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Compendio III
Fui al baño y me refresqué lo mejor que pude. Una ducha fría hubiese hecho maravillas, pero el tiempo no me acompañaba, así que me limpié lo suficiente.
Al salir del baño, la imagen era abismal: mi esposa estimulaba su botón de manera desbocada, jugueteando con sus pechos y ocasionalmente, lamiéndose los dedos. Sinceramente, le habría saltado encima y arrodillado a probar sus maravillosos manjares, pero esa excitación ya empezaba a ser todo un ritual para ella.
Y si bien, Karina era una mujer sensual, dejar a mi blanquecina esposa, con sus enormes pechos completamente excitados; una mirada viciosa, junto con una boquita erotizante que todavía ansiaba chupar más y su jugosa entrepierna, de la cual seguían manando nuestros jugos del amor, fue una decisión bastante difícil de cumplir.
Tras acicalarme un poco y asegurarme que no quedé manchado, salí a buscar a Karina. Esta vez, se había vestido con una camisa negra manga corta y con un par de botones desabrochados, una falda corta de seda que llegaba a la mitad de los muslos, un cinturón plateado que remarcaba su cintura y para rematar, zapatos de tacón de color negro.
Tal vez, creyó que me impresionaría o intimidaría por la manera de lucirse (Apenas nos saludamos, sacudió su cabeza y cabellera, como mostrando su cuerpo), pero tras la atención de mi esposa, estaba demasiado manso para sobresaltarme, lo que también jugó a mi favor.
No fue necesario explicarle la ausencia de Marisol, dado que uno de nosotros debía quedarse cuidando a las pequeñas, lo que pareció agradarle más todavía.
Mientras bajábamos por el ascensor, aproveché también para contarle sobre el juego que llevábamos con mi esposa con el personal de recepción, por lo que le pedí que no se extrañara si me veía hablando en inglés, lo que le pareció muy divertido y decidió aceptar el juego.
De hecho, una vez que llegamos al lobby, nos abordó ágilmente el recepcionista, que mandó a llamar a un botones, quien me llevó hacia el valet para pedir un taxi. Cabe destacar que ellos sí reconocieron quién me acompañaba, pero no hicieron comentarios al respecto.
Luego de pedirle que le indicara al chofer el lugar (quien también la reconoció y sonrió con bastante malicia al verla), tuve que disculparme…
“¡Marisol tiene razón! ¡Es mi error no saber quién eres!”
Posó su mano sobre mi muslo izquierdo, tratando de calmarme, pero siempre sonriente.
“¡Está bien!... ¡No pasa nada!” replicó ella, con una amplia sonrisa de satisfacción.
En cierta forma, me pareció como una cita a ciegas, porque honestamente, no sabía nada de ella, salvo que había aparecido en la televisión.
Sin embargo, pese a que habían pasado años desde que se había apartado de la pantalla, el resto de las personas (en especial, los hombres) le mantenían respeto y si bien, los porteros del elegante restaurant que escogió lo hacían por su trabajo, podía notar que el peso de la mirada de Karina realmente los doblegaba.
El Maitre’d nos llevó personalmente hasta una mesa con una apreciable vista de la costa, retirando con cortesía el asiento para que mi curvilínea compañera (cuyas curvas seguía implacable con la mirada) se sentara e incluso, nos trajo las cartas para ordenar.
Ella escogió un mojito como aperitivo y yo, como de costumbre, un jugo de durazno.
“¿Qué? ¿No vas a tomar?” preguntó impactada.
“No… es que cuando tomo tragos, me pesa la cabeza y prefiero los jugos de fruta.” Respondí, haciendo que cayera en gracia conmigo. “¿Me puedes contar de ti?”
Ella sonrió muy complacida…
“¿Por qué? ¿Acaso eres un periodista?” preguntó de forma coqueta y alegre, en tono de broma.
“No… pero todos parecen conocerte… y me gustaría saber por qué.” Respondí con honestidad.
Usé un tono de voz más sumiso y señalé alrededor cómo nos contemplaban los otros comensales, lo cual enfatizó mi punto. Me contempló en silencio unos momentos, estudiándome sin saber bien qué decir, dado que me estaba humillando a sus pies y reconociendo mi falencia.
Esperamos a nuestros pedidos y empezó a contarme. Para mi sorpresa, había estudiado actuación e incluso había viajado al extranjero para continuarlos y participó en algunas teleseries juveniles, donde su rol no fue muy destacable, ni los nombres de las novelas me parecieron conocidos.
Prosiguió con la fase que conoció mi esposa, participando en un programa de baile, donde se relacionó con algunos de sus compañeros, pero obviamente, nunca concretó algo definitivo.
Y con un aire más sombrío, comentó que participó en unos realities, que denotaban el aparente ocaso de su carrera.
En vista que su participación por las pantallas no pareció detonar recuerdo alguno en mi memoria, destacó con una rara vergüenza, entremezclada también con cierto orgullo, que participó en una serie para adultos, donde hizo desnudos parciales, preocupándose de dejarme muy claro que “todo lo que se veía en la pantalla era actuación y más que nada, mostraba los pechos. Pero todo lo demás, era fingido.”
Tuve la mala ocurrencia de contarle que ese programa sí lo conocía, pero que lo había visto un par de ocasiones por otra actriz extranjera que me atraía (lo que le irritó levemente) y que actuó en un par de episodios, pero el resto de los capítulos no me interesaban, dado que la trama la encontraba aburrida, tonta, lenta y predecible.
Por suerte, lo “tomó con un granito de sal” y admitió que efectivamente, los personajes no eran demasiado originales y la historia era bastante predecible, en especial, para roles como el suyo.
“¿Y qué haces tú?” preguntó, contemplándome con mayor resignación.
Le comenté que trabajaba en una minera y que acababa de aceptar un ascenso que me tenían pendiente, ya que mi esposa recién se había titulado como profesora y deseaba cooperar en la crianza de nuestras hijas.
Con una cálida mirada, confesó que también había sido madre de un par de niñitas y que en estos momentos, se encontraban con su padre de vacaciones, mientras ella también se daba un tiempo para relajarse.
“Pero… ¿Cómo te mantienes? ¿Qué es lo que haces, ahora que estás fuera de la pantalla?” pregunté con bastante curiosidad.
Su mirada se tornó esquiva y nerviosa. Me fue con evasivas, diciendo que ocasionalmente animaba eventos como despedidas de solteros, fiestas y cosas así, además de participar en competencias de playa y eventos de ese estilo…
Pero no me cuadraba del todo. Cuerpos como el suyo demandan horas infatigables de gimnasio y tanto la forma de vestirse como de hospedarse en el lugar donde nos conocimos, implicaba un flujo mayor de dinero del que podrían sustentar ese tipo de eventos, sin olvidar, por supuesto, que su mayor apogeo estaría en la temporada del verano…
“¿Eres dama de compañía?” consulté de la manera más elegante y discreta que pude, tras determinar que lo más probable, por ridículo que pareciera, debía ser la verdad.
Ella se rehusó alterada pero contenida, para no llamar la atención, diciéndome que estaba equivocado…
Que “no era ese tipo de mujeres…”
Pero al demostrarle mi razonamiento, quedó desarmada y lo reconoció…
Sus ojos fieros y centelleantes, ahora mansos y suplicantes, me contemplaban como si fuese un verdugo cruel e intolerante…
“Debe ser un trabajo desagradable.” Concluí, tras llamar al garzón para pedir la comida.
Su mirada tomó un leve brillo cuando lo mencioné.
“O sea… uno pensaría que una mujer como tú, podría darse el lujo de escoger a sus clientes… pero los que más pagan, deben ser los menos agraciados, ¿Cierto?”
Mis palabras parecían complacerla. De hecho, se puso a narrar algunas experiencias, incluso durante su periodo de apogeo, que tuvo que involucrarse con productores y figuras de la televisión, si quería mantenerse vigente y lo que era peor, que aquel personaje que tanto destacaba mi esposa como su pololo, también la empleaba como moneda de canje para mantener su puesto o bien, para abrir nuevas puertas en su carrera.
“¿Y qué hay de ti? ¿Tuviste muchas pololas?” preguntó con un cariz más alegre, para impedir que su tristeza rompiera el ambiente.
“No. Solamente he tenido a Marisol…”
Inesperadamente, me tomó la mano…
“¿En serio? Pero si te ves tan bien…” comentó con mucho entusiasmo.
“No…” argumenté, levemente complicado. “A diferencia tuya, tuve una vida más tranquila. No salía a fiestas y me preocupaba más que nada de estudiar…”
“Pero valió la pena, ¿No? ¡Estás trabajando en el extranjero, estás casado y tienes 2 hijas hermosas!”
“Sí, es cierto… pero han sido estos 2 últimos años que se han tornado más dulces…”
“¿Por qué? ¿Qué pasó?” preguntó con mayor interés.
“Marisol aceptó volverse mi mujer.” Sentencié, con satisfacción.
Su entusiasmo desbordaba por exceso…
“¡Nooo! ¿En serio? ¿Te casaste con tu primera polola?”
“Por supuesto. Ni siquiera tuve que pensarlo.”
Y como el tiburón de las películas, esa maliciosa pregunta fue alzando su alerón…
“Oye… ¿Y… a qué edad perdiste la virginidad?” preguntó, mordiéndose la punta del índice y contemplándome muy interesada con sus lascivos ojos verdes.
“¿Por qué debería interesarte?” respondí, alterado.
“No… es que yo digo… si te casaste con tu primera polola… entonces tú…”
“¡No, no me casé virgen, si eso te estás preguntando!” le aclaré, entrando de a poco en su juego.
“Yaaa… entonces… tú no has estado con muchas mujeres, ¿Verdad?” preguntó de una manera seductora.
Y ahora comprendía por qué le habían llamado a ese programa para adultos y por qué, seguramente, era tan reconocida por ese programa juvenil.
Su mirada era gatuna, como si me tuviese en plena encrucijada y yo no era nada más que un pequeño ratón, con el que jugaba entre sus patas, antes de devorarlo.
Sus ojos brillaban de una manera cautivadora y su labial rosáceo y resplandeciente, hacia ver su boca demasiado apetitosa para dar besos acalorados…
“¡Sí! ¡Sí lo he estado!” respondí enérgicamente, tratando de zafarme de su infalible trampa, pero debió escucharse como un clamor mentiroso de chiquillo.
Su mirada de plena satisfacción me lo confirmaba. Ante sus ojos (y probablemente, para muchos de mis pares), debía parecer el marido perfecto, incapaz de tener relaciones extramaritales y solamente, buscaba congraciarme con ella, para no quedar en vergüenza.
Además, mi constante preocupación por el bienestar de mi esposa y de mis hijas debía reforzar esa visión.
No obstante, la conversación entre nosotros fluyó de manera más amena, aunque siempre enfocada en torno al sexo.
De parejas que tuvo y fiestas a las cuales asistió. De los encontrones sexuales más embarazosos y temas similares, aunque nunca abordándolos de manera morbosa y con su constante escrutinio si acaso alguno de sus temas llegase a sobresaltarme.
Para cuando nos íbamos, ella estaba “un poco más alegre” y no paraba de burlarse de mi virginidad hasta los 28 años, siendo que ella la perdió alrededor de los 13.
Sin embargo, ya fuera por el alcohol, el efecto de la brisa o simplemente, como una forma de flirteo, dijo sentir frío y sin siquiera consultarme, me abrazó por la cintura, para refugiarse bajo mi brazo y no me soltó hasta que el taxi nos dejó en el hotel.
Pero la última risa creo que me la terminé llevando yo, cuando la acompañé a su habitación…
Tras depositar la tarjeta en el lector y empujar la puerta, me preguntó:
“¿No vas a entrar?”
Le sonreí y le mostré mi propia tarjeta…
“Lo siento. Alguien más me espera…”
Se río levemente…
“¡Ahhh, verdad! ¡Se me olvidó que eres casado!” sentenció riéndose coqueta, antes de despedirse.
La besé en las 2 mejillas (no porque yo quisiera, sino porque ella me las ofreció) y le agradecí por la velada…
“Entonces… ¿Te veo mañana?” preguntó anhelante, antes de cerrar la puerta.
“¡No lo sé! ¡Tal vez!” respondí mintiendo, con la satisfacción que al día siguiente, Karina querría verme…
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2 comentarios - ¡Recuérdame! (III)
Excelente, muchas gracias por compartir!!