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La Reina de los Solitarios (con fotos)

La Reina de los Solitarios (con fotos)

Ella era la Reina de los Solitarios, sus ojos dos precipicios, sus tetas el elemento sorpresa. La primera y única vez que la vi llovía en blanco y negro dentro de un bar lleno de gente vacía, yo cantaba para nadie canciones tristes aferrado a una guitarra como a una tabla en el mar, como rogando atención. Pasada la medianoche, cuando ya era tarde para todo, se me acercó meciendo sin pudor esas tetas sin amo ni sostén, tapó el micrófono con la mano y me dijo al oído “dame el último tema”. La miré y supe que ella también estaba de naufragio, que, al igual que yo, no había podido hacer pie en lo profundo de los vasos y que éramos dos parias solos en los suburbios de las almas.

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Ya en la calle me cedió las llaves del Reino de sus Cielos: un auto viejo que, con seguridad, había sido cama muchas veces. Manejé mientras hablamos incoherencias, fraseos de borrachos en esa noche de vino y rosas disfrazada de día encantador, ella lloró. “Ya tenés a quién culpar?” le dije deteniéndome por fin a las afueras de la ciudad en un camino desierto que conocía de memoria. Con la mirada vacía me dijo, “y vos, me trajiste hasta acá para revivir a tus muertas?”. Entonces, recién entonces cambió la marea, cruzamos la línea y sonreímos a dúo al darnos cuenta que esto era como salir a pasear con una Biblia y una pistola. Bajé, encendí otro cigarrillo y abrí su puerta, ella me besó mintiéndose, como si yo fuera su hombre, como si este simulacro fuera el último día de la tierra, el día más ancho para dos náufragos a la deriva pidiendo al olvido perdón.

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Todo fue una trampa de oro y miel. Le acaricié las tetas y sentí que mi mano agradecía, eran medianas y suaves, con pezones grandes y erectos como epicentro del fenómeno, los mismos pezones magnéticos que toda la noche imantaron a mis ojos, para gloria de su dueña y destino de mi morbo. Se los besé, los tragué con desesperación, me llené la boca con sus tetas chupándoselas como en un delirio místico. Su respiración se alteró y me alteró, mi erección le respondió haciéndose sentir, se la apoyé como acuse de recibo y esta Diana Cazadora comprendió que tenía a merced otra presa. Se arrodilló y como una amazona inició un ritual de felación propio del tribalismo más antiguo, esa liturgia ancestral que la hembra brava ha heredado de las históricas putas mitológicas, aquellas Abejas Reinas sabedoras del buen arte de devorar a un macho succionándolo con precisión matemática, manipulándolo para que suplique un minuto más de flagelación en su impúdica oración a Santa María Magdalena del Perpetuo Tormento.

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Pero toda canción sanguinaria define siempre en el mismo estribillo. Ella tensó el arco y mi criatura interior asomó imponiéndose una vez más. Yo sabía que iba suceder, que la transformación era una inevitable mutación carnívora, que la iba a martirizar sólo para verla con los ojos del monstruo, que la haría gritar para bendecirla después como el atroz redentor que castiga y otorga al final su perdón de semen y silencio. Y así fue. La empujé sobre su asiento poniéndola en cuatro, su rostro encajado en el volante y su culo en ofertorio fatal, subí su breve falda, le corrí la tanga y con la misma boca con que le canté mi última canción le comí la concha con hambre de siglos, hundiendo mi lengua, pretendiendo llegarle al corazón para lamérselo por dentro como en un sádico juramento de sexo y saliva, “para que nunca me olvides, para que recuerdes que este nadie te trató como a ninguna”.

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Después fui por lo mío invadiéndola totalmente, la penetré taladrándole los muslos como si fuera mi preferida, hice que se aferrara a lo que tuviera a mano para no desmoronarse. Le empujé la soledad bien adentro, la clavé como un poseído con la fuerza de una bestia en celo mientras ella gritaba pidiéndome un minuto de aire, inútil ruego, más la martiricé exigiéndome al límite mientras sus tetas perdían el ritmo de este furioso baile del espíritu. Sin remera y con la falda subida, con el cabello desordenado y la frente perlada de sudor, como un animal herido soltó su alarido más gutural cuando sintió en la carne que en el último round el blow up era anal. Se resistió pero la sometí en viva lucha, deseoso ya de sembrarla, de inocularle el veneno de la bestia porque tampoco yo podía estirar más semejante faena. Se le corrieron las lágrimas cuando murmurando confesó que sentía una puta, una cualquiera que se deja por apenas una triste canción que le recuerde a su amor perdido. Me conmovió pero no me detuve, emocionado pero caliente me acabé vaciándole el cargador de esperma urgente en la entrañas, ahogándola con un néctar tibio que la amansó recorriendo sus rincones mientras me desvanecía dentro de su culo en un orgasmo que derribó a la criatura a fuerza de espasmódicos temblores como disparos por la espalda.

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De vuelta manejó ella en silencio hasta la puerta cerrada del bar donde nos conocimos, me bajé con mi guitarra y sin fuerzas ni ganas de que se fuera pero también con la mortal certeza de que no la vería más. Era la Reina de los Solitarios y no se molestó en hacerme ni siquiera la caridad de una mirada. Se marchó tan sola como siempre pero dejándome su recuerdo intacto. Estés donde estés, buena vida, Reina, que Dios te de el amor que buscás y el diablo poesía.

Fragmento del libro
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Vagabondo ©

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