- Soy yo ¿subo?
- Dale...
Busco las llaves en la cartera. Tanteo el encendedor, el celular, el espejito. Al fondo, enredado con los auriculares, está el llavero.
El portero me mira desde adentro. Nunca me abre y yo siento que me mira con desprecio y deseo, como un hombre de bien mira a una putita que va seguido al departamento de un tipo solo.
Abro la puerta y le digo "buenas noches". Que escuche bien mi voz, que no le quepan dudas de que esos gritos que va a escuchar dentro de un rato, son míos. Todos míos. Porque un hombre de familia se horroriza y se calienta en igual proporción cuando escucha gemir a una putita. Como debe ser.
Paso caminando hasta el ascensor con la certeza de que sus ojos acompañan mis pasos y su correspondiente contoneo. Le muevo un poco el culo, claro.
Como siempre golpeo la puerta dos veces. Como siempre su voz me dice "voy", antes de abrir. Y como siempre abre la puerta, me agarra de la cintura y me aprieta con fuerza contra él mientras cierra la puerta y yo me cuelgo de su cuello y de su lengua.
Voy tirando las llaves y la cartera al piso, sacándome la campera de jean y los zapatos. Todo eso sin dejar de besarle el cuello.
Me levanta por abajo del vestido. Con sus dos manos me agarra de la cola, me pellizca. Le gusta dejarme marcas. Me gusta a mí verlas cuando llego a casa y me desnudo frente al espejo.
Me sienta sobre la mesa, me abre la piernas con su cuerpo, me apoya contra él. Acerca su cara a mi oído. Si me lame apenas el lóbulo, acabo. Pienso.
Está Juan, me dice. En voz baja.
Levanto la mirada. Sentado a unos metros, con un vaso en la mano y una media sonrisa, efectivamente está Juan.
Hola Juan. Hola.
Juan se levanta y se acerca a saludarme. Primero me da el vaso frío, me dice ¿querés? Sí, claro que quiero. Le digo. Y se acerca para darme un beso.
Si me lame apenas el lóbulo, acabo. Pienso.
Tomo un trago helado. Se te está erizando la piel, me dice. Y Juan me pasa un dedo por el brazo. De arriba a abajo. Cuando me roza la parte interna del codo, un poco tiemblo.
Acá también, dice la otra voz. Y otra mano me desliza un dedo desde la rodilla hacia arriba. Hasta rozar la tela de la bombacha.
¿A ver? Y otra voz y otra mano más, por la otra pierna, subiendo lentamente. Apenas rozando la piel que, efectivamente, se va sensibilizando cada vez más hasta el límite del escalofrío.
Dos voces y cuatro manos me erizan la piel, me tensan el cuerpo. Cierro los ojos. Una lengua me roza el lóbulo izquierdo. Y se me escapa un híbrido entre suspiro y gemido. Otra lengua baja por mi cuello mientras me bajan el bretel del vestido.
Me recuesto sobre la mesa. No puedo, no quiero abrir los ojos. Una vorágine de placer me recorre, alguien muerde mis pezones, alguien me baja la bombacha, un dedo húmedo rodea en círculos al clítoris, uno entra y sale. Otros dedos se meten en mi boca. Tienen gusto a mí.
No abras los ojos, me ordena uno. Date vuelta, me dice el otro. Yo abedezco. Alguien me venda los ojos, alguien me ata las manos. Una lengua me humedece, como si hiciera falta.
Me deslizan hasta el borde de la mesa, una mano me empuja despacio, me inclina hacia adelante. Uno que dice tomá. Otro que dice vení. Unas manos me agarran la cintura. Otras, la cara. A la vez, alguien me coge y alguien me pone la pija en la boca.
No te muevas, me dice uno. Vos quedate quieta, agrega el otro. Y los dos acompasan el ritmo. Entran a la vez, salen a la vez. Dos manos me acarician las tetas, un dedo me hace una paja. Los imagino mirándose, preguntándose también qué gusto tendrá la boca del otro.
Las piernas me tiemblan, en la oscuridad me desborda el placer. El semen me llena la boca y me chorrea por las piernas.
Alguien me desata las manos. Alguien me baja la venda. Yo no abro los ojos. Para qué.
- Dale...
Busco las llaves en la cartera. Tanteo el encendedor, el celular, el espejito. Al fondo, enredado con los auriculares, está el llavero.
El portero me mira desde adentro. Nunca me abre y yo siento que me mira con desprecio y deseo, como un hombre de bien mira a una putita que va seguido al departamento de un tipo solo.
Abro la puerta y le digo "buenas noches". Que escuche bien mi voz, que no le quepan dudas de que esos gritos que va a escuchar dentro de un rato, son míos. Todos míos. Porque un hombre de familia se horroriza y se calienta en igual proporción cuando escucha gemir a una putita. Como debe ser.
Paso caminando hasta el ascensor con la certeza de que sus ojos acompañan mis pasos y su correspondiente contoneo. Le muevo un poco el culo, claro.
Como siempre golpeo la puerta dos veces. Como siempre su voz me dice "voy", antes de abrir. Y como siempre abre la puerta, me agarra de la cintura y me aprieta con fuerza contra él mientras cierra la puerta y yo me cuelgo de su cuello y de su lengua.
Voy tirando las llaves y la cartera al piso, sacándome la campera de jean y los zapatos. Todo eso sin dejar de besarle el cuello.
Me levanta por abajo del vestido. Con sus dos manos me agarra de la cola, me pellizca. Le gusta dejarme marcas. Me gusta a mí verlas cuando llego a casa y me desnudo frente al espejo.
Me sienta sobre la mesa, me abre la piernas con su cuerpo, me apoya contra él. Acerca su cara a mi oído. Si me lame apenas el lóbulo, acabo. Pienso.
Está Juan, me dice. En voz baja.
Levanto la mirada. Sentado a unos metros, con un vaso en la mano y una media sonrisa, efectivamente está Juan.
Hola Juan. Hola.
Juan se levanta y se acerca a saludarme. Primero me da el vaso frío, me dice ¿querés? Sí, claro que quiero. Le digo. Y se acerca para darme un beso.
Si me lame apenas el lóbulo, acabo. Pienso.
Tomo un trago helado. Se te está erizando la piel, me dice. Y Juan me pasa un dedo por el brazo. De arriba a abajo. Cuando me roza la parte interna del codo, un poco tiemblo.
Acá también, dice la otra voz. Y otra mano me desliza un dedo desde la rodilla hacia arriba. Hasta rozar la tela de la bombacha.
¿A ver? Y otra voz y otra mano más, por la otra pierna, subiendo lentamente. Apenas rozando la piel que, efectivamente, se va sensibilizando cada vez más hasta el límite del escalofrío.
Dos voces y cuatro manos me erizan la piel, me tensan el cuerpo. Cierro los ojos. Una lengua me roza el lóbulo izquierdo. Y se me escapa un híbrido entre suspiro y gemido. Otra lengua baja por mi cuello mientras me bajan el bretel del vestido.
Me recuesto sobre la mesa. No puedo, no quiero abrir los ojos. Una vorágine de placer me recorre, alguien muerde mis pezones, alguien me baja la bombacha, un dedo húmedo rodea en círculos al clítoris, uno entra y sale. Otros dedos se meten en mi boca. Tienen gusto a mí.
No abras los ojos, me ordena uno. Date vuelta, me dice el otro. Yo abedezco. Alguien me venda los ojos, alguien me ata las manos. Una lengua me humedece, como si hiciera falta.
Me deslizan hasta el borde de la mesa, una mano me empuja despacio, me inclina hacia adelante. Uno que dice tomá. Otro que dice vení. Unas manos me agarran la cintura. Otras, la cara. A la vez, alguien me coge y alguien me pone la pija en la boca.
No te muevas, me dice uno. Vos quedate quieta, agrega el otro. Y los dos acompasan el ritmo. Entran a la vez, salen a la vez. Dos manos me acarician las tetas, un dedo me hace una paja. Los imagino mirándose, preguntándose también qué gusto tendrá la boca del otro.
Las piernas me tiemblan, en la oscuridad me desborda el placer. El semen me llena la boca y me chorrea por las piernas.
Alguien me desata las manos. Alguien me baja la venda. Yo no abro los ojos. Para qué.
9 comentarios - Dos voces y cuatro manos
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