María Urrutia Cardona nació en una casucha polvorienta perdida entre las sierras. Una noche lluviosa de febrero y entre los fulgores relampagueantes del cielo su madre la dio a luz. Los caminos barrosos y anegados así como la frágil salud de Aurora, su madre, decidieron su destino; nacer en la soledad de las sierras rodeada de espesos montes y alejada por kilómetros del primer centro urbano más o menos respetable.
A pesar de todo María nació fuerte y decidida a sobrevivir como fuera en ese ambiente y en esas circunstancias aparentemente hostiles. Fue su padre quien ayudó en el parto, ya lo hacía con sus animales preñados. Con sus fuertes brazos terminó de sacar a su pequeña de las entrañas de su madre, cortó el cordón que las unía y escuchó su primer llanto de vida.
Salió del dormitorio y la colocó en una improvisada cunita hecha con madera sacada de los árboles cercanos y la cubrió con una manta para mantener su temperatura. Ahí la dejó, sola y berreando con desesperación. Cerró la puerta y se acercó a su agotada pero feliz esposa.
Un largo rato tardó en volver para depositarla en los brazos de su madre, al tomarla en sus brazos María sacó su pequeña lengua y una vez más hinchó sus pulmones para dejar salir de su boca un llanto agudo y desgarrador.
- Está muerta de hambre – pensó su padre y con urgencia la dejó en el regazo de Aurora.
Desnuda y debilitada por el esfuerzo y la enfermedad, la prendió a su teta intentando saciar el apetito de María. Con voracidad la niña succionó sus pezones sorbiendo cada gota de aquel vital elemento. Unos minutos después dejó de hacerlo, dormía satisfecha apoyando su cara a un costado de los lastimados pezones de su madre.
Ambas descansaron hasta que los primeros rayos de sol entraron por la ventana. La tormenta se había disipado y el aire fresco traía los aromas de la tierra mojada y del monte inundado.
María despertó e instintivamente se prendió al pecho de Aurora, pegó algunas chupadas y dejó de hacerlo. El calostro licuado que salía de aquellos flacos pezones ya no era el mismo y nunca más tomó de ellos.
Su padre, Antonio Urrutia, se encargó de levantarse cada mañana antes del amanecer para traer de los míseros corrales que rodeaban la casa, la fresca y recién ordeñada leche de vaca para alimentarla.
Tampoco era lo mismo, la lengua de María detectaba cualquier sutil cambio en las substancias que la tocaban. La escupió primero, pero más tarde cedió ante los rumores del hambre en sus entrañas.
Aún sin noción de lo que hacía, María tomó contacto una vez más con su don, si es que de algún modo podía llamarse a su habilidad natural para reconocer las más mínimas variaciones en todo aquello que tocaba su lengua.
Nadie percibió hasta mucho tiempo después la capacidad desarrollada por María. Solo su madre, quien se había recuperado parcialmente de sus padecimientos, notaba con extrañeza algunas de sus conductas.
María regresaba de jugar por los senderos que rodeaban la casa con la boca hinchada y la cara manchada con la sabia que brotaba de los árboles heridos o con las mieles que supuraban los árboles frutales.
- Eso no se hace, hija – decía Aurora mientras limpiaba su rostro y trataba de despegar los pegotes de su lengua y sus dientes.
Mucho tuvo que insistir Aurora para que María fuese a la escuela. Finalmente Antonio cedió y con esfuerzo la inscribió en la única escuela rural de la zona. Creía su madre, con cierta sabiduría, que alejándola de aquel ambiente, en contacto con otras personas, otras realidades y otros conocimientos su hija mejoraría.
Después de almorzar su padre ensillaba el caballo y ambos partían hasta la humilde escuelita. Pero la esperanza de Aurora quedó trunca rápidamente. Muchas veces la maestra se acercó a su casa para hablarle, su padre decía que era cosa de mujeres, y contarle como a su hija la habían encontrado en actitudes ciertamente extrañas.
- Eso no se hace, hija – volvía a repetir Aurora con un poco más de ímpetu cada vez.
Fueron las burlas de sus compañeros más que los retos de su madre los que obligaron a María a reprimirse.
A medida que los años pasaban ella misma percibió su talento. Con solo sacar la lengua dejándola expuesta al aire podía determinar casi con precisión la existencia de los fluidos esparcidos en su derredor. Una mancha de aceite, un poco de leche derramada o el contenido de un huevo abierto sobre un plato en la cocina.
Su lengua subyugaba sus otros sentidos. No eran necesarios. Su lengua era todos los sentidos en uno.
Muchas noches sacaba de su escondite una caja con fluidos que traía de la escuela u otros que recogía en el campo. Minuciosamente pasaba su lengua sobre ellos y dictaminaba con certeza de que substancias se trataba. Las más viscosas eran sus preferidas pero ninguna la satisfacía.
Pero era en los alrededores de su casa o incluso dentro de ella donde percibía por momentos los elementos que saturaban sus papilas. Casi imperceptibles se mixturaban sobre su lengua, minerales y toxinas o cloro y creatinina. Aunque no supiera sus nombres quedaban grabados a fuego en su cerebro.
Cuando cumplió los doce años, María tuvo una experiencia reveladora. Aquél día se había alejado bastante de su casa caminando por un pequeño sendero en el monte hasta finalmente llegar a un claro en la espesura. Era una especie de corral bordeado por un fuerte alambrado de púas. Allí pastaban los caballos, pero sus ojos quedaron fijos en el potro que habitualmente usaba su padre, este daba brincos agitados intentando montar a una yegua en celo para copularla.
Un escozor recorrió su cuerpo cuando aquella bestia hizo visible a sus ojos su poderoso miembro y ya montado sobre la yegua lo hundía en su profunda vagina.
Quedó paralizada como los árboles que la rodeaban. Atónita y curiosa, miraba como aquél animal sujetaba con sus patas, entre rebuznes y relinchos, a esa yegua para que su potente miembro no saliera de donde estaba. Unos instantes después descargó su virilidad dentro de su hembra, dejó de montarla y su miembro chorreante de esperma se deslizó pesadamente entre sus patas.
Algo en el aire que traía la brisa perturbó a María. Algo que llegaba a sus sensibles papilas, alborotando su cerebro, pero que no podía entender con certeza.
Quiso saltar el alambrado pero se clavó en sus púas, entonces corrió como espantada por el demonio hacia su casa.
Así tuvo María su primer contacto con el sexo. Encerrada en su pequeña piecita, agitada por la carrera, se tiró en el camastro. Miró el techo de chapa jalonado de tirantes de gruesa madera. Aquél espectáculo la había desconcertado tanto como la pegajosa y húmeda sensación que ahora sentía en su entrepierna.
Casi con inocencia bajó su mano hacia su juvenil sexo hasta que sus dedos se mojaron con flujo. Ese contacto la hizo temblar. El aire se llenó de aromas reconocibles y su lengua se arqueó en su garganta con vida propia, saliendo de su boca y escudriñando el éter hasta que sus dedos húmedos salieron de su sexo y se posaron en ella.
Lamió primero y chupó después, uno a uno, sus dedos con la paciencia de un científico intentando develar una nueva fórmula. Allí estaban las cetonas, los aldehídos, el ácido láctico, la piridina…elementos que desconocía pero que su lengua separaba químicamente con precisa certeza.
CONTINUARÁ...
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