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Compendio I
Como anécdota personal, creo que uno de los mejores regalos del día del padre me los entregó Douglas, el esposo de Hannah.
Y la historia es la siguiente: hace un par de turnos atrás, Hannah me confesó que padecía de problemas maritales.
Si bien, Douglas estaba muy contento que cada noche, Hannah le atendiera oralmente antes de dormir, seguían manteniendo la rutina de hacer el amor día por medio, algo que llenaba de frustración a Hannah, al punto que debía masturbarse entre 3 a 4 veces al día, deseando ser poseída por un hombre y comenzaba a preocuparle que terminara engañando a su marido con alguien más, aparte de mí.
Le sugerí que le expusiera a su marido sus preocupaciones y que “en caso que necesitara ayuda” (porque a pesar de ser plana de pecho, sus ojos celestes y ese trasero redondito animan a cualquiera), que recurriera a la pastillita azul.
Sorpresivamente, Douglas reconoció que tenía un problema, argumentando que su trabajo le tenía muy estresado y que trataría de complacer mejor sus necesidades.
Sin embargo, el apetito sexual de su esposa se había incrementado demasiado para él (ni siquiera podía complacerla 2 veces seguidas, como ella deseaba) y como buen inglés, que desea tomar cartas en el asunto, pero salvaguardando su reputación, decidió comprar lencería a su mujer, en lugar de seguir mi consejo.
No obstante, a pesar que la libido de Hannah se ha desatado, sigue siendo una mujer pudorosa y al ver las prendas, ante la mirada pervertida de su esposo, las consideró demasiado reveladoras para su gusto.
Douglas insistió que las había comprado pensando en ella y Hannah, aprovechando que el turno estaba a la vuelta de la esquina, decidió que “los probaría en la faena, para ver qué tal le quedaban” y si le gustaban, “Se los estrenaría al regreso”.
Me contó que nunca vio a su marido tan feliz de despedirse y desearle que volviera pronto y pidió mi opinión sobre su ropa nueva, dado que soy imparcial la mayor parte del tiempo.
Por ese motivo, tras cenar y mientras limpiaba la loza, entró al baño para cambiarse.
Me pidió que la mirara pronto, porque sentía frio y se sentía expuesta…
¡La visión que me esperaba era capaz de alzar hasta los más impotentes!: su feminidad era protegida por un delgado triangulito negro, que era sujetado por una delgada cinta del mismo color y un sostén pequeño, que apenas alcanzaba a cubrir sus copas, sujetados por cintas igual de delgadas que las anteriores.
Y por si fuera poco, se quejaba que su pecho le apretaba, dado que su marido desconoce su tamaño de sostén y al parecer, compró unos más pequeños, haciéndole ver más desarrollada.
De sobra está decir que la tomé de la cintura, la abracé y la besé apasionadamente, mientras que esos ojitos celestes me contemplaban atónitos cómo me la llevaba a la cama.
Hicimos el amor de manera violenta, haciéndole el quite a la prenda, así como lo hago cuando estoy con mi esposa y la besaba y la acariciaba, sin dejar que se desnudara.
Posteriormente, la volteé para que fuera arriba y mientras se acostaba encima de mi pecho y nos besábamos de manera descontrolada, me afirmaba de su cadencioso trasero y sacudía mi pulgar a través de su ano, desbordándola de placer.
Pero una vez más, nuestra fogosidad alcanzaba el clímax, ya que ambos veíamos el titilar del portátil de Hannah, sabiendo que su marido le seguía llamando, sin importar que ella le explicara que cada lunes “jugábamos partidas de pool”, aunque la configuración de mi gordo taco, mis bolas y sus agujeros eran completamente distinta a las que él podría imaginar.
Casi a la una de la mañana acabábamos exhaustos, con su ano dilatado y relleno con mi leche y sus prendas de vestir recién estrenadas, manchadas con restos líquidos de su dueña y algunas gotas de semen de su amante.
Por la mañana, despertó hambrienta y se dedicó a darme una buena mamada, imitando seguramente el estilo de mi esposa. Pero eso sólo me terminó poniendo de ánimos para sodomizarla mientras nos duchábamos y fue ese el motivo por el que llegamos atrasados por primera vez a nuestros puestos de trabajo.
Y aunque quedaban 2 pares de prendas por estrenar, cuando terminó nuestra jornada del martes, le pedí que me diera un descanso, ya que todavía no me reponía ni de la noche anterior ni de la celebración del día del padre que me dio mi esposa, lo que aceptó siempre que le dejara lamer mi falo mientras veíamos la internet, para según ella, “acostumbrarse a mi sabor”.
Pero analizando en retrospectiva, admito que mis decisiones fueron cuestionables respecto a mi salida con Lizzie.
Tras abandonar la discoteca, la noté mucho más cabizbaja y fue por ese motivo que decidí desviarme al hotel.
“No creerás que… tú y yo…” exclamó sorprendida, al ver cómo aparcaba en el lujoso estacionamiento del local.
Considero que ese fue mi primer error, ya que no quise revelarle mis verdaderas intenciones.
“¡Por favor, no pienses mal de mí!” le dije con suavidad, tras aparcar el vehículo, acariciando su mejilla con dulzura.
“¡No! ¡Yo de ti… nunca pensaría algo malo!” respondió ella, suspirando levemente y dejándose querer.
Por alguna razón, parecía impaciente mientras reservaba una habitación para nosotros y pensé que necesitaba ir al baño.
Desafortunadamente para mí, la señora que me atendió esa noche fue la misma santurrona de cuarenta y algo que me atendió la otra vez.
“¡Deseo saber el costo de una habitación por 2 horas!” consulté discretamente, para que Lizzie no me escuchara.
“¡No somos ese tipo de hoteles!” protestó la mujer, alzando la voz y haciendo que Lizzie nos mirara.
“¡Está bien!” respondí, hablándole más bajo y pidiendo que guardara silencio. “¡Solo deme una habitación que tenga una tina e hidromasaje y cárguelo a esta tarjeta!”
La urraca estuvo a punto de darme el discursillo de la otra vez, sobre las tarifas que podían exceder nuestras aspiraciones. Sin embargo, le parecí conocido o bien, aprendió de la experiencia anterior, dado que deslizó la tarjeta para comprobar los fondos.
Me entregó la tarjeta y pude ver el momento en que pareció reconocerme, aunque en esta oportunidad vestía más elegante que cuando vine con mi esposa y mi acompañante también.
El que sí me reconoció al instante fue el botones, que puso unos tremendos ojos al ver a la fémina que venía conmigo.
Durante nuestro trayecto en el ascensor, nos resultó imposible ignorar la belleza de la figura de Lizzie, dado que los espejos del cubículo nos dejaban ver al menos 4 copias de su atrayente trasero y sus profundas inspiraciones dilataban su cavidad pectoral, mientras ella nos miraba sonriente y con coquetería, al vernos cautivados por sus atributos.
De hecho, fue tal su juego con nosotros que tras abrir la puerta el botones, se deslizó entre él y yo y marchó al interior de la habitación, meneando su cintura y caderas con sensualidad y ninguno de los 2 pudo resistirse verla marchar hasta desaparecer.
“¿La señorita deseará un banana Split de la cocina?” preguntó el servicial botones, recordando mis instrucciones de la vez anterior.
“No. Ella no come postres…” le dije, cediéndole la misma propina de la otra vez.
“¡Ya veo!” exclamó él, dándome un guiño pícaro. “Ella comerá otro tipo de banana…”
Y admito que fue mi segundo error no haberle explicado que Lizzie no era una prostituta, pero su comentario me dejó perplejo.
No obstante, cuando entré en el dormitorio encontré a Lizzie muy sonriente, tendida sobre la cama. Me alegré que su humor hubiese mejorado repentinamente.
“¡Desvístete! ¡Te esperaré en el baño!” Le dije y ella enrojeció al instante al verme desabrochar los pantalones.
Ese fue otro error más, porque también podía malinterpretarlo. Pero tras vivir tanto tiempo con ella y con Marisol, correteando de aquí para allá en faldas ligeras y a veces, sin ropa interior; jugueteando conmigo, dándome besos furtivos, e incluso, encargándome de las labores de la casa, como cocinar, lavar la loza o sus prendas de vestir, he aprendido a conocerlas bien y hay momentos que, más que verlas como jovencitas sensuales que buscan calentarme cada oportunidad que tienen, las veo como si fueran mis hijas.
Y este resultó ser el caso: porque mientras Marisol o ella podían creer que buscaba pasar una noche de diversión en el hotel, mi plan era darle un baño con sales naturales, para que disipara las tensiones almacenadas por cuidar a las pequeñas y por sus estudios.
Cuando llegó al baño, su caminar era nervioso y no sabía qué esperar.
“¡Vamos, ven aquí!” le dije, invitándole que se metiera en la tina.
Pero a ella le preocupaba que yo estuviera sin pantalones y es que la última que lo intenté con Marisol, terminé empapado completamente.
Se fue desnudando lentamente, sin atreverse a mirarme, pero más allá del morbo, quería acariciarla y masajearla de una manera que no se consigue durante el sexo y que aprendí tiempo atrás, cuando Pamela se fracturó.
Aun así, debo reconocer que ver sus enormes areolas, ligeramente paradas, me excitaron brevemente, al igual que ver su conchita depilada y su redondito trasero.
Sin embargo, verla temerosa de mis intenciones devolvió mi aura paternal hacia ella.
“¿Tú… no te vas a bañar?” preguntó, brevemente fijándose en mis calzoncillos.
“¡No! ¡Solamente quiero darte un baño!” respondí, con una cálida sonrisa.
“¡Pero yo me bañé antes de salir!” señaló, con bastante confusión.
“¡Lo sé! Pero solamente quiero darte un masaje, para que pierdas tus tensiones…”
Ella sonrió con picardía y mirándome con desconfianza, pero a pesar de todo, se acercó para ver qué era lo que me proponía.
Fue silencioso y me preocupé de fregar su espalda con una esponja húmeda, partiendo de sus hombros hasta su tronco.
Podía notar los resultados, a medida que se iba marinando, dado que sus exhalaciones se volvían cada vez más profundas.
“Tal vez… sean mis pecas.” Murmuró repentinamente.
“¿Qué?”
“Que tal vez… no encuentro un chico por mis pecas. Siempre han sido un problema para mí”
“¿Por qué lo dices?” pregunté, estrujando la esponja sobre su cabeza y ella se reía, ante la inesperada y tibia lluvia.
“Porque me hacen ver extraña, comparada con otras.”
“En realidad, creo que tus pecas te hacen distinta y dudo que influyan en que no conozcas un chico.”
Ella me miró con bastante ilusión.
“¿De verdad crees eso?”
“En realidad, lo sé bastante bien.” respondí, dado que conocía al menos 30 hombres que poco les importaba si una chica era pecosa o no, siempre y cuando implicara tener un avance sexual. “Pero en tu caso, yo volví a tu restaurant por tus pecas.”
“¿De verdad?” preguntó ella, sonriendo muy alegre y cubriendo brevemente sus pechos por el manto de agua.
“¡Sí! Ya sabes: para mí, ver chicas pecosas no era algo tan común.” Respondí, honestamente.
Y se volvió a tender en el agua, mucho más alegre, cómoda y le ayudó a sincerarse.
Porque eso fue lo que descubrí cuando tuve que bañar a Pamela: si se deja la connotación sexual de lado, cuando una mujer permite que un hombre la limpie, le está ofreciendo una gran prueba de confianza, en el sentido que ella expone todas sus debilidades que podrían tentar a un hombre y si uno es lo suficientemente centrado y perseverante para resistirlas, logra una mayor conexión emocional que si uno se dejara llevar por los instintos y que como consecuencia, afianzan mucho más una relación.
“¿Crees que sea muy problemática? ¿Qué esté pidiendo demasiado?” me consultó, mientras masajeaba sus hombros, sobre lo que demandaba de los hombres.
“¡No, no lo creo!” respondí, mientras hacía espuma con shampoo en su pelo. “Pero muchas de esas cosas se logran es teniendo amigos del sexo opuesto.”
Ella se río.
“Pues… tú eres mi único amigo hombre.” Comentó, mucho más tranquila.
“Pero ¿Qué hay de tus compañeros de clases o de tus profesores? ¿Nadie te atrae?”
Su rostro se amargó levemente.
“Hay algunos… pero ninguno de ellos me daría un baño, me llevaría a comer a un restaurant fino o a conocer otro país… como lo has hecho tú.” Respondió con tristeza, mientras limpiaba uno de sus brazos.” Y lo más seguro es que el sexo ni siquiera sería tan bueno…”
“¿El sexo?” pregunté, porque me cuesta creer que Lizzie sea una de esas chicas que se acueste en la primera cita.
“¡Claro!” confesó, nuevamente más nerviosa. “Yo quiero enamorarme de alguien que me coja todos los días… que por las mañanas, me despierte húmeda y deseosa de acostarme con él… que me llene completamente con su semen… que sea infatigable... y que por las noches, no pueda dormir sin tocarme, pensando que la mañana siguiente volveré a coger con él.”
Lo más seguro que fue difícil para ella confesarme algo así, puesto que estaba muy colorada y no se atrevía a mirarme a los ojos.
“¡A mí también me encantaría que encontraras a alguien así para que te hiciera feliz!” le respondí, pensativo.
Puso un rostro radiante…
“¡Pero coger no es todo, Lizzie!” Agregué, mucho más serio. “Me sentiría mejor si alguien te escuchara, te entendiera y se preocupara más por ti. Que se interesara por tus cosas y que no viviera pensando todo el tiempo en coger…”
“¡Claro!” asentía ella, acercándose lentamente hacia mí y sonriendo con la mirada.
“Incluso, sería terrible que solamente te cogiera…”
“¿Qué?” preguntó, con espanto.
“¡Por supuesto!” respondí, planteándole mi visión de las cosas. “Si alguien te coge, no te ama, porque solamente quiso estar contigo una vez… pero si te “hace el amor”… “
Y sé, Marisol, que dirás que sigo siendo cursi. Pero es lo que más creo.
Porque coger, follar y todos los sinónimos son más cortos de escribir. Pero “hacer el amor” demanda 3 palabras y un compromiso entre 2 personas.
Ya no se trata de un encuentro casual o porque haya afinidad de gustos, sino que es algo reconocido por ambas partes y todas se burlan de mí cuando hablo de ello, pero ¡Vaya que sí lo disfrutan cuando se los hago!
“¿Sí?” preguntó, más interesada.
“Si te hacen el amor, es porque esa persona desea estar contigo.” Le expliqué. “Te hace el amor porque le interesas y desea compartir más tiempo contigo…”
Ella estaba completamente ruborizada.
“¡Por eso me encantaría tener un novio como tú!” exclamó, llevándose las manos a las mejillas. “¡Siempre dices cosas lindas… y me haces sentir especial!... y por como lo dices… me encantaría que alguien como tú me hiciera el amor…”
Tras decir eso, guardamos silencio una vez más y proseguí lavando su cuerpo con diligencia.
En esos momentos, me sentía levemente molesto, dado que Lizzie parecía no entender mis intenciones en lo absoluto.
Lo más curioso sucedió, sin embargo, al terminar de lavarla: se puso de pie, en toda su majestad y me miraba, como si estuviese esperando algo.
“¿Qué sucede?” pregunté, mientras la secaba con la toalla.
“¡Nada!” respondió, aun avergonzada. “Es que… a estas alturas… ya estarías besándome… o agarrando mis senos.”
Le sonreí amistosamente.
“Para que veas que cuando estoy contigo, no solamente pienso en sexo.” Le respondí, dejándole completamente anonadada.
Tras cederle una bata y un poco de privacidad para que se vistiera, disqué por teléfono a Marisol.
“¿Aló?” respondió el auricular, extrañamente enérgica para esas horas.
“¡Ruiseñor, soy yo!”
“¡Amor, eres tú!...” y posteriormente, hubo gimió levemente.
¡No lo podía creer!
“Marisol, ¿Te estás tocando?” pregunté, ligeramente avergonzado.
“¡No, amor!... ¿Cómo crees?... mhm” respondió con descaro.
Pero ya van casi 3 años que hacemos el amor y la conozco bastante bien cuando miente: cuando le interrogaba para sus exámenes, mientras hacíamos el amor, respondía con muchos “mhm” y “ehh”, de por medio, disfrutando que la penetrara y si la hubiese visto a la cara, lo más seguro es que habría dado un largo pestañeo.
Además, se escuchaba un claro zumbido desde su lado del auricular.
“¡Llamaba para decirte que ya nos vamos! Pasamos al hotel donde tú y yo…”
“¿Están en el hotel? ¿Pidieron una habitación?” consultó, más agitada y con el zumbido intensificándose.
“¡Así es! Pero ya nos vamos…”
Podía sentir sus jadeos intensos e incluso, empezaba a calentarme.
“¿Por qué?... ¿Por qué… mhm… no se quedan… hasta mañana?” preguntaba, muy acalorada.
Podía imaginarla tendida de blanco, en ese camisón con el que me despidió, tocándose maravillosamente con el consolador que le había obsequiado.
“¡Porque quiero volver contigo y solamente, le di un baño!”
“Y ella… ¿No te ha… dicho… nada?” preguntó, tras jadeos más intensos.
“¡No! ¿Por qué? ¿Qué tendría que decirme?”
Y lo que escuché a continuación fue bastante enredado: al principio, parecía que mi esposa estaba desbocada tocándose, al punto que el auricular se soltó de su oído.
Pero posteriormente, la escuché claramente hablar algo en japonés y distinguí claramente cuando dijo su sensual “¡Baka!” (Que significa “tonto”) y por lo que podía discernir, iba dirigido a mí.
“Oye, ¿Por qué me insultas?” pregunté, confundido y excitado.
“¡Ay, amor!... ¡Por eso me gustas tanto!... ¡Nunca te das cuenta!... ¡Me haces tan feliz!... ¡Ahhh!”
Y mientras esperaba en vano que Marisol tomara una vez más el auricular, no sabía que Lizzie me esperaba en la cama.
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