Hola hermoso público! Les recuerdo que soy Hammer30, aunque por desgracia perdí mi contraseña. Bien, bienvenidos a una nueva saga sexosa, llena de morbo y demás, y espero que al igual que yo, se exciten leyendo las confesiones de esta traviesa muchacha 🙂 dejen comentarios, plis, es lo mejor para estar en contacto con ustedes, y saber sus opiniones.
Scarleth nos cuenta cómo pasó de ser una chica inocente e ingenua, a convertirse en toda una máquina depredadora sexual, explorando las prácticas mas morbosas y placenteras que esta hermosa vida nos tiene preparadas.
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Los inicios de mi vida sexual habían comenzado, quizá de manera tardía en comparación con otras chicas de mi edad. Para ese entonces, vivía en una época en la que el sexo no era tan bien visto, y mucho menos entre las mujeres de alta cuna como yo.
Desde niña, junto con mis hermanas y hermanos, fuimos educados por una tutora religiosa que nos metió ideas en la cabeza que hablaban sobre el infierno que les esperaba a los lujuriosos y fornicadores. Sin embargo, quizá fue cosa mía y de mi rebeldía el no haber creído mucho de lo que María decía en sus sermones.
No es que yo no fuera una creyente, pero en ocasiones, una se percata de cosas que no siempre dejan un buen sabor de boca hacia las personas que, usualmente, deberían de actuar de una forma mucho más decente.
La señorita María era una mujer de unos treinta años de edad, y provenía del lejano Brasil. Una tierra cálida y con muchas playas hermosas bombardeadas por el sol. Así pues, la apariencia de María era la de una hembra de piel cobriza, con el pelo negro y largo. Sus voluptuosos pechos estaban siempre bien escondidos dentro de un vestido lo bastante austero como para prestarle atención, y a donde quiera que iba, llevaba un crucifijo escondido entre el canalito de sus melones.
No era una mujer mala. Sólo… estricta, y bastante guapa en comparación con otras mujeres que habitaban en la mansión de mis papás.
—Ven a ver esto —me dijo una vez mi hermano mayor, llamado Sergio. Estaba asomándose de puntitas a una ventana que daba al dormitorio de mis papás.
—¿Qué es? —pregunté con curiosidad. Había estado jugando en el jardín con Clarita, mi hermana menor
—Sólo ven a ver, pero no hagas ruido.
Lo hicimos, y lo que vi, me dejó bastante impactada en ese entonces.
María estaba desnuda, sobre la cama de papá, y nuestro propio padre, tras ella, hacía movimientos extraños con sus caderas en dirección al trasero de la tutora.
—Están cogiendo —dijo Sergio, como si no me hubiera dado cuenta de eso—. Esa posición se llama el perrito.
—No lo sabía —le dije a mi hermano, sin dejar de mirar.
María, hermosa como siempre, estaba con las manos y las rodillas apoyadas sobre la cama. Su espalda estaba perfectamente arqueada, con el culo mirando un poco hacia arriba. Su cuerpo brillaba por el sudor, mientras que papá le penetraba el culo con su polla. Era la primera vez que miraba el miembro de un hombre, pues pese a mi edad, los límites sexuales en casa eran bastante estrictos. No obstante, se trataba de una verga grandísima y gorda, cubierta por una mata de vello y le colgaban unos huevos grandísimos.
—La tengo como él —dijo mi hermano.
—Sí, claro.
—Mira —se bajó el pantalón un momento, y me mostró su miembro.
—¡Qué asco! —exclamé riendo, y volví la mirada hacia María.
Sus labios estaban abiertos al gemir, y sus tetas grandísimas, de pezones marrones, se balanceaban alegremente con cada embestida. Papá le dio una nalgada, y el sonido fue tan fuerte que se oyó incluso afuera. Luego se inclinó hacia el frente para besarla.
María se liberó, y se giró de tal forma que dio hacia la ventana.
—Qué culo —mencionó mi hermano, al ver el dilatado ano de María. Su coño se apretaba como una empanada, y me dio gracia verla en esa posición.
No duró mucho así. Se sentó a horcajadas sobre nuestro papá, y desde ese ángulo vimos cómo la polla abría su apretado coño y se hundía hasta la base. El pene de papá tenía una coloración algo oscura, y sus huevos eran tan abultados que parecía una fruta peluda e inflada.
La tutora dio sentones mientras se tocaba los pechos. Las manos de papá la nalguearon y le abrieron los glúteos para mostrar la entrada rosada de su recto, que en esos momentos lucía algo apetitosa para Sergio, pues miraba abobado.
—Anda, si se te está poniendo dura, hermanito —sonreí al ver como su polla ganaba tamaño y empujaba su pantalón.
—Siento ganas de… tocarla.
—No lo hagas. Ya sabes lo que dice María. Es malo jugar con nuestras cositas.
—Por favor, ya no somos unos niños.
—Pff. Si tú lo dices.
Y sacándose la verga, comenzó a moverla de adelante para atrás. Ignoré lo que hacía poniendo los ojos en blanco, y me concentré en lo que papá y María estaban llevando a cabo.
En un momento dado, la espalda de María se arqueó para atrás, y después de eso se desmontó de papá. El pene de él estaba cubierto de una materia blanca, la misma que le surgía a María del coño. Eran sus jugos, según pensé. Luego, la mujer abrió la mandíbula como si fuera a desencajarse, y se metió ese pedazo de carne a los labios.
Sentí que mis mejillas se calentaban por lo que estaba mirando, y tragué saliva. Un deseo propio de las mujeres me asomó por la cabeza al imaginar que era yo quien comía una deliciosa polla. Miré a la de mi hermano, pero no me dio tanto asco ahora. En efecto, su miembro era casi como el de papá, sólo que con menos pelo encima. Cosa que tampoco interesaba en ese momento.
—¿Quieres tocarla? —me preguntó.
—Paso —sonreí para ocultar esas ganas que quizá sí que tenía. En ese entonces, me estaba conformando sólo con ver.
Mientras la boca de María se tragaba la verga de mi padre, casi hasta la base, sus manos jugaban con el escroto, como si quisiera exprimirlo y sacar de él lo que hubiera dentro. Los huevos de mi hermano mayor también se sacudían alegremente dentro de su saco.
Sentí calor en mi vientre, y ganas de llevarme una mano y toquetearme. María decía que el clítoris era una maldición para que las mujeres se entregaran al diablo, y quizá yo sí creía un poco en esas cosas del infierno.
—¿Vienes a jugar? —me preguntó Clarita, tomándome de la mano— ¿Qué están mirando?
—Cállate, enana —dijo Sergio, apuntando con su polla a Clarita. Esta se tapó la cara y se fue corriendo.
—La asustaste, tarado.
—Oh sí… chúpala así, perrita. Bastante puta nos salió María.
—¿Dónde aprendiste a hablar así? —dije, mosqueda.
De repente, la polla de papá se sacudió, y como un volcán, liberó una abundante cantidad de líquido blanco y algo espeso, que saltó hacia la cara de María, pringó por las piernas velludas de papá, bajó por el pene y le manchó los huevos también.
—Semen —susurré, como si se tratara de un examen de sexualidad. Tampoco había visto semen real en mi vida, y al verlo surgir como una fuente, tuve que admitir que eso ayudó a que me sintiera algo menos… cohibida.
María no dudó en pasar la lengua por toda la verga de papá, recolectando su leche y llevándose a la garganta. Dejó bien limpia toda la zona, como si lamiera crema, y después de eso, se acomodó al lado de su pareja, y comenzaron a besarse.
Sergio y yo nos separamos de la ventana, un tanto shockeados por lo que acabábamos de ver. La polla de mi hermano continuaba erecta.
—¿Quieres que lo intentemos nosotros?
—Somos hermanos, tarado —le dije, dándole un manotazo a su miembro, que acercó a mí.
Por la tarde, fue difícil quitarme de la mente lo que había visto. Estaba pensativa, viendo como Alfredo, el hombre que cuidaba de los caballos de papá, ensillaba un grandioso semental.
Innegablemente, mi mirada se fue al tremendo miembro del animal, y me pregunté si incluso entre los animales, el sexo podría ser igual de… interesante entre los humanos. No decidí aventurarme más.
—¿Qué te pasa, bonita? —me preguntó Alfredo. Era un hombre mayor, de unos cuarenta o cincuenta años, con la piel curtida y guardando todavía cierto atractivo de los años de su juventud.
—Estoy algo pensativa. Creo que mi papá le es infiel a mamá. Aunque eso no es noticia, porque mamá tuvo un amorío también.
—Entre los adultos, las relaciones son un tanto extrañas —dijo Alfredo, sentándose junto a mí y cruzando un brazo por mi espalda para acariciar mis finos hombros blancos—. Entre las jovencitas vírgenes como tú, las cosas son distintas. Sigues siendo virgen ¿Verdad?
—Sí.
—Ese agujerito sigue cerrado —rió sonoramente. Y me ruboricé un poco. Luego, me atrajo hacia él, para que apoyara la mano sobre su pecho. Desde que yo era una niña, él había sido como mi consejero y confidente. Me conocía muy bien, y éramos buenos amigos. No sé por qué, pero a mamá no le gustaba verme muy cerca de él.
—¡Je,je! Cerrado con llave.
—El himen —explicó como un profesor—. Cuando te metan una verga, se romperá.
—¿Duele ser desvirgada?
Me guiñó un ojo.
—Cuando llegue el día en el que pruebas una polla, casi te volverás adicta a ella, mi querida Scarleth.
—Uff. No sé. El sexo me da miedo. Siento que… meterme algo por la vagina es doloroso.
—Te dilatarás. Tu conchita soltará unos jugos que ayudarán a que el pene resbale hacia tus entrañas, pero debes tener cuidado, porque hasta una gota de semen puede embarazarte.
—Qué horror. No quisiera tener hijos.
—Eso dices ahora, pero estoy seguro de que serás una fabulosa mamá —me acarició la mejilla con su gran mano curtida por el sol. Qué buen amigo era Alfredo—. Una mujer tan bella como tu querida mamá.
—Anda, si todos me dicen que me parezco a ella. Aunque mamá tiene más… pechos que yo.
—Están perfectos —dijo, mirando mis nenas apretadas bajo el vestido. Me reí.
—Bueno, si usted lo dice, Alfredo, será verdad.
Rió a carcajadas, y me dio un beso baboso en la mejilla. Incluso sentí su lengua, y me dio cosquillas. Era un señor tan agradable, que no encontraba la razón de porqué mamá lo odiaba.
—No pienses más en esto.
—Bueno, tiene usted razón —me acosté sobre sus piernas, y él me comenzó a acariciar la frente—. Es mi único amigo aquí. Desde pequeña, ha cuidado de mí, incluso cuando mis papás me han dado la espalda por estar ocupados con su vida social y sus negocios.
—Es mi deber cuidar de ti, querida —puso una mano sobre mi vientre para darme un masaje relajante. Cerré los ojos, y casi me dormí.
Aquella fue una de mis primeras experiencias en el sexo, y durante la cena, no dejaba de ver a mi papá, imaginándome el paquete que tenía entre las piernas.
Uno de mis más grandes amigos, además de Alfredo, era Eric. Vivía a unas cuantas calles de mi mansión, y nos reuníamos cuando teníamos oportunidad durante los fines de semana. Con Teresita, nuestra amiga también, íbamos en ocasiones a nadar al lago que estaba a unos cuantos kilómetros dentro del bosque, y que pertenecía a la familia de un adinerado amigo de papá.
—Es una vista maravillosa, sin importar cuanto venga —dijo Teresa. Era una chica un tanto retrasada en su desarrollo físico, porque aunque yo ya tenía los frutos bien formados, ella, por una condición más bien hormonal, tenía los pechos más pequeños, y una carita todavía infantil. Nuestras edades eran las mismas, y a ella, eso le molestaba bastante.
—Hace una mañana perfecta para nadar —comenté, estirando brazos y piernas.
De repente, Eric se comenzó a desnudar. Normalmente iba sin camisa, pero en esta ocasión, se quedó sólo en calzoncillos, y entró hasta el agua corriendo con Teresa agarrada de la mano. Me reí y fui tras ellos, y comenzamos a echarnos agua sin llegar a la parte más profunda del lago.
—¡Mira eso! —dijo Teresita, señalando a Eric. La ropa interior se le transparentaba, mostrando un miembro grande y también una zona oscura que correspondía a su pubis—. Ya la tiene así de grande. ¡Qué loco!
—Es normal, tonta —replicó un avergonzado Eric—. Además, a ti se te ve que no tienes tetas.
—¡Malo! Ya soy mayor, y no sé por qué no me crecieron bien.
—No como yo —aguijoneé a mi amiga.
—A ti se te marcan los pezones.
—No lo había notado.
Eric me dio una mirada algo curiosa. Era cierto. Me vi reflejada en el agua, y noté que se me veían las puntitas de los senos. Torcí el gesto, pensando en si eran bonitos o no.
—¿Creen que se me ven demasiado grandes?
—Son perfectos —se apresuró a decir Eric—. Mientras más grandes, mejor.
—¡Ja,ja,ja! Como tu pene ¿verdad?
—Bueno, ya. Si tanto quieren verlo, vayan a ver uno de los animales del establo.
—A mí me gustan los penes de los caballos —dijo Teresa, sacándonos unas risas un momento. Su sonrojo dejó en evidencia que tal vez sí era cierto—. Es que son tan grandes. ¡Ay!
—Pues a mí me gustan más lo de los hombres —señalé—. Como el de Eric, que se ve bonito.
Ante la mirada mía y de Teresa, la polla de Eric comenzó a hacerse más larga y gruesa.
—Se le está parando al cochino —rió mi amiga, y yo arqueé una ceja.
—Oh, pues ustedes no dejan de mirarlo.
—Anda, queremos ver.
Eric me miró como de reojo. Yo sonreí.
—Hemos sido amigos desde niños. Creo que tenemos confianza.
—Mmm. Vale. Les muestro, pero quiero ver sus tetas.
—¿Cuáles? —preguntó tristemente Teresa.
—Vamos, no seas depresiva. A la cuenta de tres, todos juntos nos quitamos la ropa. Uno. Dos. Tres.
Eric se bajó los calzoncillos al mismo tiempo que Teresa y yo nos sacamos las blusas. El pene de nuestro amigo de inmediato se erectó por completo, apuntando hacia arriba. Teresa se rió encantadoramente, mientras que yo me estrujé las tetas con los dedos para medir su consistencia.
—¿Se te pone así al verme? —preguntó Teresa, esperanzada—. No tengo gran cosa.
—No, pero de seguro Eric se muere por chuparte tus pezoncitos.
—Ay, qué lindo —se burló ella—. Mira cómo le cuelgan los huevos. Parece moco de pavo.
—Sí —aceptó el chico—. Tengo los testículos demasiado grandes.
—No tan grandes como mis senos —bromeé, y entonces le tiré agua a Teresa.
—¡Oye! —gritó mi amiga, y se movió hasta acercarse a Eric—. ¡Ay ¡Toqué su polla sin querer!
—¡Anda, dense un abrazo! —exclamé, y me lancé hacia ambos para apretujarlos y empujarlos dentro del agua, jugando como cuando éramos unos pequeños críos inocentes. No me importaba que mi cuerpo se restregara contra el gran pene de Eric, ni que mis tetas fueran tocadas y pellizcadas por la curiosa de Teresa, puesto que éramos amigos. Casi hermanos. Me sentía más unida a ellos que a nadie más.
Luego de divertimos, salimos del agua y nos fuimos a acostar sobre la arena de la orilla. Eric estaba todavía desnudo, con el pene algo parado aún. Teresa se masajeaba las tetas.
—¿Qué haces? —pregunté, con mis manos detrás de la nuca.
—Mi mamá dice que si me froto los pechos, puede que crezcan.
—Si me froto la pija, también me crece —rió Eric, y sin descaro, comenzó a sobarse los huevos—. ¡Pff! Se siente tan bien.
Llevaba su mano hacia arriba y abajo, permitiendo que su glande surgiera como una punta roja y brillante por los juguitos que excretaba. La tenía bien parada, señalando hacia su vientre. Era un chico bien crecido, aunque yo no lograba sentir nada… nada tan fuerte por él. Su polla era preciosa, claro. No tan grande como la de mi papá. Teresita la miraba abobada, y le guiñé un ojo. Ella se apenó, y se volvió de espaldas. Su rostro dejaba en claro que sentía curiosidad por meterse el pene de nuestro amigo a la garganta.
—Son tan tontos —me reí, mirándolos a los dos, pero también me puse a toquetearme los pechos y a jalarme de los pezones. Estaban fríos a causa del agua del lago.
—¿En dónde están, chicos? —era la voz de mi mamá. Sandra. Una mujer bastante joven para estar casada con un hombre ya adulto como papá.
—¡Aquí! —grité.
—Ah, qué bueno que los encuentro —rió mamá al ver a Eric—. ¿Qué hacen?
—Nada. Sólo jugábamos un poco —le conté, poniéndome la blusa. Mamá miró el pito de Eric con cierta curiosidad. Era como si ya no pudiera aceptar que el niño al que amamantó (porque la mamá de Eric había muerto a los pocos meses de nacer él), estuviera ya convertido en un hombre.
—Eric, cúbrete la pija. Estás frente a un par de chicas.
—Lo siento, señora.
—Bien —mamá me acarició el pelo—. Vengan. Les preparé la merienda. Té y panecitos.
—¡Gracias, señora! —dijo Eric, dándole un abrazo a su nodriza. Ella lo aceptó, y luego miró a Teresa. Ella, a diferencia de Eric y de mí, no provenía de una familia adinerada.
—También vienes, hermosa. Eres la mejor amiga de mi hija.
—Oh, no… yo no quisiera…
—¿Vas a rechazar una invitación mía?
—No. Lo siento.
—Y deja de pellizcarte los pezoncitos. Los vas a deformar.
—Es que no crecen.
Mamá puso los ojos en blanco.
—Ven más tarde a mi casa, y te daré un masaje para que se hagan más grandes. De seguro nuestra apotecaria tiene algún remedio para chicas planas. Andando, niños. Vengan.
—Ya no somos niños, mamá.
—Ya, pero para mí, siempre lo serán.
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Actualización semanal, por lo que recuerden seguirme, o ponerme en sus marcadores para estar pendientes. Gracias
Scarleth nos cuenta cómo pasó de ser una chica inocente e ingenua, a convertirse en toda una máquina depredadora sexual, explorando las prácticas mas morbosas y placenteras que esta hermosa vida nos tiene preparadas.
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Los inicios de mi vida sexual habían comenzado, quizá de manera tardía en comparación con otras chicas de mi edad. Para ese entonces, vivía en una época en la que el sexo no era tan bien visto, y mucho menos entre las mujeres de alta cuna como yo.
Desde niña, junto con mis hermanas y hermanos, fuimos educados por una tutora religiosa que nos metió ideas en la cabeza que hablaban sobre el infierno que les esperaba a los lujuriosos y fornicadores. Sin embargo, quizá fue cosa mía y de mi rebeldía el no haber creído mucho de lo que María decía en sus sermones.
No es que yo no fuera una creyente, pero en ocasiones, una se percata de cosas que no siempre dejan un buen sabor de boca hacia las personas que, usualmente, deberían de actuar de una forma mucho más decente.
La señorita María era una mujer de unos treinta años de edad, y provenía del lejano Brasil. Una tierra cálida y con muchas playas hermosas bombardeadas por el sol. Así pues, la apariencia de María era la de una hembra de piel cobriza, con el pelo negro y largo. Sus voluptuosos pechos estaban siempre bien escondidos dentro de un vestido lo bastante austero como para prestarle atención, y a donde quiera que iba, llevaba un crucifijo escondido entre el canalito de sus melones.
No era una mujer mala. Sólo… estricta, y bastante guapa en comparación con otras mujeres que habitaban en la mansión de mis papás.
—Ven a ver esto —me dijo una vez mi hermano mayor, llamado Sergio. Estaba asomándose de puntitas a una ventana que daba al dormitorio de mis papás.
—¿Qué es? —pregunté con curiosidad. Había estado jugando en el jardín con Clarita, mi hermana menor
—Sólo ven a ver, pero no hagas ruido.
Lo hicimos, y lo que vi, me dejó bastante impactada en ese entonces.
María estaba desnuda, sobre la cama de papá, y nuestro propio padre, tras ella, hacía movimientos extraños con sus caderas en dirección al trasero de la tutora.
—Están cogiendo —dijo Sergio, como si no me hubiera dado cuenta de eso—. Esa posición se llama el perrito.
—No lo sabía —le dije a mi hermano, sin dejar de mirar.
María, hermosa como siempre, estaba con las manos y las rodillas apoyadas sobre la cama. Su espalda estaba perfectamente arqueada, con el culo mirando un poco hacia arriba. Su cuerpo brillaba por el sudor, mientras que papá le penetraba el culo con su polla. Era la primera vez que miraba el miembro de un hombre, pues pese a mi edad, los límites sexuales en casa eran bastante estrictos. No obstante, se trataba de una verga grandísima y gorda, cubierta por una mata de vello y le colgaban unos huevos grandísimos.
—La tengo como él —dijo mi hermano.
—Sí, claro.
—Mira —se bajó el pantalón un momento, y me mostró su miembro.
—¡Qué asco! —exclamé riendo, y volví la mirada hacia María.
Sus labios estaban abiertos al gemir, y sus tetas grandísimas, de pezones marrones, se balanceaban alegremente con cada embestida. Papá le dio una nalgada, y el sonido fue tan fuerte que se oyó incluso afuera. Luego se inclinó hacia el frente para besarla.
María se liberó, y se giró de tal forma que dio hacia la ventana.
—Qué culo —mencionó mi hermano, al ver el dilatado ano de María. Su coño se apretaba como una empanada, y me dio gracia verla en esa posición.
No duró mucho así. Se sentó a horcajadas sobre nuestro papá, y desde ese ángulo vimos cómo la polla abría su apretado coño y se hundía hasta la base. El pene de papá tenía una coloración algo oscura, y sus huevos eran tan abultados que parecía una fruta peluda e inflada.
La tutora dio sentones mientras se tocaba los pechos. Las manos de papá la nalguearon y le abrieron los glúteos para mostrar la entrada rosada de su recto, que en esos momentos lucía algo apetitosa para Sergio, pues miraba abobado.
—Anda, si se te está poniendo dura, hermanito —sonreí al ver como su polla ganaba tamaño y empujaba su pantalón.
—Siento ganas de… tocarla.
—No lo hagas. Ya sabes lo que dice María. Es malo jugar con nuestras cositas.
—Por favor, ya no somos unos niños.
—Pff. Si tú lo dices.
Y sacándose la verga, comenzó a moverla de adelante para atrás. Ignoré lo que hacía poniendo los ojos en blanco, y me concentré en lo que papá y María estaban llevando a cabo.
En un momento dado, la espalda de María se arqueó para atrás, y después de eso se desmontó de papá. El pene de él estaba cubierto de una materia blanca, la misma que le surgía a María del coño. Eran sus jugos, según pensé. Luego, la mujer abrió la mandíbula como si fuera a desencajarse, y se metió ese pedazo de carne a los labios.
Sentí que mis mejillas se calentaban por lo que estaba mirando, y tragué saliva. Un deseo propio de las mujeres me asomó por la cabeza al imaginar que era yo quien comía una deliciosa polla. Miré a la de mi hermano, pero no me dio tanto asco ahora. En efecto, su miembro era casi como el de papá, sólo que con menos pelo encima. Cosa que tampoco interesaba en ese momento.
—¿Quieres tocarla? —me preguntó.
—Paso —sonreí para ocultar esas ganas que quizá sí que tenía. En ese entonces, me estaba conformando sólo con ver.
Mientras la boca de María se tragaba la verga de mi padre, casi hasta la base, sus manos jugaban con el escroto, como si quisiera exprimirlo y sacar de él lo que hubiera dentro. Los huevos de mi hermano mayor también se sacudían alegremente dentro de su saco.
Sentí calor en mi vientre, y ganas de llevarme una mano y toquetearme. María decía que el clítoris era una maldición para que las mujeres se entregaran al diablo, y quizá yo sí creía un poco en esas cosas del infierno.
—¿Vienes a jugar? —me preguntó Clarita, tomándome de la mano— ¿Qué están mirando?
—Cállate, enana —dijo Sergio, apuntando con su polla a Clarita. Esta se tapó la cara y se fue corriendo.
—La asustaste, tarado.
—Oh sí… chúpala así, perrita. Bastante puta nos salió María.
—¿Dónde aprendiste a hablar así? —dije, mosqueda.
De repente, la polla de papá se sacudió, y como un volcán, liberó una abundante cantidad de líquido blanco y algo espeso, que saltó hacia la cara de María, pringó por las piernas velludas de papá, bajó por el pene y le manchó los huevos también.
—Semen —susurré, como si se tratara de un examen de sexualidad. Tampoco había visto semen real en mi vida, y al verlo surgir como una fuente, tuve que admitir que eso ayudó a que me sintiera algo menos… cohibida.
María no dudó en pasar la lengua por toda la verga de papá, recolectando su leche y llevándose a la garganta. Dejó bien limpia toda la zona, como si lamiera crema, y después de eso, se acomodó al lado de su pareja, y comenzaron a besarse.
Sergio y yo nos separamos de la ventana, un tanto shockeados por lo que acabábamos de ver. La polla de mi hermano continuaba erecta.
—¿Quieres que lo intentemos nosotros?
—Somos hermanos, tarado —le dije, dándole un manotazo a su miembro, que acercó a mí.
Por la tarde, fue difícil quitarme de la mente lo que había visto. Estaba pensativa, viendo como Alfredo, el hombre que cuidaba de los caballos de papá, ensillaba un grandioso semental.
Innegablemente, mi mirada se fue al tremendo miembro del animal, y me pregunté si incluso entre los animales, el sexo podría ser igual de… interesante entre los humanos. No decidí aventurarme más.
—¿Qué te pasa, bonita? —me preguntó Alfredo. Era un hombre mayor, de unos cuarenta o cincuenta años, con la piel curtida y guardando todavía cierto atractivo de los años de su juventud.
—Estoy algo pensativa. Creo que mi papá le es infiel a mamá. Aunque eso no es noticia, porque mamá tuvo un amorío también.
—Entre los adultos, las relaciones son un tanto extrañas —dijo Alfredo, sentándose junto a mí y cruzando un brazo por mi espalda para acariciar mis finos hombros blancos—. Entre las jovencitas vírgenes como tú, las cosas son distintas. Sigues siendo virgen ¿Verdad?
—Sí.
—Ese agujerito sigue cerrado —rió sonoramente. Y me ruboricé un poco. Luego, me atrajo hacia él, para que apoyara la mano sobre su pecho. Desde que yo era una niña, él había sido como mi consejero y confidente. Me conocía muy bien, y éramos buenos amigos. No sé por qué, pero a mamá no le gustaba verme muy cerca de él.
—¡Je,je! Cerrado con llave.
—El himen —explicó como un profesor—. Cuando te metan una verga, se romperá.
—¿Duele ser desvirgada?
Me guiñó un ojo.
—Cuando llegue el día en el que pruebas una polla, casi te volverás adicta a ella, mi querida Scarleth.
—Uff. No sé. El sexo me da miedo. Siento que… meterme algo por la vagina es doloroso.
—Te dilatarás. Tu conchita soltará unos jugos que ayudarán a que el pene resbale hacia tus entrañas, pero debes tener cuidado, porque hasta una gota de semen puede embarazarte.
—Qué horror. No quisiera tener hijos.
—Eso dices ahora, pero estoy seguro de que serás una fabulosa mamá —me acarició la mejilla con su gran mano curtida por el sol. Qué buen amigo era Alfredo—. Una mujer tan bella como tu querida mamá.
—Anda, si todos me dicen que me parezco a ella. Aunque mamá tiene más… pechos que yo.
—Están perfectos —dijo, mirando mis nenas apretadas bajo el vestido. Me reí.
—Bueno, si usted lo dice, Alfredo, será verdad.
Rió a carcajadas, y me dio un beso baboso en la mejilla. Incluso sentí su lengua, y me dio cosquillas. Era un señor tan agradable, que no encontraba la razón de porqué mamá lo odiaba.
—No pienses más en esto.
—Bueno, tiene usted razón —me acosté sobre sus piernas, y él me comenzó a acariciar la frente—. Es mi único amigo aquí. Desde pequeña, ha cuidado de mí, incluso cuando mis papás me han dado la espalda por estar ocupados con su vida social y sus negocios.
—Es mi deber cuidar de ti, querida —puso una mano sobre mi vientre para darme un masaje relajante. Cerré los ojos, y casi me dormí.
Aquella fue una de mis primeras experiencias en el sexo, y durante la cena, no dejaba de ver a mi papá, imaginándome el paquete que tenía entre las piernas.
Uno de mis más grandes amigos, además de Alfredo, era Eric. Vivía a unas cuantas calles de mi mansión, y nos reuníamos cuando teníamos oportunidad durante los fines de semana. Con Teresita, nuestra amiga también, íbamos en ocasiones a nadar al lago que estaba a unos cuantos kilómetros dentro del bosque, y que pertenecía a la familia de un adinerado amigo de papá.
—Es una vista maravillosa, sin importar cuanto venga —dijo Teresa. Era una chica un tanto retrasada en su desarrollo físico, porque aunque yo ya tenía los frutos bien formados, ella, por una condición más bien hormonal, tenía los pechos más pequeños, y una carita todavía infantil. Nuestras edades eran las mismas, y a ella, eso le molestaba bastante.
—Hace una mañana perfecta para nadar —comenté, estirando brazos y piernas.
De repente, Eric se comenzó a desnudar. Normalmente iba sin camisa, pero en esta ocasión, se quedó sólo en calzoncillos, y entró hasta el agua corriendo con Teresa agarrada de la mano. Me reí y fui tras ellos, y comenzamos a echarnos agua sin llegar a la parte más profunda del lago.
—¡Mira eso! —dijo Teresita, señalando a Eric. La ropa interior se le transparentaba, mostrando un miembro grande y también una zona oscura que correspondía a su pubis—. Ya la tiene así de grande. ¡Qué loco!
—Es normal, tonta —replicó un avergonzado Eric—. Además, a ti se te ve que no tienes tetas.
—¡Malo! Ya soy mayor, y no sé por qué no me crecieron bien.
—No como yo —aguijoneé a mi amiga.
—A ti se te marcan los pezones.
—No lo había notado.
Eric me dio una mirada algo curiosa. Era cierto. Me vi reflejada en el agua, y noté que se me veían las puntitas de los senos. Torcí el gesto, pensando en si eran bonitos o no.
—¿Creen que se me ven demasiado grandes?
—Son perfectos —se apresuró a decir Eric—. Mientras más grandes, mejor.
—¡Ja,ja,ja! Como tu pene ¿verdad?
—Bueno, ya. Si tanto quieren verlo, vayan a ver uno de los animales del establo.
—A mí me gustan los penes de los caballos —dijo Teresa, sacándonos unas risas un momento. Su sonrojo dejó en evidencia que tal vez sí era cierto—. Es que son tan grandes. ¡Ay!
—Pues a mí me gustan más lo de los hombres —señalé—. Como el de Eric, que se ve bonito.
Ante la mirada mía y de Teresa, la polla de Eric comenzó a hacerse más larga y gruesa.
—Se le está parando al cochino —rió mi amiga, y yo arqueé una ceja.
—Oh, pues ustedes no dejan de mirarlo.
—Anda, queremos ver.
Eric me miró como de reojo. Yo sonreí.
—Hemos sido amigos desde niños. Creo que tenemos confianza.
—Mmm. Vale. Les muestro, pero quiero ver sus tetas.
—¿Cuáles? —preguntó tristemente Teresa.
—Vamos, no seas depresiva. A la cuenta de tres, todos juntos nos quitamos la ropa. Uno. Dos. Tres.
Eric se bajó los calzoncillos al mismo tiempo que Teresa y yo nos sacamos las blusas. El pene de nuestro amigo de inmediato se erectó por completo, apuntando hacia arriba. Teresa se rió encantadoramente, mientras que yo me estrujé las tetas con los dedos para medir su consistencia.
—¿Se te pone así al verme? —preguntó Teresa, esperanzada—. No tengo gran cosa.
—No, pero de seguro Eric se muere por chuparte tus pezoncitos.
—Ay, qué lindo —se burló ella—. Mira cómo le cuelgan los huevos. Parece moco de pavo.
—Sí —aceptó el chico—. Tengo los testículos demasiado grandes.
—No tan grandes como mis senos —bromeé, y entonces le tiré agua a Teresa.
—¡Oye! —gritó mi amiga, y se movió hasta acercarse a Eric—. ¡Ay ¡Toqué su polla sin querer!
—¡Anda, dense un abrazo! —exclamé, y me lancé hacia ambos para apretujarlos y empujarlos dentro del agua, jugando como cuando éramos unos pequeños críos inocentes. No me importaba que mi cuerpo se restregara contra el gran pene de Eric, ni que mis tetas fueran tocadas y pellizcadas por la curiosa de Teresa, puesto que éramos amigos. Casi hermanos. Me sentía más unida a ellos que a nadie más.
Luego de divertimos, salimos del agua y nos fuimos a acostar sobre la arena de la orilla. Eric estaba todavía desnudo, con el pene algo parado aún. Teresa se masajeaba las tetas.
—¿Qué haces? —pregunté, con mis manos detrás de la nuca.
—Mi mamá dice que si me froto los pechos, puede que crezcan.
—Si me froto la pija, también me crece —rió Eric, y sin descaro, comenzó a sobarse los huevos—. ¡Pff! Se siente tan bien.
Llevaba su mano hacia arriba y abajo, permitiendo que su glande surgiera como una punta roja y brillante por los juguitos que excretaba. La tenía bien parada, señalando hacia su vientre. Era un chico bien crecido, aunque yo no lograba sentir nada… nada tan fuerte por él. Su polla era preciosa, claro. No tan grande como la de mi papá. Teresita la miraba abobada, y le guiñé un ojo. Ella se apenó, y se volvió de espaldas. Su rostro dejaba en claro que sentía curiosidad por meterse el pene de nuestro amigo a la garganta.
—Son tan tontos —me reí, mirándolos a los dos, pero también me puse a toquetearme los pechos y a jalarme de los pezones. Estaban fríos a causa del agua del lago.
—¿En dónde están, chicos? —era la voz de mi mamá. Sandra. Una mujer bastante joven para estar casada con un hombre ya adulto como papá.
—¡Aquí! —grité.
—Ah, qué bueno que los encuentro —rió mamá al ver a Eric—. ¿Qué hacen?
—Nada. Sólo jugábamos un poco —le conté, poniéndome la blusa. Mamá miró el pito de Eric con cierta curiosidad. Era como si ya no pudiera aceptar que el niño al que amamantó (porque la mamá de Eric había muerto a los pocos meses de nacer él), estuviera ya convertido en un hombre.
—Eric, cúbrete la pija. Estás frente a un par de chicas.
—Lo siento, señora.
—Bien —mamá me acarició el pelo—. Vengan. Les preparé la merienda. Té y panecitos.
—¡Gracias, señora! —dijo Eric, dándole un abrazo a su nodriza. Ella lo aceptó, y luego miró a Teresa. Ella, a diferencia de Eric y de mí, no provenía de una familia adinerada.
—También vienes, hermosa. Eres la mejor amiga de mi hija.
—Oh, no… yo no quisiera…
—¿Vas a rechazar una invitación mía?
—No. Lo siento.
—Y deja de pellizcarte los pezoncitos. Los vas a deformar.
—Es que no crecen.
Mamá puso los ojos en blanco.
—Ven más tarde a mi casa, y te daré un masaje para que se hagan más grandes. De seguro nuestra apotecaria tiene algún remedio para chicas planas. Andando, niños. Vengan.
—Ya no somos niños, mamá.
—Ya, pero para mí, siempre lo serán.
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5 comentarios - El diario sexual y morboso de Scarleth cap 1
+10 como siempre
Por fa decime que vas a seguir con "El despertar incestuoso de una madre", me encantan esos relatos 🙏😘