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Siete por siete (144): Mi esposa, mi amante y yo (III)




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Compendio I


A diferencia mía, las lluvias deprimen un poco más a mi ruiseñor y aunque quería escribirle el jueves por la noche, se sentía melancólica por mi pronta partida.
Lo mismo ha pasado con Lizzie. A diferencia de los otros días que lo hemos hecho en la cocina, nos hemos escabullido a su dormitorio para hacer el amor por la tarde.
Por una parte, se siente alegre que sus clases han vuelto a empezar. Pero por la otra, también le aflige que vuelva a laborar y que las deje a ella, a las pequeñas y a Marisol.
Lo que más me deprime, eso sí, es que se da una centelleante ducha, se viste apresurada y se marcha rápidamente, besándome con ternura y tristeza en los labios, mientras yo reposo en sus sábanas, como si ella fuese una prostituta barata, cuando la realidad dista mucho de aquello.
“Amor, ¿Te gustaría tener algo con Hannah?” preguntó Marisol por la noche de ese lejano miércoles de febrero, mientras acostaba a las pequeñas.
Hacía mucho rato que nos habíamos bañado y vestido, tras esa ardiente tarde en la piscina. Incluso cenamos y nos retiramos a nuestras alcobas respectivas a descansar.
La miré extrañado.
“¿A qué viene eso?”
Estaba nerviosa, por la manera como restregaba sus manos.
“Es que se nota que le gustas mucho. ¿Tú no lo ves?”
Sus esmeraldas se veían suplicantes, con un ligero tono de tristeza. Le dediqué mayor atención, sentándome a su lado en la cama, porque ya me parecía peculiar su actitud.
Pensaba que era otro ataque de inseguridad, como el que le había dado el lunes…
“Sí, pero ya te he dicho que estoy con ella cuando te extraño.” Le respondí, acariciando su cabecita tierna y sus redondas mejillas.
“Pero… ¿Tú crees que su marido le “dé de lo bueno”?”
Lo dijo con tanta gracia, que me causó risa. Sin embargo, a ella le pareció una afrenta grave.
“¡No te rías, que estoy siendo seria!” me pidió, con un pequeño puchero.
“¡Ay, ruiseñor! ¡No lo sé!… ella me dice que no lo hace mal.”
Pero sabía que algo preocupaba a Marisol, por lo que me senté en la cama para que desahogara sus preocupaciones conmigo.
Lo que me resultó interesante fue que cuando se sentó en la cama, cruzó sus piernas apuntando hacia mí.
Vestía una falda veraniega y corta, blanca con negro con diseño de anclas, hasta la mitad de los muslos, que se mostraron apetitosos cuando se sentó y una blusa celeste con botones, que resaltaba bastante bien el volumen de sus pechos.
Pero además, se sacudió levemente el cabello, como si estuviese botando tensiones y sus esmeraldas se tornaron vivaces.
“Es que… ¿Sabes?... me he puesto en su lugar… y bueno… si yo fuera ella… no me podría aguantar…” confesó con una timidez adorable.
“Marisol, ¿Te estás excitando?” pregunté, en vista que me sentía como si me coqueteara.
“¡No, amor! ¿Cómo crees?” protestó ella, enrojecida con intensidad. “Pero piénsalo un poquito… desde que llegamos, no les hemos escuchado tener relaciones… en cambio tú y yo…”
Se puso de pie y sonreí discretamente, porque hizo un giro tan repentino que dejó ver su ropa interior y sentía que me mostraba su cola a propósito.
Me estaba seduciendo…
“Puede que sean más discretos o que su dormitorio tenga aislación. ¿Quién sabe?” traté de explicarle.
Abrió sus piernas y se sentó sobre mis muslos, me dio un fuerte abrazo y un apasionado beso.
“¡Amor, no me estás entendiendo!” decía, con una voz que denotaba una fuerte calentura. “Es que yo me imagino que soy ella… y que te tengo así, cerquita del lado mío… y me pones caliente.”
Nos besamos y la acosté en la cama.
“¿Y cómo te pongo caliente?” le pregunté, sobando su pecho y empezando a desnudarlo.
Marisol suspiraba…
“Pues… tú me lo metes todos los días… y ella tiene un marido… que todas las noches llega cansado.” Respondió, con ternura.
Aunque estaba excitado y Marisol se veía muy coqueta, con sus majestuosos pechos sacudiéndose y sus suaves cabellos esparcidos sobre la funda de la cama, me preocupaba más entender qué era lo que pasaba por la mente de mi esposa.
“¿Por qué te preocupa?... estoy casado contigo.”
Me dio un fervoroso y cálido beso, como si su cuerpo tomara cautiva a su mente y suavemente, me fue volteando hasta ella quedar sobre mí.
“¡Es que no me entiendes!” volvió a decir, sacándose la blusa y dejándome pasmado con su sostén y sus blanquecinos pechos. “Cuando te vas a trabajar, me dejas muy caliente… porque 7 días sin ti es muy difícil…. Y cuando vuelves… ¡Ay, amor!”
Su mano se deslizaba bajo mi pantalón y la sacudía con violencia.
“¡Tú no puedes entender lo rico que se siente cuando el chico que te gusta te rompe entera!” explicó, sobándola con delicadeza. “¡Y tú no te cansas, mi amor!… ¡Me das y me das y me sigues dando!”
En realidad, me costaba entenderle, porque su manuela era muy potente y lo que más nublaba mi mente era que Marisol, que puede tenerla todo el tiempo y las veces que quiera, con solo pedírmelo, la estaba lamiendo como si nunca la tuviera.
“¡Tú no entiendes, mi amor!... ¡No entiendes!” me decía, medio llorando y devorando mi rabo hasta casi la base. “Cuando te vas… y te llevas esta cosita… me quedo muy triste…”
“Entonces… ¿Te gusta más mi pene que yo?” reflexioné, aunque no tan ofendido.
“¡NOOO!” exclamó, en un estridente alarido.
Y otra vez me besó calurosamente en los labios.
“Es que eres muy lindo conmigo… y te amo con todo mi corazón… y también tienes esto… y yo con Hannah… y Lizzie, también…” me trataba de explicar, inundándome en una marejada de besos y aprovechando de cabalgarme.
Estaba confundido y maravillado, ya que pocas veces Marisol toma la iniciativa de esa manera.
Enterraba mi cara entre sus deliciosos pechos, con los cuales emitía aliviados gemidos al sentir mi lengua, mientras que su estrecha gruta me recibía a la fuerza.
Los besos que nos dábamos no podrían haber envidiado a los de su prima, porque su lengua estaba sedienta por mi saliva y las bocanadas ansiosas que sentía en el interior de mis mejillas me daban a creer que se estaba ahogando.
Se irguió deliciosamente y pude apreciar su cuerpo divino cuerpo en su máxima expresión: sus carnosas y suaves nalgas; su cintura, delicada y blanquecina, con un ombligo estirado como una boquita gimiendo; un lunar solitario y menudo, a la altura de sus costillas del lado derecho, que con los movimientos de mi esposa me recuerdan a un pato en medio de una tormenta; sus voluminosos pechos, con sus pezones erguidos como frutillas, que cada día van perdiendo un poquito más de leche; su cuello esbelto y níveo; sus labios delgados y rosaditos; su nariz chiquitita; mejillas sonrosadas; sus profundos ojos verdes y su cabello castaño y liso, que ondulaba como un manto, cubriendo sus hermosas orejitas.
Fue una experiencia peculiar: los 2 estábamos disfrutando, pero sentía la tensión de Marisol en su cuerpo y sus ojos denotaban frustración, no por mí, sino porque no la entendiera.
Para que se hagan la idea, era como si lo que tenía que explicarme era demasiado grande para usar palabras, impotencia que contraía su cuerpo y que a la vez, la extraviaba en placer.
Yo también trataba de contenerme, porque el movimiento pendular de las frutillas en sus pechos me tenía hipnotizado y se meneaba estrujando mis testículos.
“¡No me entiendes!... ¡No me entiendes!” repetía una y otra vez, pero con una voz resquebrajada, como si se arrepintiera que lo estuviera disfrutando tanto.
Yo me afirmaba de sus caderas suavecitas y suspirábamos acompasados, con sus embestidas más y más fuertes.
Eventualmente, no pude aguantar más y me corrí en su interior. Pero sabiendo que ella también lo había disfrutado, se puso a llorar desconsolada.
“¡Lo siento!” se disculpó ella, restregándose las lágrimas y aun, teniéndome atrapado en ella. “¡Debes pensar que soy tan… extraña!”
La palabra que no quería usar era “rara”…
“Sí, Marisol… no te entiendo…” dije acariciando sus mejillas, haciendo que su mirada se iluminara un instante. “¡Eres tan rara!”
Sus ojitos se dilataron y me miraban como si le hubiese insultado cruelmente…
“¿Por qué?” preguntó, a punto de volver a llorar.
“Porque no puedo entenderte. ¡Eres tan rara!” le dije, restregando la palabra a propósito. “¡Mírate! ¿Cómo puedes enamorarte de un tipo como yo?”
Tal vez, sea una manera de manipularla. Pero amo demasiado a Marisol para verla llorar y una de mis herramientas era menoscabarme yo.
Su mirada se tornó más dulce y más tiernas lágrimas salieron.
“¡No, mi amor! ¡Eso no es verdad!” respondía ella, revirtiendo los roles: era ella la que me quería subir los ánimos.
“¿Cómo qué no?” insistí, mientras ella tomaba mi mano y se acariciaba la cara. “¡Cuando te pedí que te casaras conmigo, me dijiste que sí! ¿Cómo entonces no puedes ser rara?”
“¡No, mi amor! ¡Yo siempre me quise casar contigo!” Volvía a decirme, como si mis palabras le hicieran daño.
“¿Por qué? ¡Mírame, Marisol! ¡Soy tan viejo! ¡Tengo 12 años más que tú!”
Y ella volvía a llorar, pero en “frustración porque fuese tan obstinado”…
“¡No, mi amor! ¡Eres tan lindo! ¡Lo más bonito de toda mi vida!”
Me besaba las mejillas y sollozaba, abrazándome.
“¡Y mírate tú! ¡Eres tan jovencita y pudiendo engañarme todas las semanas, me eres fiel! ¿Cómo quieres que te entienda?”
“¡No, mi amor! ¡Eso no es cierto!”
“¿Cómo qué no? ¡Mira tus pechos, Marisol!” le dije, apretándolos lo suficiente para que entrecerrara los ojos. “¡Son enormes! ¡Y esos ojos verdes, tan bonitos! ¿De dónde quieres que crea que me puedo levantar una mujer como tú?”
“¡Eso no es verdad! ¡Te amo con todo mi corazón!” Me respondió, resquebrajándose en lágrimas.
Fue ahí que “volví a ser bueno”…
“¿Ves, Marisol? Por eso digo que eres “rara”. Porque a pesar de todas esas cosas, igual quisiste casarte conmigo y nunca pararé de entender por qué me aceptaste.”
Y nos besamos y empezamos una vez más. Esa forma delicada, tierna y querida de 2 personas que se aman y que están contentas con el otro.
Me afirmaba de su colita carnosa y me restregaba en su húmedo y estrecho interior con gozo, mientras que ella también lo disfrutaba. Era perfecto y dulce.
Nuestros cuerpos, entrelazados maravillosamente, deseándonos, queriéndonos, como si siempre fueran nuestras primeras veces juntos.
Una vez que alcanzamos el éxtasis y que ella reposaba sobre mí, abrazada como siempre por mis brazos que la cuidan de todo dolor, le pregunté si se sentía mejor.
“¡No, ya estoy bien!” respondió con esa mirada inocente de niña que me encanta.
Pero una vez más, su aflicción volvía a manifestarse, con la diferencia que ahora sí podía expresarla en palabras.
“Es que… mira… es como un sentimiento que tengo. No puedo explicártelo bien… pero yo me imagino que soy ella… y no sé… si me dijeran que tengo que estar con alguien aburrido y con otro chico… ¡Como tú!…” aclaró apresurada, para no dejarme dudas que me es fiel. “que me trata bien… que me entretiene… y me hace sentir bonita… pues a mí me encantaría estar con él, aunque fuera un ratito… ¿Me entiendes o es demasiado extraño?”
Le tomé la mano y se la besé.
“Sí, ahora te entiendo. Pero no debería ser tu problema. Soy tu marido y deberías preocuparte más de ti.”
Me volvió a mirar con tierna frustración. Como si no comprendiese completamente su idea.
“¡Pero es que la encuentro muy parecida a mí!... y tú sabes… mi papá era un bueno para nada… en cambio tú… me cuidas en todo. ¿Entiendes?”
“¡Lo sé y eso me vuelve loco de ti!” le respondí, mirándola con vehemencia. “A mí, nadie me necesitaba. En cambio, te conocí y me amaste con todas mis cosas.”
Se volvió a poner colorada.
“¡Qué tonto eres! ¿Cómo no te iba a amar? ¡Eres bonito, tierno y me tratas súper bien! ¿Cómo quieres que no te ame?”
“Por eso te digo… porque ¡Mírate, Marisol! ¡Eres bonita, luchadora, tienes unos ojos preciosos, una cola de miedo y un par de pechos espectaculares!... y así y todo, te quedaste conmigo. ¿Cómo quieres que no piense que eres “rara”?”
“¡No!” respondió avergonzada y esquivando la mirada. “Yo soy luchadora, porque te tengo conmigo...”
“¡Ah, bueno!” le dije, como si eso explicara todas las cosas. “Entonces, yo soy como soy porque te tengo a ti…”
Nos reímos, porque en el fondo, estamos atrapados en un círculo.
Entonces, mientras besaba mi pecho y acariciaba el otro con ternura y coquetería, me dijo:
“Pero si tú quieres… si te dan ganas de estar a solas con Hannah… me lo dices… y yo te ayudo…”
“¡Está bien, Marisol!” le respondí sonriendo, como si aquella idea no fuera a pasar. “Si me dan ganas de estar con Hannah, te avisaré al instante…”
Su mirada se iluminó y una vez más, volvimos a la carga.
Pero las circunstancias que me llevarían a tomar la palabra de Marisol aparecerían de manera inesperada al día siguiente.


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1 comentarios - Siete por siete (144): Mi esposa, mi amante y yo (III)

pepeluchelopez
Que buenas cuentas omar! Ahora a esperar el día siguiente con hanna! Que paso? Eso no me lo pierdo. Marisol tan genial como siempre es tu vitamina!
metalchono +1
Sin Marisol en mi vida, todo sería más gris e incluso dudo que estaría por acá. Saludos, amigo.