Nos relajamos todos un rato, disfrutando de las coca-colas frías. Me pregunté que me estaba pasando. Esa mañana me había despertado con la confianza y convicción de conquistar a María, y en lugar de eso me había encontrado con un rotundo rechazo. Y de allí pasé a intimar con una chiquilla a quien ni siquiera conocía, aunque disfrutando de la mejor felación de mi vida.
[/font][/size]Estaba descolocado, y después de todo lo ocurrido tuve que afrontar la realidad de que mi atisbo de determinación en llevar las riendas de mi vida sexual había resultado en un completo fracaso.
Era un día de verano muy placentero, caluroso y húmedo, y era altamente reconfortante reposar en el jardín de la amiga de María, junto a su bonita piscina. Miré a mi izquierda, donde Tania y mi amiga de infancia tomaban el sol desnudas, posadas sobre sus antebrazos y dejando sus espaldas y traseros broncearse lentamente. Que fantástica redondez sus jóvenes culos.
A mi derecha, Lídia miraba con cierta envidia esos mismos cuerpos adolescentes. Su núbil figura era prometedora y muy pronto sobrepasaría a la de su hermana mayor en prominencia y hermosura, pero me parecía percibir en ella una cierta rabia, fruto de una competición constante y feroz entre ellas.
Lídia parecía impaciente, no dejaba de moverse. Después de lo ocurrido en el baño unos minutos antes, yo no sabía cómo comportarme con ella y evitaba cruzar su mirada. Yo seguía también desnudo, y ya sin ningún interés a intentar cubrir mis genitales. A las alturas de lo acontecido no tenía ningún sentido. La joven de vez en cuanto fijaba su mirada ahí, con casi una actitud científica, mirando desde todos los ángulos posibles sin importarle ni un pelo su indiscreción.
Al cabo de un rato, se levantó de la especie de mesita donde había estado sentada todo ese rato y me dijo:
—Bueno, voy a tomar el sol un rato yo también.
Seguidamente fue a buscar la última de las tumbonas disponibles que estaba un poco apartada y la empujó hasta colocarla cerca de mí. Sin ningún tipo de vacilación ni pudor, arrastró las braguitas de algodón que llevaba puestas hasta los pies, y las lanzó sobre la tumbona antes de acomodarse en ella completamente desnuda, como las otras chicas.
Fué un movimiento rápido, pero percibí claramente sus labios vaginales por un instante. Al tumbarse, su abultado monte de Venus sobresalía majestuoso sobre su entrepierna. Era blanquito, no creo que estuviera habituada a tomar el sol desnuda porque la diferencia de color en la piel era muy contrastada, al contrario a la de su hermana. Estaba cubierto por una fina capa de vello dorado, a juego con el resto de su cuerpo, y a diferencia de mis amigas, dudo que hiciera ningún tipo de mantenimiento estético con ellos, se veía salvaje y natural.
—¿Qué haces mocosa? —gritó Tania desde su posición al percatarse de la osadía de su hermana menor—. ¿No ves que hay un invitado? ¿Qué clase de putón eres, renacuaja?
—¡Si estáis todos en bolas! ¡Puta lo serás tú! —respondió furiosa Lídia— ¡Métete en tus asuntos y déjame en paz!
—¡Nosotros somos mayores que tú, gilipollas! —contestó Tania—. ¡Tu aún te comes los mocos! ¡Vete a jugar con tus Barbies o le digo a mamá y papá lo de los condones que confisqué en tu habitación el otro día! ¡Te las vas a cargar!
—¡Idiota, son míos! ¡Seguro que los has usado todos con tu novio, puta asquerosa! —gritó Lídia—. ¡Devuélvemelos o le cuento a mamá lo que haces aquí todo el día! ¿Están en tu habitación? Con los calcetines, seguro, como los porros que te regala tu novio —y Lídia desapareció detras de la puerta acristalada de su salón, con intención de ir a reclamar lo que era suyo.
—¡Ven aquí zorra, dónde te crees que vas! —gritó Tania, que fue detrás de su hermana menor—. ¡Ni se te ocurra entrar en mi habitación! —se la oyó gritar ya desde dentro de la casa.
Ver a ese par de hermanas pelearse así completamente desnudas me dió cierta excitación. Aunque también en parte me ponía triste ver como se insultaban y despreciaban, pero también pensé que mejor eso que una relación completamente distante e indiferente, como la que yo mantenía con mi hermano mayor. Seguro que debían tener sus buenos momentos, ya se sabe, del amor al odio…
Por su parte María observaba la escena con mucha pasividad. Estaba claro que le era familiar y sabía que esas dos se daban la vara constantemente. Cuando estuvimos solos devolvió su atención hacia mí. Casi no habíamos hablado desde que llegamos a casa de Tania y, después de todo, se suponía que éramos novios.
Su mirada me pareció distinta, definitivamente algo había cambiado. Pero unos instantes después su rostro se transformó, como saliendo de un extraño trance, y se levantó acercándose a mi tumbona. Esa diosa desnuda me miraba fijamente, tapándome la luz del sol y con una extraña sonrisa en su delicada cara.
—Me sorprende que no te hayas empalmado en todo este rato —dijo con su tono habitual—. No es a lo que me tienes acostumbrada. Ayer a esta hora ya te habías corrido dos veces —sentenció con una carcajada.
Obviamente no iba a confesar los actos acontecidos con la hermana menor de su amiga.
—¿Es por ésta actitud nueva que tienes, más lanzado? ¿Has venido pajeado de casa, o es que ya no te pongo? —dijo al mismo tiempo que se acercaba y se sentaba sobre mis piernas, a escasos centímetros de mi miembro.
Su mirada era la de la María que había aprendido a conocer esos últimos días; juguetona, sexy, provocadora, e intimidante…
—Nos tienes aquí a todas desnudas, tres chavalas de diez, en puras bolas. Eso debería ser razón suficiente para que se te ponga el mástil duro como un tronco —continuó mi amiga, ahora atrapando mi pene con sus manos—. ¿Qué te pasa, ya no te ponen mis tetas?
María empezó a pajearme con una mano y con la otra se acariciaba el cuerpo. Yo empecé a ponerme nervioso, temía que las dos hermanas volvieran en cualquier momento y me incomodaba la situación. Iba mirando hacia la puerta vigilando que no llegaran.
—No te preocupes, las conozco, tardarán un rato —afirmó María, que adivinó mi inquietud—.
Entonces, cambiando de estrategia para provocarme, cogió las braguitas que había dejado Lídia en la tumbona de al lado y las estampó en mi cara.
—Mira las braguitas de esa zorrita, ¿te gusta como huelen? —dijo viciosamente—. ¿Te gustaría follarte a esa cría? Quizá se deje, es muy putilla…
Las braguitas de Lídia olían a sexo, algo diferente al olor que conocía de María, pero era olor a coño joven, y con un ligero aroma a fresa, reminiscencia de alguna crema o perfume que usaba la chica. Con todo eso mi miembro había reaccionado y estaba ya casi completamente erecto. No le pasó por desapercibido a María.
—¡Ahá! ¡Aquí está nuestro amiguete! —continuó—. Mmm… aún estás vivo, menos mal.
Empecé a relajarme, aunque guardaba un ojo atento a si las hermanas volvieran en cualquier momento. En esos momentos María había vuelto a poner de lado las braguitas de Lídia y me acariciaba los genitales con ambas manos. Se acercó un poco más, quedando su vagina, como el día anterior en su casa, rozando con mi miembro. Me masturbaba frotando mi glande por todo su siempre mojado sexo y hacía que se introdujera ligeramente en el interior.
—¿Quieres terminar lo del autobús? ¿Quieres follarme? —continuó provocando María—. ¡Que se joda Ramón, verdad? ¡Fóllame, métela entera en mi coño! —gritó entonces, pareciendo completamente fuera de control.
Comenzó a moverse encima mío, atrapando mi pene en la entrada de su sexo, exactamente como el día anterior. Pero entonces, apartando completamente sus manos de mí, se dejó caer completamente hasta que sus redondas nalgas se posaron sobre mis ingles. Toda mi polla estaba dentro suyo, la penetración era completa. María estaba quieta sobre mí en esa posición y me miraba con firmeza.
—¿Lo ves? Mmm… toda tu polla en mi coñito, si… que grande y que apretadito se siente… ¿No quieres follarme?
Diciendo eso empezó a levantarse, y al casi salirse mi pene de su interior volvió a dejarse caer sobre mí. Me salió un suspiro que debió oírse en todo el barrio. No me lo podía creer; María, mi amor platónico, mi amiga de toda la vida, por fín, por fín estaba pasando.
Fueron tres, cuatro, cinco embestidas brutales. Su coñito se envolvía a la perfección en mi miembro y estaba tan húmeda que resbalaba con extrema facilidad. La emoción era sobrecogedora, y las sensaciones se extendían como una corriente eléctrica por mi cuerpo, de pies a cabeza.
Seis, siete, ocho veces María subió y bajó cabalgando sobre mí, gimiendo con pasión al hacerlo.
—Sí, fóllame… fóllame… —decía.
Cuando conté la décima empalada, mi amiga paró, mirándome fijamente. Su expresión cambió totalmente. Volvía a ser la misma cara que había visto esa mañana, después de ese beso que nos dimos en el autobús. Parecía triste y dolida, y al mismo tiempo enfadada con sí misma.
—¿A ver cómo te sales de ésta…? —dijo entonces, sonriendo con cierta malicia.
Todo ocurrió en un instante. María se levantó y se tumbó como si nada sobre su tumbona, tomando entre sus manos una revista que había por ahí tirada. Oí por detrás a las hermanas; ya no se peleaban, incluse parecían reírse de algo juntas, aunque dudo que hubieran visto nada de lo ocurrido.
Llegaron justo delante nuestro y se callaron de golpe. Allí me vieron, completamente tumbado hacia arriba, con mis manos agarrando la tumbona por los lados como si se fuera a desmontar si no lo hacía, y con mi pene erguido en todo su esplendor; húmedo, brillante.
Contemplé el rostro de Tania; estaba sorprendida, con la boca abierta, y muy séria. Lídia por su parte estaba sonrojada y me miraba divertida, sonriendo maliciosamente.
Continuara
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