Caricias perversas - Parte 4
Louis Priène
Adaptado al español latino por TuttoErotici
4
Fuimos al parque. Jeanne estaba alegre como pocas veces la había visto. Fue así, hablando plácidamente, como, por así decirlo, nuestros pasos nos llevaron ante el cobertizo al cual, por simple curiosidad, nos dispusimos a acceder para visitarlo mejor que por la mañana, cuando nos detuvo un murmullo de voces. Parecía la de Henriette. ¿Le estaba hablando a su muñeca?
Qué magnífica ocasión para espiarla y divertirnos oyéndola soltar sus tonterías (a una muñeca). Buscamos la manera y, al rodear el edificio, tuvimos la fortuna de encontrar una grieta lo suficientemente grande como para permitirnos observarla…
Sí, era Henriette… Henriette y su muñeca, y, con ellas… ¡Justin! Ya pueden imaginarse la magnitud de nuestra sorpresa…
¿La había llevado a la fuerza hasta ahí?… ¿O él ya estaba adentro y ella había entrado después, jugando o por curiosidad?
En cualquier caso, los dos estaban sobre el sofá, donde, en un tono zalamero, él se burlaba ridículamente con relación a su muñeca.
—Debería darle de mamar, señorita.
—Todavía no tengo leche, señor Justin.
—¡No es posible! ¡Con semejantes pechos!… Pruébelo y lo sabremos.
—No me animo…, no lo hice nunca —dijo ella.
Él, para incitarla, le sacó la blusa con una rapidez sorprendente, sin que ella pareciera demasiado avergonzada. Después, él le bajó los tirantes de la camiseta y, de pronto, apareció el torso desnudo. Un torso —¡quién lo hubiera dicho!— perfectamente formado, con los dos senos, pequeños pero altivos, disparando orgullosamente sus rosadas puntas. Entonces Henriette, sonrojada, atrajo puerilmente la cara de la muñeca a uno de ellos. Intento vano, del que parecía sinceramente decepcionada.
—¡Esperá, boba! Yo sí sé; le haré subir la leche —prometió Justin.
El hombre, después de acomodar suavemente a mi hermanita sobre los almohadones y colocarla tendida sobre la espalda, pegó la boca sobre uno de los pezones de alabastro cuya punta empezó a excitar con una lengua glotona,mientras que una de sus manos, por descuido, se posó sobre la rodilla de la aprendiz de nodriza, que, con los ojos cerrados y sin más emoción, se dejaba mecer arrullando como una paloma…
Jeanne y yo estábamos boquiabiertos. Nuestra hermana era tan picara, que se puso a hacer monerías.
—¡Oh! ¡Señor Justin!… ¡Qué sensación tan rara!… Pruebe también con…,con el otro, ¿quiere?…
El hombre sólo parecía esperar esta invitación. Cambió de mama pero, al mismo tiempo, desplazando la mano, levantó pérfidamente la pollera de mi hermana, y vimos que tenía los muslos regordetes y un vientre que ya palpitaba bajo el fino tejido de algodón de la bombacha.
—¡Oooooh! ¡Señor Justiiiin!… —resopló Henriette, turbada.
Él, pasando de un lado a otro, le bajaba poco a poco la bombacha por las caderas, ayudado, nos parecía, por Henriette, que, arrullando con suavidad, levantaba discretamente las nalgas, como si quisiera facilitar las intenciones del sátiro… De este modo quedó expuesto, en la parte baja de un vientre de piel satinada, un delicado triángulo de pelo dorado y ensortijado que me recordaba el de la señorita Élisabeth, aunque decorado por una vegetación menos abundante… Él no tuvo más que entreabrir aquel montículo que se le ofrecía para que apareciera una hendidura rosa pálido, parecida a una almeja abierta, en la que se hundió para lamer con grandes lengüetazos, palpando con las dos manos las nalgas de la pequeña cochina…
Jeanne, a mi lado, jadeaba. Pero no tanto como Henriette, excitada por aquella lengua.
—¡Ah! ¡¡Ah, mamá!!… ¡¡Maaa… máááá!! ¡Qué bueno!… ¡Oh! ¡Ooooh! ¡¡Jesús, señor Justin!! Sí… ¡¡Sí!!… ¡Siga! Siga, señor Justin, ¡¡qué bueno!!… ¡Ah!¡Aah!… ¡¡Así, qué bueno!!
Los dos estábamos estupefactos… ¡Dios, cuánto vicio!
Pero él, tras desabrocharse la bragueta, sacó; una pija todavía más gruesa que la de Robert o la del señor cura. ¿Iba a correr aquella tontita la misma suerte que Élisabeth? Tuve miedo al ver como el hombre se humedecía el glande con saliva y se situaba sobre Henriette, que, en el colmo de la inconsciencia, separaba los muslos al máximo… Tanto, que él no tuvo ninguna dificultad para introducir la enorme lanza. Luego, empujando lentamente, pero sin pausa, hundió la mitad de la pija en la hendidura…
Henriette, apretando los dientes, emitió, un gemido sordo, que se transformó poco después en una especie de gruñido… Un gruñido de placer, eso era evidente. Justin, que estaba tan sólo apostado a medias, se tendió literalmente sobre ella y tomó con avidez la boca golosa que, abierta en el aire, buscaba la suya, y la llenó con su lengua, al mismo tiempo que dos piernas nerviosas se cerraban sobre él, atenazándole la espalda y obligándolo, en cierta medida, a introducir completamente su verga hasta las dos grandes bolsas velludas donde terminaba…
¡Yo no podía dar crédito a mis oídos ni a mis ojos!… Yo, que había visto, y sobre todo oído el grito de dolor de Églantine y el gemido doloroso de Élisabeth postrada en semejantes circunstancias, y me esperaba oír unos chillidos despavoridos, no escuchaba más que un gruñido de placer y veía desaparecer, con una facilidad pasmosa, el miembro en el nido… ¿Era éste tan elástico?
Después de esta irrupción, Henriette empezó a agitarse frenéticamente y a emitir unos gritos agudos, inarticulados, que parecían indicar un goce extremo…
—¡Oh, ooh!… ¡Siga! ¡Sí, siga!… ¡Más!… ¡Mááás fuerte!… ¡Sí, muyfuerte!… ¡Oh, mamá!… ¡Mamááá…, es el paraíso!… El paraísoooo…
Ella se agarró ferozmente. Pero él, sumido en una especie de enloquecimiento, exclamó de pronto:
—¡Mierda! ¡Mierda!… ¡Dejame salir!
Se separó bruscamente y retiró de inmediato su verga, que, agitada por una serie de curiosas sacudidas, proyectó sobre el montículo y la desnudez de Henriette varios chorros sucesivos de un licor blanquecino y viscoso.
—¡Por el amor de Dios! —concluyó—, ¿querías que te embarazara?…
Esa extraña gimnasia que, cada vez que yo sorprendía a un hombre y una chica solos, se desarrollaba según un guion más o menos idéntico, me había turbado profundamente. Y tanto más ahora, al tratarse de mi propia hermana. Tenía todo el rostro encendido, pero no tanto como Jeanne, quien, a mi lado, absolutamente fascinada, con los ojos en blanco y mordiéndose los labios como había hecho en su habitación en cuanto llegamos, agitaba enérgicamente un brazo debajo de la ropa, a semejanza de Léon poco antes, en la escalera…
Sin embargo, Henriette se recobró, entreabrió sus ojos cansados y sonrió sin rencor a su ¿torturador?
—¡Dios existe, nena! ¡Disfrutaste como, una reina!
—Oh, sí, señor Justin, disfruté mucho… Y fue mejor que con el plomero.
—¿El plomero?
—Sí…, el que vino a casa la semana pasada.
—¡Con un plomero en tu casa! ¿No estaban tus padres?
—No. Papá y mi tía estaban en el bufete. Mamá y Jeanne habían ido a confesión, y Jacquot, mi hermano, estaba en la asociación católica… Yo estaba en la biblioteca, haciendo los deberes… También estaba Rosalie, nuestra sirvienta, pero estaba por salir… Llamaron a la puerta.
—¡Ufa! ¿Quién será ahora? —se quejó Rosalie, y fue a abrir.
Yo, que soy muy curiosa, fui a espiar desde la puerta entornada.
—¡Ah, es usted! Lo esperábamos esta mañana —dijo Rosalie.
—Sí, pero no pude venir antes. Tenía un trabajo que no podía esperar.
Reconocí a Victor, el plomero del barrio. El mismo que me miraba con insistencia cada vez que, al salir de la escuela, pasaba por delante de su negocio.
—¡Carajo! —dijo Rosalie—. Ahora mismo estaba por salir. —Y añadió:
- Bueno, no tiene importancia. Puede hacerlo sin mí. Verá, es la canilla de la cocina, que gotea sin parar…Volveré enseguida.
—Vaya, vaya, señora Rosalie… Ya sé lo que tengo que hacer…
¡Dios mío! No se puede usted imaginar lo nerviosa que me ponía, en cuanto se fue Rosalie, oír el trabajo del plomero en la cocina. ¡No podía concentrarme en los deberes!
—Si, si… ¿No sería más bien la sensación de estar a solas con ese plomero que te miraba con insistencia cuando salías de la escuela?
—Oh, no…
—Dale, dale, pensá un poco…
—Oh, no…, yo… no creo…
—¿Y después?
—Oh, después tenía calor, tanto calor que me dio sed.
—¡Sed!
—Oh, sí… Tuve que ir a la cocina para calmar la sed…
—¡Ah, picarona! Para calmar la sed, ¿eh?
—Sí… Tenía sed… Él, Victor, se quedó muy sorprendido al verme entrar en la cocina. Y a mí me perturbaba tanto la presencia de aquel desconocido, que no conseguía llevarme el vaso a los labios sin temblar…
—¿Temblar?
—Sí, porque me miraba tan descaradamente como cuando pasaba por delante de su negocio, e incluso más…
—¡Picarona! ¿No sería porque él había comprendido que habías ido a la cocina para… incitarlo?
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
—Incitarlo…, coquetear con él.
—Oh, no…, no, tenía sed, se lo aseguro. Y cuando me iba de la cocina él me dijo con aire socarrón, mostrando el soplete:
—Si alguna vez la señorita tiene algún agujero para tapar, estoy a su disposición.
—No —le respondí—, pero permítame que deje la puerta entreabierta porque tengo miedo de sentirme sola en casa.
—¡Sola!
—Es por los deberes, que hago en la biblioteca.
—¡Bien! Si después de eso él no entendió… —exclamó Justin.
—¿No entendió qué? —dijo Henriette.
—Nada…, nada. Seguí…
—Después…, después vino a la biblioteca… Vino a comprobar si tenía miedo.
—Muy amable de su parte.
—¡Oh, sí!…
—¿Tiene miedo? —me preguntó.
—No, porque usted está acá. Pero estoy desesperada por culpa de este ejercicio de geografía… ¿Entiende usted algo de geografía?
—Um…, algo.
—¿No podría quedarse un poco conmigo para…, para enseñarme?
—¡Bueno! Si después de eso no entendió…
—¿No entendió qué?
—Nada… Seguí…
—Entonces se quedó…, para complacerme.
—¿Para complacerte? ¡Y para complacerse él, quizá!
—Se sentó a mi lado y… me hizo recitar la lección de geografía. Pero¡qué pesado era! No paraba de hacerme cosquillas en las rodillas.
—¡Oh! ¡No me haga eso! ¡Soy muy sensible a las cosquillas!
—Vamos, vamos, callese y digame la lección…, si no, la dejaré y volveré a la cocina.
Entonces repetí:
—Norte, capital Lille… ¡¡Ah!! ¡Ahí no!…! ¡No me haga cosquillas ahí!…Lille…, Lille…, no…, ahí no…
—¿Ahí no? ¿Dónde te hacía cosquillas? —inquirió Justin.
—Bueno, me hacía cosquillas por adentro de la bombacha… Era la primera vez que me hacían cosquillas ahí. Me ponía nerviosa y me sumergía a la vez en una especie de languidez. Yo decía:
—Lille…, no…, no…, ahí… no…, ahí… ¡¡¡noooo!!!
—Si se sienta sobre mis rodillas estaría mejor para… repetir—propuso él.
—¿Y entonces?
—Entonces ya no supe nada más.
—¿Estabas o no estabas sobre sus rodillas?
—Eh…, sí…, estaba, pero ya no me sabía la lección, porque estaba entumecida por las cosquillas que me hacía ahí… Claro que para él era más cómodo tenerme así, montada sobre sus rodillas.
—¡Montada! ¡No debía de aburrirse, el amigo!… ¿Y después?
—Después… me hizo cosquillas con algo muy gordo.
—¿Con algo como qué?
—Algo que me había metido abajo…, por la abertura.
—¡Bueno! ¡No se andaba con chiquitas!
—Yo grité: «¡Ay!». Porque, estando así sentada, esa cosa me entró un poco… Yo gritaba: «¡Ay, ay! ¡¡¡Ooooh!!!». Sentía un hormigueo hasta la raíz del cabello. Era grande y caliente y, poco a poco, cuando yo me sentaba encima, iba entrando… Era delicioso…
—¡Separa las piernas!… Separalas y sentate encima, ahora que estás mojada… Ya vas a ver cómo entra sola —me aconsejó Victor.
Entonces cerré los ojos y dije:
—Capital Lille… —me apoyé con fuerza—. ¡¡Aaah, maaamááá!! —suspiré.
¡Qué dolor!… Me dolió mucho. Parecía como si me llenara todo el vientre, de tan grande que era.
—Entonces, ¿ya está? ¿Toda adentro?
—Sí, toda. La cabeza me daba vueltas. Después, me echó un poco para atrás, acercándome hacia él, y pegó su boca a la mía. Después, agarrándome por las caderas, empezó a subirme y bajarme en un balanceo lento y regular. ¡Oh! Creí perder todas mis ideas. Porque él hacía entrar y salir esa cosa de tal forma, que me volvía loca. Me puse a gritar muy fuerte.
—¡¡¡Nooorte… capital Liiille!!!… ¡Noooorte!… ¡¡¡Capital Liiiille!!!
Él lanzó un grito ronco.
—¡¡¡Aaah!!! Ya está. ¡Toma!… ¡Tomala toda, mujercita! ¡Tomala toda, esta pija gorda en tu cueva! ¡Tomala toda, que… me descargo!… ¡Ah! ¡Cómo me gusta!¡Cómo me gusta!
Creí morirme. Él me estrechaba muy fuerte, y la cosa, adentro mío, se agitaba y proyectaba unos chorros divinos que me llegaban hasta el corazón.¡Qué sacudida!
Quedé como loca, mientras él volvía a colocarme en la silla y se guardaba la… cosa, una cosa parecida a la suya. Y, con la ayuda de un pañuelo, limpió con esmero mis muslos manchados por un líquido abundante en el que se mezclaban los filamentos púrpura de una sangre roja. ¿Se había lastimado la cosa? Peor para él. ¿O me había lastimado? De todos modos, no sentía nada de dolor.
—El muy puerco te había desvirgado.
—¿Qué?
—Nada…, nada. Seguí…
—Entonces volvió a la cocina, recordándome: «Y, sobre todo, no le digas a la señora Rosalie que…, que te hice recitar la lección».
Yo, con los oídos bien abiertos y la respiración entrecortada por tales revelaciones, no me había perdido ni una palabra de aquel extraordinario relato, que el propio Justin había escuchado en una especie de exaltación creciente. Tanta, que al final, con los ojos desorbitados, mientras incitaba a Henriette a seguir, había empuñado su pija con la mano y la sacudía de una forma curiosa al mismo tiempo que exclamaba:
—¡Qué suerte la de ese caradura!¡Se encontró con una bonita virginidad!… La semana pasada, ¿dijiste?
—Sí, señor Justin.
—¿Y tu hermana? ¡Decime! ¿Lo hizo también?
Henriette adoptó un aire a la vez desdeñoso y condescendiente.
—Oh, no, señor Justin, esa mosquita muerta es un poco zopenca… La verdad, no la dejan ir sola a ningún lado.
La tensión de Justin parecía ir en aumento.
—Lástima que no la trajiste con vos, porque disfrutó mucho esta mañana, según me dijo Léon, que la masturbó en la escalera. ¡Por Dios! Si estuviera acá, te aseguro que ya me habría ocupado yo de desvirgarla, en lugar de masturbarla.
Jeanne, a mi lado, escuchó esas intenciones con una especie de crispación en todo su ser. Sonrojada, con la respiración acelerada, temblaba tanto sobre sus debilitadas piernas que daba la impresión de que iba a derrumbarse. Con una voz extrañamente aflautada, me dijo:
—Tengo…, tengo que entrar…
—¿Entrar?
—Sí…, para…, para ayudar a Henriette.
Me quedé sin voz, paralizado. Y ella estaba a punto de hacer lo mismo cuando, de repente, vimos a lo lejos a mamá que venía a nuestro encuentro mientras recogía margaritas. Ansiosos, permanecimos agazapados en nuestro rincón observando a Henriette, que, en el interior, no sólo no guardaba rencor alguno a Justin por el abuso del que la había hecho objeto, sino que incluso decía:
—Señor Justin, ¿todavía quiere hacerme… subir la leche?
—Claro que sí, nena… ¡Vení!… Vení, que te lustraré un poco esos bonitos limones.
Le brillaban los ojos de codicia. Y cuando pasó su ágil lengua de una punta a la otra, éstas se irguieron orgullosamente. Mi hermana parecía experimentar una sensación tan intensa, que exclamó, abriéndose el montículo:
—¡Aah! ¡Señor Justin! Metamela otra vez adentro, ¿quiere? ¡Metame adentro…, su cosa!
—Sí…, sí, nena… La tendrás enseguida… Pero, antes, dejame hacerte probar el consolador…
Y, tras abrir el cajón de una mesita de luz, sacó una especie de faca flexible que tenía un extremo redondo y un tamaño impresionante.
—¡Ah! ¡¡¡Aaah!!! ¿Qué es eso?… ¿Qué hace? —suspiró Henriette, al mismo tiempo que él le introducía la tranca en la hendidura…
—¡Querida! ¡Te masturbo! Sirve muy bien el consolador para masturbar, ¿eh?
—¡¡¡Oh, sí!!! ¡Sí! ¡Mastúrbeme mucho!
Fue en ese preciso momento cuando llegó mamá. ¿Había olvidado también las recomendaciones del señor conde sobre ese cobertizo? Sin duda, ya que empujó la puerta y… «¡Ooh!», lanzó un grito de espanto…
Paralizada, horrorizada ante aquella escena, se recobró y, blandiendo su sombrilla en lo alto, se abalanzó sobre Justin para golpearlo con ella.
A Henriette, con el consolador adentro de ella en sus tres cuartas partes, no le alcanzaban las piernas para correr. Temiendo recibir de nuevo su ración de golpes, se incorporó de inmediato haciendo que el consolador rodara por el suelo y salió huyendo por la puerta entreabierta.
No obstante, Justin, anticipándose al gesto de mamá, se había lanzado sobre ella y le inmovilizaba el brazo vengador, al mismo tiempo que la sujetaba aferrándola fuertemente por la cintura.
Fue aquel un altercado breve, porque, en el fragor del combate, cuando sus ojos se toparon con la pija enorme y violácea de Justin, mamá tuvo un sobresalto, una especie de turbación, y perdió buena parte de su confianza. Visiblemente perturbada, se sonrojó hasta las orejas… Para colmo de males, una de sus manos tropezó con el miembro.
—¡Ooh! —exclamó, horrorizada por ese contacto.
Retiró la mano rápidamente, como si la hubiese puesto en el fuego…Luego su cintura flaqueó, se rindió al brazo que la estrechaba. Una especie de queja se escapó de sus labios, y, como si fuese atraída por una fuerza invisible, su mano se posó sobre esa verga. Lo hizo con un gesto colérico, lleno de rabia. La agarró enteramente y, con una furia febril, procedió a sacudirla frenéticamente arrancando a Justin un verdadero bramido que yo interpreté de dolor. Pero; con el tiempo, debo reconocer que era de triunfo al ver a mamá sucumbir ante aquel formidable señuelo. Porque, a pesar de su pudor, ella lo masturbaba enérgicamente…
Pronto, traicionada por sus fuerzas, debilitada por ese sufrimiento, se desplomó entre los brazos del sobornador, quien la depositó, como, desvanecida, sobre el mismo sofá donde acababa de hacer lo que ya sabemos a Henriette. Rapidamente, fue a poner el cerrojo de la puerta. Quería disponer de su víctima con toda tranquilidad. Sin embargo, en ese breve instante en que él le volvió la espalda, mamá, tendida sobre el sofá, abrió unos ojos inundados de lágrimas… ¿Había perdido la cabeza? ¿Quería acaso precipitar su perdición, como cuando, por desesperación, uno se arroja ante el peligro al creerlo inevitable?¿Pretendía exasperar el deseo del verdugo? ¿Era un simple acto de inconsciencia, sumida como estaba en aquel semiletargo?
A pesar de todo, hizo un gesto que, por breve que fuera, no me pareció menos sorprendente. De pronto, se subió la pollera por encima de las caderas, descubriendo así su intimidad. Después, dejando caer la cabeza pesadamente, pareció sumergirse de nuevo en la nada.
Todavía creo oír el grito de Justin al darse vuelta. Un grito de asombro y admiración a la vez. No era para menos, tratándose de un atorrante como él. Tendida boca arriba, mamá exhibía una buena parte de carne de un blanco lechoso, que contrastaba violentamente con el negro de las medias, sujetas por unas ligas rosa. Unas medias negras, pero no tanto como la mata oscura y ensortijada que asomaba por la abertura de las amplias enaguas con volantes que se había puesto ese día…
Extasiado de admiración, Justin se inclinó sobre ella para examinarla mejor.
Al mismo tiempo que se inclinaba, hizo que la punta de su pija viscosa, en el extremo de la cual oscilaba aún una gran gota blanquecina, rozara los labios de su víctima. ¿Qué debió de pensar ella, con los ojos cerrados? ¿Quién sabe? Pero, al sentir el contacto, abrió la boca, engulló la pija y empezó a succionarla como lo haría un bebé con su biberón, es decir, con glotonería…
«Glu, glu…, glu, glu…», se oía. Mamá aspiraba y tragaba con manifiesto placer…
¡Atónito! Ya se pueden imaginar cuánto lo estaba. Pero aún no había visto todo. Entonces Justin, tendiéndose sobre mamá, hundió la boca en su entrepierna, hurgó en la enorme mata y se puso a lamer con ardor. La hendidura era del color del coral. Cuanto más la lamía Justin, más se abría… Por fin, el espléndido cuerpo de mamá empezó a ondularse, y ella comenzó a emitir unas quejas inverosímiles, semejantes a un sollozo reprimido y al chillido, leve y agudísimo, de un ratón atrapado en una ratonera.
—¡Oh, Jesús! ¡Jesús! ¿Dónde estoy?
¿Dónde estaba? Bajo la tiranía de Justin, quien, arrodillado junto a ella, se esforzaba por bajarle la bombacha. Y, también en este caso — para mayor estupor mío—, al igual que Henriette, mamá, levantando las nalgas, le permitió conseguir sus fines…
¿Fue por complacencia o por resignación? Vi la prenda interior deslizarse por las caderas y luego a lo largo de las medias negras… Así, quedó casi desnuda. Más o menos como la ahijada del señor cura en el asiento del vagón. Con la diferencia de que mamá era mucho más opulenta y, también, que la pija del jardinero casi doblaba en tamaño a la del famoso Robert. Lo cual no le impidió para nada, una vez sobre el vientre de mamá, meterle la punta entre la mata e introducirle el miembro entero con una facilidad desconcertante…
Sí, en un deslizamiento calculado y discontinuo, vi como desaparecía la enorme pija, engullida por el cono abierto… ¡Mamá era digna de ver durante la operación! Ofrecía una imagen casi dramática; se sobresaltaba secamente y se lamentaba, diciendo:
—¡Oh!… ¡Oooh!… No…, no hacía falta… ¡Oh, señor!… No…, ¡no lo haga!… Le…, le juro que…, que es la primera vez… ¡¡¡Aaaah!!! Nu…, nunca hubo otro más que… mi esposo. ¡Aah! ¡¡¡Aaah!!! ¡¡Qué delicia!!… ¡Oh, señor! ¡Es demasiado bueno! ¡¡Buenoooo!! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ya llego! ¡¡¡Ya subo al cielo!!! ¡Aah!¡Ya está, ya llego!… ¡Ya llego!… ¡¡¡Aaah!!!
Entonces un largo estremecimiento recorrió todo su cuerpo… Una crisis nerviosa la invadió, y un espasmo inaudito me aterró.
—¡¡Ah!! ¡¡Sí, mááás!! ¡No parés! ¡¡Mááás, Virgen Santa, cogeme!! ¡Aah,más! ¡¡Haceme gozar!! ¡Metela toda! ¡Toda! ¡Ah! ¡¡Haceme gozar máááás!!
Todo eso acompañado por tales embates que Justin saltaba como una tortita. Con los ojos en blanco, la respiración alterada, el rostro descompuesto, ella estaba desatada…
—¡Mááás! ¡Mááás! ¡¡Quiero… gozar!!
—¿Querés gozar? ¡Esperá!…
Haciéndola girar bruscamente sobre el sofá, Justin la colocó boca abajo y se abalanzó sobre su espalda. Sin que ella esbozara el menor atisbo de resistencia, él le separó los hemisferios de un trasero carnoso y movedizo y situó el glande violáceo a la entrada de un agujero aparentemente minúsculo.
—¡Tomá! ¡Tomá! ¿No querías gozar? Entonces, ¡gozá! ¡Tomá! ¡Te gusta la pija en el culo!…
—¡Ah! ¡Uaaah! —gritó mamá, agitándose locamente.
¿Acaso sufría y quería desembarazarse de él? Si era así, lo hacía muy mal, porque, al agitarse de aquella manera, no hacía más que facilitar la introducción del miembro. En efecto, yo podía ver, en un ano dilatado al quíntuple de su estado normal, penetrar poco a poco una enorme salchicha que arrancaba aullidos a su depositaría.
—¡¡Ooooh!! ¡Qué locura! ¡En…, en el culo! ¡En el culo! ¡¡Es la primera…, la primera vez que me la meten ahí!!… ¡¡Aah, es para volverse locaaa!! ¡Oh, Justin! ¡¡¡Justin mío!!! —Sumida en su extravío, ¿creía acaso que era papá?—. ¡Justin mío, metemela toda! ¡Toda! ¡Mi rey, haceme gozar! ¡Aah! ¡Me encanta! ¡Me gusta!… ¡Masturbame, masturbame por adelante!… Haceme gozar…mucho… ¡¡¡Aah!!!
El miembro, entraba y salía frenéticamente mientras que Justin, deslizando una mano activa bajo el vientre de su montura, empezó a triturarle furiosamente el centro… Jadeaba como un animal.
—¡Tomá! ¡Tomá! ¡Por el culo!… Toda para vos… ¡Decime! ¡Decime! ¿Cómo te llamás?
—Maaa…, Maaathilde, Justin mío… Tu… Maaathilde, que… ¡¡¡goza!!!…
—¡Oh, sí, gozás! ¡Ya lo creo! Vos…, vos gozás, y… ¡¡yo también!! ¡Ah, yo… voy a llegar!… ¡Tomá! ¡¡Por el culo, Mathilde!! ¡Mathilde!… ¡Voy a llegar en tu culo!
Estaba en las últimas. Una vez vaciado, se derrumbó sobre su presa, que jadeaba y se estremecía…
Como se puede deducir, había mucho de qué asombrarme a mis ingenuos quince años. Pero estaba escrito que iría de asombro en asombro, porque Jeanne, a mi lado, hipnotizada en cierta medida por el espectáculo, había deslizado con gestos de sonámbula su mano en mi bragueta y buscaba febrilmente mi cosita, que —ante mi estupor—, al sentir el contacto de una mano tan dulce, empezó a hincharse hasta hacerse tres o cuatro veces más voluminosa y se puso increíblemente dura. Al mismo tiempo, tomando una de mis manos, la metió por abajo de su ropa, la encauzó por debajo de su bombacha hasta que entró en contacto con una mata de pelo empapada que se extendía sobre un sexo enfebrecido, en el que muy pronto logré introducir tres dedos. Entonces, ella se puso a suspirar, a semejanza de mamá.
—¡Ah! ¡Ah! ¡¡¡Yo también gozo!!!… ¡Gozo!
Simultáneamente, agitaba mi cosita rígida…
De repente Jeanne, con las piernas separadas, se abandonó sobre el espeso césped, arrastrándome en su caída. Me atrajo hacia la juntura de sus muslos abiertos empuñando mi miembro rígido, que introdujo bajo su bombacha para tratar de hacerlo penetrar en su centro ardiente.
—¡Vení! ¡Vení…, mi pequeño Jacquot! ¡Hagamoslo!… ¡Hacelo! ¡Hacelo!¡Haceme gozar con tu verga! ¡¡Haceme gozar como mamá!!
Abriendo las piernas al máximo, la metió hasta más de la mitad. Pero, llegados a este punto, nos detuvo un obstáculo imprevisto, una pared que mi débil instrumento no pudo, desgraciadamente, perforar, por más que Jeanne pataleaba como una loca para meterlo hasta las pelotas. Fue en vano. Esa desfloración mutua sólo pudo consumarse en parte; y, sacudido por intensos escalofríos, caí de costado y proyecté, por vez primera, algunos chorros de ese líquido blanquecino que tanto me había intrigado en los demás. Al verlo, Jeanne, enloquecida de lujuria, engulló bruscamente mi pija en su boca glotona y empezó a aspirar y sorber al mismo tiempo. Maravillado, yo cerraba los ojos y me abandonaba al placer. Ella me hizo gozar tres veces, y no desperdició ni una sola gota…
Cuando nos recuperamos —dentro del cobertizo—, mamá, frente al espejo, mejoraba su imagen personal. ¿Había sermoneado severamente a Justin durante nuestro paréntesis de extravío?
Así lo creí, porque él parecía bastante avergonzado a su lado, mientras que ella, contrariamente, había recobrado su aspecto habitual, es decir, de serenidad angelical…
Cuando ella se disponía a salir al parque, asistimos a otra escena desconcertante.
Justin se precipitó hacia la puerta y la abrió obsequiosamente, y mamá, inmóvil por un instante en el umbral, hizo una especie de mueca infantil;¿Acaso esperaba ese último beso, que él le dio en los labios? A continuación, cuando ella hizo el ademán de marcharse, él le dijo en un tono bromista mezclado con un matiz burlón:
—Entonces, hasta mañana a la tarde…, cerca de las tres… Acá estaré.
—¡Oh, no! ¡Usted es un monstruo!… ¡Un monstruo espantoso! —respondió ella, indignada, golpeando el suelo con un pie furioso.
Él no se mostró demasiado impresionado por esta reacción, y ahora la veía alejarse con paso enérgico. Los labios de Justin dibujaron una sonrisa socarrona. Después, tomando la pala y el rastrillo, volvió a sus ocupaciones.
De este modo pudimos salir de nuestro escondite. Yo, bastante abatido por aquella primera prueba que acababa de experimentar mi virilidad. Jeanne, más exaltada que nunca.
—Esperame un momento, ¿querés? Voy a ver si mamá olvidó algo — dijo, entrando a su vez en aquel maléfico cobertizo.
Salió enseguida, con la respiración alterada, muy emocionada por su audacia.
Porque, aunque abandonado por el perverso Justin, después de lo que habíamos visto suceder ahí no dejaba de ser aquel un lugar muy impresionante para una muchacha.
—Ahora ya podemos volver al castillo —anunció, mientras estrechaba Dios sabe qué contra su pecho palpitante…
Es comprensible que, después de semejantes sucesos, la cena discurriera en un ambiente más bien taciturno. Las mujeres, habituales animadoras de la conversación, tenían la mente visiblemente distante…
¿Con qué soñaban? Aunque yo empezaba a despabilarme, todavía era demasiado novel para imaginarlo con claridad.
Henriette escondía la nariz en el plato, muy sorprendida, sin duda, de no haber sido azotada por mamá, tal y como esperaba, tras los extravíos de aquella tarde…
Jeanne sólo respondía con medias palabras, impaciente, al parecer, por retirarse a su habitación.
Tan sólo papá, muy locuaz, dispensaba una cierta animación. Relató, ante una indiferencia más o menos general, cómo había logrado capturar un lucio de seis kilos. Seguramente exageraba. Pero si lo hubiese ponderado en veinte kilos, no habría impresionado más a su audiencia.
Tuve aún, en el transcurso de ese banquete, una nueva ocasión de estar más que sorprendido. Fue cuando papá, dirigiéndose a mamá, dijo:
—Y vos, querida Mathilde, ¿pasaste una tarde agradable?
Yo me esperaba una reacción incómoda, una respuesta evasiva. Pero no. Sin renunciar a su sonrisa más apacible, mamá contestó:
—Nada de particular, querido… Un simple paseo por el parque hasta el límite del bosque.
¿Llamaba a eso un simple paseo? ¿Había olvidado lo ocurrido en el cobertizo? Y agregó, con la misma confianza serena, como para sostener lo que debo calificar de mentira:
—Fui con Henriette. Esta pequeña traviesa se divirtió de lo lindo… Quizá demasiado. Sin duda debe estar cansada, después de tantos excesos.
—Y, volviéndose hacia mi hermana menor, le dijo:
—¿Verdad, querida, que estás cansada?
Henriette, en primera instancia desconcertada por esta duplicidad inesperada, se recobró enseguida y respondió:
—¿Cansada? ¡Oh, no, mamá! Para nada…
Después, con una espontaneidad irreprimible en la que el candor se mezclaba con el cinismo, declaró: —Espero volver mañana.
El semblante de mamá se enrojeció.
De este modo, acababan de brindarme la ocasión de considerar hasta dónde pueden llegar la hipocresía y la complicidad en la desvergüenza… Pero, en aquella época, yo no podía captar toda su perfidia…
CONTINUARÁ...
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