Hace poco rato, en medio de una búsqueda por internet completamente ajena al contenido de esta estimulante página, me topé, muy sorprendido, con la foto de cierto edificio que conozco muy bien. Incluso podían verse las ventanas del apartamento en el que recibí la visita de Fernanda una noche de sábado de hace mucho tiempo y decidí compartir ese tórrido recuerdo. Ya habíamos intercambiado todo tipo de fluidos (como cuento en mi serie de relatos "Décadas de sexo") pero, desde hacía cosa de un año, nuestra amistad discurría por carriles no tan sexualmente explícitos. Por eso, no había nada planeado cuando vino a verme esa noche en que María estaba de viaje por trabajo, si bien nadie era ingenuo sobre la posibilidad de terminar abriendo de nuevo las puertas de la carnalidad.
Una de esas ventanas tenía una agradable vista a un patio escolar bastante arbolado (ciertamente desde donde se había tomado la foto) y, más allá de un muro de ladrillos, a tranquilas callejuelas de barrio. Sin embargo, como la ventana era bastante alta y el sillón tenía el respaldo apoyado en esa pared, el paisaje no podía apreciarse tan cómodamente a menos que el espectador estuviese hincado sobre ese asiento. Y eso fue lo que le vino a pasar a Fernanda...
Preparé algo simple de cenar y nos sentamos en la sala a disfrutarnos mutuamente con una conversación que siempre cultivamos. Tratamos, con total interés por la opinión del interlocutor y gran placer en el desacuerdo tanto temas tanto cultos y cotidianos, de la vida, del deporte, de literatura, de la familia, de filosofía, de política, de conocidos comunes, de relaciones humanas. Y de sexo.
No guarda mi memoria quién de los dos trasgredió el umbral irrevocable de la intimidad física con la invitación a la acción. Poco importa, en realidad, si fui yo el que pronunció las palabras que conjuraron el hechizo de la libido; acaso fue ella la que estiró su mano y avanzó la boca temblorosa de deseo buscando la mía. Pronto el universo se había vuelto un intenso torbellino de salivas en las lenguas, de risas por volver a territorios conocidos como si fueran nuevos, de manos ágiles en sumergirse en las ropas que iban cayendo inexorablemente al piso.
Incluso desde antes de la desnudez, Fernanda se había subido sobre mí y se agarraba del respaldo del sillón para frotar su gozoso cuerpo contra el mío. Si debiera reducir mi memoria de esa noche de verano a una sola imagen, sería cuando, con las pieles ya expuestas, mi boca se empeñaba extasiada succionando, lamiendo y mordiendo los intrépidos pezones de sus robustos pechos, en los que se decantaba su sabor profundo de mujer.
Yo solo estaba siendo obediente. “Jugá con mis tetas”, me había ordenado Fernanda, levantándoselas con las manos en suculenta oferta mientras se dejaba caer sobre mi erección, que se abría paso en la cálida humedad de su sexo voraz. Mis dedos jugaban con su ano y aprovechaban la lubricación para invadir territorio prohibido.
– ¡Más! - gemía Fernanda, entre murmurados y lúbricos insultos a media voz, cabalgándome con furia, sus piernas apoyadas en el sillón paralelas a mis muslos, en frenético y penetrado balanceo el procaz péndulo de sus caderas - ¡Más! ¡Más! Entre quejas de placer, el arrebol se adueñaba de su tez deliciosamente aceitunada. A veces se detenía, en vibrante contracción de su cuerpo extendido para que el clítoris se apoyara con fuerza en mi pubis y la base de mi mástil. Se quedaba un instante como en estado de animación suspendida, a la que seguía un explosivo jadeo que coincidía con una flexión que me llevaba a sus máximas profundidades.
Es eterno ese tiempo en mí, porque su fuego me agitará mientras tenga conciencia, poblarán todas las subsecuentes calenturas de mi vida aquellos susurros, serán consecuencia y origen de todas las demás lascivas vivencias que atravesé desde entonces pero esa noche hubo un final, el momento en que los arrebatos concluyen, con gritos y semen derramados. Envolviéndome así en su aroma, desfallecida sobre mí, con mi pene a media asta todavía en su resbaloso refugio y con la ventana a la altura justa, Fernanda, hasta un minuto atrás ardiente, miraba serena y pensativa el nocturno paisaje.
Una de esas ventanas tenía una agradable vista a un patio escolar bastante arbolado (ciertamente desde donde se había tomado la foto) y, más allá de un muro de ladrillos, a tranquilas callejuelas de barrio. Sin embargo, como la ventana era bastante alta y el sillón tenía el respaldo apoyado en esa pared, el paisaje no podía apreciarse tan cómodamente a menos que el espectador estuviese hincado sobre ese asiento. Y eso fue lo que le vino a pasar a Fernanda...
Preparé algo simple de cenar y nos sentamos en la sala a disfrutarnos mutuamente con una conversación que siempre cultivamos. Tratamos, con total interés por la opinión del interlocutor y gran placer en el desacuerdo tanto temas tanto cultos y cotidianos, de la vida, del deporte, de literatura, de la familia, de filosofía, de política, de conocidos comunes, de relaciones humanas. Y de sexo.
No guarda mi memoria quién de los dos trasgredió el umbral irrevocable de la intimidad física con la invitación a la acción. Poco importa, en realidad, si fui yo el que pronunció las palabras que conjuraron el hechizo de la libido; acaso fue ella la que estiró su mano y avanzó la boca temblorosa de deseo buscando la mía. Pronto el universo se había vuelto un intenso torbellino de salivas en las lenguas, de risas por volver a territorios conocidos como si fueran nuevos, de manos ágiles en sumergirse en las ropas que iban cayendo inexorablemente al piso.
Incluso desde antes de la desnudez, Fernanda se había subido sobre mí y se agarraba del respaldo del sillón para frotar su gozoso cuerpo contra el mío. Si debiera reducir mi memoria de esa noche de verano a una sola imagen, sería cuando, con las pieles ya expuestas, mi boca se empeñaba extasiada succionando, lamiendo y mordiendo los intrépidos pezones de sus robustos pechos, en los que se decantaba su sabor profundo de mujer.
Yo solo estaba siendo obediente. “Jugá con mis tetas”, me había ordenado Fernanda, levantándoselas con las manos en suculenta oferta mientras se dejaba caer sobre mi erección, que se abría paso en la cálida humedad de su sexo voraz. Mis dedos jugaban con su ano y aprovechaban la lubricación para invadir territorio prohibido.
– ¡Más! - gemía Fernanda, entre murmurados y lúbricos insultos a media voz, cabalgándome con furia, sus piernas apoyadas en el sillón paralelas a mis muslos, en frenético y penetrado balanceo el procaz péndulo de sus caderas - ¡Más! ¡Más! Entre quejas de placer, el arrebol se adueñaba de su tez deliciosamente aceitunada. A veces se detenía, en vibrante contracción de su cuerpo extendido para que el clítoris se apoyara con fuerza en mi pubis y la base de mi mástil. Se quedaba un instante como en estado de animación suspendida, a la que seguía un explosivo jadeo que coincidía con una flexión que me llevaba a sus máximas profundidades.
Es eterno ese tiempo en mí, porque su fuego me agitará mientras tenga conciencia, poblarán todas las subsecuentes calenturas de mi vida aquellos susurros, serán consecuencia y origen de todas las demás lascivas vivencias que atravesé desde entonces pero esa noche hubo un final, el momento en que los arrebatos concluyen, con gritos y semen derramados. Envolviéndome así en su aroma, desfallecida sobre mí, con mi pene a media asta todavía en su resbaloso refugio y con la ventana a la altura justa, Fernanda, hasta un minuto atrás ardiente, miraba serena y pensativa el nocturno paisaje.
9 comentarios - Edificio en internet
Me gusta la forma con la que esta escrito.
Y gracias por ser hombre y no caer en el la vulgaridad basica.
Puntines!