Este relato es ficticio, pero contiene algunos nombres de lugares que existen.
Ya me arriesgué lo suficiente para ser un hombre libre, y aquí estoy, viviendo de lo que jamás pudieron sacarme: docenas de miles de dólares que siempre miro con desconfianza, porque me arrastraron a un precipicio del que tardé 20 años en salir. Tengo raspones en los brazos y en las piernas por mis “hazañas”, que no podrían compararse jamás a una hazaña real, pues lo que he hecho es ganarme la vida por el sentido contrario. Mi nombre es Guillermo Iturraspe, tengo 40 años y estuve dos décadas en la cárcel por acabar con la vida de oficiales inocentes, por lo cual se me computó una doble perpetua y una extradición a la Argentina. La carrera como criminal comenzó en 1993. Yo y tres amigos en plena inmadurez, intentamos ingresar ilegalmente a la casa central del Banco de la Nación, pero el intento nos falló y preferimos un blanco más accesible a nuestra inexperiencia. Así llegó la posibilidad de organizar un asalto a mano armada al Banco Tornquist de avenida Rivadavia al 8600, en Floresta, en mayo de 1994. Tenía miedo, pero Lucio y José parecían unos hombrecitos, que no tuvieron reparo en tirar tiros al aire para asustar a los clientes. Una anciana se desmayó ni bien nos vio, y el custodio llamó a una ambulancia. Los cajeros nos entregaron 100.000 dólares, pero antes de salir, llegó un patrullero y le metí 5 balas en el pecho a un subcomisario. Forzamos al acompañante a salir y nos afanamos el auto. Debo reconocer que fuimos unas basuras al haber abierto fuego contra el cana, pero podía habernos costado nuestra segunda gran macana. Llegamos a mi casa y nos repartimos la plata. Lucio, con voz de cheto mezclada con voz de villero, nos decía que “no me banco vivir en un rancho de Florida, ahora me quiero ir a vivir a una casona en Olivos, giles”. Por su parte, José iba a darle su porción a la madre, para que no piense que se rasca el higo y termine el entrepiso del comedor. Yo dije que me iba a ir lejos, y eso hice. Una semana después estaba en el Lester Pearson de Toronto, dispuesto a rajar de una ciudad que me estaba enloqueciendo. Me tomé otro avión a Halifax y viví ahí hasta julio de 1995, cuando la justicia canadiense decide mandarme de vuelta por mala conducta. El motivo: un robo en solitario al Banco de Nueva Escocia por 500.000 dólares, y la muerte de otros 2 policías armados. Un defensor estatal tomó cartas y aceleró el proceso de retorno. Para agosto, yo ya estaba raspando mis manos en los barrotes de la cárcel de Ezeiza, con esas dos condenas a cuestas, después de un juicio récord. Los primeros 10 años recibí las acusaciones de mis hermanos, que de a poco dejaron de verme como ese laburante decente, ahora convertido en un insensato asesino de gorras. No volví a dirigirles la palabra hasta que salí, pero la relación no se reconstruyó ni volverá a ser lo de antes. Puedo leer la decepción en sus pupilas. Mamá murió de depresión y tristeza al año de estar encerrado y eso fue otro asunto que ellos me echaron en cara. Recibí cartas de mis amigos, pero terminaron igual que yo. Lucio se compró su casona a 3 cuadras de la quinta de Olivos pero se la sacaron cuando jugó y perdió la plata de los impuestos anuales en el casino. La última vez decía que pedía monedas cerca del Puente 12. José falleció en un accidente de helicóptero en Santiago del Estero, cuando se dirigía a una reunión con otros empresarios. Eso también lo supe de parte de Lucio, quien fue el único que se emocionó cuando me largaron. Este lugar es tan repugnante, que los guardias me devolvieron la plata que afané hace tiempo (la agarré, por supuesto) y con eso, llevé a mi amigo a vivir con su servidor en una casita de Santos Lugares. Pero el motivo de mi libertad aún no lo conté.
Cuando se acercaba el momento del 20° aniversario del ingreso a la prisión, debí hacer unos trámites para demostrarle a la jueza que seguía portándome bien, y que continuaba como peón en la herrería de los internos. Juré bajo palabra y llevé a algunos compañeros para que testificaran a mi favor, pues así, según ella, tendría posibilidades de ver de nuevo reducida mi estadía allí. La primera reducción tuvo lugar ni bien entré, por el hecho de que estaba vigente el famoso “2 por 1”, por eso la condena culminó en 20 años y dos meses, cuando en realidad debían ser 40 años. La proposición indecente surgió cuando su señoría, la doctora Olivia Lastiri, quiso que yo sea su víctima para que decida si me daba la libertad. El primer diálogo entre ambos fue luego de la última comparecencia. En cuanto Manso y Bello, los patovicas de la cárcel, dos viejos “amigos”, me llevaban apretando fuertemente las muñecas, ella pidió una conversación extra judicial, que jamás sería incluida en los archivos gubernamentales. Creo que ya sabían de qué se trataba. Unieron las manos con esposas y dijeron que vaya a un salón lejos del comedor. Pensaba en que el sistema quería destruirme por mi prontuario, y aunque ya pedí perdón, nadie me iba a creer. Toqué la puerta con los codos, mientras ella hacía que entre. Un lugar pequeño, iluminado, sin ventanas y con planchas de telgopor que aíslan el sonido. Me senté mientras de a poco comenzaba a corromperme con sus planteos. No dudé nunca de las calificaciones profesionales de la doctora, ya su voz indicaba que era una nerd, como yo quise creerme a los 17 años, pero eso no era lo mismo. Fue muy directa, cortando el silencio y la intimidación que éste causaba.
- Mirá, Iturraspe, me dijeron los patovicas que ya te querés rajar de acá. Yo te puedo ayudar.
- ¿Usted me va ayudar?
- Sí, yo te voy a ayudar.
- ¿Cómo? ¿Va a contradecir la ley argentina, a defraudar a los derechos conocidos?
- Ay, viejo, a nadie le importa hablar de eso. Sí, voy a contradecir a la ley, pero nadie se va a dar cuenta si no lo contás.
- ¿Y qué va a hacer, entonces?
- Quiero que te acuestes conmigo hoy. Siempre quise saber cómo es la carne de un penitenciario.
- Señora, yo me hago respetar, aunque haya boleteado a 3 inocentes, mi cuerpo sólo me pertenece a mí; no lo comparto con nadie.
- No hablés boludeces, ¿querés? ¡Vamos! Tengamos relaciones, sino te pudrís acá hasta fin de año, ¿eh?
- ¡Está bien! Pero no se denigre así, señora. Usted estudió esto para hacer justicia, no para venderse por un veredicto.
Ni bien dije estas líneas, me bajó los dientes de una cachetada. Su piel pálida se estaba enrojeciendo, y su euforia crecía. Se arrodilló para sacarme el jean y los calzoncillos, y casi tan rápido, se deglutió mi pene que ni siquiera estaba erecto. Trataba de cruzar mis ojos con los de ella, sabía que si la miraba fijo no había vuelta atrás. Tuvo que amenazarme con plantar una contravención en el historial para que le den más ganas de practicar una fellatio. Me observaba con sus pupilas verdes y sacudiendo levemente sus cabellos castaños en cuanto lamía con lascivia el glande. Diez minutos después, eyaculé precozmente. Pedí disculpas, pues nunca llegué a cometer semejante atrocidad sexual, pero ella decía que solía tragar el fluido. Casi vomito.
Trató de sacarme la remera mientras colocaba el profiláctico con los dientes. Se abrió la camisa y exhibía sus pechos blancos con areolas pequeñas, sin operar. Tomó una pequeña llave y fue hacia detrás de la silla, donde destrabó las esposas que me pusieron.
Durante el coito, no dejó de repetirme la frase. “Necesito sentir las manos de un hombre en mi espalda” y eso hice. Su voz me llevaba a lugares impensados, ese nivel era seductor y enloquecedor. Quería que no se callase nunca, pues mis oídos existían para escuchar su lenguaje técnico o sus vulgaridades.
Siete días posteriores al salvaje encuentro, ya con Lucio a mis espaldas, nos fuimos a vivir a Tres de Febrero, prometiendo el comienzo de una aventura clandestina que no se desgastará.
Les dejo este tema para que bailen, disfruten, se rían o para que lo escuchen cuando quieran.
https://www.youtube.com/watch?v=JR8sZcVcYiY
Ya me arriesgué lo suficiente para ser un hombre libre, y aquí estoy, viviendo de lo que jamás pudieron sacarme: docenas de miles de dólares que siempre miro con desconfianza, porque me arrastraron a un precipicio del que tardé 20 años en salir. Tengo raspones en los brazos y en las piernas por mis “hazañas”, que no podrían compararse jamás a una hazaña real, pues lo que he hecho es ganarme la vida por el sentido contrario. Mi nombre es Guillermo Iturraspe, tengo 40 años y estuve dos décadas en la cárcel por acabar con la vida de oficiales inocentes, por lo cual se me computó una doble perpetua y una extradición a la Argentina. La carrera como criminal comenzó en 1993. Yo y tres amigos en plena inmadurez, intentamos ingresar ilegalmente a la casa central del Banco de la Nación, pero el intento nos falló y preferimos un blanco más accesible a nuestra inexperiencia. Así llegó la posibilidad de organizar un asalto a mano armada al Banco Tornquist de avenida Rivadavia al 8600, en Floresta, en mayo de 1994. Tenía miedo, pero Lucio y José parecían unos hombrecitos, que no tuvieron reparo en tirar tiros al aire para asustar a los clientes. Una anciana se desmayó ni bien nos vio, y el custodio llamó a una ambulancia. Los cajeros nos entregaron 100.000 dólares, pero antes de salir, llegó un patrullero y le metí 5 balas en el pecho a un subcomisario. Forzamos al acompañante a salir y nos afanamos el auto. Debo reconocer que fuimos unas basuras al haber abierto fuego contra el cana, pero podía habernos costado nuestra segunda gran macana. Llegamos a mi casa y nos repartimos la plata. Lucio, con voz de cheto mezclada con voz de villero, nos decía que “no me banco vivir en un rancho de Florida, ahora me quiero ir a vivir a una casona en Olivos, giles”. Por su parte, José iba a darle su porción a la madre, para que no piense que se rasca el higo y termine el entrepiso del comedor. Yo dije que me iba a ir lejos, y eso hice. Una semana después estaba en el Lester Pearson de Toronto, dispuesto a rajar de una ciudad que me estaba enloqueciendo. Me tomé otro avión a Halifax y viví ahí hasta julio de 1995, cuando la justicia canadiense decide mandarme de vuelta por mala conducta. El motivo: un robo en solitario al Banco de Nueva Escocia por 500.000 dólares, y la muerte de otros 2 policías armados. Un defensor estatal tomó cartas y aceleró el proceso de retorno. Para agosto, yo ya estaba raspando mis manos en los barrotes de la cárcel de Ezeiza, con esas dos condenas a cuestas, después de un juicio récord. Los primeros 10 años recibí las acusaciones de mis hermanos, que de a poco dejaron de verme como ese laburante decente, ahora convertido en un insensato asesino de gorras. No volví a dirigirles la palabra hasta que salí, pero la relación no se reconstruyó ni volverá a ser lo de antes. Puedo leer la decepción en sus pupilas. Mamá murió de depresión y tristeza al año de estar encerrado y eso fue otro asunto que ellos me echaron en cara. Recibí cartas de mis amigos, pero terminaron igual que yo. Lucio se compró su casona a 3 cuadras de la quinta de Olivos pero se la sacaron cuando jugó y perdió la plata de los impuestos anuales en el casino. La última vez decía que pedía monedas cerca del Puente 12. José falleció en un accidente de helicóptero en Santiago del Estero, cuando se dirigía a una reunión con otros empresarios. Eso también lo supe de parte de Lucio, quien fue el único que se emocionó cuando me largaron. Este lugar es tan repugnante, que los guardias me devolvieron la plata que afané hace tiempo (la agarré, por supuesto) y con eso, llevé a mi amigo a vivir con su servidor en una casita de Santos Lugares. Pero el motivo de mi libertad aún no lo conté.
Cuando se acercaba el momento del 20° aniversario del ingreso a la prisión, debí hacer unos trámites para demostrarle a la jueza que seguía portándome bien, y que continuaba como peón en la herrería de los internos. Juré bajo palabra y llevé a algunos compañeros para que testificaran a mi favor, pues así, según ella, tendría posibilidades de ver de nuevo reducida mi estadía allí. La primera reducción tuvo lugar ni bien entré, por el hecho de que estaba vigente el famoso “2 por 1”, por eso la condena culminó en 20 años y dos meses, cuando en realidad debían ser 40 años. La proposición indecente surgió cuando su señoría, la doctora Olivia Lastiri, quiso que yo sea su víctima para que decida si me daba la libertad. El primer diálogo entre ambos fue luego de la última comparecencia. En cuanto Manso y Bello, los patovicas de la cárcel, dos viejos “amigos”, me llevaban apretando fuertemente las muñecas, ella pidió una conversación extra judicial, que jamás sería incluida en los archivos gubernamentales. Creo que ya sabían de qué se trataba. Unieron las manos con esposas y dijeron que vaya a un salón lejos del comedor. Pensaba en que el sistema quería destruirme por mi prontuario, y aunque ya pedí perdón, nadie me iba a creer. Toqué la puerta con los codos, mientras ella hacía que entre. Un lugar pequeño, iluminado, sin ventanas y con planchas de telgopor que aíslan el sonido. Me senté mientras de a poco comenzaba a corromperme con sus planteos. No dudé nunca de las calificaciones profesionales de la doctora, ya su voz indicaba que era una nerd, como yo quise creerme a los 17 años, pero eso no era lo mismo. Fue muy directa, cortando el silencio y la intimidación que éste causaba.
- Mirá, Iturraspe, me dijeron los patovicas que ya te querés rajar de acá. Yo te puedo ayudar.
- ¿Usted me va ayudar?
- Sí, yo te voy a ayudar.
- ¿Cómo? ¿Va a contradecir la ley argentina, a defraudar a los derechos conocidos?
- Ay, viejo, a nadie le importa hablar de eso. Sí, voy a contradecir a la ley, pero nadie se va a dar cuenta si no lo contás.
- ¿Y qué va a hacer, entonces?
- Quiero que te acuestes conmigo hoy. Siempre quise saber cómo es la carne de un penitenciario.
- Señora, yo me hago respetar, aunque haya boleteado a 3 inocentes, mi cuerpo sólo me pertenece a mí; no lo comparto con nadie.
- No hablés boludeces, ¿querés? ¡Vamos! Tengamos relaciones, sino te pudrís acá hasta fin de año, ¿eh?
- ¡Está bien! Pero no se denigre así, señora. Usted estudió esto para hacer justicia, no para venderse por un veredicto.
Ni bien dije estas líneas, me bajó los dientes de una cachetada. Su piel pálida se estaba enrojeciendo, y su euforia crecía. Se arrodilló para sacarme el jean y los calzoncillos, y casi tan rápido, se deglutió mi pene que ni siquiera estaba erecto. Trataba de cruzar mis ojos con los de ella, sabía que si la miraba fijo no había vuelta atrás. Tuvo que amenazarme con plantar una contravención en el historial para que le den más ganas de practicar una fellatio. Me observaba con sus pupilas verdes y sacudiendo levemente sus cabellos castaños en cuanto lamía con lascivia el glande. Diez minutos después, eyaculé precozmente. Pedí disculpas, pues nunca llegué a cometer semejante atrocidad sexual, pero ella decía que solía tragar el fluido. Casi vomito.
Trató de sacarme la remera mientras colocaba el profiláctico con los dientes. Se abrió la camisa y exhibía sus pechos blancos con areolas pequeñas, sin operar. Tomó una pequeña llave y fue hacia detrás de la silla, donde destrabó las esposas que me pusieron.
Durante el coito, no dejó de repetirme la frase. “Necesito sentir las manos de un hombre en mi espalda” y eso hice. Su voz me llevaba a lugares impensados, ese nivel era seductor y enloquecedor. Quería que no se callase nunca, pues mis oídos existían para escuchar su lenguaje técnico o sus vulgaridades.
Siete días posteriores al salvaje encuentro, ya con Lucio a mis espaldas, nos fuimos a vivir a Tres de Febrero, prometiendo el comienzo de una aventura clandestina que no se desgastará.
Les dejo este tema para que bailen, disfruten, se rían o para que lo escuchen cuando quieran.
https://www.youtube.com/watch?v=JR8sZcVcYiY
1 comentarios - Basureado por un deseo