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Compendio I
Ese viernes (y a mi esposa le encantó el énfasis que puse cuando se lo conté) fue particularmente propicio para un final de manga japonés: el cielo estaba levemente nublado, con un viento que soplaba con fuerza, haciendo que las olas rompieran ocasionalmente con mucha pompa, en la playa de las piedrecillas colindante a la medialuna donde Karen y yo siempre nos encontrábamos.
Y ahí estaba ella, con su faldita corta, su chaqueta, su camisa y su listón celestino en el cuello. Se veía preciosa e impecable, resistiendo a los elementos que con gran alevosía le acarreaban la falda, dejando ver esas preciosas piernas y tomándose el cabello en vano, para no perder la compostura.
Cuando la vi, sentí diversas emociones. Por una parte, incomodidad, pensando qué pasaría si mis hijas lucieran así (aunque admito que exageré demasiado, porque mis retoños cumplirán 3 años el próximo mes). Por otra, lascivia y morbo, ya que Karen estaba para servírsela a oscuras y por otra más, remordimiento, porque a pesar de todo, seguía siendo una amiga muy querida.
Pero al verme ella, se despreocupó de todo. El viento amainó y acomodó sus cabellos lo mejor que pudo, siempre sonriendo con coquetería y travesura.
•¡Te ves lindo en pantalones!- fue su único saludo.
Vestía unos Jeans y una camiseta oscura, que según Marisol, me hacían ver seductor y también fui en la camioneta. Pero la atención de Karen se centró de inmediato en la bolsa que portaba en mi mano.
•Si es ropa interior, sabes que no podré probármela acá…- señaló con malicia, aunque sin renuencia a la idea.
Se emocionó más al sentir que eran objetos redondos y alargados…
•Espero que no sean consoladores con baterías…-exclamó con falsa modestia, pero con un creciente entusiasmo.
Sin embargo, su entusiasmo menguó rápidamente: le regalé un taser, un frasco con gas pimienta y una simple jeringa para vacunar.
Esto último lo miró con bastante detenimiento y desconcierto, ya que ella misma podía habérselo comprado si es que quisiera.
•Tú sabes que no me inyecto…- señaló con un leve tono de reproche.
Le indiqué que esa era su última línea de defensa. Que en caso que su situación se tornara demasiado difícil, la clavara en el cuello de su agresor y que presionara. La burbuja de aire en la sangre haría el resto del trabajo en pocos segundos…
Eso la dejó helada y proseguí, pidiéndole como amigo, que dejara de prostituirse. Le expliqué que ese juego era bastante peligroso, ya que bastaba poco para deducir que vendiendo droga y trabajando de puta, debía portar grandes cantidades de dinero, haciéndola blanco fácil para facinerosos y drogadictos.
Por otra parte, salir del hampa y dejar de vender droga era mucho más complicado, por lo que le pedí que apenas pudiese, abandonara la ciudad.
Todo eso se lo decía con mi lado racional y paternal en vigencia. Sin embargo, no podía parar de estudiar su anatomía con mis ojos.
•¿Por qué me dices esto?- me preguntó, a punto de ponerse a llorar.
Hasta ese entonces, mis consejos habían sido meras sugerencias y esto ya era mucho más serio, por lo que ella intuía algo grande estaba a punto de pasar.
-Porque me voy de la ciudad y no creo que vuelva a verte.- respondí lisa y llanamente.
Ella rompió en llanto y su rostro se llenó de dolor.
•¿Por qué te vas? ¿Es por mí? ¿Qué te he hecho?
-No, Karen. Lo hago por mi esposa.- Le dije, acariciando su cabeza de forma paternal.- Se ha titulado, quiere empezar a trabajar y yo quiero darle una nueva vida.
Su rostro se llenó de enojo.
•¡Esa zorra estúpida! ¡La odio!- exclamó, liberando parte de su dolor.
Sus palabras me hirieron y se lo mostré con una mueca de desagrado.
-No hables así de ella. Es mi mujer y la amo.
•¡Pero quiere llevarte!
-¡Te equivocas!- le aclaré, más exaltado, pero manteniendo la paz.- Soy yo el que quiere marcharse.
Le pedí que se sentara una vez más y la calmé, tal cual como si fuera una de mis hijas.
-Por favor, comprende que si me quedo acá, seguiré teniendo ese horrible turno de una semana en la mina y una en casa y créeme, Karen, que extraño mucho a mis hijas. Me he perdido grandes momentos en sus vidas y ya no deseo perderme más. Es por eso que lo hago.
Sentí lastima por ella, al ver que su furia perdía enfoque. Seguía enfadada, pero no sabía con quién o por qué y miraba a los nublados cielos, en busca de una explicación.
Tras las conversaciones que habíamos tenido, sabía que me comprendía, porque ella también había padecido el abandono de su padre. Sin embargo, aquel vacío se lo estaba llenando yo y que yo me fuese ahora, le molestaba.
Sus ojitos celestes me contemplaban de una manera enfurecida, pero titubeante. No quería que me fuera, pero tampoco quería que mis niñas pasaran lo mismo que ella, lo que encontré bastante loable.
Finalmente, su rostro se llenó de determinación.
•¡Ven conmigo! – me ordenó, tomando mi mano.
Se sentía áspera, con ese sudor frío, propio de la impotencia y nerviosismo.
-¿A dónde me llevas? ¿A tu casa?- pregunté, al deducir un poco la dirección de nuestro caminar.
•Sí.- sentenció dura y enfurecida.
-¿Por qué? ¿Piensas que si tenemos sexo, no me iré?
Se detuvo en sus pasos, tal cual si fuera una fotografía. Su rostro me miró titubeante, con algunas lágrimas todavía aflorando.
Aproveché de zafar mi mano de su agarre.
-Yo no quiero acostarme contigo.- le dije, tomando mi mano con la otra, para impedir otro arrebatamiento.
•¿Por qué no?
-Porque eres una niña.- respondí impasible.
•¡No soy una niña!- exclamó, alzando la voz.
Exageré un poco el volumen de su grito, haciendo como si destapara mi tímpano.
-Sí, una mujer como tú no necesita gritar para hacer su punto.- repliqué con sarcasmo.
Eso la desarmó y bajó la mirada.
-¿Por qué quieres acostarte conmigo, Karen? ¿Acaso te gusto?
Se mantuvo callada y altanera, sin saber qué responder.
Sabía de antemano que no era así. Para ella, yo era su “ballena blanca”. La que siempre se las arreglaba para escabullirse.
Pueden pensar lo que quieran (incluso Marisol cree que sí me amaba un poco), pero yo estaba convencido que se trataba de una obsesión.
Tal vez, mis palabras les parezcan caprichosas y severas, pero Karen se acordaba de mí cuando no tenía a nadie más a quien recurrir. Era como su “última opción” y nunca sentí que mostrara interés por mi día a día o que me tratara con dulzura, salvo cuando secaba mi transpiración.
En muchos aspectos, me recordaba a Margarita, mi vanidosa amiga de la infancia y eterno rival (incluso ahora, que un completo océano nos separa) de mi esposa.
-¿Te he dado señales que quiero dormir contigo?- continué preguntando, con un tono más suave.- A lo mejor, soy eyaculador precoz… o tal vez, tenga un pene pequeño. ¿No has pensado eso?
Ese comentario sí le hizo reaccionar.
•¡No! ¡No es así! ¡Sé que no eres así!
-¿Cómo lo sabes? ¿Te he hablado de aquello?
Silencio una vez más. Sus argumentos se desarmaban con impotencia y yo proseguía arremetiendo sin parar.
-O respóndeme solamente esto, Karen. Ya que soy alguien “tan importante para ti”, ¿Qué quieres que yo te haga? ¿Qué fantasía tienes, que quieres que yo te cumpla? ¿Tienes algo pensado?
La respuesta que me dio fue simple e inesperada…
Sus labios se posaron sobre los míos con dulzura y esfuerzo, teniendo que empinarse un poco y colgarse de mi cuello.
¡Olía a una fragancia maravillosa, fina y recatada!
Un perfume de jovencita, sin lugar a dudas, pero a pesar de ser redundante, la envolvía en esa aura de quinceañera.
Su beso trajo por breves instantes, aquel maravilloso primer beso que recibí de los labios de Marisol, aunque la boca que lo ejecutaba no tenía ese maravilloso y electrizante sabor a limón, que la lengua de mi esposa aún mantiene.
La boca de Karen sabía dulce, perfumada con dentífrico y húmeda y de no haber sido por el vaho que emergió de sus entrañas, rompiendo ese glamour juvenil, le habría besado con mayor deseo.
Era un aire cargado con humo rancio de cigarrillo, que muy a mi pesar, traía a mi recuerdo el tipo de personas con el que se había involucrado y si bien, no me resultaba del todo repulsivo, era lo suficientemente desagradable para forzarme a retroceder.
Ella siguió mirándome, con esa sonrisa dichosa y confianza, como si aquello hubiese hecho mella en mi decisión.
-¡Está bien! ¡Te acepto eso, por el tiempo que nos conocemos!- respondí, recuperando mis sentidos.- Pero suponiendo que aceptara, Karen, ¿Cómo sé que no tienes herpes, gonorrea, o sífilis? ¿Quién puede asegurármelo?
Podía ver que mis palabras le afectaban, porque una vez más, sus mayores esfuerzos parecían apartarme más de ella.
No obstante, a pesar de la aspereza de mis palabras, se iba gestando el efecto opuesto en mí.
Para que puedan comprenderme, no me importaba que tuviese más de un novio en lo absoluto, ni mucho menos quería pedirle que se guardara solamente para mí.
Lo único que deseaba de ella era simplemente, que dejara de putear. Que empezara a alejarse de esa vida, que en el fondo, la haría infeliz y miserable y que más pronto que tarde, le haría acabar en las drogas.
-¿Sabes? Yo también soy un puto…- le confesé, sincerándome de corazón con ella, sin siquiera amilanarme.
Su tierno rostro se llenó de desconcierto, porque como les he mencionado, mi preocupación constante por mi esposa y mis hijas de alguna manera me hacen ver como persona intachable.
-Soy amante de mi suegra y de mi cuñada… me acuesto con la niñera y tengo una novia en el trabajo… incluso, me he acostado con algunas de las amigas de mi esposa… pero mi tarifa es diferente a la tuya…- señalé, apuntándole con el dedo.- Yo no me acuesto con cualquiera.
Sus ojos celestinos estaban completamente dilatados. No se trataba que estuviese rompiendo su primera impresión, dado que en un par de ocasiones, se lo dejé entrever.
Pero ella también me conocía mi lado sincero y la manera en que se lo estaba contando, así era.
-A diferencia tuya, Karen, yo conozco a mis clientes y cada mujer con la que me he acostado, he sentido algo por ella… y la razón principal por la que no quiero acostarme contigo, es porque no sé si podré hacerlo otra vez.
Mis palabras parecieron fulminarla: sus hombros se encogieron, sus ojos quedaron perplejos y su boca entreabierta.
En cualquier otro contexto, su expresión me habría parecido de lo más graciosa. Aun así, proseguí inmutable.
-Y como estoy casado y soy un padre, cada 3 meses acudo al médico, para asegurarme que no he contraído algo desagradable que afecte a mi esposa. Porque es a ella a quien más amo.- le aclaré, mirándola profundamente a sus celestinos ojos.
Esa mirada la intimidaba demasiado. No sabía dónde mirar para escapar de ella. En efecto, Karen nunca había ido a un ginecólogo o a un obstetra y sus cuidados eran bastante rudimentarios.
-O al menos, dime cuáles son tus planos a futuro. ¿Qué piensas hacer, eh? ¿Vas a ser puta toda tu vida? ¿Piensas casarte o ser mamá?
•¿Y eso qué tiene que ver?- preguntó, finalmente estallando y alzándose con su soberbia habitual.
-¡Todo, Karen, todo! ¿Me estás diciendo que esto te hace feliz? ¿Despertar cada mañana con un desconocido y no tener a nadie que te diga que te ama? ¿Verlo partir y cada día, sentirte sola? ¿No tener a nadie que te abrace?
Por supuesto, sé que hay mujeres que esto les es completamente irrelevante. Pero como les mencioné, Karen tiene un complejo de Electra todavía no resuelto: Para ella, ese nexo de posesión y pertenencia, que uno forma con el padre no existe y constantemente, trata de llenar ese vacío con cada amante de turno.
El problema es que ella no se “entrega” emocionalmente con nadie y sin importar el desenfreno sexual que experimenta producto de la adolescencia, la hace (o al menos, la hará más adelante) infeliz, así como Marisol y yo vimos con su prima Pamela.
Karen estaba sobreseída por las emociones. De todas las expectativas de ese viernes, iban cada vez de mal en peor y lloraba sin parar. Nadie, ni siquiera su madre, había hablado con ella de esa manera y yo, que era una de sus máximas expectativas para tener sexo, parecía alejarme más y más.
•¡No!- replicó, finalmente, en casi un susurro.- No quiero eso…
Entonces, la acaricié por su ardiente y mojada mejilla y le di un beso tierno sobre ella.
-¡Eso quería escuchar!
Y esta vez, la tomé yo de la mano, pero en lugar de enfilar hacia su casa o a la camioneta, caminamos hacia la playa de las piedrecillas.
Ella, sin entender, veía y escuchaba que el tormentoso mar reventaba con violencia, mientras bajábamos por la escalinata de piedra. Intentaba zafarse, pero no podía.
Sin embargo, en lugar de bajar hasta la playa, seguí derecho por el pasillo, hasta las casetas vacías para cambiarse de ropa, mirándola con una suave sonrisa.
Sus ojitos se enternecieron, comprendiendo que finalmente aquello, que tantos meses deseó, ocurriría no en su cama, en un hotel, en su escuela o en un auto, sino que tan solo unos cuantos metros desde donde cada jueves que no llovía, nos encontrábamos.
Puesto que era ella la de la obsesión, le hice sentarse mientras me desvestía. Sus ojos estaban clavados en mis pantalones, por lo que fue lo primero que desnudé.
Soltó una mueca jubilosa al apreciar mi falo, mirándome con una sonrisa maliciosa. Sin embargo, cuando intentó tomarla con sus manos y deslizarla sobre su boca, se la aparté y la sometí con la mirada.
No fueron necesarias las palabras, porque ella me conoce y sabe que conmigo, las reglas son estrictas, contemplándome expectante y nerviosa a lo que había de venir.
Por suerte, la caseta estaba bien aislada y salvo un tenue hedor a orín, el frio no se colaba al momento de mostrarme ante ella y me di vuelta, para que me contemplara a su satisfacción.
Entonces, empecé a desvestirla con mesura y paciencia. Tomé su chaqueta y la doblé delicadamente, para que no se arrugara; desamarré su listón y empecé a desabrochar su camisa.
Su respiración era tensa y se notaba nerviosa, dejándose hacer. Dudo que alguien más lo haya hecho así con ella, porque por lo que contaba, sus amantes eran violentos e impulsivos.
En cambio yo, me tomaba mi tiempo, respetando en todo momento su cuerpo, sin atisbo de deseo o desenfreno.
Me causó una leve risa al ver el conjunto negro y seductor que usaba bajo su camisa y que no alcanzaba a transparentarse. Le tomé por los bordes, palpando que se trataba de una tela suave, semejante a la seda, mientras ella sonreía al ver mi satisfacción, pero liberó un suave suspiro al momento de rozar su piel.
Aprecié su ombligo y cintura, perplejo al no contemplar el piercing que había usado el día anterior. La obligué a pararse, rozando su faldita sobre mi cara a sus rodillas y deslicé con la misma delicadeza su falda entremedio de sus piernas.
Un delgado hilo dental, con un mísero triángulo protegía su intimidad y más que un rostro seductor, el suyo tenía más vergüenza que nada, al momento de desnudarla.
Su entrepierna se apreciaba tierna y rosada, con algunos pelillos rondando su templo del placer, el cual sobé con mis manos, ocasionándole un estremecimiento.
Al sentir mi mano levemente húmeda, me di cuenta que ya era tiempo y tras lamer mis dedos un poco (ante su más absoluta perplejidad), tomé el preservativo y lo coloqué sobre mi falo.
Me alcé sobre ella, con una mirada atónita y la apoyé hacia la pared. Luego tomé mi miembro viril y enfilé entre sus piernas.
•¡No!... ¡Espera!- fue lo único que pudo decir, antes de sentir mi irrupción.
A pesar que casi todos los días, disfruto de mi esposa, cada vez me tomo mi tiempo al penetrarla, porque ella sigue siendo muy estrecha y el avance es relativamente lento durante la primera vez.
Pero con Karen, no fue tan así. Quise darme el gusto de penetrarla de golpe, pero en lugar de eso, se sintió muy parecido a como cuando uno se pone un calcetín apretado.
Es decir, podía sentir cómo la iba estirando, a medida que avanzaba, pero sin detener mi avance (como a veces, sí pasa con Marisol) y Karen suspiraba intensamente, clavándome sus uñas sobre mis hombros.
Sus cuantiosos fluidos también ayudaban en la situación, haciendo que resbalara con mayor facilidad dentro de ella.
Pero quería divertirme un poco: retiraba mi pene lo suficiente, hasta que solamente mi glande quedaba incrustado y posteriormente, volvía a embestir una vez más. Lo volvía a retirar hasta atrás y una vez más, lo volvía a meter.
Cada vez que lo hacía, su mirada parecía que se le iba la vida o que prácticamente, era un crimen para ella que se la sacara. Pero a medida que iba entrando, parecía que casi no la podía aguantar por completo y jadeaba suavemente, mirando hacia el techo. Y entonces, me sentía apartarme.
Fue así que se empezó a mojar más y más y al parecer, era tanta su frustración por mi “jueguecito”, que decidió cortar por lo sano y me agarró de los glúteos, forzándome a penetrarla constantemente.
Notaba sus piernas entrelazadas, inquietas, tratando de contenerme, mientras yo seguía meneándome a mi propio ritmo y su mirada perdida, parecía pedirme un beso para completar la experiencia, algo que me rehusé a darle.
Besé su cuello, su pecho y su rostro, pero no sus labios, por el recuerdo de aquel beso que nos dimos con anterioridad y porque no quería que enamorarme de alguien a quien tendría que dejar, por lo que ya estaba viviendo con Liz y con Hannah, en el trabajo.
Embestí afanosamente en su interior, alzándola con bastante ahínco. Avanzaba profundo en ella y le agradaba, mientras mis manos al fin se afirmaban de sus firmes glúteos hasta regocijarse.
Sus pechos se veían alzados, con unos pezones pequeñitos y sonrosados, pero que no quise probarlos por lo que ya mencioné, aunque lamí su pecho de manera desbocada.
Podía sentir cómo se iba relajando con gozo, a medida que mis embestidas la levantaban más y más y tensos y profundos orgasmos estremecían su blanquecino cuerpo, que se deslizaba sobre la misma blanca pared donde casi 2 años atrás, se había deslizado mi cuñada, en una situación similar.
Mi orgasmo lo sentía inminente y ella también lo deseaba. Su cuerpo se levantaba con tanta facilidad, que la sentía tan ligera como el aire y la presión dentro de mi pene estaba a punto de desbordarme.
La acabada llegó con 5 embestidas profundas, donde sentí que descargaba hasta el espíritu. Cada detonación fue recibida por un estruendoso grito de su parte, con ojos cerrados rellenos en éxtasis.
Permanecimos colapsados, con mi miembro todavía duro en ella, por algunos minutos.
No nos dijimos nada. Al parecer, no era necesario. Podía sentir que seguía vivo y erguido dentro de ella, pero con solo verme los ojos, sabía que no se la daría.
En efecto, cuando la saqué y me quité el preservativo, noté que estuvo muy tentada de limpiármela, pero preferí hacerlo yo con un pañuelo desechable.
Me puse el pantalón, para dejarle en claro que eso había sido todo y empecé a vestirla, una vez más.
Ese sentimiento paternal, de lastima e impotencia, me volvió a embargar. Ningún padre debería vestir a su hija, aunque Karen no fuese la mía.
Pensé en cuántos le habrían dejado desnuda, sin preocuparse en que esa jovencita recuperase parte de su dignidad y la tomé suavemente de la mano, la cual se sentía tibia y cariñosa.
La llevé hasta la camioneta y la conduje hasta su hogar. Mantuvo el obsequio que le entregué, muy firme entre mis manos, con una mirada pérdida en el paisaje, sopesando lo que acabábamos de experimentar.
Finalmente, cuando llegamos hasta su casa, le recalqué lo más esencial de todo:
-Karen, termina la escuela y sal de acá. Si te importo tanto como dices, ahorra dinero y búscame, que yo te estaré esperando. Lo único que quiero es que sigas viva.
Y antes de dejarla bajar, le di un suave y último beso en los labios, tímido y cauteloso, como los primeros que recibió Marisol y que Karen disfrutó con ternura…
Ha pasado el tiempo. Marisol, las pequeñas y yo hemos cambiado de ciudad y ocasionalmente, recibo en mi celular…
•Aquí estoy. Sigo viva…
Y de cuando en cuando, alguna propuesta indiscreta de recibir sus fotos en ropa interior.
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3 comentarios - Siete por siete (190): Colegiala, colegiala… (III y final)