi regazo -. Con este clima y este horario no sé ni en qué día vivo.
-Ya deben ser las seis y algo…- le respondí mientras la abrazaba de la cintura-. Bueno, puedes verlo en la tele.
Y ella así lo hizo. Cuando vio los números en la pantalla una mueca de desaprobación apareció en su rostro.
-Sí, las seis y media.
-Ya va siendo hora de que me vaya, ¿no?- Le inquirí, a pesar de que sabía la respuesta. Ella sólo asintió mientras me tomaba del brazo.
Me vestí sin prisa con mis ropas frías y húmedas. La penumbra invadía cada vez más la sala de estar y sólo la luz del monitor cortaba la oscuridad. Leila permaneció en el sillón, cubierta a medias por su segunda piel que era la cobija. De todas formas se iba a bañar, había dicho. Pero en ese momento ninguno pronunció palabra alguna. Sólo nos mirábamos subrepticiamente, pues no podía dejar de observar su bella y voluptuosa desnudez.
-¿Qué?- me preguntó de repente, con una sonrisa.
-Estás muuuy buena- me limité a responder serenamente-. Me encantas
-Vaya, qué perverso, te calientan las embarazadas- replicó ella. Ambos reímos y al final, mientras se frotaba con ternura el vientre, agregó con voz sensual-. Pero sí, yo sé me veo muy buena así, con mi panza y todo.
Y ambos reímos de nuevo.
Antes de irme, me despedí de Leila. Sin pensarlo mucho, nos dimos un intenso y húmedo beso. Nuestras lenguas se tocaron lascivamente. La carne de sus tetas se erizó de placer tras mi toque. Mi miembro había sido atraído hacia ella como si fuera un hierro imantado. Pero nos incitábamos en vano, pues ya no había tiempo.
-Ah…- comenzó a decir ella cuando logramos separamos por fin. En sus labios había una sonrisa crispada- Estuvo muy rico todo lo que hicimos, R…
-Bueno, a mí también me encantó, Leila- le contesté casi al instante, sin pensarlo-. Coges muy rico
Ambos nos sonrojamos. Por mi parte, decidí disimularlo yendo a la cocina para tomar mis bolsas del mandado. Me dirigí a la puerta principal.
-Bueno, nos vemos luego- se despidió ella desde el sillón nerviosamente, mientras agitaba su mano con una mano-. Tenemos que vernos más seguido, ¿no? Ja, ja.
-Cuenta con ello- le comento desde el umbral de la puerta abierta con una sonrisa confianzuda.- Hay muchas cosas que tenemos que hacer.
Y sin esperar su respuesta, cerré la puerta que nos separaba a mí y a la encantadora chica del edificio 7G.
Gracias por leer
7 comentarios - Crónicas de la facultad: Gozando con el diluvio
Buen relato, muy morboso, faltó que le hicieras el culo jajajajaja
Van diez puntos.
De verdad te felicito, muy depurado
Van puntos