Mi nombre es Rosa y esta es mi historia. Hace casi un año que cometí el peor error de mi vida: casarme tan joven con Alejandro, mi actual esposo de 26 años, tras seis meses de novios. Y es que jamás imaginé que, pasados los primeros meses después de la boda, el apetito sexual de mi marido sucumbiría tanto.
Francamente yo soy muy cachonda, a mis 23 años de edad, pero es que durante mi noviazgo con Alejandro él tenía tanta energía sexual que yo estaba segura que no me faltaría más hombre que él. ¡Qué equivocada estaba!
No importaba ningún esfuerzo de mi parte, pues él siempre hallaba la manera de dejar el sexo para después. A veces nos besábamos en la cama, y él paraba de repente, argumentando siempre que tenía prisa por llegar a su trabajo.
En varias ocasiones, de hecho, yo me desperté temprano para deslizarme bajo las sábanas y despertarlo con una mamada que le endurecía la verga antes incluso de abrir los ojos.
Pero ni siquera eso funcionaba siempre, y no fueron pocas las veces que sólo me agradecía la felación y se paraba para darse una ducha, dejándome el coño chorreando de deseo.
En medio de aquella situación, un fin de semana largo, en el que no habría labores ni lunes ni martes, decidimos visitar a mi suegra, doña Leticia, una mujer de alrededor de 55 años, bastante conservadora y de firmes creencias religiosas.
Viuda y con 55 años de edad, ella es actualmente una mujer muy guapa, pese a su porte centrado, razón por la que me imagino que no le costó trabajo volver a casarse con un hombre incluso más joven que ella: Román, un hombre maduro, de unos 50 años de edad, y bastante atractivo a decir verdad.
Sus músculos, según sé, son el resultado de su trabajo como tripulante durante 30 años de buques camaroneros.
Aunque actualmente es dueño de varias tiendas de abarrotes, a las que sólo se dedica a administrar por las noches, es evidente que sus brazos siguen teniendo mantenimiento durante sus visitas al gimnasio.
Como habrán notado yo tenía, desde que lo conocí, una fascinación y extraña atracción por aquel hombre, que me doblaba en edad por mucho y que, además, era el esposo de mi suegra.
Por más varonil que era aquel sujeto, era evidente que, al igual que yo, su matrimonio debía haber sido una decepción. Por mejor cuerpo que mi suegra tuviera, estaba claro que no había forma de calentarla en la cama, por su actitud fría y seria. Aquella frustración se notaba en el porte serio y derrotado de Román.
El caso es mi marido y yo llegamos el viernes en la tarde. Después de los saludos de rigor y acomodarnos en nuestra habitación, bajamos a la cena durante la cual mi suegra le pidió a mi esposo que la acompañara al día siguiente a revisar unos terrenos que ella quería comprar.
Aunque mi esposo es arquitecto – y no auditor de bienes raíces – este no pudo más que aceptar ayudarla; sin embargo, escuchar aquello hizo que Román rompiera por fin el silencio.
– ¡Ya te he dicho que esos terrenos son fraude! Ni siquiera aparecen en el registro público, te lo digo mujer: es una trampa del tamaño del mundo.
En una sana discusión, Doña Leticia respondió que los terrenos eran “hermosos y perfectos” para una casa más amplia; me ruboricé un poco cuando añadió que era necesario un amplio jardín considerando “a nuestros futuros nietos”.
“Quizá si le dice a su hijo que me folle más a menudo”, pensé, mientras le regalaba una apenada y bastante mal actuada sonrisa.
La discusión duró algunos minutos más, y al final – sin que yo hubiera puesto mucha atención, en realidad – se decidió que sólo la señora y su hijo irían.
Por la noche, pregunté a mi marido cuál era el motivo para dejarme, y él sólo supo argumentar cosas como “está muy lejos”, “será cansado” y “es una tontería”.
Al día siguiente, por la mañana, mi marido me despertó con un beso; yo sonreí ante aquella sorpresa, así que le respondí con otro hasta que terminamos comiéndonos a besos sobre la cama de visitantes de la casa de su madre.
Aquello me puso bastante cachonda, y pronto mi coñito comenzó a humedecerse ante la idea de – por fin tras semanas de cero acción – tener una buena follada.
Pero, para mi desgracia, Alejandro miró el reloj y se paró de inmediato.
– ¡Joder! Ya es tarde y debo bañarme antes.
– Alejandro… – lo detuve
– ¿Qué?
– ¡¿Qué?! ¿Me piensas dejar así?
El giró los ojos.
– Regresaré, no seas exagerada.
Yo solté una risita de indignación y volví a acostarme.
– ¡Esas cosas no se hacen! – grité, cuando él entraba a la ducha.
Así fue como, media hora después, vi el auto de mi esposo alejándose con mi suegra hacia la carretera principal.
Después de darme un baño, bajé a desayunar y me encontré con Román.
Me quedé sin habla cuando lo vi acercarse a mí, sin playera y con un short para bañarse que mostraban perfectamente la fortaleza y gran tamaño de sus piernas y brazos. Era un hombre velludo, pero cuyos pelos canosos contrastaban con su bien formado cuerpo. Además, olía a ese olor característico de un verdadero hombre.
Me saludo de beso, y me dijo que ese día aprovecharía para disfrutar de la alberca.
Me invitó, pero yo le dije que prefería descansar y leer en la sala.
“¡Joder! – pensé, cuando lo vi alejarse – ¿me invitas a la alberca y crees que no me doy cuenta de cómo me desnudas con la mirada”
Y francamente era verdad; siempre que ambas parejas nos reuníamos, mi suegro tenía la terrible costumbre de aprovechar cualquier instante para verme las tetas y el culo que, aunque no son las mejores del mundo, algo tendrán para que aquel sujeto se la pase viéndome.
Así leí durante 40 minutos, en los cuales vi a Román entrar por una botella de ron, refresco de cola y limones, así como cubitos de hielo del congelador.
Tras otros minutos leyendo, sentí la necesidad de estirar las piernas y, de paso, ver qué estaba haciendo Román.
Hacia tanto silencio que hasta me temí que se hubiera ahogado borracho en la alberca.
Pero no fue así, tranquilo a la orilla de la piscina, aquel hombre bebía tranquilamente su copa.
Lo saludé y me senté en una silla de ratán, y comenzamos a hablar sobre el clima.
Durante la charla, él me ofreció una cuba libre, que yo rechacé de inmediato; él no objetó, pero tras unos minutos de más charla amena, volvió a ofrecerme y, por alguna razón, sentí que no había más remedio que acercarme y aceptarle la copa.
– Pero sólo una – advertí, quitándome las sandalias y sentándome en la orilla de la piscina, con los pies y tobillos bajo el agua.
Mientras bebíamos, me dijo que el agua estaba deliciosa y que “sería un desperdicio no aprovechar el buen tiempo”. Yo no estaba segura si aceptar meterme a la alberca con aquel hombre; especialmente tratándose de mi suegro político. Sin embargo, con su excelente poder de convencimiento y el hecho de que la alberca, efectivamente, se veía y sentía genial, pensé: “Bueno, ¿por qué no?”.
Así que me terminé la cuba y subí a la habitación, donde tomé mi traje de baño que había traído “por si las dudas”; se trataba de uno bastante usado, de dos piezas, estampado de animal print en la parte superior y rosado con una especie de olán que da la apariencia de tener una faldita a la cintura.
Pase varios minutos pensando si era mejor ponerme short, e incluso una playera, considerando que se trataba de mi suegro y estábamos solos. Sin embargo, al final decidí que no había que perder la cabeza. Si el viejo quería verme el cuerpo, pues que me lo viera, pero realmente me apetecía nadar cómoda.
Mientras caminaba hacia la piscina, vi cómo Román me esperaba con otra cuba y me observaba sin ocultar en absoluto su morbo.
“Será la única vez que me mires el culo – pensé, aunque sin estar molesta realmente – Una vez que entre a la piscina me la pasaré nadando libremente”.
Así que, para no permitirle ni un segundo más de espectáculo,
– Creí haberte dicho que sólo una – le dije, seria pero con una sonrisa.
Él insistió, y yo fui lo suficientemente estúpida como para aceptársela.
– ¡La última! – reiteré.
– Trato hecho – dijo él, aunque no me convenció mucho.
Comenzamos a platicar, y yo nadé de aquí para allá mientras me tomaba la copa. El alcohol ya había hecho sus primeros efectos, así que si bien no estaba borracha, sí me encontraba más relajada.
Así, entre platica y platica, Román y yo comenzamos a hablar de nuestras vidas maritales y, después, poco a poco, de nuestras expectativas personales.
¿Recuerdan cuando dije que la segunda cuba era la última? Pues me equivoqué, y terminé aceptando una tercera.
De alguna manera, Román me convenció de que hacía falta colocarme bronceador, aduciendo que el sol era muy intenso. Yo acepté, pese a algunos pensamientos llamando a la cordura que todavía deambulaban por mi mente.
– Tienes un bonito cuerpo – dijo Román, con lo poco que le quedaba de rectitud, mientras sus manos masajeaban mi espalda y mis hombros.
Yo estaba recostada boca abajo, sobre una toalla, de modo que era imposible saber qué tanto me estaba viendo las nalgas aquel sujeto.
En determinado momento, con una voz distinta, más seductora, Román ofreció colocarme el bronceador en mi espalda, lo que implicaba – así lo dijo – “desatar los tirantes” del sostén del traje de baño, supuestamente para no mancharlos y porque quería enseñarme “un masaje fenomenal” que había aprendido en un viaje de su juventud a Brasil.
Realmente no voy a mentirles, pude haberle dicho que no y ¡zaz!, se acabó, pero las manos de aquel hombre sobre mi espalda – combinadas con las tres cubas – ya me habían puesto bastante cachonda. Sus manos fuertes y callosas, como las del hombre de mar que era, habían recorrido mi piel con una combinación de rudeza y delicadeza que me tenía encantada.
Así que, rogando al cielo no estar cometiendo un error, acepté el ofrecimiento.
Sin embargo, por supuesto que fue un error; el muy cerdo no pudo evitar rozar mis senos con sus dedos. Aquello era una locura porque aquella zona es tan sensible, al menos para mí, que pese a lo incomodo de la situación, mi cuerpo estaba poniéndose más y más cachondo.
Mientras la manos de mi suegro volvían a colocarme el bloqueador, vigilé cuidadosamente que no se acercaran demasiado a mis tetas. Pero el muy cabrón volvió a hacerlo, y no tardé en sentir sus dedos de nuevo sobre la orilla de mis tetas, hasta que de pronto sentí cómo uno de sus pervertidos dedos se deslizaba bajo mis tetas para acariciar brevemente uno de mis pezones.
Aquello fue demasiado obvio, así que me puse de pie cubriéndome los senos con los brazos, molesta – o simulando molestia, ya no lo sé – y le dije que se había sobrepasado. Él alzó las manos, defendiéndose, y aseguró que sólo estaba colocándome el bloqueador.
– Me voy – le dije, dándole la espalda.
– ¿No esperarás a que termine?
Giré hacia él, cuestionándole con la mirada.
– ¿Hablas en serio?
Él sólo alzó los hombros, despreocupado.
Yo estaba exasperada, y así lo mostré con mis movimientos y gestos.
Parecía como si él realmente creyera que nada malo había sucedido ahí.
Sin embargo, él insistió en su “inocencia”, y lo hizo de tal forma que logró hacerme “recapacitar”, y tomar la terrible decisión de dejarle continuar, sólo que esta vez de pie.
Él terminó de colocarme el bloqueador en la espalda, con toda normalidad, sin acercarse esta vez a mis tetas.
– Voltéate – dijo, y yo obedecí de mal modo.
Entonces, se colocó en la mano un poco más de bronceador y me lo colocó en los hombros. Así, volví a sentir sus manos gruesas acariciándome, y haciendo crecer mi excitación.
Él me miraba a los ojos, y yo decidí hacer lo mismo; era realmente increíble cómo ahí, en pleno patio de la madre de mi esposo, yo estaba sintiéndome tan atraída por aquel hombre: mi suegro.
Sabía que tenía que irme, pero él seguía tocando mis hombros de una manera tan provocativa que sólo pude acercarme más y más.
Dejé caer mis brazos, rendida, mostrándole las tetas, y seguí acercándome a él y él a mí hasta que nuestros rostros estuvieron tan próximos que no tuvimos más remedio que besarnos.
Y así fue como cerré los ojos, disfrutando sus labios chocando contra los míos.
“¡Joder, qué estás haciendo! ¡Joder, qué estás haciendo! ¡Joder, qué estás haciendo!”, pensaba, mientras era incapaz de detenerme.
Entonces me rodeó con los brazos, que me alzaron con facilidad mientras no parábamos de besarnos. El sabor de sus labios eran simplemente perfecto, demasiado masculinos y fuertes. El bajó sus manos hasta mis nalgas, cargándome, y yo le rodeé la cintura con mis piernas, metiendo mi lengua en su boca mientras mis tetas desnudas se repegaban a su pecho peludo.
Avanzando con facilidad, se acercó a las escaleras de la alberca y comenzó a sumergirse conmigo. Ahí, entre juegos, seguimos besándonos y, aprovechando que el agua estaba hasta su cintura, metí la mano bajo el agua y busqué por primera vez su verga.
– ¡La tienes grande! – no pude evitar decirle, un tanto desinhibida por el alcohol pero también por los nervios que me provocaban mi cada vez más intensa excitación.
– ¿Te gusta? – preguntó.
– Aún no lo sé – dije, coqueta, antes de que él volviera a atraerme hasta su boca.
Cobrándose mi descaro, Román ya no tuvo dudas para apretujar mis nalgas y mis tetas. Yo tampoco le ponía límite alguno, y estaba tan cachonda que sólo me preguntaba en qué momento lo tendría dentro de mí.
Sin embargo, un sonido repentino nos asustó a ambos; afuera, tras los muros, el motor de un coche se escuchó.
– Son los vecinos – me tranquilizó – acaban de volver.
– ¡No podemos estar aquí! – dije – Nos verán.
Él no rechistó, y salió de la alberca, directo a la casa, por la entrada de la sala. Yo salí igualmente, pero antes fui a tomar una toalla para cubrirme las tetas con ella y secarme en el camino.
Sin embargo, apenas crucé la puerta, me lo encontré a él, con otra toalla a su cintura. Me rodeó con sus brazos y volvimos a besarnos, tan pegados que podía sentir su endurecido miembro chocando contra mí.
Nos besamos durante varios segundos, hasta que una de mis manos se deslizó entre las telas de la toalla.
Tal y como lo imaginaba, Román se había quitado su short de baño y ahora su verga grande y dura permanecía libre bajo la tela. La acaricié durante varios segundos, imaginando todo el placer que un tronco como aquel podía darme.
La estaba saboreando con la palma de mis manos, mientras el besaba mi boca y mi cuello.
Entonces, no pude resistir más el deseo. Yo sabía que lo que estaba a punto de hacer era un error grandísimo, pero, ¿acaso no habíamos llegado demasiado lejos?
Me dejé caer de rodillas ante él, y yo misma desatoré la toalla de su cintura hasta dejarla sucumbir hasta el suelo. Ante mis ojos, a centímetros de mí, apareció su verga desnuda: un verdadero ejemplar, largo y grueso, mejor que el de mi marido sin duda, y tan endurecido que parecía apuntar hacia mí.
Alcé mis ojitos, como si estuviese pidiéndole permiso. Él sonrió y, por toda respuesta, me acarició la mejilla con su mano antes de llevar sus dedos a mi nuca y atraer él mismo mi cabeza hacia su tronco.
¡Qué delicioso! Nunca me había tragado una verga de aquel tamaño; por más que abrí la boca apenas pude engullir dos tercios de su falo, con el que me atragantó de inmediato provocándome algunas arcadas.
Él me liberó después, dejándome toser un par de veces, pero enseguida volvió a llevarme contra su verga, que cada vez entraba más profundo en mi garganta.
Hizo aquello unas cuantas veces más, hasta que me permitió continuar solita. Entonces me di a la tarea de mamar aquella verga con toda libertad.
No sabía ni por dónde empezar, era tan imponente que sólo se me ocurría intentar tragármela completa una y otra vez. Sin embargo, después decidí ponerle un poco de creatividad, y comencé a lamerle el tronco por fuera, desde su glande hasta la base de su tronco.
Él sólo me animaba acariciándome el cabello y los cachetes, mientras yo comenzaba ya a besarle los testículos y a llevarme cada una de sus peludas bolas a la boca.
Estaba tan excitada – y un poco alcoholizada – que no quería perder la oportunidad de disfrutar cada centímetro de aquel imponente pene.
Abandoné sus huevos y volví a su grueso tronco; del orificio de su pene ya habían salido chorritos de líquido seminal que mezclaron sabor y textura con mi saliva, y que sirvieron como lubricante para que me pudiera tragar por fin su verga entera.
Así que seguí chupándolo una y otra vez hasta que él mismo me detuvo para que me pusiera de pie. Obedecí en el acto, y él recibió mi boca con la suya, mientras sus manos gruesas y fuertes volvían a apoderarse de mi juvenil culito.
Nunca antes alguien había apretujado mis nalgas de aquella manera; era capaz de acariciarlas con delicadeza al mismo tiempo que sentía como si me las fuera a arrancar.
Pronto deslizó sus gruesos dedos bajo la indefensa tela de mi traje de baño de faldita, y no tardé en sentirlos introducirse por el canal que se formaba entre mis nalgas, hasta que uno de ellos llegó a acariciar mi humedecido coño.
Entonces, sacó su mano y se llevó aquel dedo directo a la boca, saboreando mis jugos vaginales como si fueran la más dulce miel que había probado. Ver eso hizo que la concha se me hiciera agua.
Vi su rostro cayendo, mientras se ponía de cuclillas. Inmediatamente tomó las orillas de mis braguitas y las deslizó con urgencia hasta quitármelas y lanzarlas al sillón más cercano.
Ahora estaba completamente desnuda ante él; mis piernas temblaban tan sólo de pensar en todo lo que estábamos cometiendo él y yo.
No obstante, mi suegro parecía muy seguro de lo que hacía. Tomó una de mis piernas y la elevó sobre uno de sus hombros. Yo me sostuve de su espalda para no caer, al tiempo que él dirigía su boca a mi conchita, abierta y completamente a su disposición.
Lo primero que sentí fue su lengua tratando de entrar con fuerza en mi, abriéndose paso entre mis labios vaginales, sensibles y deseosos de placer.
Siguió besándome el coño, con soltura, incluso cierto profesionalismo, pues me provocaba sensaciones que ni siquiera sabía que fueran posibles.
Una serie de gemidos cada vez más intensos comenzaron a surgir involuntariamente de mi boca.
Yo sólo podía concentrarme en no caer al perder las fuerzas ante aquellas sensaciones; pero él me sostenía fuertemente para que yo no perdiera el equilibrio. Mis manos apretaban sus hombros y sus cabellos, transmitiéndole el placer que su boca estaba induciendo entre mis piernas.
Sólo se detuvo unos segundos para decirme lo delicioso que era mi coño; yo no pude ni contestarle, así que sólo me vio gimiendo con mi cara de guarra, mordiéndome los labios.
Sonrió al verme y después volvió a la faena de enloquecerme con su lengua.
Para entonces yo estaba completamente rendida, aquel hombre me estaba proporcionando un placer increíble y lo único que yo quería era más y más.
En determinado momento, él mantuvo sus movimientos en cierto punto, en el que notó que mis gemidos se identificaban. Aquella estrategia provocó en mi un placer terrible, concentrado en un solo punto, que me hizo rogarle entre gritos que parara.
– ¡Yaaaa cabrrróonn! Me estás volviendo loca – grité, lanzándole manotazos en la espalda.
Sólo así me soltó; y yo lo miré con cierto reproche, y le jalé suavemente los cabellos a modo de regaño. Él únicamente sonrió complacido y se puso de pie.
Se dirigió a mi rostro directamente y yo lo recibí con un beso, no importándome el sabor a coño que emanaba de entre sus labios.
Sus manos jugaron con mis tetas durante aquel largo beso, mientras las mías buscaron curiosas su tronco; cuando encontré su verga, la apretujé suavemente y quedé sorprendida ante la dureza que aún mantenía.
Entonces decidí que no podía esperar más y avancé hacía la esquina del sofá, donde me coloqué de rodillas sobre los asientos; estaba tan deseosa de tenerlo adentro que abrí las piernas lo más que pude, exponiendo totalmente mi concha.
Jamás me había sentido tan puta como entonces, con mi rajita completamente expuesta y mojada, deseosa de verga. Me apenó pensar en lo bajo que estaba cayendo, pero es que realmente lo estaba disfrutando.
Arrodillada sobre el sofá, mantenía mi culo completamente abierto, preguntándome qué dirían mi esposo y mi suegra si pudieran ver lo que ocurría en ese instante.
Algo nerviosa, escuchaba cómo Román se acercaba tras de mí, mientras recordaba cómo hacía unos segundos había mamado aquel pedazo de carne que le colgaba de entre las piernas.
Estaba segura que el pene de mi suegro no sólo era más largo y grueso, sino que tenía unas venas marcadas que seguro serían una delicia dentro de mi coñito.
Sentí su calor detrás de mí, pero preferí mantener la vista al frente a la espera de que su verga me partiera en dos.
Sin embargo, en lugar de la punta de su pene, fue su boca y su lengua lo que comencé a sentir de nuevo sobre la zona externa de mi raja.
Román besaba, lamía y me penetraba con su lengua de una forma tan magistral que pronto volví a suspirar agitadamente ante el torbellino de placer que comenzaba a instalarse entre mis piernas.
Mi suegro dejó un momento mi coño y comenzó a besar y admirar mis nalguitas; sólo entonces me atreví a girar la vista y me crucé con sus ojos, que acechaban graciosamente detrás de mi culo.
– Tienes un cuerpo fabuloso – dijo él, haciéndome enrojecer de pena.
Entonces volvió a provocarme sensaciones con su boca sobre mi coño, al tiempo que sus manos apretujaban cada vez con más fuerza mis nalgas y caderas.
En determinado momento intenté separar mi culito de su rostro, pero Román me sostenía con tal fuerza que era imposible sacar su lengua del interior de mi coño.
Tanto placer me estaba volviendo loca, era increíble cómo aquel sexo oral podía ser tan bueno y tan distinto que los de mi marido, que ya de por sí me parecían magníficos.
– ¡Ya! ¡Yaaaa por favooor! – rogaba, pero mi suegro no paraba ni un segundo.
Comencé a retorcerme inútilmente, pero sólo lograba que él me sostuviera con más fuerza e incluso llegué a sentir la punta de su nariz rozando constantemente con la entrada de mi ano, por lo que podía sentir sus respiraciones cálidas directo sobre mi apretado ojete.
Entonces no pude más y me corrí, me corrí como una verdadera zorra, gritando y gimiendo con fuerza ante el delicioso placer que mi suegro me estaba regalando con su experimentada boca.
Me corrí en su boca, con un poco de líquido surgiendo de mi conchita que palpitaba y se retorcía de un placer que duró segundos. Él no dejó de lamerme ni un segundo, como si disfrutara beber aquel brebaje de jugos vaginales que surgían de mi rajita.
Después su boca se alejó y mientras mi coño aún vibraba de excitación, tras aquel orgasmo, Román dirigió sus labios contra la arrugada zona externa de mi ano, donde su lengua empujaba una y otra vez, intentando penetrar la rugosa entrada de mi culo.
– Ahí no, ¡ahí no por favor! – dije, cuando logré recobrar el sentido.
Entonces, por toda respuesta, sentí la pesada mano de Román caer sobre una de mis nalguitas.
– Va a ser por donde yo diga, putita – dijo, con una voz gruesa y autoritaria.
Yo giré para insistir en que mi culito debía permanecer intacto; entonces él me tomó del cabelló y me jaló la cabeza hacia atrás.
Acercó su boca hacia mi oído, entre mis quejidos de dolor:
– Te lo diré ahora para que lo sepas: después de follarte por el coño te voy a romper ese lindo culito. Punto.
Yo me quedé helada, sin saber que decir. Me soltó los cabellos y se alejó de mí.
Entonces se incorporó y, colocándose rápidamente tras de mí, apuntó la punta de su falo a mi coñito y me penetró de golpe hasta enterrarme su verga por completo.
Apenas me estaba recuperando de la primera embestida – que había hecho que mi espalda se doblara de dolor – cuando sentí su verga deslizarse hacia fuera para volver a introducirse de nuevo contra el fondo de mi coño.
Y así, en segundos, yo no era más que una muñequita de trapo salvajemente follada por aquel maduro vergudo y viril que era mi suegro.
Resultaba delicioso sentir su grueso tronco machacando mi coño, que tan ansioso había estado de algo como aquello. Mis gemidos comenzaron a escapar a trompicones de mi boca.
Mientras me follaba, sus manos me lanzaban constantemente fuertes palmadas contra mis nalgas, por lo que el sonido de los manotazos sobre mi piel se combinan en armonía con mis gritos y gemidos de alocado placer.
– ¿Te gusta? – me preguntó, sin dejar de embestirme.
– ¡Sí, sí! – dije, con absoluta sinceridad – Me estás cogiendo bien rico, me encanta.
Escuchar aquello debió motivarle, pues sentí de pronto una aceleración en sus movimientos, tanto que él mismo parecía gemir de placer tanto como yo.
– ¡Sigue, sigue! – gritaba yo, siempre que mis gemidos me lo permitían,
Ya ni siquiera me acordaba de que mi culito estaba condenado a ser follado, pues el placer que las embestidas sobre mi concha provocaban nublaba todos mis pensamientos.
El me seguía lanzando nalgadas, me apretujaba las tetas, me pellizcaba suavemente los pezones y se acercaba a mis oídos para decirme guarradas, todo mientras no paraba de follarme.
Yo también movía mis caderas, tratando de sincronizar sus movimientos con los míos, para que su verga saliera más fácil y más rápido de mi rajita.
A veces él se cansaba y se detenía, pero yo seguía moviéndome para que mi concha no dejara de tragarse una y otra vez aquel tronco.
¡Qué nuerita tan putita me tocó! – dijo, mientras permitía que yo me moviera sola.
Yo respondí a aquello moviéndome más rápido, apretando mi conchita, hasta que lo hice suspirar de goce. Entonces él volvió a moverse, y ambos nos fundimos en una serie de meneos rápidos que nos hicieron sudar.
– Así, apretadita tu conchita, ¡muévete, muévete Rosita! – me ordenaba, mientras yo trataba de mover mis caderas más rápido, clavándome lo más ágilmente aquel tronco que me tenía ensartada.
A veces su pene se salía de mi conchita, pero entonces él me sostenía de las nalgas, me colocaba hábilmente en posición y me la volvía a enterrar hasta el fondo. Un par de veces dejé que su verga se saliera a propósito, con tal de sentir cómo me volvía a partir en dos.
Posteriormente cambiamos de posición, él se sentó en el sofá y yo me coloqué de frente, encima de él, y comencé a saltar sobre su tronco apenas me lo metió en la raja.
Mientras yo gozaba con su verga, su boca y su lengua jugueteaban con mis pechitos y mis pezones; era terriblemente excitante sentir aquel placer combinado, uno que venía desde entre mis piernas y otro que fluía de mis senos.
De vez en cuando paraba, o disminuía el ritmo, pero Román siempre se encargaba de seguir moviéndose para que mi conchita no dejara de recibir su falo.
Cambiamos de posición varias veces; durante un momento me hizo ponerme de pie, y yo me pare de puntitas, abriendo mis nalguitas para que su verga pudiera penetrarme. Me gustaba, porque cuando perdía las fuerzas podía sentir como su tronco sostenía mi peso.
Después me recosté sobre el sofá, en medio, de tal manera que pude abrirme bien de piernas para que él se deslizara sobre mí y me penetrara, mientras nuestras bocas se buscaban para fundirse en un beso.
Lo bueno de aquella posición es que podía sentirlo más dentro de mí, con su verga gruesa y dura llegando hasta el tope de mi conchita.
Fue en ese momento cuando se detuvo, sacó su pene de mi interior y me alzó las piernas, de manera que la entrada de mi culito fuera más visible.
– ¡No! – comencé a rogar – No, Román, otro día, te lo prometo.
– Será hoy – dijo él, resuelto.
Yo seguí insistiendo, pero sus brazos fuertes y sus gruesas manos me sostuvieron bien de las piernas, y yo seguía tan excitada que, en el fondo, aquello me causaba más curiosidad que terror.
Por eso no rechisté más cuando sentí su jugosa boca besando la entrada de mi culo, y su lengua tratando de penetrar a través de mi ano. Cuando determinó que mi culito estaba listo, la punta de su polla se apoyó en mi arrugado ojete y comencé a sentir los primeros esfuerzos de penetración.
– ¡Joder! ¡Joder Román, me duele! ¡Me duele, por favor…!
Pero él no paraba, aunque su rostro mostraba cierta concentración; no debía ser fácil romperme la colita por primera vez, y más aún sin otro lubricante que su saliva y la humedad de su verga. Aunque aquello era más dolor que placer, me sentía tan relajada que pronto pude tolerarlo.
Mi suegro se detuvo cuando la mitad de su tronco ya estaba dentro de mí; se acercó a mi boca y buscó descanso en mis labios, que lo recibieron con un montón de besos.
– ¡Qué apretada colita tienes! – dijo él, besándome después las tetas.
Yo solté una risita, después le acaricié el rostro, decidida, y le dije:
– Termina de follarme ya.
Así lo hizo. Volvió a la faena y su tronco siguió avanzando lentamente entre las paredes apretadas de mi recto. Poco a poco mi culito se iba relajando, y la penetración iba facilitándose.
Y así, llegó al fondo, o hasta donde su verga se lo permitía. La sensación de tener un pedazo de carne como aquel dentro de mi es indescriptible; era como si su calor y el mío se fundieran, mi cuerpo apretaba tanto que parecíamos uno solo.
Ni él ni yo dijimos nada cuando el olor un poco desagradable de mi culo comenzó a notarse; a mí, personalmente, me excitó un poco.
Apenas podía creer lo que estaba sucediendo; estaba engañando a mi marido con el propio esposo de mi suegra, y encima le había permitido romperme el culo por primera vez.
– Ahora va hacia afuera, Rosita – anunció mi suegro.
Yo me preparé para sentir su verga moverse nuevamente dentro de mi recto, pero fue mucho más sencillo, y más simple aún fue volverlo a sentir adentrándose en mi cuando volvió de regreso. Había comenzado a taladrarme el ojete.
Era doloroso aún, pero poco a poco se iba abriendo camino una extraña sensación de placer. Era como si los movimientos de su tronco en mi culo tuvieran conexión directa con las terminales nerviosas que provocaban placer en mi cabeza.
Para cuando me di cuenta, Román ya metía y sacaba su verga de mi culo con la misma velocidad con la que me follaba por el coño.
El placer me hizo gemir cada vez más alto, hasta que sólo me dediqué a gritar como una loca cada vez que sentía su tronco meterse de lleno en mi recto.
– ¡Aaaay, aaaaaay, queeee riccccooooo! – gritaba yo, mientras el me sostenía de la cintura, sin dejar de culearme.
Mis manos iban de un lado a otro, desesperadas ante tanto placer; a veces mis dedos apretaban la tela del sofá, y otras veces rasguñaban el cuerpo de aquel maduro.
Él también gemía más intensamente, puesto que mi culito apretaba más fuerte que mi conchita. Supongo que por ello no tardó en correrse.
Lo hizo dentro de mí, sentí su cuerpo contraerse de repente, y gritó mi nombre al tiempo que apretaba mis tetas con sus manos.
Yo gemí de verdadero placer cuando sentí la primera descarga de cálida leche que reventaba dentro de mi culo, salpicando en las entrañas de mi recto.
– ¡Ahí! ¡Ahí está tu lechita Rosita! – dijo él, antes de que una segunda carga de esperma saliera de su verga.
– ¡Román! ¡Qué rico joder!
Su verga tardó unos segundos aún en perder tamaño, así que nos fundimos en un beso mientras lo tenía aún clavado en mí.
Desde aquella ocasión, le pongo tantas veces el cuerno a mi marido como puedo, y no sólo con Román – con quien me he vuelto a encontrar a escondidas de nuestros esposo en cinco ocasiones – sino con cualquier hombre dispuesto a darme una buena culeada y soltar su leche en mi colita.
Gracias por leer mi relato.
Francamente yo soy muy cachonda, a mis 23 años de edad, pero es que durante mi noviazgo con Alejandro él tenía tanta energía sexual que yo estaba segura que no me faltaría más hombre que él. ¡Qué equivocada estaba!
No importaba ningún esfuerzo de mi parte, pues él siempre hallaba la manera de dejar el sexo para después. A veces nos besábamos en la cama, y él paraba de repente, argumentando siempre que tenía prisa por llegar a su trabajo.
En varias ocasiones, de hecho, yo me desperté temprano para deslizarme bajo las sábanas y despertarlo con una mamada que le endurecía la verga antes incluso de abrir los ojos.
Pero ni siquera eso funcionaba siempre, y no fueron pocas las veces que sólo me agradecía la felación y se paraba para darse una ducha, dejándome el coño chorreando de deseo.
En medio de aquella situación, un fin de semana largo, en el que no habría labores ni lunes ni martes, decidimos visitar a mi suegra, doña Leticia, una mujer de alrededor de 55 años, bastante conservadora y de firmes creencias religiosas.
Viuda y con 55 años de edad, ella es actualmente una mujer muy guapa, pese a su porte centrado, razón por la que me imagino que no le costó trabajo volver a casarse con un hombre incluso más joven que ella: Román, un hombre maduro, de unos 50 años de edad, y bastante atractivo a decir verdad.
Sus músculos, según sé, son el resultado de su trabajo como tripulante durante 30 años de buques camaroneros.
Aunque actualmente es dueño de varias tiendas de abarrotes, a las que sólo se dedica a administrar por las noches, es evidente que sus brazos siguen teniendo mantenimiento durante sus visitas al gimnasio.
Como habrán notado yo tenía, desde que lo conocí, una fascinación y extraña atracción por aquel hombre, que me doblaba en edad por mucho y que, además, era el esposo de mi suegra.
Por más varonil que era aquel sujeto, era evidente que, al igual que yo, su matrimonio debía haber sido una decepción. Por mejor cuerpo que mi suegra tuviera, estaba claro que no había forma de calentarla en la cama, por su actitud fría y seria. Aquella frustración se notaba en el porte serio y derrotado de Román.
El caso es mi marido y yo llegamos el viernes en la tarde. Después de los saludos de rigor y acomodarnos en nuestra habitación, bajamos a la cena durante la cual mi suegra le pidió a mi esposo que la acompañara al día siguiente a revisar unos terrenos que ella quería comprar.
Aunque mi esposo es arquitecto – y no auditor de bienes raíces – este no pudo más que aceptar ayudarla; sin embargo, escuchar aquello hizo que Román rompiera por fin el silencio.
– ¡Ya te he dicho que esos terrenos son fraude! Ni siquiera aparecen en el registro público, te lo digo mujer: es una trampa del tamaño del mundo.
En una sana discusión, Doña Leticia respondió que los terrenos eran “hermosos y perfectos” para una casa más amplia; me ruboricé un poco cuando añadió que era necesario un amplio jardín considerando “a nuestros futuros nietos”.
“Quizá si le dice a su hijo que me folle más a menudo”, pensé, mientras le regalaba una apenada y bastante mal actuada sonrisa.
La discusión duró algunos minutos más, y al final – sin que yo hubiera puesto mucha atención, en realidad – se decidió que sólo la señora y su hijo irían.
Por la noche, pregunté a mi marido cuál era el motivo para dejarme, y él sólo supo argumentar cosas como “está muy lejos”, “será cansado” y “es una tontería”.
Al día siguiente, por la mañana, mi marido me despertó con un beso; yo sonreí ante aquella sorpresa, así que le respondí con otro hasta que terminamos comiéndonos a besos sobre la cama de visitantes de la casa de su madre.
Aquello me puso bastante cachonda, y pronto mi coñito comenzó a humedecerse ante la idea de – por fin tras semanas de cero acción – tener una buena follada.
Pero, para mi desgracia, Alejandro miró el reloj y se paró de inmediato.
– ¡Joder! Ya es tarde y debo bañarme antes.
– Alejandro… – lo detuve
– ¿Qué?
– ¡¿Qué?! ¿Me piensas dejar así?
El giró los ojos.
– Regresaré, no seas exagerada.
Yo solté una risita de indignación y volví a acostarme.
– ¡Esas cosas no se hacen! – grité, cuando él entraba a la ducha.
Así fue como, media hora después, vi el auto de mi esposo alejándose con mi suegra hacia la carretera principal.
Después de darme un baño, bajé a desayunar y me encontré con Román.
Me quedé sin habla cuando lo vi acercarse a mí, sin playera y con un short para bañarse que mostraban perfectamente la fortaleza y gran tamaño de sus piernas y brazos. Era un hombre velludo, pero cuyos pelos canosos contrastaban con su bien formado cuerpo. Además, olía a ese olor característico de un verdadero hombre.
Me saludo de beso, y me dijo que ese día aprovecharía para disfrutar de la alberca.
Me invitó, pero yo le dije que prefería descansar y leer en la sala.
“¡Joder! – pensé, cuando lo vi alejarse – ¿me invitas a la alberca y crees que no me doy cuenta de cómo me desnudas con la mirada”
Y francamente era verdad; siempre que ambas parejas nos reuníamos, mi suegro tenía la terrible costumbre de aprovechar cualquier instante para verme las tetas y el culo que, aunque no son las mejores del mundo, algo tendrán para que aquel sujeto se la pase viéndome.
Así leí durante 40 minutos, en los cuales vi a Román entrar por una botella de ron, refresco de cola y limones, así como cubitos de hielo del congelador.
Tras otros minutos leyendo, sentí la necesidad de estirar las piernas y, de paso, ver qué estaba haciendo Román.
Hacia tanto silencio que hasta me temí que se hubiera ahogado borracho en la alberca.
Pero no fue así, tranquilo a la orilla de la piscina, aquel hombre bebía tranquilamente su copa.
Lo saludé y me senté en una silla de ratán, y comenzamos a hablar sobre el clima.
Durante la charla, él me ofreció una cuba libre, que yo rechacé de inmediato; él no objetó, pero tras unos minutos de más charla amena, volvió a ofrecerme y, por alguna razón, sentí que no había más remedio que acercarme y aceptarle la copa.
– Pero sólo una – advertí, quitándome las sandalias y sentándome en la orilla de la piscina, con los pies y tobillos bajo el agua.
Mientras bebíamos, me dijo que el agua estaba deliciosa y que “sería un desperdicio no aprovechar el buen tiempo”. Yo no estaba segura si aceptar meterme a la alberca con aquel hombre; especialmente tratándose de mi suegro político. Sin embargo, con su excelente poder de convencimiento y el hecho de que la alberca, efectivamente, se veía y sentía genial, pensé: “Bueno, ¿por qué no?”.
Así que me terminé la cuba y subí a la habitación, donde tomé mi traje de baño que había traído “por si las dudas”; se trataba de uno bastante usado, de dos piezas, estampado de animal print en la parte superior y rosado con una especie de olán que da la apariencia de tener una faldita a la cintura.
Pase varios minutos pensando si era mejor ponerme short, e incluso una playera, considerando que se trataba de mi suegro y estábamos solos. Sin embargo, al final decidí que no había que perder la cabeza. Si el viejo quería verme el cuerpo, pues que me lo viera, pero realmente me apetecía nadar cómoda.
Mientras caminaba hacia la piscina, vi cómo Román me esperaba con otra cuba y me observaba sin ocultar en absoluto su morbo.
“Será la única vez que me mires el culo – pensé, aunque sin estar molesta realmente – Una vez que entre a la piscina me la pasaré nadando libremente”.
Así que, para no permitirle ni un segundo más de espectáculo,
– Creí haberte dicho que sólo una – le dije, seria pero con una sonrisa.
Él insistió, y yo fui lo suficientemente estúpida como para aceptársela.
– ¡La última! – reiteré.
– Trato hecho – dijo él, aunque no me convenció mucho.
Comenzamos a platicar, y yo nadé de aquí para allá mientras me tomaba la copa. El alcohol ya había hecho sus primeros efectos, así que si bien no estaba borracha, sí me encontraba más relajada.
Así, entre platica y platica, Román y yo comenzamos a hablar de nuestras vidas maritales y, después, poco a poco, de nuestras expectativas personales.
¿Recuerdan cuando dije que la segunda cuba era la última? Pues me equivoqué, y terminé aceptando una tercera.
De alguna manera, Román me convenció de que hacía falta colocarme bronceador, aduciendo que el sol era muy intenso. Yo acepté, pese a algunos pensamientos llamando a la cordura que todavía deambulaban por mi mente.
– Tienes un bonito cuerpo – dijo Román, con lo poco que le quedaba de rectitud, mientras sus manos masajeaban mi espalda y mis hombros.
Yo estaba recostada boca abajo, sobre una toalla, de modo que era imposible saber qué tanto me estaba viendo las nalgas aquel sujeto.
En determinado momento, con una voz distinta, más seductora, Román ofreció colocarme el bronceador en mi espalda, lo que implicaba – así lo dijo – “desatar los tirantes” del sostén del traje de baño, supuestamente para no mancharlos y porque quería enseñarme “un masaje fenomenal” que había aprendido en un viaje de su juventud a Brasil.
Realmente no voy a mentirles, pude haberle dicho que no y ¡zaz!, se acabó, pero las manos de aquel hombre sobre mi espalda – combinadas con las tres cubas – ya me habían puesto bastante cachonda. Sus manos fuertes y callosas, como las del hombre de mar que era, habían recorrido mi piel con una combinación de rudeza y delicadeza que me tenía encantada.
Así que, rogando al cielo no estar cometiendo un error, acepté el ofrecimiento.
Sin embargo, por supuesto que fue un error; el muy cerdo no pudo evitar rozar mis senos con sus dedos. Aquello era una locura porque aquella zona es tan sensible, al menos para mí, que pese a lo incomodo de la situación, mi cuerpo estaba poniéndose más y más cachondo.
Mientras la manos de mi suegro volvían a colocarme el bloqueador, vigilé cuidadosamente que no se acercaran demasiado a mis tetas. Pero el muy cabrón volvió a hacerlo, y no tardé en sentir sus dedos de nuevo sobre la orilla de mis tetas, hasta que de pronto sentí cómo uno de sus pervertidos dedos se deslizaba bajo mis tetas para acariciar brevemente uno de mis pezones.
Aquello fue demasiado obvio, así que me puse de pie cubriéndome los senos con los brazos, molesta – o simulando molestia, ya no lo sé – y le dije que se había sobrepasado. Él alzó las manos, defendiéndose, y aseguró que sólo estaba colocándome el bloqueador.
– Me voy – le dije, dándole la espalda.
– ¿No esperarás a que termine?
Giré hacia él, cuestionándole con la mirada.
– ¿Hablas en serio?
Él sólo alzó los hombros, despreocupado.
Yo estaba exasperada, y así lo mostré con mis movimientos y gestos.
Parecía como si él realmente creyera que nada malo había sucedido ahí.
Sin embargo, él insistió en su “inocencia”, y lo hizo de tal forma que logró hacerme “recapacitar”, y tomar la terrible decisión de dejarle continuar, sólo que esta vez de pie.
Él terminó de colocarme el bloqueador en la espalda, con toda normalidad, sin acercarse esta vez a mis tetas.
– Voltéate – dijo, y yo obedecí de mal modo.
Entonces, se colocó en la mano un poco más de bronceador y me lo colocó en los hombros. Así, volví a sentir sus manos gruesas acariciándome, y haciendo crecer mi excitación.
Él me miraba a los ojos, y yo decidí hacer lo mismo; era realmente increíble cómo ahí, en pleno patio de la madre de mi esposo, yo estaba sintiéndome tan atraída por aquel hombre: mi suegro.
Sabía que tenía que irme, pero él seguía tocando mis hombros de una manera tan provocativa que sólo pude acercarme más y más.
Dejé caer mis brazos, rendida, mostrándole las tetas, y seguí acercándome a él y él a mí hasta que nuestros rostros estuvieron tan próximos que no tuvimos más remedio que besarnos.
Y así fue como cerré los ojos, disfrutando sus labios chocando contra los míos.
“¡Joder, qué estás haciendo! ¡Joder, qué estás haciendo! ¡Joder, qué estás haciendo!”, pensaba, mientras era incapaz de detenerme.
Entonces me rodeó con los brazos, que me alzaron con facilidad mientras no parábamos de besarnos. El sabor de sus labios eran simplemente perfecto, demasiado masculinos y fuertes. El bajó sus manos hasta mis nalgas, cargándome, y yo le rodeé la cintura con mis piernas, metiendo mi lengua en su boca mientras mis tetas desnudas se repegaban a su pecho peludo.
Avanzando con facilidad, se acercó a las escaleras de la alberca y comenzó a sumergirse conmigo. Ahí, entre juegos, seguimos besándonos y, aprovechando que el agua estaba hasta su cintura, metí la mano bajo el agua y busqué por primera vez su verga.
– ¡La tienes grande! – no pude evitar decirle, un tanto desinhibida por el alcohol pero también por los nervios que me provocaban mi cada vez más intensa excitación.
– ¿Te gusta? – preguntó.
– Aún no lo sé – dije, coqueta, antes de que él volviera a atraerme hasta su boca.
Cobrándose mi descaro, Román ya no tuvo dudas para apretujar mis nalgas y mis tetas. Yo tampoco le ponía límite alguno, y estaba tan cachonda que sólo me preguntaba en qué momento lo tendría dentro de mí.
Sin embargo, un sonido repentino nos asustó a ambos; afuera, tras los muros, el motor de un coche se escuchó.
– Son los vecinos – me tranquilizó – acaban de volver.
– ¡No podemos estar aquí! – dije – Nos verán.
Él no rechistó, y salió de la alberca, directo a la casa, por la entrada de la sala. Yo salí igualmente, pero antes fui a tomar una toalla para cubrirme las tetas con ella y secarme en el camino.
Sin embargo, apenas crucé la puerta, me lo encontré a él, con otra toalla a su cintura. Me rodeó con sus brazos y volvimos a besarnos, tan pegados que podía sentir su endurecido miembro chocando contra mí.
Nos besamos durante varios segundos, hasta que una de mis manos se deslizó entre las telas de la toalla.
Tal y como lo imaginaba, Román se había quitado su short de baño y ahora su verga grande y dura permanecía libre bajo la tela. La acaricié durante varios segundos, imaginando todo el placer que un tronco como aquel podía darme.
La estaba saboreando con la palma de mis manos, mientras el besaba mi boca y mi cuello.
Entonces, no pude resistir más el deseo. Yo sabía que lo que estaba a punto de hacer era un error grandísimo, pero, ¿acaso no habíamos llegado demasiado lejos?
Me dejé caer de rodillas ante él, y yo misma desatoré la toalla de su cintura hasta dejarla sucumbir hasta el suelo. Ante mis ojos, a centímetros de mí, apareció su verga desnuda: un verdadero ejemplar, largo y grueso, mejor que el de mi marido sin duda, y tan endurecido que parecía apuntar hacia mí.
Alcé mis ojitos, como si estuviese pidiéndole permiso. Él sonrió y, por toda respuesta, me acarició la mejilla con su mano antes de llevar sus dedos a mi nuca y atraer él mismo mi cabeza hacia su tronco.
¡Qué delicioso! Nunca me había tragado una verga de aquel tamaño; por más que abrí la boca apenas pude engullir dos tercios de su falo, con el que me atragantó de inmediato provocándome algunas arcadas.
Él me liberó después, dejándome toser un par de veces, pero enseguida volvió a llevarme contra su verga, que cada vez entraba más profundo en mi garganta.
Hizo aquello unas cuantas veces más, hasta que me permitió continuar solita. Entonces me di a la tarea de mamar aquella verga con toda libertad.
No sabía ni por dónde empezar, era tan imponente que sólo se me ocurría intentar tragármela completa una y otra vez. Sin embargo, después decidí ponerle un poco de creatividad, y comencé a lamerle el tronco por fuera, desde su glande hasta la base de su tronco.
Él sólo me animaba acariciándome el cabello y los cachetes, mientras yo comenzaba ya a besarle los testículos y a llevarme cada una de sus peludas bolas a la boca.
Estaba tan excitada – y un poco alcoholizada – que no quería perder la oportunidad de disfrutar cada centímetro de aquel imponente pene.
Abandoné sus huevos y volví a su grueso tronco; del orificio de su pene ya habían salido chorritos de líquido seminal que mezclaron sabor y textura con mi saliva, y que sirvieron como lubricante para que me pudiera tragar por fin su verga entera.
Así que seguí chupándolo una y otra vez hasta que él mismo me detuvo para que me pusiera de pie. Obedecí en el acto, y él recibió mi boca con la suya, mientras sus manos gruesas y fuertes volvían a apoderarse de mi juvenil culito.
Nunca antes alguien había apretujado mis nalgas de aquella manera; era capaz de acariciarlas con delicadeza al mismo tiempo que sentía como si me las fuera a arrancar.
Pronto deslizó sus gruesos dedos bajo la indefensa tela de mi traje de baño de faldita, y no tardé en sentirlos introducirse por el canal que se formaba entre mis nalgas, hasta que uno de ellos llegó a acariciar mi humedecido coño.
Entonces, sacó su mano y se llevó aquel dedo directo a la boca, saboreando mis jugos vaginales como si fueran la más dulce miel que había probado. Ver eso hizo que la concha se me hiciera agua.
Vi su rostro cayendo, mientras se ponía de cuclillas. Inmediatamente tomó las orillas de mis braguitas y las deslizó con urgencia hasta quitármelas y lanzarlas al sillón más cercano.
Ahora estaba completamente desnuda ante él; mis piernas temblaban tan sólo de pensar en todo lo que estábamos cometiendo él y yo.
No obstante, mi suegro parecía muy seguro de lo que hacía. Tomó una de mis piernas y la elevó sobre uno de sus hombros. Yo me sostuve de su espalda para no caer, al tiempo que él dirigía su boca a mi conchita, abierta y completamente a su disposición.
Lo primero que sentí fue su lengua tratando de entrar con fuerza en mi, abriéndose paso entre mis labios vaginales, sensibles y deseosos de placer.
Siguió besándome el coño, con soltura, incluso cierto profesionalismo, pues me provocaba sensaciones que ni siquiera sabía que fueran posibles.
Una serie de gemidos cada vez más intensos comenzaron a surgir involuntariamente de mi boca.
Yo sólo podía concentrarme en no caer al perder las fuerzas ante aquellas sensaciones; pero él me sostenía fuertemente para que yo no perdiera el equilibrio. Mis manos apretaban sus hombros y sus cabellos, transmitiéndole el placer que su boca estaba induciendo entre mis piernas.
Sólo se detuvo unos segundos para decirme lo delicioso que era mi coño; yo no pude ni contestarle, así que sólo me vio gimiendo con mi cara de guarra, mordiéndome los labios.
Sonrió al verme y después volvió a la faena de enloquecerme con su lengua.
Para entonces yo estaba completamente rendida, aquel hombre me estaba proporcionando un placer increíble y lo único que yo quería era más y más.
En determinado momento, él mantuvo sus movimientos en cierto punto, en el que notó que mis gemidos se identificaban. Aquella estrategia provocó en mi un placer terrible, concentrado en un solo punto, que me hizo rogarle entre gritos que parara.
– ¡Yaaaa cabrrróonn! Me estás volviendo loca – grité, lanzándole manotazos en la espalda.
Sólo así me soltó; y yo lo miré con cierto reproche, y le jalé suavemente los cabellos a modo de regaño. Él únicamente sonrió complacido y se puso de pie.
Se dirigió a mi rostro directamente y yo lo recibí con un beso, no importándome el sabor a coño que emanaba de entre sus labios.
Sus manos jugaron con mis tetas durante aquel largo beso, mientras las mías buscaron curiosas su tronco; cuando encontré su verga, la apretujé suavemente y quedé sorprendida ante la dureza que aún mantenía.
Entonces decidí que no podía esperar más y avancé hacía la esquina del sofá, donde me coloqué de rodillas sobre los asientos; estaba tan deseosa de tenerlo adentro que abrí las piernas lo más que pude, exponiendo totalmente mi concha.
Jamás me había sentido tan puta como entonces, con mi rajita completamente expuesta y mojada, deseosa de verga. Me apenó pensar en lo bajo que estaba cayendo, pero es que realmente lo estaba disfrutando.
Arrodillada sobre el sofá, mantenía mi culo completamente abierto, preguntándome qué dirían mi esposo y mi suegra si pudieran ver lo que ocurría en ese instante.
Algo nerviosa, escuchaba cómo Román se acercaba tras de mí, mientras recordaba cómo hacía unos segundos había mamado aquel pedazo de carne que le colgaba de entre las piernas.
Estaba segura que el pene de mi suegro no sólo era más largo y grueso, sino que tenía unas venas marcadas que seguro serían una delicia dentro de mi coñito.
Sentí su calor detrás de mí, pero preferí mantener la vista al frente a la espera de que su verga me partiera en dos.
Sin embargo, en lugar de la punta de su pene, fue su boca y su lengua lo que comencé a sentir de nuevo sobre la zona externa de mi raja.
Román besaba, lamía y me penetraba con su lengua de una forma tan magistral que pronto volví a suspirar agitadamente ante el torbellino de placer que comenzaba a instalarse entre mis piernas.
Mi suegro dejó un momento mi coño y comenzó a besar y admirar mis nalguitas; sólo entonces me atreví a girar la vista y me crucé con sus ojos, que acechaban graciosamente detrás de mi culo.
– Tienes un cuerpo fabuloso – dijo él, haciéndome enrojecer de pena.
Entonces volvió a provocarme sensaciones con su boca sobre mi coño, al tiempo que sus manos apretujaban cada vez con más fuerza mis nalgas y caderas.
En determinado momento intenté separar mi culito de su rostro, pero Román me sostenía con tal fuerza que era imposible sacar su lengua del interior de mi coño.
Tanto placer me estaba volviendo loca, era increíble cómo aquel sexo oral podía ser tan bueno y tan distinto que los de mi marido, que ya de por sí me parecían magníficos.
– ¡Ya! ¡Yaaaa por favooor! – rogaba, pero mi suegro no paraba ni un segundo.
Comencé a retorcerme inútilmente, pero sólo lograba que él me sostuviera con más fuerza e incluso llegué a sentir la punta de su nariz rozando constantemente con la entrada de mi ano, por lo que podía sentir sus respiraciones cálidas directo sobre mi apretado ojete.
Entonces no pude más y me corrí, me corrí como una verdadera zorra, gritando y gimiendo con fuerza ante el delicioso placer que mi suegro me estaba regalando con su experimentada boca.
Me corrí en su boca, con un poco de líquido surgiendo de mi conchita que palpitaba y se retorcía de un placer que duró segundos. Él no dejó de lamerme ni un segundo, como si disfrutara beber aquel brebaje de jugos vaginales que surgían de mi rajita.
Después su boca se alejó y mientras mi coño aún vibraba de excitación, tras aquel orgasmo, Román dirigió sus labios contra la arrugada zona externa de mi ano, donde su lengua empujaba una y otra vez, intentando penetrar la rugosa entrada de mi culo.
– Ahí no, ¡ahí no por favor! – dije, cuando logré recobrar el sentido.
Entonces, por toda respuesta, sentí la pesada mano de Román caer sobre una de mis nalguitas.
– Va a ser por donde yo diga, putita – dijo, con una voz gruesa y autoritaria.
Yo giré para insistir en que mi culito debía permanecer intacto; entonces él me tomó del cabelló y me jaló la cabeza hacia atrás.
Acercó su boca hacia mi oído, entre mis quejidos de dolor:
– Te lo diré ahora para que lo sepas: después de follarte por el coño te voy a romper ese lindo culito. Punto.
Yo me quedé helada, sin saber que decir. Me soltó los cabellos y se alejó de mí.
Entonces se incorporó y, colocándose rápidamente tras de mí, apuntó la punta de su falo a mi coñito y me penetró de golpe hasta enterrarme su verga por completo.
Apenas me estaba recuperando de la primera embestida – que había hecho que mi espalda se doblara de dolor – cuando sentí su verga deslizarse hacia fuera para volver a introducirse de nuevo contra el fondo de mi coño.
Y así, en segundos, yo no era más que una muñequita de trapo salvajemente follada por aquel maduro vergudo y viril que era mi suegro.
Resultaba delicioso sentir su grueso tronco machacando mi coño, que tan ansioso había estado de algo como aquello. Mis gemidos comenzaron a escapar a trompicones de mi boca.
Mientras me follaba, sus manos me lanzaban constantemente fuertes palmadas contra mis nalgas, por lo que el sonido de los manotazos sobre mi piel se combinan en armonía con mis gritos y gemidos de alocado placer.
– ¿Te gusta? – me preguntó, sin dejar de embestirme.
– ¡Sí, sí! – dije, con absoluta sinceridad – Me estás cogiendo bien rico, me encanta.
Escuchar aquello debió motivarle, pues sentí de pronto una aceleración en sus movimientos, tanto que él mismo parecía gemir de placer tanto como yo.
– ¡Sigue, sigue! – gritaba yo, siempre que mis gemidos me lo permitían,
Ya ni siquiera me acordaba de que mi culito estaba condenado a ser follado, pues el placer que las embestidas sobre mi concha provocaban nublaba todos mis pensamientos.
El me seguía lanzando nalgadas, me apretujaba las tetas, me pellizcaba suavemente los pezones y se acercaba a mis oídos para decirme guarradas, todo mientras no paraba de follarme.
Yo también movía mis caderas, tratando de sincronizar sus movimientos con los míos, para que su verga saliera más fácil y más rápido de mi rajita.
A veces él se cansaba y se detenía, pero yo seguía moviéndome para que mi concha no dejara de tragarse una y otra vez aquel tronco.
¡Qué nuerita tan putita me tocó! – dijo, mientras permitía que yo me moviera sola.
Yo respondí a aquello moviéndome más rápido, apretando mi conchita, hasta que lo hice suspirar de goce. Entonces él volvió a moverse, y ambos nos fundimos en una serie de meneos rápidos que nos hicieron sudar.
– Así, apretadita tu conchita, ¡muévete, muévete Rosita! – me ordenaba, mientras yo trataba de mover mis caderas más rápido, clavándome lo más ágilmente aquel tronco que me tenía ensartada.
A veces su pene se salía de mi conchita, pero entonces él me sostenía de las nalgas, me colocaba hábilmente en posición y me la volvía a enterrar hasta el fondo. Un par de veces dejé que su verga se saliera a propósito, con tal de sentir cómo me volvía a partir en dos.
Posteriormente cambiamos de posición, él se sentó en el sofá y yo me coloqué de frente, encima de él, y comencé a saltar sobre su tronco apenas me lo metió en la raja.
Mientras yo gozaba con su verga, su boca y su lengua jugueteaban con mis pechitos y mis pezones; era terriblemente excitante sentir aquel placer combinado, uno que venía desde entre mis piernas y otro que fluía de mis senos.
De vez en cuando paraba, o disminuía el ritmo, pero Román siempre se encargaba de seguir moviéndose para que mi conchita no dejara de recibir su falo.
Cambiamos de posición varias veces; durante un momento me hizo ponerme de pie, y yo me pare de puntitas, abriendo mis nalguitas para que su verga pudiera penetrarme. Me gustaba, porque cuando perdía las fuerzas podía sentir como su tronco sostenía mi peso.
Después me recosté sobre el sofá, en medio, de tal manera que pude abrirme bien de piernas para que él se deslizara sobre mí y me penetrara, mientras nuestras bocas se buscaban para fundirse en un beso.
Lo bueno de aquella posición es que podía sentirlo más dentro de mí, con su verga gruesa y dura llegando hasta el tope de mi conchita.
Fue en ese momento cuando se detuvo, sacó su pene de mi interior y me alzó las piernas, de manera que la entrada de mi culito fuera más visible.
– ¡No! – comencé a rogar – No, Román, otro día, te lo prometo.
– Será hoy – dijo él, resuelto.
Yo seguí insistiendo, pero sus brazos fuertes y sus gruesas manos me sostuvieron bien de las piernas, y yo seguía tan excitada que, en el fondo, aquello me causaba más curiosidad que terror.
Por eso no rechisté más cuando sentí su jugosa boca besando la entrada de mi culo, y su lengua tratando de penetrar a través de mi ano. Cuando determinó que mi culito estaba listo, la punta de su polla se apoyó en mi arrugado ojete y comencé a sentir los primeros esfuerzos de penetración.
– ¡Joder! ¡Joder Román, me duele! ¡Me duele, por favor…!
Pero él no paraba, aunque su rostro mostraba cierta concentración; no debía ser fácil romperme la colita por primera vez, y más aún sin otro lubricante que su saliva y la humedad de su verga. Aunque aquello era más dolor que placer, me sentía tan relajada que pronto pude tolerarlo.
Mi suegro se detuvo cuando la mitad de su tronco ya estaba dentro de mí; se acercó a mi boca y buscó descanso en mis labios, que lo recibieron con un montón de besos.
– ¡Qué apretada colita tienes! – dijo él, besándome después las tetas.
Yo solté una risita, después le acaricié el rostro, decidida, y le dije:
– Termina de follarme ya.
Así lo hizo. Volvió a la faena y su tronco siguió avanzando lentamente entre las paredes apretadas de mi recto. Poco a poco mi culito se iba relajando, y la penetración iba facilitándose.
Y así, llegó al fondo, o hasta donde su verga se lo permitía. La sensación de tener un pedazo de carne como aquel dentro de mi es indescriptible; era como si su calor y el mío se fundieran, mi cuerpo apretaba tanto que parecíamos uno solo.
Ni él ni yo dijimos nada cuando el olor un poco desagradable de mi culo comenzó a notarse; a mí, personalmente, me excitó un poco.
Apenas podía creer lo que estaba sucediendo; estaba engañando a mi marido con el propio esposo de mi suegra, y encima le había permitido romperme el culo por primera vez.
– Ahora va hacia afuera, Rosita – anunció mi suegro.
Yo me preparé para sentir su verga moverse nuevamente dentro de mi recto, pero fue mucho más sencillo, y más simple aún fue volverlo a sentir adentrándose en mi cuando volvió de regreso. Había comenzado a taladrarme el ojete.
Era doloroso aún, pero poco a poco se iba abriendo camino una extraña sensación de placer. Era como si los movimientos de su tronco en mi culo tuvieran conexión directa con las terminales nerviosas que provocaban placer en mi cabeza.
Para cuando me di cuenta, Román ya metía y sacaba su verga de mi culo con la misma velocidad con la que me follaba por el coño.
El placer me hizo gemir cada vez más alto, hasta que sólo me dediqué a gritar como una loca cada vez que sentía su tronco meterse de lleno en mi recto.
– ¡Aaaay, aaaaaay, queeee riccccooooo! – gritaba yo, mientras el me sostenía de la cintura, sin dejar de culearme.
Mis manos iban de un lado a otro, desesperadas ante tanto placer; a veces mis dedos apretaban la tela del sofá, y otras veces rasguñaban el cuerpo de aquel maduro.
Él también gemía más intensamente, puesto que mi culito apretaba más fuerte que mi conchita. Supongo que por ello no tardó en correrse.
Lo hizo dentro de mí, sentí su cuerpo contraerse de repente, y gritó mi nombre al tiempo que apretaba mis tetas con sus manos.
Yo gemí de verdadero placer cuando sentí la primera descarga de cálida leche que reventaba dentro de mi culo, salpicando en las entrañas de mi recto.
– ¡Ahí! ¡Ahí está tu lechita Rosita! – dijo él, antes de que una segunda carga de esperma saliera de su verga.
– ¡Román! ¡Qué rico joder!
Su verga tardó unos segundos aún en perder tamaño, así que nos fundimos en un beso mientras lo tenía aún clavado en mí.
Desde aquella ocasión, le pongo tantas veces el cuerno a mi marido como puedo, y no sólo con Román – con quien me he vuelto a encontrar a escondidas de nuestros esposo en cinco ocasiones – sino con cualquier hombre dispuesto a darme una buena culeada y soltar su leche en mi colita.
Gracias por leer mi relato.
17 comentarios - Con mi suegro, la mejor culeada de mi vida.
Me dieron ganas de cogerte por el culo.😘😘
Ami el sexo hetero y el sexo anal.!
Tengo sólo 7 años mas quectu suegro.
😉
😜
😍
🤗😚😜
Besos linda
Me dejaste con ganas de hacerlo, asi que voy a partir el culito de quien pueda este mismo rato