Tres días de lluvia intensa sobre el monte. Los perros, las gallinas, las cabras, todos arrumacados en sus sitios hediendo a cueros húmedos. La radio agotaba sus pilas chillando intermitencias que de a ratos sonaban parecido a un viejo chamamé. El viejo, sentado en la galería, dudaba si era jueves o viernes, mientras chupaba un mate amargo no de gusto sino de escasez. Si la lluvia perduraba, no tendría azúcar por otro día más. Ni pensar en el tabaco, que ya raleaba en el fondo del paquete. Debería animarse al barrial del camino, a empaparse de sudor y lodo, o sufrir una interminable jornada sin fumar.
Decidió, por el momento, armar el primero de los tres o cuatro que quedaban y acostarse así, con la tarde gris lentamente enfundándose en las sombras de la noche. Comida no tenía mas que unos huevos, pero no era momento de derrochar, un último mate y a esperar.
Para su desgracia, amaneció igual. Miró resignado el patio inundado de agua marrón, la leña que de tan húmeda quería reverdecer, sus ropas desparramadas como trapos viejos por toda la galería. Hizo fuego como pudo, colgó la camisa más nueva cerca del fogón y fue a atender a los animales. Despreció el mate y el pedazo de tortilla que le quedaba para acelerar su partida.
Tenía unas botas, regalo de su hermana ( en su última visita, hacía dos años) con las que podría afrontar la caminata. Pensar en la bicicleta era en vano, no haría un kilómetro sin caerse incontables veces. Y eran en total doce, hora y media a pie con buen tiempo. Dos, tres, con este clima. Sacó a relucir una gran capa de cuero, herencia de su abuelo, de las pocas cosas de valor que tenía, serviría al menos para cubrir el bolso al regreso con las compras. Vestido asi partió,aun con la claridad incompleta de la madrugada.
Tomó el camino mas largo, el que rodea por el lado del norte y conecta las casas vecinas con la de él y con el poblado. No era por ánimo de socializar, sino que si acaso la lluvia se acrecentaba podría guarecerse en algún compadre.
Los montes parecían agotados de tanta agua, acostumbrados al sol abrasante y las sequías duras, este clima casi tropical los desconcertaba. Algarrobos, espinillos, talas, tuscas y cardones pedían sol para sus tierras donde se ahogaban sus raíces. Ni aves ni animales montaraces vio en todo el camino. Todos estaban en sus refugios.
El camino lo agotó, pero llegó al poblado en buenahora. Hizo sus compras, cargó el bolso con todo lo que sus fuerzas le permitían, fumó cuanto sus pulmones pudieron recibir, pidió una botella de vino y emprendió el regreso.
Había pasado la entrada a los Juárez, casi a mitad del camino, cuando un fuerte chaparrón comenzó a acobardarlo. Dudó entre regresar hasta los Juárez o seguir e intentar llegar a lo de doña Juana. El vino, mal consejero, destelló una astucia en su alma sin esperanza. Doña Juana estaba enferma, la cuidaba su nieta. Una moza apenas ingresada en la adultez. Caminó hacia allí, mitad maldiciendo la lluvia mitad con refusilos de lujuria en su mente. Luego de un trecho creyó estar ya en el pago deseado, aunque era tal la lluvia en ese momento que apenas veía sus pies. Abrió el portezuelo con dificultad, y trotó hacia el rancho. Esperaba el ladrido de los perros pero no salió ninguno. Con lo gris que estaba el dia las casas estaban ensombrecidas. Golpeó las manos, ya en la galería, pero no obtuvo respuesta. Dejó sus cosas y se secó un poco con un trapo que halló por ahí. Supuso que doña Juana y su nieta estarían en el comedor, al fondo del rancho junto al fogón. Rodeó la casa hacia allí.
No había fuego ni mujeres allí tampoco. Pensó lo peor. No era normal que estuvieran en la habitación a esas horas. Apenas eran las once. "doña Juana" llamó, titubeando un poco. Se acercó a la puerta de la habitación y golpeó "doña Juana, soy yo Francisco" Una voz femenina, juvenil, respondió invitándolo a entrar. Permiso, no quisiera molestar. Abrió y un olor embriagador le golpeó sus sentidos. Le recordó al arrope, a la miel a la doca, al naranjo, pero también a sudor íntimo, a estiércol, a humo. La habitación estaba a oscuras. Distinguió la cama y una sombra entre las colchas. Se descubrió excitado. No sabía en qué momento. Sólo había una persona y no era doña Juana. Sentía calor, un calor que se confundía con el olor denso y dulce que parecía cubrir todo absolutamente todo allí. No sentía ya la humedad de sus ropas, ni el cansancio, sólo su viejo pene vigorizado completamente, latiendo como su corazón y ese olor totalizante que era mil veces mas fuerte que el vino que había bebido. Le zumbaba la cabeza de excitación, quería ver, quería hablar pero el silencio y el perfume lo dominaban. Ella no se me movía, sentía su mirada sobre él. Comprendió y no pensó más. Sólo sintió, la piel ardiente bajo las colchas, el sudor, la miel que se hacia hedor dulce, brotando de esa joven que apenas veía en la oscuridad, que apenas adivinaba en su lujuria. Ella gemía y lo atraía hacia si. Su lengua ardiente, sus dientes filosos mordían y chupaban su arrugado cuello, parecía un animal a veces, rasgaba su espalda y se debatía, y entre dolores y rasguños sus pechos grandes y blandos recibían su cuerpo con amable calor. Al fin comenzó a meterle la verga tiesa entre sus carnes rojas y melcochadas. Ardía su entrepierna y el placer era extremo. La imaginaba colorada, blanca y colorada entre la penumbra y la densidad del ambiente. Porqué olía asi. De dónde brotaba en ella tanta lujuria. Alcanzaba a preguntarse y volvía a sucumbir en las embestidas brutales. Si. Eso también. Lo alejó a empujones primero, se dio vuelta y ofreció su culo para que el viejo se diera el gusto. El viejo estaba en un sueño. Lo deseaba y lo tenía. Allí estaban las nalgas gordas y firmes esperando que la desgarrara sin piedad. Entró y no hubo pausas, continuo las embestidas como demente al ritmo de la respiración de ella que jadeaba lascivamente y en cada jadeo exhalaba ese álito envenenado de perversiones, que cada vez se hacia más y más denso en la habitación, al punto de faltar el aire. Sin embargo no paraba. Su pene estaba tan hinchado que sentía que explotaría y aun seguía y la fricción en la carne de ella hervía sus testículos y lo endurecía más. Nunca en su vida había tenido el pene tan grande. Nunca en su vida había gozado con una mujer así. Sabia quien era ella, sabia por qué estaba, ahí dejándose gozar por él pero igual quiso ver. Antes de acabar, un momento antes, un instante antes, sacó su pene a punto de reventar, dio vuelta a la muchacha, le llevó la cara hacia su pene y vio. Fue un segundo, menos que eso. Lo que dura el instante cúlmine de un orgasmo. Su rostro, era el de su mujer cuando la conoció, el de su madre cuando lo engendró, el de la primera chica que besó, eran todas las mujeres que alguna vez lo habían querido, todas las que había deseado. Todas, allí en esa cama lúgubre.
Acabó y la oscuridad fue completa.
Dos días después, cuando por fin se dispersaron las nubes y brilló de nuevo el sol, una niña que llevaba las cabras de vuelta a su casa, lo encontró abrazado a un cardón caído por la tormenta. La niña dijo que don Francisco no parecía muerto sino como dormido. Dijo también que no tenía olor feo sino que mas que eso la parte del tronco del cardón por donde se había quebrado, emanaba un fuerte aroma a miel, ella se acercó a ver creyendo encontrar un panal pero no había ahí más que la melaza propia del cardón.
La muerte del viejo se atribuyó al vino y la tormenta. El lugar donde lo encontraron estaba a varios kilómetros de doña Juana, ya casi llegando a su misma casa. Su capa y sus compras nunca las hallaron.
Decidió, por el momento, armar el primero de los tres o cuatro que quedaban y acostarse así, con la tarde gris lentamente enfundándose en las sombras de la noche. Comida no tenía mas que unos huevos, pero no era momento de derrochar, un último mate y a esperar.
Para su desgracia, amaneció igual. Miró resignado el patio inundado de agua marrón, la leña que de tan húmeda quería reverdecer, sus ropas desparramadas como trapos viejos por toda la galería. Hizo fuego como pudo, colgó la camisa más nueva cerca del fogón y fue a atender a los animales. Despreció el mate y el pedazo de tortilla que le quedaba para acelerar su partida.
Tenía unas botas, regalo de su hermana ( en su última visita, hacía dos años) con las que podría afrontar la caminata. Pensar en la bicicleta era en vano, no haría un kilómetro sin caerse incontables veces. Y eran en total doce, hora y media a pie con buen tiempo. Dos, tres, con este clima. Sacó a relucir una gran capa de cuero, herencia de su abuelo, de las pocas cosas de valor que tenía, serviría al menos para cubrir el bolso al regreso con las compras. Vestido asi partió,aun con la claridad incompleta de la madrugada.
Tomó el camino mas largo, el que rodea por el lado del norte y conecta las casas vecinas con la de él y con el poblado. No era por ánimo de socializar, sino que si acaso la lluvia se acrecentaba podría guarecerse en algún compadre.
Los montes parecían agotados de tanta agua, acostumbrados al sol abrasante y las sequías duras, este clima casi tropical los desconcertaba. Algarrobos, espinillos, talas, tuscas y cardones pedían sol para sus tierras donde se ahogaban sus raíces. Ni aves ni animales montaraces vio en todo el camino. Todos estaban en sus refugios.
El camino lo agotó, pero llegó al poblado en buenahora. Hizo sus compras, cargó el bolso con todo lo que sus fuerzas le permitían, fumó cuanto sus pulmones pudieron recibir, pidió una botella de vino y emprendió el regreso.
Había pasado la entrada a los Juárez, casi a mitad del camino, cuando un fuerte chaparrón comenzó a acobardarlo. Dudó entre regresar hasta los Juárez o seguir e intentar llegar a lo de doña Juana. El vino, mal consejero, destelló una astucia en su alma sin esperanza. Doña Juana estaba enferma, la cuidaba su nieta. Una moza apenas ingresada en la adultez. Caminó hacia allí, mitad maldiciendo la lluvia mitad con refusilos de lujuria en su mente. Luego de un trecho creyó estar ya en el pago deseado, aunque era tal la lluvia en ese momento que apenas veía sus pies. Abrió el portezuelo con dificultad, y trotó hacia el rancho. Esperaba el ladrido de los perros pero no salió ninguno. Con lo gris que estaba el dia las casas estaban ensombrecidas. Golpeó las manos, ya en la galería, pero no obtuvo respuesta. Dejó sus cosas y se secó un poco con un trapo que halló por ahí. Supuso que doña Juana y su nieta estarían en el comedor, al fondo del rancho junto al fogón. Rodeó la casa hacia allí.
No había fuego ni mujeres allí tampoco. Pensó lo peor. No era normal que estuvieran en la habitación a esas horas. Apenas eran las once. "doña Juana" llamó, titubeando un poco. Se acercó a la puerta de la habitación y golpeó "doña Juana, soy yo Francisco" Una voz femenina, juvenil, respondió invitándolo a entrar. Permiso, no quisiera molestar. Abrió y un olor embriagador le golpeó sus sentidos. Le recordó al arrope, a la miel a la doca, al naranjo, pero también a sudor íntimo, a estiércol, a humo. La habitación estaba a oscuras. Distinguió la cama y una sombra entre las colchas. Se descubrió excitado. No sabía en qué momento. Sólo había una persona y no era doña Juana. Sentía calor, un calor que se confundía con el olor denso y dulce que parecía cubrir todo absolutamente todo allí. No sentía ya la humedad de sus ropas, ni el cansancio, sólo su viejo pene vigorizado completamente, latiendo como su corazón y ese olor totalizante que era mil veces mas fuerte que el vino que había bebido. Le zumbaba la cabeza de excitación, quería ver, quería hablar pero el silencio y el perfume lo dominaban. Ella no se me movía, sentía su mirada sobre él. Comprendió y no pensó más. Sólo sintió, la piel ardiente bajo las colchas, el sudor, la miel que se hacia hedor dulce, brotando de esa joven que apenas veía en la oscuridad, que apenas adivinaba en su lujuria. Ella gemía y lo atraía hacia si. Su lengua ardiente, sus dientes filosos mordían y chupaban su arrugado cuello, parecía un animal a veces, rasgaba su espalda y se debatía, y entre dolores y rasguños sus pechos grandes y blandos recibían su cuerpo con amable calor. Al fin comenzó a meterle la verga tiesa entre sus carnes rojas y melcochadas. Ardía su entrepierna y el placer era extremo. La imaginaba colorada, blanca y colorada entre la penumbra y la densidad del ambiente. Porqué olía asi. De dónde brotaba en ella tanta lujuria. Alcanzaba a preguntarse y volvía a sucumbir en las embestidas brutales. Si. Eso también. Lo alejó a empujones primero, se dio vuelta y ofreció su culo para que el viejo se diera el gusto. El viejo estaba en un sueño. Lo deseaba y lo tenía. Allí estaban las nalgas gordas y firmes esperando que la desgarrara sin piedad. Entró y no hubo pausas, continuo las embestidas como demente al ritmo de la respiración de ella que jadeaba lascivamente y en cada jadeo exhalaba ese álito envenenado de perversiones, que cada vez se hacia más y más denso en la habitación, al punto de faltar el aire. Sin embargo no paraba. Su pene estaba tan hinchado que sentía que explotaría y aun seguía y la fricción en la carne de ella hervía sus testículos y lo endurecía más. Nunca en su vida había tenido el pene tan grande. Nunca en su vida había gozado con una mujer así. Sabia quien era ella, sabia por qué estaba, ahí dejándose gozar por él pero igual quiso ver. Antes de acabar, un momento antes, un instante antes, sacó su pene a punto de reventar, dio vuelta a la muchacha, le llevó la cara hacia su pene y vio. Fue un segundo, menos que eso. Lo que dura el instante cúlmine de un orgasmo. Su rostro, era el de su mujer cuando la conoció, el de su madre cuando lo engendró, el de la primera chica que besó, eran todas las mujeres que alguna vez lo habían querido, todas las que había deseado. Todas, allí en esa cama lúgubre.
Acabó y la oscuridad fue completa.
Dos días después, cuando por fin se dispersaron las nubes y brilló de nuevo el sol, una niña que llevaba las cabras de vuelta a su casa, lo encontró abrazado a un cardón caído por la tormenta. La niña dijo que don Francisco no parecía muerto sino como dormido. Dijo también que no tenía olor feo sino que mas que eso la parte del tronco del cardón por donde se había quebrado, emanaba un fuerte aroma a miel, ella se acercó a ver creyendo encontrar un panal pero no había ahí más que la melaza propia del cardón.
La muerte del viejo se atribuyó al vino y la tormenta. El lugar donde lo encontraron estaba a varios kilómetros de doña Juana, ya casi llegando a su misma casa. Su capa y sus compras nunca las hallaron.
14 comentarios - Historias del monte: El viejo
Excelente!
Me dejaste sin palabras.
Gracias por compartir 👍
Yo comenté tu post, la mejor manera de agradecer es comentando alguno de los míos...
Le voy a deber los puntos porque ya me los gasté hoy
Gracias @KaluraCD por recomendar esta maravilla de relato...!
Besos!