Y lo disfuto…
Antes de bajar del remis, retoqué el rouge de mis labios y me acomodé la ropa. Por suerte, el viaje no me costó más que un pete. Me bajé del auto y caminé una cuadra hasta la avenida. La ciudad de noche parece un árbol de navidad; llena de luces y miradas curiosas, pero la mayoría, cargadas de un deseo sexual difícil de reprimir. Caminé sabiendo que la pollera se me subía hasta el límite de la cola, dejando ver las ligas y el borde de las medias. Mis tacos me hacían ver la cola más parada. Los taxis pasaban de ronda, despacio. Me miraban, los miraba también. Algunos no se animaban a detenerse. Algunos sí, estacionaban y me llamaban. Arreglábamos el precio y si estaba todo bien, me subía. Estacionábamos en alguna calle lateral, donde no hubiera mucha luz. Entonces, yo hacía lo mío. Casi siempre los hacía acabar con la boca, pero si alguno había tenido una buena recaudación, reclinaba el asiento y me daba por el culo. Satisfechos, me pagaban y al descender, volvía caminando a la avenida.
Entonces comenzaba mi rutina. Pasaba por la gomería a la hora en que el dueño ya no estaba. El empleado, ese jovencito que tenía la pija bien dura, estaba esperando la llegada de algún cliente, con los brazos cruzados y las piernas abiertas. Al verme, me sonreía, me guiñaba el ojo y me hacía una seña con la cabeza para que “fuera p'al fondo”. Entraba en la gomería luego de que él se metía en la oficina; abría la puerta y estaba el flaco, con los pantalones por las rodillas y la pija medio parada. Me agachaba y se la chupaba hasta que se le pusiera bien dura; entonces el pibe me hacía parar, me apoyaba sobre el escritorio, me levantaba la pollera, me corría la tanga y me la ponía hasta el fondo, con fuerza. Empujaba bastante. Me entraba toda mientras el pibe gemía. Le gustaba cojerme el culo. A mí me gustaba su pija. No duraba mucho; acababa bastante rápido. Otra vez me acomodaba la ropa, el pibe me pagaba y yo, previamente a que el flaco se asegurara de que no hubiera ningún auto esperando, salía a la avenida de nuevo.
En la estación de servicio, el playero, un tipo grande, casado y hasta con nietos, aguardaba por mí de la misma manera. El era más tranquilo, pero igualmente calentón. Me miraba mientras caminaba hacia la oficina. Entraba después de mí, cerraba la puerta y me abrazaba por atrás. Me apoyaba la pija en el culo un toque para que se le pare y yo, le movía el culo rozándosela para ayudarlo. Al sentirla dura, me agachaba, le desabrichaba el pantalón, se lo bajaba y también el calzoncillo. Me metía la pija en la boca y sentía como se le iba poniendo dura mientras se la chupaba. Cuando estaba bastante caliente, me hacía acostar sobre el escritorio boca arriba, me sacaba la bombacha, me abría las piernas y me la metía. En cada empujón sentíamos la mesa crujir. Más de una vez pensé que, dándome por el culo, iba a romper la mesa. Pero no, no sucedió por suerte. Era aguantador; me daba bastante. Cuando acababa, me llenaba el culo de leche con un grito ahogado que no llegaba a escucharse desde la playa de la estación de servicio.
Unas cuadras más adelante, otro playero de otra estación de servicio me esperaba. En el camino, algunos taxis y coches particulares solían pararme para que los peteara. Tenía suerte o buen culo, o peteaba bien, nunca lo supe, lo cierto es que, al llegar a la terminal del colectivo donde finalizaba mi ronda, llevaba la cartera llena de dinero.
Entonces, los choferes que me veían llegar, se preparaban. Tenía tres o cuatro que eran clientes fijos, pero siempre había uno o dos más que se sumaban. Me subían a un colectivo y, cuando terminaba de subir el último, cerraban la puerta. Nunca me cojieron menos de cinco a la vez. Me daban tanta pija que terminaba borracha. Regresaba a casa con el culo lleno de leche y la cartera llena de dinero. El remisero, en la esquina de casa, se iba feliz; otro viaje pagado en especies.
Siempre me gustó ser puta...
Antes de bajar del remis, retoqué el rouge de mis labios y me acomodé la ropa. Por suerte, el viaje no me costó más que un pete. Me bajé del auto y caminé una cuadra hasta la avenida. La ciudad de noche parece un árbol de navidad; llena de luces y miradas curiosas, pero la mayoría, cargadas de un deseo sexual difícil de reprimir. Caminé sabiendo que la pollera se me subía hasta el límite de la cola, dejando ver las ligas y el borde de las medias. Mis tacos me hacían ver la cola más parada. Los taxis pasaban de ronda, despacio. Me miraban, los miraba también. Algunos no se animaban a detenerse. Algunos sí, estacionaban y me llamaban. Arreglábamos el precio y si estaba todo bien, me subía. Estacionábamos en alguna calle lateral, donde no hubiera mucha luz. Entonces, yo hacía lo mío. Casi siempre los hacía acabar con la boca, pero si alguno había tenido una buena recaudación, reclinaba el asiento y me daba por el culo. Satisfechos, me pagaban y al descender, volvía caminando a la avenida.
Entonces comenzaba mi rutina. Pasaba por la gomería a la hora en que el dueño ya no estaba. El empleado, ese jovencito que tenía la pija bien dura, estaba esperando la llegada de algún cliente, con los brazos cruzados y las piernas abiertas. Al verme, me sonreía, me guiñaba el ojo y me hacía una seña con la cabeza para que “fuera p'al fondo”. Entraba en la gomería luego de que él se metía en la oficina; abría la puerta y estaba el flaco, con los pantalones por las rodillas y la pija medio parada. Me agachaba y se la chupaba hasta que se le pusiera bien dura; entonces el pibe me hacía parar, me apoyaba sobre el escritorio, me levantaba la pollera, me corría la tanga y me la ponía hasta el fondo, con fuerza. Empujaba bastante. Me entraba toda mientras el pibe gemía. Le gustaba cojerme el culo. A mí me gustaba su pija. No duraba mucho; acababa bastante rápido. Otra vez me acomodaba la ropa, el pibe me pagaba y yo, previamente a que el flaco se asegurara de que no hubiera ningún auto esperando, salía a la avenida de nuevo.
En la estación de servicio, el playero, un tipo grande, casado y hasta con nietos, aguardaba por mí de la misma manera. El era más tranquilo, pero igualmente calentón. Me miraba mientras caminaba hacia la oficina. Entraba después de mí, cerraba la puerta y me abrazaba por atrás. Me apoyaba la pija en el culo un toque para que se le pare y yo, le movía el culo rozándosela para ayudarlo. Al sentirla dura, me agachaba, le desabrichaba el pantalón, se lo bajaba y también el calzoncillo. Me metía la pija en la boca y sentía como se le iba poniendo dura mientras se la chupaba. Cuando estaba bastante caliente, me hacía acostar sobre el escritorio boca arriba, me sacaba la bombacha, me abría las piernas y me la metía. En cada empujón sentíamos la mesa crujir. Más de una vez pensé que, dándome por el culo, iba a romper la mesa. Pero no, no sucedió por suerte. Era aguantador; me daba bastante. Cuando acababa, me llenaba el culo de leche con un grito ahogado que no llegaba a escucharse desde la playa de la estación de servicio.
Unas cuadras más adelante, otro playero de otra estación de servicio me esperaba. En el camino, algunos taxis y coches particulares solían pararme para que los peteara. Tenía suerte o buen culo, o peteaba bien, nunca lo supe, lo cierto es que, al llegar a la terminal del colectivo donde finalizaba mi ronda, llevaba la cartera llena de dinero.
Entonces, los choferes que me veían llegar, se preparaban. Tenía tres o cuatro que eran clientes fijos, pero siempre había uno o dos más que se sumaban. Me subían a un colectivo y, cuando terminaba de subir el último, cerraban la puerta. Nunca me cojieron menos de cinco a la vez. Me daban tanta pija que terminaba borracha. Regresaba a casa con el culo lleno de leche y la cartera llena de dinero. El remisero, en la esquina de casa, se iba feliz; otro viaje pagado en especies.
Siempre me gustó ser puta...
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