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Operación finitud (parte 1)

Este relato es ficticio. Nunca sucedió.

Junio 2015.
La buena vida para mí pareciera ser esto. Esto que llaman “dinero fácil” o que cae del cielo. No me siento tan feliz a pesar de que tío Hipólito se jacta de que con todos los gustos que me da es suficiente. Me estalla la mente y no pienso llenar el cerebro de alcohol para tranquilizarme. Ha llegado el tiempo de descansar, de apoyar el cráneo sobre la almohada; y que sea lo que tenga que ser.

Malditos fuegos artificiales. Alguien ganó un torneo de hipismo. Por eso dormí como el culo. Sé que suena vulgar, pero usted entiende el mal humor que provoca cuando no lo dejan dormir. Bajo al comedor y Braulio me sirve el café. Le agradezco por su amable trato y se va a barrer las habitaciones. Con las hojas del diario en la mano, tío Hipólito me invita a un viaje de negocios que realiza todas las temporadas invernales a Bariloche. Acepto, pero no estaré en mi salsa. Seguro que serán todos viejos chotos y ricos los que estén ahí y yo desearé a cada minuto volver a Buenos Aires.
Fuimos al aeropuerto de Ezeiza y partimos en un vuelo vespertino. La verdad estábamos tan cansados que, al llegar, pedimos al botones que nos ayude a cargar las valijas y que nos envíen la cena a eso de las 8 y media. No sé cuál habrá sido el asunto, pero el tío pidió habitaciones linderas, separadas por una pared. Agradezco que el hotel no estuviese invadido por los egresados, aunque sí tengo que confiarle un secreto: los envidio mucho a esos chicos. Hacen actividades grupales, se divierten y pueden pasar horas hablando sin detenerse.
El hombre de servicio pasó a tocar la puerta a las 8. Por lo que me habían dicho, debíamos asistir a una reunión de directorio a las 9 y media en el salón de conferencias cercano. Todo fue tal cual yo lo imaginé: dos horas oyendo a ancianos, hechos y derechos cuasi-magnates tratando de aconsejar al tío sobre a quiénes les podía aceptar inversiones o, extrañamente, querían incitarlo a recibir dádivas de quien venga, una absurda locura, pero en el mundillo de ellos, el “vale todo” está instalado. Me sorprendió el poco miedo que estos señores le tienen a perder su honestidad. No es un buen ejemplo a seguir. El almuerzo fue en el centro, y dejando a un costado las bajísimas temperaturas, el clima ha sido óptimo. Rogaba para que el sol pudiera emitir más rayos UV, pero sin intención de perjudicarme a mí o a terceros, sino porque extrañaba la cierta calidez que ofrece ese lejano punto amarillo. Me niego a ser tirante con tío Hipólito. Sé que el ego se lo traga y que es antipático y causa rechazo, pero acá quise hacer de las mías: traté de estar lejos de él para que resuelva en soledad todos los problemas que le causa una compleja bicicleta financiera. Caminé sin el más absoluto miedo por esas callecitas inclinadas que hacen que uno corra sin querer. Me acerqué al lago y tomé algunas fotos, y luego volví al hotel para encerrarme en el universo cibernético. La conexión a Internet me mantuvo lejos de la realidad hasta que golpearon furiosamente la puerta para que me arreglase y fuera a la cena ejecutiva que se realizaría en otro hotel. El tópico vertical de toda la cena fue el tratar de buscar nuevos métodos de liderazgo emparentados con el albor de la tecnología. Hubo oradores y cada cosa que decían, de a poco iban aumentando mis emisiones de melatonina. Ubaldo, el socio del tío, me daba un sopapo en la cabeza al grito de “¡Pendejo de mierda, no seas descortés!” y yo sobresaltado decía “¿qué?” como en una comedia cinematográfica. Antes de irnos, les permitieron a los invitados tener un momento para conversar en privado con quien quisieran de cualquier asunto. Yo tenía el celular a mano y pensaba encerrarme en el baño a ver vídeos, pero entre que salgo del salón y camino los 100 metros que separan a éste de la toilette, sucedió algo impensable.
Una mujer me llama y dice: “¿Nene, me dirías la hora, por favor?”
“¿Cómo no señorita? Son casi las 12.”
“Muchas gracias, querido.”
“De nada.”
“Igual, pronto voy a dejar de ser señorita.”
“¿Por qué?” - en ese momento tenía miedo de quedar como un guarango o un entrometido, quizás mi pregunta era errada.
“Me caso”, dice con una voz para nada orgullosa. “Con un empresario de la industria energética”.
“Ah, mire usted”, digo tratando de no parecer un imbécil.
“Sí, ahora a fines de octubre, en Messina”, señala con una preocupación.
“Messina, ¿Italia?”
“Sí” - se detiene para no quebrarse, aunque yo también me estaba quebrando por dentro.
“Cuando me case con Giorgio, seré ciudadana italiana igual que él”, continúa, antes de estallar en lágrimas.
La tranquilizo, y mientras sin querer pervertirla pongo un brazo alrededor de mi espalda, dice:
“Yo no quiero casarme con un tipo 25 años mayor”, agrega con los pómulos rojos.
“Y entonces, ¿por qué lo hacés?”
“Porque mis viejos son anticuados, y quisieron que tenga una buena vida. De hecho, mi papá fue empleado de Giorgio por más de 30 años, y estableció una confianza tal que no le molestó que quisiera que fuese su novia”.
“No te cases, a menos que sean muy hijos de puta para querer arruinarte la vida”.
“Giorgio es bueno conmigo, pero estar con alguien así no es fácil, quiero volver a la cotidianeidad, al perfil bajo. ¿Me entendés?”
“Disculpame, no sé cómo puedo ayudarte.”
“Ya me ayudaste escuchándome. A veces hay que valorar a los desconocidos”.
“Yo también creo eso”.
“¿Cómo te llamás?”
“Stefano Tedesco. ¿Y vos?”
“María Emilia Ianotti”.
“Sos muy chiquito todavía. ¿Cuántos años tenés?”
“19, recién cumplidos”.
“Yo te digo, antes de que me preguntes: tengo 31”.
“No te iba a preguntar”.
“Si me preguntabas, te fajaba” - dijo entre sonrisas y dándome un abrazo.
“Fue un placer conocerte”.
“Coincido. Pasame tu número así seguimos en contacto”.
“¿Y Giorgio? ¿No se va a enojar?”
“Si se enoja, va a ver la que la espera…”

Le di mi número, y ella el suyo. Antes de irnos, me besó en la boca. No tenía los suficientes “huevos” para avanzarla. No soy de ese tipo de pibes. Quedé hechizado, prendido de la belleza de esa mujer. Creo que esperaba verla pronto, en Buenos Aires. Me sentía culpable de lo que le pasaba, al menos se sintió comprendida. Siéndole sincero, habrán pasado más de 2 meses hasta que tuve noticias de ella. Tío Hipólito era muy pícaro, y ese Don Azeglio, el marido de María Emilia no se quedaba atrás. Resulta que en este tiempo, reafirmaron su amistad que por 15 años se interrumpió cuando ciertos intereses arruinaron sus sentimientos. Por eso, planificaron un viaje a Módena, a ver si algún sujeto de mente casi podrida como ellos les daba plata para construir molinos de viento. Corto y sencillo: afanarles guita le sacaban a los tanos, que no tienen un pelo de boludos. Daba la casualidad que yo “debía” acompañarlos, pero no para eso. Iba a competir en otro concurso de gimnasia artística, que no sé si es mi gran pasión pero hace que mi colesterol esté en sus niveles adecuados. Sí, me gusta dar vueltitas y vueltitas en el aire sin romperme la espalda, aunque una vez casi me quebré 3 costillas por caer de costado. Quedé sorprendido por la actitud del tío. Nos dirigimos la palabra una vez por día y accede a verme en mi pequeña performance delante de 700 personas. María Emilia aplaudía casi como si fuera mi madre, y eso me enorgullecía. A veces su novio la miraba raro, pero se calmaban las aguas cuando conversaba con el tío. Al finalizar la exhibición, y después del puntaje, fui al vestuario a cambiarme. Ella se escabulló detrás de mí y me encajó un pico, no sin antes agradecerle por su generosidad. Tuve miedo de que Giorgio y su socio vinieran luego, pero eso no sucedió. Después de ese segundo beso, me acarició las mejillas y afirmó que tenía una sorpresa para ambos esta noche, que imagine qué puede ser. Me estaba empezando a enamorar cada vez más. Creo que no me arrepiento de haberle dado una mano esa velada en que algo parecía a surgir: de una simple charla entre dos ignotos extraños, a una posibilidad de ¿cometer una infidelidad?

Eran más de las 8 de la noche y estaba bastante oscuro afuera. Yo venía del polideportivo cantando como un bobo “Mirtha, siempre Mirtha” y no iba a prender la tele para ver el TG1.
Me cercioré que los dos viejos panzones se las hayan tomado. Si María Emilia había armado planes, esos dos imbéciles con fama de timadores no iban a arruinar la cena. Estaba con ropa de civil. No sabía si debía cambiarme. Al ratito sale del baño con un vestido negro, larguísimo, sin mangas, maquillaje color rosa claro en los labios y con el cabello castaño suelto, rozándole las caderas. Casi me explotan las esferas oculares. Ella ya era linda de por sí, pero esa noche creo que decir linda era quedarse corto. Era magníficamente reluciente, encantadora, elegante, bella, sensual… qué se yo. Se me revolvía el cerebro, que creo que por eso me quedé colgado por 1 minuto, pero logré recuperarme al sentir sus suaves manos tocando mi cuello. Nos sentamos a la mesa y vino un mozo, Giuseppe, a servirnos la comida, que obviamente (gracias a Dios) era pasta, la comida que más amo en el mundo. El hombre era tan educado que prácticamente no nos interrumpió. En la conversación, yo la loé a ella por su belleza y por su personalidad, y ella a mí por mi conducta y desempeño deportivo (otra vez), pero nada me importaba con tal de estar próximo a su calor, su bondad, su inteligencia, en fin… Podría decir que el pobre Giuseppe se fue de una patada en el culo a las 11 de la noche, habiéndosele pagado por sus servicios. Después de su ida, ella tomó la iniciativa y quiso que lo hiciéramos. Dije que no, y empecé a temblar de los nervios. Cuando prometió que iba a cuidarme como a nadie en este mundo, tomé su mano y sentí que transfería energía positiva hacia mi interior. Apagamos la luz y prendimos el velador. Le bajé el cierre del vestido y acaricié su espalda mientras me besaba debajo del rostro. Corrí el vestido hacia abajo y ella se puso de pie para sacárselo. Quiso sacarme la remera y tocarme el pecho. Me quité el jogging al mismo tiempo que ella exponía sus genitales a la vista. Luego, yo hice eso. Se tiró encima de mí sin que nuestros órganos reproductores colisionasen y nos besamos, nos tocamos, nos dijimos “te amo” y algún que otro gemido de placer se escapaba. Obviamente que garanticé de mutuo acuerdo el uso de profiláctico. Para ilustrarle: estábamos tan acaramelados que no importaba la posición en que lo íbamos a hacer, sino por qué lo íbamos a hacer. Cuando quiso que yo esté relajado, pidió que me acueste boca arriba, y que de lo otro me ayudaría. Se sentó sobre mi ingle y preguntaba qué tal me sentía. Al principio se hacía muy aburrido, necesitaba contacto físico para estar estimulado. Precisaba de besarle los pechos, el ombligo, retornar a sus labios carnosos, procurar que lo disfrutaba. Fuimos interrumpidos por una llamada de Giorgio, que dijo que volvería en 40 minutos. Creo que esa adrenalina nos sirvió para explayarnos y llenarnos más de placer, hasta que el momento de la eyaculación llegó para ambos en el mismo segundo, unos 15 minutos después de que se colgara el teléfono.
Tomé mi ropa, me vestí y me fui, no sin antes despedirme dándole una bendición de buenas noches y un pequeño beso en la mejilla. La pobrecita estaba agitada y debía esperar a su prometido, así que la dejé libre para que haga lo que quiera.

Parte 2 y final:
http://www.poringa.net/posts/relatos/2894176/Operacion-finitud-parte-2-y-final.html

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