Casi todo en la vida de los seres humanos empieza como un juego. Así aprendemos a comer, a caminar, a relacionarnos, nuestras nóveles acciones son primigeniamente eso. Ya de grandes, olvidamos ese valor, y nuestros actos, nuestro aburrimiento, convierten la vida en un cúmulo de desilusiones, difíciles de remontar como a un barrilete de cemento. Me sentí así durante gran parte de mi existencia, perdí parejas, trabajos, amigos, y otras tantas cosas más.
Hace un tiempo que intento prestar atención y llevar a cabo esta simple propuesta de jugar a todo lo que hago, peleando continuamente para no vivir más bajo esa ensombrecida costumbre que lo achata todo, que lo arruina todo.
Y por suerte conocí a Marcela, mi pareja desde hace cinco años, quien comparte conmigo este intento. Eso me dio la pauta de que todo depende de uno…
Hasta que se cruzó en mi camino, sea cual fuese la razón, los intentos de formar una pareja con la cual escapar del encierro de esas cavernas de las que hablo, terminó en cada oportunidad sellando la entrada de esas cuevas con las piedras mas grandes, con nosotros adentro, inamovibles… y no siempre por culpa de la otra parte, me hago cargo, lo mío en esos intentos fue en su mayoría calamitoso, enfermizo.
Celos, egoísmos, castraciones que llevamos como pesadas mochilas, ataduras morales, la gran culpa cristiana de nuestra cultura represiva. Ni siquiera nos permite el auto conocimiento… ¿Cómo podemos formar o aspirar con alguien más a una relación, a algo sano?
Todavía me acuerdo de las primeras pajas que me hice de chico… ¡que pecaminoso, por Dios!, tal era la culpabilidad que necesitaba rezar luego de cada cascada, hecha a escondidas, furtivamente, como si ese hecho completamente natural en si, hiciera de mi la peor porquería ante los ojos del Creador que todo lo sabe y vé. Así crecimos, con la vigilancia sagrada parada en el hombro, gritándonos al oído con la cruz y la penitencia… ¿Cómo no vamos a dejar de lado el juego a medida que nos alejamos de nuestro niño interno?
Costó darme cuenta. Lo social, las normas sociales de la perfección son las que más imperfectos nos hacen, las que más infelices nos vuelven, las que matan nuestro niño, nuestro animal, a nuestra verdadera condición humana, declarando al placer, al sexo, a la satisfacción, los enemigos ocultos y silenciosos que nos encaminan sin remedio al temido infierno.
Es bueno darse cuenta, desatar las amarras de la cruz y dejarla que haga sombra sobre los que eligen remar en el barro, hay tantos mares seguros para naufragar con placer…
Con Marce edificamos diariamente esa isla donde todo es posible, donde el respeto lo da la seguridad en el otro. Cuando hablo de respeto y seguridad no lo hago en los términos de pertenencia, lo hago en el sentido de la fidelidad de lo que se siente, que es en verdad lo que ayuda a compartir, a ser completo. El amor no es la fidelidad al cuerpo, es la del sentimiento, la de la palabra, la que no oculta, la que propone…Ese es el juego, el limpio, el leal, el que incluye y no esconde, a no ser que el juego sea la escondida y siempre libremos piedra libre para todos, para ambos, sin distinción, sin engaño.
Paradójicamente, la primer noche que tuvimos sexo lo hicimos jugando al gallito ciego. Habíamos ido a un telo en Almagro, después de haber salido del cine. Era nuestra tercera cita, y es que no nos podíamos permitir ir a la cama sin conocernos mínimamente… Los prejuicios aun regían nuestros actos, por lo menos hasta esa noche.
Nos bañamos por turnos. Fui el primero. Salí envuelto con la toalla, me daba no se qué que viera mi desnudez. Algo parecido le paso a ella, pues hizo lo mismo. Yo estaba tirado en la cama, ni siquiera dejé prendida la televisión, la apagué antes de que termine con su baño, espié un pedacito de las pornos midiendo que no me viera, a ver si se pensaba que era un degenerado… Bajé las luces, los nervios me tenían cautivo de las sábanas con las que me había tapado como si lo que sintiera fuese frío. Escuché que la lluvia de la ducha dejó de caer, y los siguientes minutos hasta que atravesara la puerta hacia la habitación se hicieron larguísimos.
Cuando salió, ese supuesto frío se hizo mas presente y casi empecé a temblar. El toallón le cubría las tetas, anudado por delante, y hacia abajo apenas le tapaba el nacimiento de sus muslos hermosos. La miré con vergüenza, en ella sucedía algo parecido. Se acercó a la cama y se acostó al lado mió, se saco el toallón y se tapó también. Quedamos viéndonos a través del espejo del techo por un rato, como tontos que esperaban que comience un espectáculo sin que jamás se abriera el telón. Empezamos a sonreír cuando nos percatamos de lo estúpido de la situación y casi al unísono giramos las cabezas para mirarnos a los ojos. Nos abrazamos románticamente y nos besamos con ternura. Nos contamos nuestros verdaderos temores, empezamos a hablar de los fantasmas que tiñeron las relaciones pasadas, lo golpeados que veníamos, a contarnos la inseguridad que arrastrábamos y nos sentimos más a gusto, precisamente desnudos.
Aunque en las citas anteriores habíamos hablado un montón, no nos habíamos abierto de tal manera como hasta ese momento. Bajamos las guardias por primera vez, dejamos al descubierto las viejas marcas de las relaciones anteriores, y pusimos sobre la cama, cada una de nuestras taras y temores, responsabilidades y culpas, para jurarnos que si íbamos a empezar algo, lo debíamos hacer sin aquellas cargas, sin aquellas cruces. De ahí en más nada tendría que impedirnos ser felices, disfrutar de la vida, del sexo. Y, casi sin proponérnoslo, empezamos a jugar. Antes, pateamos las sabanas al suelo y nos besamos apasionadamente. Frotamos nuestras pieles con efusión, uno sobre el otro, y observamos nuestros cuerpos en el cielo. El reflejo del espejo nos representaba como criaturas astronómicas, que se movían enroscadas como serpientes en el firmamento vidriado, extensión del deseo liberado.
Ya calientes, y sin que haya mediado entre nosotros más que besos y caricias fogosas, decidimos vendarnos los ojos y reconocernos así. Nos largamos a adivinar que teníamos por mostrarnos, por ofrecernos, emulando la encarnación de la justicia que es ciega para juzgar, y entregándonos a la balanza de nuestros tactos. Despegamos de la pesada trampa de tener que ver para creer. Dejamos descubrirnos, sin buscar mas que enteramente al otro, como a un continente que siempre había estado vivo, pero ausente en las cartografías del placer. Fusión de desencuentros. Revolución. Estábamos gestando la descolonización del pecado, del aburrimiento. Derrocamos la infelicidad de jamás habernos asumido (hasta ese momento) como seres sexuales. Y reconocernos como seres deseosos, necesitados de piel, hambrientos de seducción y entrega. Y dispuestos a levantar las armas necesarias, para enarbolar desde esa noche y por todas las noches y sus días, la alegría de no mentirnos ni reprimirnos. Nunca más.
Ya no fuimos los mismos, por suerte, y lo supimos al instante. Nos bajamos cada uno por los lados opuestos de la cama, para no facilitar el encuentro. Propusimos contar en silencio hasta diez, y en ese espacio de tiempo cada uno derivar su búsqueda o escondite como más le plazca. Traté de quedarme quieto y agudizar mis demás sentidos. Escuchaba mi respiración y mis latidos ligeramente acelerados, mi piel estaba erizada y una erección comenzaba levemente a endurecer mi miembro, y todo solamente por no ver nada…
Me pareció escuchar la respiración de Marcela y trate de prestar atención. El silencio, que no era tal, se desfiguraba imperceptiblemente con una especie de pequeños silbidos. Intenté poner toda mi atención en ellos, y poco a poco parecía que ganaban en intensidad. Empecé a moverme por la habitación buscando de donde provenían. Me choqué con la mampara transparente del baño y provoqué un ruido que arranco una delicada risa de Marcela, que interrumpió el silbido al que estaba siguiendo, pero inmediatamente se repuso con mucha mas presencia, y logré distinguir que venía de atrás mío. El golpe con la mampara me hizo perder la noción del espacio y me costó reubicarme, tomando como eje la cama desde donde habíamos partido. Me di vuelta instantáneamente, y el sonido ya identificable eran gemidos. Como reflejo me agarre la pija, estaba dura del todo, y apuntaba hacia adelante como un sabueso marcando la dirección hacia donde debía ir.
Empecé a acercarme y los gemidos ya eran agitados grititos de placer, enmarcados en una respiración que por lo notoria parecían de un asmático. Al pensar eso me empecé a reír con ganas. Al hacerlo escuché a Marcela que me decía que no valía espiar, pensando que me reía por verla en que estaba, pero nada que ver. Le dije que no la estaba espiando, pero ya la había descubierto. Estiré los brazos a la altura de mis hombros como quien busca la llave de luz en la oscuridad y toque la pared, Por un momento me desorienté porque los gemidos eran ahí, no podía escuchar tan mal, pensé, y así era. Marcela estaba sentada, apoyando su espalda en la pared con las piernas recogidas. Mi miembro quedo a la altura de su cara y sentí el roce de su pelo que me hizo saltar en el lugar. Inmediatamente sus manos empezaron a subir por mis piernas, y el que empezó a gemir fui yo cuando sentí su húmeda lengua recorriéndome el glande antes de metérselo en la boca.
Quedé parado como un zombi que tenía a alguien tomado de una supuesta cabeza, mis manos no se despegaron de donde quedaron apoyadas, y el único movimiento que hacía era el que generaba la fenomenal mamada que estaba recibiendo, en un principio suave, y por momentos con un desenfreno que me hacia apretar los dientes de placer. Comió mis testículos con sabiduría sen, acariciando mi escroto de una manera inexplicable, pasando hacia abajo y poniéndoselos en la boca, llegando con su lengua a mi ano y chupándomelo con esmero. Pasó por debajo de mis piernas, como jugando al puente, y se paró detrás de mi. Quede en posición de palpado de armas, con las manos en la pared y las piernas abiertas. Estaba totalmente excitado, tan caliente que cuando sentí la desnudez de sus pezones apoyados en mi espalda un escalofrió sensual me hizo gritar de placer. Su lengua hacia dibujos en mi espalda, subía al cuello, bajaba, y empezaba todo el recorrido nuevamente.
Sus caricias deliciosas parecían perpetuarse. No aguanté más y me di vuelta, la tomé de los brazos y la besé desesperado. Nuestros ojos seguían tapados, pero nuestras percepciones estaban en el umbral de su plenitud. Le agarré la cara con las dos manos y le di la lengua, besándola profundamente. Su olor me transportaba, y viajé sobre su cuerpo montado en mi lengua. Mordiéndola delicadamente bajé por su cuello hasta sus tetas, intente metérmelas de a una en la boca, dejándoselas y volviendo a sus pezones haciendo redondeles de succión, apretándoselas hacia arriba utilizando mis manos como un arco de corpiño hecho de dedos. Sus brazos se cruzaban en mi cuello, y a medida que yo bajaba me agarraba la cabeza con intencionalidad. Lamí su torso, llegue a su ombligo, y la tomé de las caderas. Seguí bajando hasta llegar al nacimiento de su bello púbico, sedoso, prolijo, perfumado. Hice presión con la cara y deje deslizarla hasta la vagina.
Desplegué mi lengua sobre sus labios externos, besándoselos, humedeciendo lo ya humedecido. Busqué su clítoris y se lo acaricié endureciendo mi lengua, apretándoselo con mis labios, y dejándolo descansar chupándoselo despacio, para arrancar otra vez a lamérselo con fuerza, tocándoselo en círculos juntando los dedos de una mano, e introduciéndole con suma delicadeza los de la otra mano. Estiré una pierna hacia el costado buscando la cama hasta que la encontré. Me incorporé y la lleve hasta ella. La hice acostar de espaldas, con los pies apoyados en el piso. Metí mi cabeza entre sus piernas y seguí con lo que había empezado. Le comí la concha con gusto, saboreándosela como corresponde. Me encanta el sexo oral en todos los sentidos, y no entiendo a quienes prescinden de él.
Levanté sus piernas, haciéndole apoyar los pies sobre el borde de la cama, dejando ante mí esa concha exquisita latiendo por más, lo sentía con mis dedos, mis ojos cubiertos miraban para adentro y proyectaban en mi cerebro la expresión de su cara tan nítidamente que prefería verla así, con la ceguera momentánea. Como estaba, pasé mis manos por debajo de su cintura y se la levante, Sus orificios a pleno quedaron a merced de mi apetito, los devoré como a una sandia, trayéndolos hacia mi boca con las dos manos. No escuché parar sus gemidos en ningún momento, los míos tampoco.
Me acomodé frente a ella, acerqué mi pija a su concha, dejé caer el peso de su cuerpo suavemente sobre mi miembro erecto. Sus jugos y mi saliva hicieron que el deslizamiento hacia su interior fuese directo. Sentí que mi pija se quemada dentro suyo, y fue tan intenso que nuestros cuerpos se fundieron en gritos, sacudones, besos y peticiones, relajos y contracciones. Hasta que un gran orgasmo mutuo nos estremeció sin más remedio que la explosión de nuestros pulsos, dejándonos tirados, superpuestos, sudados, y electrificados de placentero cansancio. Nuestros ojos siguieron tapados un rato largo más, hasta que a la cuenta de tres nos sacamos las vendas, quedamos mirándonos nuevamente desde el espejo del techo, pero ya no éramos aquellos de hace un rato, y por suerte, ya no lo fuimos mas.
Así comenzamos a recuperar el juego en nuestra vida sexual, en donde la búsqueda es diaria, sin límites. Disfraces, posiciones, circunstancias, horarios, nuevos lugares, y hasta la incorporación extra de algún integrante ocasional, forman parte de esta búsqueda, llena de deseos y fantasías a cumplir, a llevar a cabo, entendiendo que la vida esta hecha para la felicidad, la satisfacción…¿Para qué perder tiempo en celos, histeria, engaños? Nada mejor que vivir verdaderamente, asumiendo sin egoísmos lo que nos pase, sin diferencias sexistas. Mujer y hombre, a todos nos pasa, a todos nos apremian las mismas culpas, y nos asaltan los mismos deseos… Qué mejor que satisfacer esos deseos, y que mejor que hacerlo con quien el amor nos ha unido… El amor no es sexo, pero el sexo es el gran juego que alimenta el amor, sin reglas, sin impedimentos. Gozar es mucho más que egoísmo, y si eso se entiende, el amor es verdaderamente eterno, como la niñez, o el deseo de vivir siempre en ella.
Hace un tiempo que intento prestar atención y llevar a cabo esta simple propuesta de jugar a todo lo que hago, peleando continuamente para no vivir más bajo esa ensombrecida costumbre que lo achata todo, que lo arruina todo.
Y por suerte conocí a Marcela, mi pareja desde hace cinco años, quien comparte conmigo este intento. Eso me dio la pauta de que todo depende de uno…
Hasta que se cruzó en mi camino, sea cual fuese la razón, los intentos de formar una pareja con la cual escapar del encierro de esas cavernas de las que hablo, terminó en cada oportunidad sellando la entrada de esas cuevas con las piedras mas grandes, con nosotros adentro, inamovibles… y no siempre por culpa de la otra parte, me hago cargo, lo mío en esos intentos fue en su mayoría calamitoso, enfermizo.
Celos, egoísmos, castraciones que llevamos como pesadas mochilas, ataduras morales, la gran culpa cristiana de nuestra cultura represiva. Ni siquiera nos permite el auto conocimiento… ¿Cómo podemos formar o aspirar con alguien más a una relación, a algo sano?
Todavía me acuerdo de las primeras pajas que me hice de chico… ¡que pecaminoso, por Dios!, tal era la culpabilidad que necesitaba rezar luego de cada cascada, hecha a escondidas, furtivamente, como si ese hecho completamente natural en si, hiciera de mi la peor porquería ante los ojos del Creador que todo lo sabe y vé. Así crecimos, con la vigilancia sagrada parada en el hombro, gritándonos al oído con la cruz y la penitencia… ¿Cómo no vamos a dejar de lado el juego a medida que nos alejamos de nuestro niño interno?
Costó darme cuenta. Lo social, las normas sociales de la perfección son las que más imperfectos nos hacen, las que más infelices nos vuelven, las que matan nuestro niño, nuestro animal, a nuestra verdadera condición humana, declarando al placer, al sexo, a la satisfacción, los enemigos ocultos y silenciosos que nos encaminan sin remedio al temido infierno.
Es bueno darse cuenta, desatar las amarras de la cruz y dejarla que haga sombra sobre los que eligen remar en el barro, hay tantos mares seguros para naufragar con placer…
Con Marce edificamos diariamente esa isla donde todo es posible, donde el respeto lo da la seguridad en el otro. Cuando hablo de respeto y seguridad no lo hago en los términos de pertenencia, lo hago en el sentido de la fidelidad de lo que se siente, que es en verdad lo que ayuda a compartir, a ser completo. El amor no es la fidelidad al cuerpo, es la del sentimiento, la de la palabra, la que no oculta, la que propone…Ese es el juego, el limpio, el leal, el que incluye y no esconde, a no ser que el juego sea la escondida y siempre libremos piedra libre para todos, para ambos, sin distinción, sin engaño.
Paradójicamente, la primer noche que tuvimos sexo lo hicimos jugando al gallito ciego. Habíamos ido a un telo en Almagro, después de haber salido del cine. Era nuestra tercera cita, y es que no nos podíamos permitir ir a la cama sin conocernos mínimamente… Los prejuicios aun regían nuestros actos, por lo menos hasta esa noche.
Nos bañamos por turnos. Fui el primero. Salí envuelto con la toalla, me daba no se qué que viera mi desnudez. Algo parecido le paso a ella, pues hizo lo mismo. Yo estaba tirado en la cama, ni siquiera dejé prendida la televisión, la apagué antes de que termine con su baño, espié un pedacito de las pornos midiendo que no me viera, a ver si se pensaba que era un degenerado… Bajé las luces, los nervios me tenían cautivo de las sábanas con las que me había tapado como si lo que sintiera fuese frío. Escuché que la lluvia de la ducha dejó de caer, y los siguientes minutos hasta que atravesara la puerta hacia la habitación se hicieron larguísimos.
Cuando salió, ese supuesto frío se hizo mas presente y casi empecé a temblar. El toallón le cubría las tetas, anudado por delante, y hacia abajo apenas le tapaba el nacimiento de sus muslos hermosos. La miré con vergüenza, en ella sucedía algo parecido. Se acercó a la cama y se acostó al lado mió, se saco el toallón y se tapó también. Quedamos viéndonos a través del espejo del techo por un rato, como tontos que esperaban que comience un espectáculo sin que jamás se abriera el telón. Empezamos a sonreír cuando nos percatamos de lo estúpido de la situación y casi al unísono giramos las cabezas para mirarnos a los ojos. Nos abrazamos románticamente y nos besamos con ternura. Nos contamos nuestros verdaderos temores, empezamos a hablar de los fantasmas que tiñeron las relaciones pasadas, lo golpeados que veníamos, a contarnos la inseguridad que arrastrábamos y nos sentimos más a gusto, precisamente desnudos.
Aunque en las citas anteriores habíamos hablado un montón, no nos habíamos abierto de tal manera como hasta ese momento. Bajamos las guardias por primera vez, dejamos al descubierto las viejas marcas de las relaciones anteriores, y pusimos sobre la cama, cada una de nuestras taras y temores, responsabilidades y culpas, para jurarnos que si íbamos a empezar algo, lo debíamos hacer sin aquellas cargas, sin aquellas cruces. De ahí en más nada tendría que impedirnos ser felices, disfrutar de la vida, del sexo. Y, casi sin proponérnoslo, empezamos a jugar. Antes, pateamos las sabanas al suelo y nos besamos apasionadamente. Frotamos nuestras pieles con efusión, uno sobre el otro, y observamos nuestros cuerpos en el cielo. El reflejo del espejo nos representaba como criaturas astronómicas, que se movían enroscadas como serpientes en el firmamento vidriado, extensión del deseo liberado.
Ya calientes, y sin que haya mediado entre nosotros más que besos y caricias fogosas, decidimos vendarnos los ojos y reconocernos así. Nos largamos a adivinar que teníamos por mostrarnos, por ofrecernos, emulando la encarnación de la justicia que es ciega para juzgar, y entregándonos a la balanza de nuestros tactos. Despegamos de la pesada trampa de tener que ver para creer. Dejamos descubrirnos, sin buscar mas que enteramente al otro, como a un continente que siempre había estado vivo, pero ausente en las cartografías del placer. Fusión de desencuentros. Revolución. Estábamos gestando la descolonización del pecado, del aburrimiento. Derrocamos la infelicidad de jamás habernos asumido (hasta ese momento) como seres sexuales. Y reconocernos como seres deseosos, necesitados de piel, hambrientos de seducción y entrega. Y dispuestos a levantar las armas necesarias, para enarbolar desde esa noche y por todas las noches y sus días, la alegría de no mentirnos ni reprimirnos. Nunca más.
Ya no fuimos los mismos, por suerte, y lo supimos al instante. Nos bajamos cada uno por los lados opuestos de la cama, para no facilitar el encuentro. Propusimos contar en silencio hasta diez, y en ese espacio de tiempo cada uno derivar su búsqueda o escondite como más le plazca. Traté de quedarme quieto y agudizar mis demás sentidos. Escuchaba mi respiración y mis latidos ligeramente acelerados, mi piel estaba erizada y una erección comenzaba levemente a endurecer mi miembro, y todo solamente por no ver nada…
Me pareció escuchar la respiración de Marcela y trate de prestar atención. El silencio, que no era tal, se desfiguraba imperceptiblemente con una especie de pequeños silbidos. Intenté poner toda mi atención en ellos, y poco a poco parecía que ganaban en intensidad. Empecé a moverme por la habitación buscando de donde provenían. Me choqué con la mampara transparente del baño y provoqué un ruido que arranco una delicada risa de Marcela, que interrumpió el silbido al que estaba siguiendo, pero inmediatamente se repuso con mucha mas presencia, y logré distinguir que venía de atrás mío. El golpe con la mampara me hizo perder la noción del espacio y me costó reubicarme, tomando como eje la cama desde donde habíamos partido. Me di vuelta instantáneamente, y el sonido ya identificable eran gemidos. Como reflejo me agarre la pija, estaba dura del todo, y apuntaba hacia adelante como un sabueso marcando la dirección hacia donde debía ir.
Empecé a acercarme y los gemidos ya eran agitados grititos de placer, enmarcados en una respiración que por lo notoria parecían de un asmático. Al pensar eso me empecé a reír con ganas. Al hacerlo escuché a Marcela que me decía que no valía espiar, pensando que me reía por verla en que estaba, pero nada que ver. Le dije que no la estaba espiando, pero ya la había descubierto. Estiré los brazos a la altura de mis hombros como quien busca la llave de luz en la oscuridad y toque la pared, Por un momento me desorienté porque los gemidos eran ahí, no podía escuchar tan mal, pensé, y así era. Marcela estaba sentada, apoyando su espalda en la pared con las piernas recogidas. Mi miembro quedo a la altura de su cara y sentí el roce de su pelo que me hizo saltar en el lugar. Inmediatamente sus manos empezaron a subir por mis piernas, y el que empezó a gemir fui yo cuando sentí su húmeda lengua recorriéndome el glande antes de metérselo en la boca.
Quedé parado como un zombi que tenía a alguien tomado de una supuesta cabeza, mis manos no se despegaron de donde quedaron apoyadas, y el único movimiento que hacía era el que generaba la fenomenal mamada que estaba recibiendo, en un principio suave, y por momentos con un desenfreno que me hacia apretar los dientes de placer. Comió mis testículos con sabiduría sen, acariciando mi escroto de una manera inexplicable, pasando hacia abajo y poniéndoselos en la boca, llegando con su lengua a mi ano y chupándomelo con esmero. Pasó por debajo de mis piernas, como jugando al puente, y se paró detrás de mi. Quede en posición de palpado de armas, con las manos en la pared y las piernas abiertas. Estaba totalmente excitado, tan caliente que cuando sentí la desnudez de sus pezones apoyados en mi espalda un escalofrió sensual me hizo gritar de placer. Su lengua hacia dibujos en mi espalda, subía al cuello, bajaba, y empezaba todo el recorrido nuevamente.
Sus caricias deliciosas parecían perpetuarse. No aguanté más y me di vuelta, la tomé de los brazos y la besé desesperado. Nuestros ojos seguían tapados, pero nuestras percepciones estaban en el umbral de su plenitud. Le agarré la cara con las dos manos y le di la lengua, besándola profundamente. Su olor me transportaba, y viajé sobre su cuerpo montado en mi lengua. Mordiéndola delicadamente bajé por su cuello hasta sus tetas, intente metérmelas de a una en la boca, dejándoselas y volviendo a sus pezones haciendo redondeles de succión, apretándoselas hacia arriba utilizando mis manos como un arco de corpiño hecho de dedos. Sus brazos se cruzaban en mi cuello, y a medida que yo bajaba me agarraba la cabeza con intencionalidad. Lamí su torso, llegue a su ombligo, y la tomé de las caderas. Seguí bajando hasta llegar al nacimiento de su bello púbico, sedoso, prolijo, perfumado. Hice presión con la cara y deje deslizarla hasta la vagina.
Desplegué mi lengua sobre sus labios externos, besándoselos, humedeciendo lo ya humedecido. Busqué su clítoris y se lo acaricié endureciendo mi lengua, apretándoselo con mis labios, y dejándolo descansar chupándoselo despacio, para arrancar otra vez a lamérselo con fuerza, tocándoselo en círculos juntando los dedos de una mano, e introduciéndole con suma delicadeza los de la otra mano. Estiré una pierna hacia el costado buscando la cama hasta que la encontré. Me incorporé y la lleve hasta ella. La hice acostar de espaldas, con los pies apoyados en el piso. Metí mi cabeza entre sus piernas y seguí con lo que había empezado. Le comí la concha con gusto, saboreándosela como corresponde. Me encanta el sexo oral en todos los sentidos, y no entiendo a quienes prescinden de él.
Levanté sus piernas, haciéndole apoyar los pies sobre el borde de la cama, dejando ante mí esa concha exquisita latiendo por más, lo sentía con mis dedos, mis ojos cubiertos miraban para adentro y proyectaban en mi cerebro la expresión de su cara tan nítidamente que prefería verla así, con la ceguera momentánea. Como estaba, pasé mis manos por debajo de su cintura y se la levante, Sus orificios a pleno quedaron a merced de mi apetito, los devoré como a una sandia, trayéndolos hacia mi boca con las dos manos. No escuché parar sus gemidos en ningún momento, los míos tampoco.
Me acomodé frente a ella, acerqué mi pija a su concha, dejé caer el peso de su cuerpo suavemente sobre mi miembro erecto. Sus jugos y mi saliva hicieron que el deslizamiento hacia su interior fuese directo. Sentí que mi pija se quemada dentro suyo, y fue tan intenso que nuestros cuerpos se fundieron en gritos, sacudones, besos y peticiones, relajos y contracciones. Hasta que un gran orgasmo mutuo nos estremeció sin más remedio que la explosión de nuestros pulsos, dejándonos tirados, superpuestos, sudados, y electrificados de placentero cansancio. Nuestros ojos siguieron tapados un rato largo más, hasta que a la cuenta de tres nos sacamos las vendas, quedamos mirándonos nuevamente desde el espejo del techo, pero ya no éramos aquellos de hace un rato, y por suerte, ya no lo fuimos mas.
Así comenzamos a recuperar el juego en nuestra vida sexual, en donde la búsqueda es diaria, sin límites. Disfraces, posiciones, circunstancias, horarios, nuevos lugares, y hasta la incorporación extra de algún integrante ocasional, forman parte de esta búsqueda, llena de deseos y fantasías a cumplir, a llevar a cabo, entendiendo que la vida esta hecha para la felicidad, la satisfacción…¿Para qué perder tiempo en celos, histeria, engaños? Nada mejor que vivir verdaderamente, asumiendo sin egoísmos lo que nos pase, sin diferencias sexistas. Mujer y hombre, a todos nos pasa, a todos nos apremian las mismas culpas, y nos asaltan los mismos deseos… Qué mejor que satisfacer esos deseos, y que mejor que hacerlo con quien el amor nos ha unido… El amor no es sexo, pero el sexo es el gran juego que alimenta el amor, sin reglas, sin impedimentos. Gozar es mucho más que egoísmo, y si eso se entiende, el amor es verdaderamente eterno, como la niñez, o el deseo de vivir siempre en ella.
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