Sentí sus manos entre mis piernas y no pude detenerme en dejarme llevar por el placer. Sus dedos suaves y gráciles se deleitaban con mi falo, haciéndome sentir sensaciones tal vez nunca percibidas.
La punta de su lengua se deleitaba con el orificio de mi verga, cuando no bajaba acariciando todo el cetro, entreteniéndose en mis testículos.
Hermosa sensación de aquella lengua conocedora de placeres, andando por mi cuerpo y, ahora, acariciándome en el centro de la humanidad, entre el escroto y el ano.
Y no puedo decir que no me satisface.
Un rayo de placer se enciende en el fondo de mi torso y se dispara con la celeridad de la pasión a mi cerebro, que recibe el encanto erótico de aquella férula.
Ella percibe mi gemido y comprende: sabe que estoy rendido y entregado a su lujuria, mi lujuria, nuestra lujuria.
Y arremete, con todo su imperio, la punta de su lengua en mi única y donosa aureola: Es la espátula que levanta mis piernas y abre mi privacidad hasta penetrar el calor de aquel idioma que me hace conocer y entregar, allí, como me tiene.
Levanto las piernas y sostengo las rodillas ante mis hombros, ofrendándome, mientras la portentosa hidra me perfora cual falo, adentrándose en mi cueva.
Mi pene desea explotar ante la arremetida de aquella lengua sabedora de qué pretende que descubra.
Amarrado a mi mismo, excitado, brindándome, su lengua se entretuvo con mis huevos y dos de sus dedos se introdujeron en mi ano hasta hacerme sentir el puño pujando, una y otra vez, ante mis nalgas, abriéndome el trasero.
Su lengua sobre mi sexo, subiendo desde mi plexo, y aquellos apendículos dilatándome y girando sobre sí, ora abriéndose cual tijeras, ora perforándome, sometiéronme, borrando toda resistencia.
Me besó como nunca me habían besado, con mis piernas montadas a los hombros, sin saber quien era qué.
Suavemente, una de sus manos encañonó la lanza y, despacio, abrió mi agujero introduciendo el juguete en mis entrañas.
Yo era ella y ella era él.
Posó el símil en la puerta de mi ano para acorralarme con el terrible dolor inaugural que, con su fuerza, iniciaba a mi anillo en una capacidad diferente y alucinante.
De un solo movimiento introdujo la cabeza y desabrochó mi virginidad, haciéndome saltar las lágrimas del amor consentido.
Con su experiencia de mujer, pausadamente, muy despacio, fue invadiéndome con su arnés hasta romper mis entrañas a todo lo largo y grueso de su aparato, reviviendo en mí el ardor y el placer del desgarro que, en su momento, le había producido a las mujeres que fueron mías, incluso ella.
Me penetró lentamente, gozando de cada meneo y conduciendo con maestría mi padecimiento ante la invasión de su pértiga en mi orificio.
El último envión y el mástil se incrustó al tope al sentir su pelvis presionando mis nalgas hechas para ella.
No sé si era él o ella. Aquel estandarte entre mis carnes me entregó a ella, mi mujer, ahora él, mi macho, —y yo su hembra—, de una manera distinta.
Coronada la penetración, abierta mi caverna entre lágrimas, me llenó de besos esperando que disminuyera el dolor, que mis entrañas se acostumbraran al tamaño de su aparato, colmándome los oídos de ardorosos gemidos arrulladores.
Su cuerpo grácil, liviano y ondeado, sobre el mío, frente a frente. Su perfume y el aroma sexual que llenaba la habitación aumentaron mi pasión hasta que en algún momento cedió el dolor e inicié un leve vaivén con mi grupa.
Ella supo cómo manejarme y así, moviendo sus caderas, comenzó a menearse como macho, ensanchando y taladrando aún más mi gruta hasta obnubilar el dolor inaugural de mi ano desflorado y hacer nacer el placer del sexo anal. Yo, el macho, fui suya.
Su cuerpo sobre mí, abrazándola; con sus mamas y enrojecidos pezones en mis pechos, su cabello mezclado con el mío, las bocas y las lenguas entremezcladas, viviendo una pasión desenfrenada.
Ella supo hacer un lento, pausado y profundo pistoneo con su espada, enardeciéndome, arrancándome descargas eléctricas desde el centro de mi cuerpo hasta que mi pene, más hinchado que nunca, estalló en borbotones volcánicos, inundándonos a ambos.
Supo de mi estertor y quiso bajarse pero la retuve apretándola contra mí, manteniendo su falo en mi interior.
Pasados los últimos espasmos del orgasmo anal, aún después de la eyaculación, ella se retiró con su consolador, acostándose a mi lado, sin haber llegado aún.
La salida del juguete me dejó una sensación de vacío y ganas de ir al baño, a las que no estaba acostumbrado, por lo que salí corriendo en aquella dirección hasta que mi mujer me dijo que me mojara en el bidet y pude sentir, con mis propios dedos, la profundidad y el grosor de la dilación que había quedado en mi agujero.
Casi calmado, volví a la cama en la que me esperaba mi mujer desnuda, con las piernas abiertas al mundo, las que no fueron descuidadas.
A pesar del ardor en mis entrañas, me dediqué a su vulva jugosa, deteniéndome en cada uno de sus labios hasta arremeter su clítoris activado, mamarlo y comérmelo de a poco, hasta saborear el éxtasis de su orgasmo, sus manos presionando mi cara contra su sexo y sus piernas enlazándome, mientras se deshacía en un oleaje de liberaciones enajenantes.
Pasado el fuego nos abrazamos y dormimos.
La punta de su lengua se deleitaba con el orificio de mi verga, cuando no bajaba acariciando todo el cetro, entreteniéndose en mis testículos.
Hermosa sensación de aquella lengua conocedora de placeres, andando por mi cuerpo y, ahora, acariciándome en el centro de la humanidad, entre el escroto y el ano.
Y no puedo decir que no me satisface.
Un rayo de placer se enciende en el fondo de mi torso y se dispara con la celeridad de la pasión a mi cerebro, que recibe el encanto erótico de aquella férula.
Ella percibe mi gemido y comprende: sabe que estoy rendido y entregado a su lujuria, mi lujuria, nuestra lujuria.
Y arremete, con todo su imperio, la punta de su lengua en mi única y donosa aureola: Es la espátula que levanta mis piernas y abre mi privacidad hasta penetrar el calor de aquel idioma que me hace conocer y entregar, allí, como me tiene.
Levanto las piernas y sostengo las rodillas ante mis hombros, ofrendándome, mientras la portentosa hidra me perfora cual falo, adentrándose en mi cueva.
Mi pene desea explotar ante la arremetida de aquella lengua sabedora de qué pretende que descubra.
Amarrado a mi mismo, excitado, brindándome, su lengua se entretuvo con mis huevos y dos de sus dedos se introdujeron en mi ano hasta hacerme sentir el puño pujando, una y otra vez, ante mis nalgas, abriéndome el trasero.
Su lengua sobre mi sexo, subiendo desde mi plexo, y aquellos apendículos dilatándome y girando sobre sí, ora abriéndose cual tijeras, ora perforándome, sometiéronme, borrando toda resistencia.
Me besó como nunca me habían besado, con mis piernas montadas a los hombros, sin saber quien era qué.
Suavemente, una de sus manos encañonó la lanza y, despacio, abrió mi agujero introduciendo el juguete en mis entrañas.
Yo era ella y ella era él.
Posó el símil en la puerta de mi ano para acorralarme con el terrible dolor inaugural que, con su fuerza, iniciaba a mi anillo en una capacidad diferente y alucinante.
De un solo movimiento introdujo la cabeza y desabrochó mi virginidad, haciéndome saltar las lágrimas del amor consentido.
Con su experiencia de mujer, pausadamente, muy despacio, fue invadiéndome con su arnés hasta romper mis entrañas a todo lo largo y grueso de su aparato, reviviendo en mí el ardor y el placer del desgarro que, en su momento, le había producido a las mujeres que fueron mías, incluso ella.
Me penetró lentamente, gozando de cada meneo y conduciendo con maestría mi padecimiento ante la invasión de su pértiga en mi orificio.
El último envión y el mástil se incrustó al tope al sentir su pelvis presionando mis nalgas hechas para ella.
No sé si era él o ella. Aquel estandarte entre mis carnes me entregó a ella, mi mujer, ahora él, mi macho, —y yo su hembra—, de una manera distinta.
Coronada la penetración, abierta mi caverna entre lágrimas, me llenó de besos esperando que disminuyera el dolor, que mis entrañas se acostumbraran al tamaño de su aparato, colmándome los oídos de ardorosos gemidos arrulladores.
Su cuerpo grácil, liviano y ondeado, sobre el mío, frente a frente. Su perfume y el aroma sexual que llenaba la habitación aumentaron mi pasión hasta que en algún momento cedió el dolor e inicié un leve vaivén con mi grupa.
Ella supo cómo manejarme y así, moviendo sus caderas, comenzó a menearse como macho, ensanchando y taladrando aún más mi gruta hasta obnubilar el dolor inaugural de mi ano desflorado y hacer nacer el placer del sexo anal. Yo, el macho, fui suya.
Su cuerpo sobre mí, abrazándola; con sus mamas y enrojecidos pezones en mis pechos, su cabello mezclado con el mío, las bocas y las lenguas entremezcladas, viviendo una pasión desenfrenada.
Ella supo hacer un lento, pausado y profundo pistoneo con su espada, enardeciéndome, arrancándome descargas eléctricas desde el centro de mi cuerpo hasta que mi pene, más hinchado que nunca, estalló en borbotones volcánicos, inundándonos a ambos.
Supo de mi estertor y quiso bajarse pero la retuve apretándola contra mí, manteniendo su falo en mi interior.
Pasados los últimos espasmos del orgasmo anal, aún después de la eyaculación, ella se retiró con su consolador, acostándose a mi lado, sin haber llegado aún.
La salida del juguete me dejó una sensación de vacío y ganas de ir al baño, a las que no estaba acostumbrado, por lo que salí corriendo en aquella dirección hasta que mi mujer me dijo que me mojara en el bidet y pude sentir, con mis propios dedos, la profundidad y el grosor de la dilación que había quedado en mi agujero.
Casi calmado, volví a la cama en la que me esperaba mi mujer desnuda, con las piernas abiertas al mundo, las que no fueron descuidadas.
A pesar del ardor en mis entrañas, me dediqué a su vulva jugosa, deteniéndome en cada uno de sus labios hasta arremeter su clítoris activado, mamarlo y comérmelo de a poco, hasta saborear el éxtasis de su orgasmo, sus manos presionando mi cara contra su sexo y sus piernas enlazándome, mientras se deshacía en un oleaje de liberaciones enajenantes.
Pasado el fuego nos abrazamos y dormimos.
1 comentarios - Rica experiencia con mi mujer