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Compendio III
No sé si fue producto de un remordimiento de último momento, pero no pude evitar reírme cuando Karina exclamó:
“¡Detente! ¿Qué va a pensar tu esposa?”
“¿En serio?” respondí, en tono burlón. “¿Qué crees que diría? ¿La mismísima Karina quiere hacer el amor con su marido?”
Habíamos recorrido más de medio living, con nuestras lenguas explorando nuestras bocas sin descanso y recién ahora, empezaba a considerar mi condición de casado.
Por supuesto, resumimos nuestros besos con mayor entusiasmo y a pesar que ella creyó que yo bromeaba, era la más pura de las verdades y de hecho, ni siquiera quise pensar qué estaba haciendo Marisol en nuestro dormitorio, 2 habitaciones más abajo.
Admito que en esos momentos, mis deseos por desnudarla y apreciar su cuerpo me hacían sudar frio. Era cosa de bajar su cremallera y el sensual vestido caería fácilmente, como una cascada en torno a su cuerpo, exponiendo sus hermosos senos y la tentativa tanga que la resguardaba de su absoluta desnudez.
Sin embargo, mi propio instinto me decía que debía resistirme a mis impulsos y dejar que fuese ella la que llevara el ritmo de la situación, si quería brindarle placer, por lo que me sentía tremendamente restringido, acariciando su trasero por encima de esa suave y cálida falda.
Ella, en cambio, no paraba de besarme con una pasión desmesurada y sus manos lentamente, iban explorando mi cuerpo, con relativa timidez: Caricias en mi pecho, un pellizco en la costilla, un tanteo de mis piernas… y de repente, se detiene por completo.
“¿Pasa algo?” pregunté, al ver que voltea con su cabeza, mirando hacia el suelo.
“No…” responde y regalándome una creciente sonrisa traviesa, agrega. “Nada…”
Prosigue besándome con mayor deseo, sin dejar de acariciar lo que “casualmente”, agarró con su mano.
Yo sonreía con satisfacción para mis adentros, porque si bien, nunca me he considerado sexualmente “dotado”, lo que encontró era más que suficiente para despertar su interés.
Recién ahí, empezó a desabrochar mi camisa…
No pensé que le atrajese tanto mi pecho. Creía que una mujer tan sensual como ella le gustarían torsos más peludos y masculinos, que exudaran testosterona por montones. En cambio, no paraba de lamer suavemente y besar mi tetilla y de acariciar cada vez de manera más suave, mi lampiño y blanquecino pecho, que lo único que podía ofrecerle era un gran y cálido abrazo para protegerla.
Esa fue mi señal para por fin poder levantar su falda y acariciar ese enorme y tenso trasero que se me estaba ofreciendo por más de 2 horas.
Suspiraba con mayor cadencia, al empujar su cuerpo hacia mi alzada hombría y esos ojos tan salvajes, me seguían auscultando con curiosidad, deseando saber qué seguía de mí.
Nos besamos, una vez más, con gran deseo y su mano resumió la magnífica labor de estrujar mi bullente herramienta, de una manera casi frenética y desesperada, que simplemente me hizo perder la cabeza.
Introduje un par de dedos, rodeando su cintura desde su trasero hasta su delantera y palpé aquel suave tesoro. Ella lanzó otro breve suspiro, mientras me seguía comiendo su cuello con delicadeza, al notar que mi izquierda ahora se posaba hasta la mitad de su cadera y la derecha, adoptaba la contraparte de dicha posición, forzando hacia abajo la única prenda que la protegería de un eventual desnudo.
Extravié mi rostro entre el sensual canalillo que exponía sus pechos y me agaché, arrastrando su tanga hasta las rodillas.
“¡No!” exclamó ella, con desesperación y cierta tristeza en su tono. “¡Es muy rápido!”
Pero con mayor sorpresa, apreciaba que mi rostro se ubicaba a la altura de su ombligo. Descubrí, entonces, aquel tierno tesoro que esa maravillosa diva escondía bajo sus faldas y con un poderoso e impetuoso empuje, la aprisioné hacia la pared para degustarlo.
“Ahhh…. mhm… hace tiempo que no me la comían…” se quejaba, retorciéndose alborotada y con gran placer en sus quejidos, mientras yo abría suavemente sus labios inferiores con mi ardiente lengua.
Siguiendo el encargo de mi esposa, le estaba haciendo “Aquellas cositas que le volvían loca” y ésta, era una de mis cartas más fuertes.
Hasta el momento, no he conocido mujer que se rehúse al placer oral. Uno de mis nuevos compañeros de trabajo afirma que su esposa es una de ellas, aunque no estoy tan convencido. Según yo, tengo 3 teorías que podrían explicarlo: una, que le gusta demasiado y no quiere parecer puta o golosa; dos (y la que creo más probable), que mi camarada no sabe hacerlo como corresponde y la tercera, más ridícula e improbable, que ya tenga a otro/a que la satisfaga de esa manera.
He intentado de agregarlo a nuestro repertorio diario con mi esposa. Marisol se rehúsa, puesto que según ella, “le acalambro las piernas y le hago doler el útero”, por lo que es un manjar que puedo degustar a placer una vez a la semana, la madrugada de los sábados.
Ese día, coloco el despertador a las 6 y mientras mi cónyuge reposa cálidamente bajo las sábanas, me meto debajo de ellas, para retribuirle el maravilloso despertar que me da cada mañana.
Mi lengua se infiltra entre sus cavernosos y ardientes pliegues, lamiendo con regocijo cuanto liquido se libera por aquel delicioso manantial, mientras que mi esposa se menea desesperada, intentando en vano contenerse.
Posteriormente, bordeando entre las 9 o 10 de la mañana, me detengo y salgo a preparar los biberones de las pequeñas, mientras mi esposa descansa tranquila, con un rostro rubicundo y transpirado, una respiración agitada, sus enormes pechitos desordenados y unos fervientes ojitos verdes, que brillan en agradecimiento.
Una vez que nuestras niñas han desayunado, vuelvo hasta nuestro lecho y hacemos formalmente el amor por alrededor de una hora, para luego bañarme y preparar el almuerzo, dejando descansar a mi esposa a gusto, hasta alrededor de las 12 o 1 de la tarde.
Pero regresando al momento con Karina, mi lengua lamía con ansiedad su creciente humedad, haciendo que se estirara constantemente a través de la pared, con una respiración más jadeante.
“Siii… ¡Qué rico!... ¡Qué rico!... ¡Chupa más, cabrón!” se le escapaba su lado sádico de por medio.
Pero no podía rehusarme. Si me gusta tanto recibir placer oral, es justo que lo retribuya con la misma pasión y deseo, sin olvidar que esa zona tiene uno de los sabores más peculiares y deliciosos que uno puede encontrar.
Su botón se alzaba distendido y no dudé en saborearlo y chuparlo con gran detalle.
“Mhm … ¡Maricón!... ¡Maldito!... ¡Cómo me lo chupas!” fue su sofocada respuesta, ante aquella atención, que distaba mucho de un reproche.
Se meneaba de arriba hacia abajo, restregando ese maravilloso trasero que me tenía completamente desequilibrado sobre la pared. Logré doblarme un poco más, lamiendo su hendidura, intentando llegar hasta su ano, pero llegué a un punto en donde no pude aparecer por el otro lado.
Con la respiración agitada y lamida concienzudamente, volví a ascender por su cintura, para atender sus pechos.
“¡Perro!” exclamó sonriente, antes que le diera un beso candente, con parte de sus jugos, para enfocarme de lleno en sus pechos con mis manos.
“¡Menos mal!” exclamó ella, más satisfecha, a medida que desabrochaba levemente su vestimenta y esos tersos pechos hacían su aparición. “¡Creí que no te iban a gustar, con lo grande que los tiene tu esposa!”
En efecto, mientras que Marisol calza ahora 98 cm., Karina debía bordear fácilmente los 95 o 96 cm., con la diferencia que los de mi esposa son más redondos y turgentes (como verdaderos flanes), mientras que los de Karina tienen la forma de una lágrima.
Pero a pesar que sus gruesos pezones cafés demandaban a gritos ser degustados, mi lengua daba ocasionales mordiscos en torno a la mama y lamía con mayor deseo, ignorándolos por completo.
“¡Ya, córtala y cómeme las tetas como corresponde, maricón!” señaló ella, ofuscada, mientras mi mano acariciaba punzante su cada vez más humedecida y expuesta hendidura.
Me detuve y me aparté de ella, fingiendo estar ofendido.
“¿Con esa boquita besas a tu mamá?”
Su rostro bronceado prácticamente palideció de vergüenza…
“¡No!... ¡Discúlpame!... es que hace tiempo que no me ponen tan caliente…” se excusó ella, bajando la mirada.
“Bueno… si me lo pides de buena gana, continuaré…” respondí, con una amplia sonrisa.
“¿Qué?”
“Lo que oíste. Si me lo pides por favor, volveré a atenderte…”
“¡Me estás hueveando!” exclamó incrédula.
“Bueno…” respondí. Me di la vuelta y empecé a abrocharme la camisa, dejándola del lado de la pared.
Marisol se mataba de la risa, cuando le conté que no alcancé a dar 2 pasos, fingiendo marcharme…
“¡Espera!” dijo, tomándome del hombro. “¡Está bien! ¡No diré tantos garabatos!”
Yo aún mantenía mi cara impávida… y ella, sometida a mi merced, terminó cediendo.
“¡Por favor!... ¡Cómeme las tetas!” suplicó, respirando más profundo, para hacerlas más atractivas.
Y resumí mi labor con agrado. Dado que la familia de mi esposa es bastante “agraciada” en esa zona, he aprendido varias formas de brindar placer con mi boca.
En particular, me he dado cuenta que succionar el pezón se debe dejar hasta el final y tratar de jugar con el área circundante a la areola por la mayor cantidad de tiempo posible. Esto se debe a que el instinto primario (tanto en mujeres como hombres) es amamantar/ ser amamantado, dado que se establece un fuerte nexo que asemeja la relación de una madre con su bebé.
Durante nuestras conversaciones post-coito con mi esposa, me ha explicado que un factor importante para alcanzar un orgasmo a nivel mamario radica en la ansiedad que yo le genero al no chupar su seno abiertamente (gracias a las numerosas terminales nerviosas que existen en aquella zona) y que los minutos previos al eventual “chupetón final” son prácticamente críticos para ella, dado que siente sus pezones endurecidos y la única manera de aliviar esa presión es a través de una succión suave y regulada, donde el jugueteo con la lengua y la salivación toman un rol crucial.
Con Karina, esto se confirmaba a grandes rasgos, tornando su rostro con mayor alivio al succionar con suavidad los gruesos botones color chocolate.
“¡Ay, qué caliente tienes la lengua!... mhm… ¡Qué rico me chupas, desgraciado!” exclamó y al instante, se retractó. “¡Perdón, no lo vuelvo a hacer!”
Sonreí, retirándome hacia atrás, continuando con un suave apretón de su seno izquierdo e insertando mis 3 dedos más largos en su pegajosa intimidad.
“¿De qué hablas? Si estaba bromeando…” confesé, brindándole un suave beso sobre sus labios resplandecientes y viciosos.
Mientras que sus ojos se agrandaban ante ese descalabro tan confuso, su lengua reciprocó con mayor agrado, resultando todo en mayor placer para ella, que respiraba con mayor ansiedad y que ahora, cooperaba con el frote de mi mano, saltando de a poquito.
“¡Sii!... ¡Por favor!... ¡No vayas a parar!... ¡No vayas a parar!... ¡Ya casi llego!... ¡Ya casi llego!” me pedía, a medida que la seguía dedeando con mayor insistencia.
Se veía hermosa, con sus cabellos oscuros resplandecientes y un rostro ardiendo de deseo, semejante al de Megan Fox o Kate Beckinsale (motivo por el que he usado estas imágenes como tapa de estos relatos), subiendo y bajando con creciente entusiasmo, en una búsqueda desesperada por alcanzar el clímax y yo pensaba cuántos hombres habrán querido encontrarse en mi lugar, pero preocupándose más de su propio placer que el de ella.
Y cuando sus convulsiones se volvían cada vez más frecuentes; sus exhalaciones, más profundas y placenteras y apreciar que cerraba sus lindos ojos, con sus pestañas estilizadas, sumergiéndose en la irrefrenable atmosfera previa del clímax, escucho aquellas palabras que solamente un selecto grupo debe haber escuchado…
“¡Sii!... ¡Ahí!... ¡Ahiiiii!.... ¡Ahhhh!... ¡Por favor!... ¡Por favor!... ¡No te detengas!... ¡Siiiii!... ¡Siiiiiiiiiiii!... ¡Asíiiii!.... ¡Asíiiiiiiii!... ¡Qué rico!... ¡Qué rico!”
Los espasmos la van dejando más calmada y casi sin fuerzas. Apoya su cabeza, agotada, mientras que su fuente sigue manando jugos. La dejo que descanse un poco, antes de retirar mi mano, con mis dedos todavía meneándose, cada vez más despacio. Tomé su lánguido rostro y lo besé con delicadeza.
“¿Te gustó?” pregunté casi en un susurro, con el tono paternal de un novio preocupado.
Ella solamente asiente con la cabeza y acepta de nuevo mi tierno beso.
“¿Crees que deberíamos pasar a tu dormitorio?”
Su rostro silencioso y pasivo se alegra con creciente entusiasmo y nuevamente, menea su cabeza, de forma incesante, en señal de aprobación.
Trota casi radiante cuando le digo “Vamos” y es ella misma la que se desabrocha el vestido, cayendo tal cual les mencioné, como si fuese una cascada, mostrando esas seductoras nalgas.
Intenta correr más rápido, pero le resulta molesto por la deliciosa y bamboleante delantera que lleva.
Yo camino a paso lento y relajado, todavía queriendo sobrecargarla de ansiedad. Porque esa es la clave de todo: ser el que más tarda en sucumbir a sus instintos.
Al llegar a su dormitorio, se aprecia exquisita, indecisa de cómo mostrarse más bella para mí, cruzándose de piernas, alzando su busto, sentándose erguida, etc…
Y a pesar que le gustó mucho mi pecho lampiño, puedo notar por el interés de su mirada que su curiosidad crece mucho por otra zona anatómica, por lo que trato de desabrocharme el cinturón y el pantalón de una manera más lenta.
Decidiéndose quedar con las piernas cruzadas, como si intentase verse más digna dentro de su desnudez, mira muy atenta a la gruesa forma que se esconde bajo mi bóxer.
Lo saco y lo sacudo un poco, casi de manera casual, mientras que ella se muerde los labios. No obstante, no todo salió tan perfecto, porque antes de soltar mi pantalón, olvidé tomar mis preservativos, por lo que debo agacharme una vez más y le pido disculpas, que ella las acepta como si aquello que mi mano afirma fuese un tesoro extremadamente valioso, para parar de verlo.
Entonces, prosigo a abrir el paquete y trato de ubicarlo, pero mi falta de práctica se nota y mi miembro se escabulle de mis manos. Ella, sin perder el espectáculo y ansiosa por lo que ha de venir, se pone de pie y se acerca muy solicita a mi lado.
“¿Te ayudo?” pregunta, con una mirada tierna y su boca, a menos de 10 centímetros de su objetivo.
“¡Por favor!” respondo con dulzura.
Sonríe un poco más, se acaricia el cabello y abre su tibia boca, dándole casi un beso.
Pensé que le daría unas 2 o 3 lamidas… pero cuando estas se tornaron 4 y 5 y que la séptima iba con claras intenciones de ubicarla en la base de su garganta, tuve que detenerla.
“¡Oye, quiero metértela en otro lado!” Protesté, a lo que ella me responde con una mirada de niña traviesa, limpiándose los labios y la baba que le cuelga, tratando de hacerse la graciosa.
“¡Disculpa!” responde, en falso arrepentimiento y de la misma manera que lo hacía Pamela, se ubica el preservativo en la boca y le da 3 profundas lamidas, que tratan de engullir cuanta carne puede, pero no lo logra del todo.
Le ordeno que vuelva hasta la cama y ella obedece, con clara desesperación.
Finalmente, le planteo la pregunta más importante de la noche…
“¿Quién va arriba? ¿Tú o yo?”
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2 comentarios - ¡Recuérdame! (VII)
Gracias, muy, pero muy bueno, muy caliente.
Hablando de sexo oral, te falta una categoría, las que sienten "pudor" y nos quitan el placer de semejante manjar.