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Caricias perversas - Parte 3

Caricias perversas - Parte 3



relatos


Caricias perversas - Parte 3


Louis Priène


Adaptado al español latino por TuttoErotici
 
3
 
Al llegar al castillo nos recibió un personal solícito y deferente. Pero la visión de Justin, el jardinero, no dejó de provocar en todos nosotros una cierta aprensión.
El tal Justin, un coloso lleno de seguridad en sí mismo, tenía una mirada penetrante de la que parecía emanar no sé qué poder dominante. ¿Fue eso lo que hizo que mamá se sonrojara y perdiera la compostura, como ocurría algunos domingos en nuestra ciudad al salir de misa? En cuanto a Léon, hijo de Justin, no escondió para nada la admiración que pareció experimentar al ver a mi hermana Jeanne.
Admiración que se manifestó en una especie de silbido de muy mal gusto, al mismo tiempo que la devoraba con la mirada. Ella, al darse cuenta, me pareció extrañamente turbada.
Este mismo Léon fue el encargado de conducirnos a nuestras habitaciones, en el segundo piso. Papá y mamá abrían la marcha por la oscura escalera… Les seguía Henriette, Jeanne y yo íbamos en medio, mientras que Léon cerraba la comitiva. Pero ¿a qué extraño juego se dedicaba Jeanne, que no dejaba de volver la vista hacia atrás? ¿Qué la inquietaba y la atraía a la vez? En un recodo de la escalera, cuando volví la cabeza, sorprendí una extraña mímica, una pantomima que me exigía ser tan ingenuo como lo era entonces para no comprender su significado: un gesto del sinvergüenza —una especie de invitación discreta y soberana a la vez— dirigido a mi hermana. Y, entonces,¡qué estupefacción la mía! Jeanne aminoró el paso hasta precederle a muy poca distancia, a tan sólo un peldaño, lo cual la colocaba un poco por encima de él. Y entonces vi con estupor que él hurgaba con las dos manos por debajo de la pollera de mi hermana mayor. ¿La tomó por sorpresa? El caso es que ella no pudo reprimir un leve grito, que sofocó de inmediato. ¿Fue por miedo al escándalo? Eso quise creer…
Entreví entonces, en esa oscura escalera, a Léon pegado a mi hermana, paralizada de emoción.
Él le hurgó la ropa interior con ambas manos; sin vergüenza, palpó la carne de Jeanne, que tenía la mirada arrebatada y la cabeza suavemente caída, para recostarla sobre la cavidad del hombro del otro, quien, sin vacilar ni un instante, la besó pérfidamente en los labios deslizando en la boca entre abierta una lengua móvil, como yo decía. Su víctima no se atrevió a resistirse, o en todo caso lo hizo sin demasiada convicción.
Fue entonces cuando, bajo la ropa, manipulando las nalgas y algo más, el brazo de Léon se apresuró en una agitación tan intensa que Jeanne se doblegó. ¡Y con qué suspiros!
No obstante, una vez llegado al piso, y sorprendido al no verla llegar, papá, asomado sobre la barandilla, la llamó en voz alta:
—¡Jeanne! ¿Qué haces, hija? ¿Estás dormida?
No, no dormía; el muchacho sabía algo al respecto…
—Jeanne, ¿estás dormida?
Atemorizado, el impúdico Léon soltó a su presa de mala gana y Jeanne, liberada, se reunió con nosotros jadeando. ¡Qué palidez acentuaba sus rasgos!¿Y con qué la habría amenazado el muchacho para que ella no dijera nada a papá sobre aquel trato odioso —al menos así lo creía yo— que su pudor acababa de sufrir?
Más tarde, en la habitación, qué aire a la vez lánguido y ensimismado mostraba ella cuando se abandonó pesadamente en ese sofá donde, todavía estremecida y como desfallecida, la vi, con los ojos bañados de lágrimas, morderse los labios hasta que sangraron.
No fue hasta que nos quitamos de encima el polvo del viaje y nos vestimos para la ocasión, es decir, con ropa muy ligera ya que hacía calor, cuando nos propusimos descubrir las bellezas de nuestra residencia. En este sentido, debo lamentar el hecho de no poseer una pluma prestigiosa que me habría permitido efectuar una descripción, si no hechicera, al menos decorosa de aquel edén. Así pues, me limitaré a anotar que un hermoso césped, tan extenso como impecablemente cuidado, circundaba el castillo. Algo más lejos se hallaba el lago. Un seductor lugar para papá, gran aficionado a la pesca con caña. Más allá, un bosque. En el que presuntamente rondaba cierto vagabundo odioso. A decir verdad, debo reconocer que aquel bosque parecía propició para los malandras, con su vegetación espesísima y sus innumerables senderos, aparentemente inextricables. Siguiendo uno de esos senderos salimos a una especie de claro de escasa extensión, en el centro del cual se encontraba un cobertizo. Un cobertizo que no podía ser otro que aquel a propósito del cual el señor conde había hecho a papá una serie de recomendaciones para mí muy misteriosas.
Visto desde fuera, parecía deteriorado, abandonado. Pero la sorpresa fue encontrar en su interior, si no un gran lujo, sí al menos algunas comodidades.
Sobre el parquet había extendidas varias pieles de animales como una especie de tapiz. Un mobiliario escueto y, objeto de asombro, un sofá. Un sofá hondo y mullido, perfectamente cuidado. Llegamos a la conclusión de que el señor conde acudía a distraerse en él durante sus paseos.
Entonces sonó la campana, invitándonos a almorzar. Regresamos al castillo.
La comida fue exquisita. Pero, ¡por Dios, cuántas especias! ¿Era costumbre, o alguien nos quería hacer entrar en calor? ¡Y qué se puede decir del vino que nos sirvieron! Un vino de la zona, ligero y generoso a la vez, del cual dimos buena cuenta y que no tardó, por la falta de costumbre, en subirnos un poco a la cabeza y sumergirnos en una euforia llena de exuberancia. Cada cual anunció sus proyectos para aquella tarde. Papá —después de una siesta—iría a pescar a la orilla del lago.
Mamá, que se mostraba nerviosa, aseguró que un paseo interrumpido por la lectura constituiría para ella el mejor pasatiempo. De hecho, ya había preparado libros y una sombrilla.
Henriette parecía aún más impaciente por dejarnos. Papá le preguntó:
—¿Por qué tanto apuro? ¿Qué es eso tan importante que tenés que hacer?
—Quiero sacar a pasear a mi muñeca.
Sí, Henriette todavía jugaba con muñecas. Ya se pueden imaginar cómo nos burlábamos de ella.
—¡Bueno! ¡A tu edad, jugás  con muñecas como una niña!
Porque, a decir verdad, ya no era una niña, sobre todo desde que de un tiempo a esta parte había crecido bruscamente… Sí, ya estaba bastante proporcionada, y muy desarrollada a sus 15 años…
Papá, en la cama. Henriette y mamá se habían marchado, cada una por su lado. Jeanne y yo nos entregamos a la diversión de una partida de croquet que se prolongó hasta cerca de las tres. Y después, de repente:
—Jacques, ¿querés que vayamos a dar un paseo?
—¿Te parece?
—Sí, me gustaría mucho. Pero tengo miedo a perderme yo sola en el bosque. Vení conmigo, ¿querés?
Acepté de buena gana. Ella dijo:
—Este sol me parece muy fuerte. Esperame un momento, voy a mi habitación a buscar una sombrilla.
Y, ligera como el viento, desapareció…
Pasaron diez minutos, que se me hicieron muy largos. ¡Ah, estas chicas! ¡Seguro que se había entretenido en arreglarse!… ¡Esperar! Haré que se apure un poco, me dije. Y salí corriendo para pedirle que se apresurara. Entonces, en la escalera, asistí a una de esas escenas que me resultaban cada vez más familiares… Sí, en un recodo de la escalera sorprendí a una pareja abrazada: eran Jeanne y Léon…
¡Otra vez él! Decididamente, la acechaba…
Ella tenía, efectivamente, la sombrilla en la mano. Sin duda, él la había sorprendido cuando se disponía a reunirse conmigo y la había acorralado en un rincón oscuro…
Abrazados, boca contra boca, él le mantenía las piernas separadas con la ayuda de su rodilla. Sostenía en su mano lo que Robert había llamado «una pija gruesa».
—¡Dale!… ¡Dale! Separalas…
—No…, acá no… Pueden vernos…
Pero, con una mano impaciente, mientras ella repetía débilmente «no…», él le bajó la bombacha hasta las rodillas… Vi momentáneamente la carne desnuda de Jeanne, al mismo tiempo que él le deslizaba la gruesa pija por entre los muslos…
Ella protestó con voz alterada:
—No…, acá no… Pueden vernos…
—Callate… Callate… Separalas…
Ella las separó, y la pija desapareció en la hendidura…
Quedaron entonces medio abrazados. Agarrándola por las nalgas, él la atraía hacia sí. Con ambos brazos alrededor del cuello del hombre, ella lo sujetaba mientras murmuraba con voz temblorosa:
—No…, acá no…
—¡Acá no! ¡Acá no! ¿Dónde, entonces?
Y ella, bajando la cabeza y sin atreverse a mirarle a la cara, respondió:
—Vámos…, vámos… a mi habitación… Estaremos mejor.
Yo me sofoqué tanto que, trastornado por aquel espectáculo, me resbalé y caí cuan largo era por la escalera.
—¡Dios mío, alguien viene! ¡Qué lástima! — exclamó Léon, zafándose presurosamente, Y, al incorporarme, pude ver a Jeanne reajustándose la bombacha con rapidez. Tanto fue así que, cuando me reuní con ella, ya había recobrado su aspecto ingenuo.
—¡Ah! Sos vos… —dijo.
—Sí… Tardabas mucho.
—Era esta sombrilla, que no la encontraba…
Sobre Léon, ni una palabra. Y sin embargo, ¡le acababa de meter la pija entre los muslos!… ¿Qué debía pensar al respecto?
 
CONTINUARÁ...
 
 

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